El viajero (26 page)

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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

BOOK: El viajero
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La boda procedió sin incidentes, y nuestros dos frati, casi irreconocibles en las llamativas vestimentas de la Iglesia armenia, ayudaron al metropolitano a celebrar el servicio. Luego los casados y toda la congregación salieron en tropel de la iglesia para celebrar otro banquete en el palacio. Como es natural, en esta ocasión se permitió que asistieran las invitadas, todas excepto las musulmanas. Hubo de nuevo espectáculo de acróbatas con música, y actuación de conjuradores, cantantes y bailarines. Mientras la tarde era todavía joven, los recién casados, él con aire apenado y ella más triste incluso de lo que cabría esperar en una novia de aquel patán, unieron sus manos bajo la dirección del metropolitano, y cuando éste hubo dicho en armenio una plegaria a su intención los dos subieron pesadamente las escaleras hacia su cámara nupcial, acompañados por algunas expresiones bastas y por aplausos medio sinceros de los

invitados.

En esta ocasión el ruido en la sala era intenso, causado principalmente por los músicos y bailarines, y ni mi oído inquisitivo pudo captar sonido alguno identificable que denotara la consumación del matrimonio. Pero al cabo de un rato se oyeron unos cuantos golpes sordos y fuertes y algo que se parecía sospechosamente a un grito distante, audible incluso por encima de la música. Y de repente apareció de nuevo Kagig, con las ropas en desorden como si se las hubiese quitado y se las hubiese echado otra vez encima de cualquier manera. Bajó por la escalera golpeando el suelo con pasos irritados y entró en el comedor. Se fue directo a la jarra de vino más próxima y desdeñando un vaso la vació hasta la vertical.

Yo no era el único que observó su entrada. Pero creo que los demás invitados, asombrados al ver que el marido abandonaba a su novia en la noche de bodas, al principio fingieron no enterarse. Sin embargo él empezó a maldecir y a blasfemar en voz alta, o al menos este tono tenían para mí las palabras armenias que pronunciaba, y ya nadie pudo ignorar su presencia. Los circasianos empezaron a rezongar de nuevo, y el ostikan Hampig gritó ansiosamente algo parecido a:

—¿Qué demonios te pasa, Kagig?

—¡Pues que muy mal! —exclamó el joven, o así me lo contaron luego, porque él estaba demasiado turbado para hablar otro idioma que no fuera el armenio —. Mi nueva esposa ha resultado una puta, y esto es lo que va mal.

Varias personas lanzaron protestas y refutaciones, y los circasianos exclamaron algo que significaba probablemente:

—¡Embustero!

Y:

—¡Cómo te atreves!

—¿Creéis que no sé distinguir? —replicó con rabia Kagig, según me dijeron luego —. Estuvo llorando durante toda la ceremonia, detrás de su velo, porque sabía lo que yo pronto iba a descubrir. Lloraba cuando fuimos juntos a nuestra habitación, porque se acercaba el instante de la revelación. Lloraba cuando los dos nos desnudamos, porque estaba a punto de hacerse patente su perfidia. Lloró más fuerte todavía cuando la abracé. Y en el momento crucial, ¡no lanzó el grito que debía haber lanzado! O sea que investigué y no pude encontrar su virginidad, ni vi mancha alguna de sangre en la cama, ni…

Uno de los parientes le interrumpió, gritando:

—Oh, perro mestizo de armenio, ¿no recuerdas nada?

—Recuerdo que me prometieron una virgen. Por mucho que tú grites o por mucho que ella llore esto no cambiará el hecho de que otro hombre la poseyó antes que yo.

—¡Maldito difamador! ¡Miseria de hombre! —gritaron los circasianos sacando espuma de la boca —. Nuestra hermana Seoseres no estuvo nunca con un hombre. Intentaban todos lanzarse contra Kagig, pero otros invitados los retenían.

—En tal caso hizo el amor con un falocripto —gritó Kagig furiosamente —. Con una estaca de tienda o con un pepino o con una de estas esculturas haramlik. Pero lo único que podrá amarla otra vez será un objeto de éstos.

—¡Oh, putrefacción! ¡Oh, escupitajo! —bramaron los circasianos, debatiéndose contra quienes los retenían —. ¿Has hecho daño a nuestra hermana?

—¡Debería haberlo hecho! —gruñó Kagig —. Debería haber cortado su falsa lengua y habérsela metido entre las piernas. Tendría que haber puesto aceite a hervir y haberlo vertido en su profanado agujero. Tendría que haberla clavado viva en el portal del palacio.

Ante esto, varios de sus propios parientes le agarraron, le sacudieron sin miramientos y

le preguntaron.

—¡Deja esto! ¿Qué le hiciste?

Se deshizo con esfuerzo de ellos, puso más o menos su ropa en su lugar con un gesto petulante, y contestó:

—Sólo hice lo que un marido cornudo tiene derecho a hacer y voy a pedir la anulación de este matrimonio frustrado.

No sólo los circasianos, sino también los árabes y los armenios, le dirigieron a gritos todo tipo de insultos y de injurias. Hubo tanta conmoción, se tiraron tanto de los cabellos y de las barbas y se rasgaron tanto las vestiduras que pasaron varios minutos antes de que alguien pudiera sosegarse lo bastante para contar de modo coherente al detestable marido lo que había hecho en plena borrachera y luego había olvidado. Fue su padre, el ostikan Hampig, quien se lo contó entre lágrimas:

—Oh, desgraciado Kagig, fuiste tú quien desfloró a la muchacha. Fue anoche, en la víspera de tu boda. Pensaste que sería ingenioso y divertido anticiparte a tus derechos maritales. Fuiste escaleras arriba y la forzaste sobre la cama y luego te pavoneaste de ello en esta misma habitación. Me costó terriblemente convencer a su gente para que no te matara y anticipara su viudez. La princesa es libre de toda culpa. Fuiste tú. ¡Tú

mismo!

Los gritos en la sala redoblaron en intensidad:

—¡Cerdo!

—¡Carroña!

—¡ Putrefacción!

Kagig empalideció, contrajo sus gruesos labios y por vez primera que yo sepa actuó

como un hombre. Mostró auténtica pena, pidió castigo para sí, como si lo deseara en realidad, gritando:

—Que todos los carbones del infierno se amontonen ardientes sobre mi cabeza. De veras que yo amaba a la bella Seoseres, y sin embargo ahora le he cortado la nariz y los labios.

6

Mi padre me tiró de la manga y él, mi tío y yo nos apartamos discretamente de la frenética multitud y salimos del comedor.

—Esto no es pan para mis dientes —dijo mi padre frunciendo el ceño —. El ostikan está en apuros, y cualquier soberano en apuros puede multiplicar por tres los apuros de quienes le rodean.

—Está claro que no nos puede echar la culpa de nada —dije.

—Cuando la cabeza duele, todo el cuerpo puede sentir el dolor. Creo que lo mejor será

que carguemos los caballos y partamos al alba. Vamonos a nuestras habitaciones y empecemos a hacer los equipajes.

Allí se nos reunieron los dos dominicos que expresaron con vehemencia la náusea y el asco que les daba lo que Kagig había hecho, como si sólo ellos tuviesen sensibilidades capaces de ofenderse.

—Ja, ja —dijo tío Mafio sin bromear —. Éstos son cristianos como nosotros. Todavía no hemos llegado a los auténticos bárbaros.

—Esto es lo que más nos preocupa —dijo el hermano Guglielmo —. Tenemos entendido que estas horrendas crueldades son de práctica común en la lejana Tartaria. Mi padre observó sin inmutarse que, según le habían contado, también en Occidente se cometían atrocidades.

—A pesar de todo —dijo el hermano Nicoló —, creo que no podremos ejercer

competentemente nuestro ministerio entre monstruos de la calaña de estas gentes hacia las cuales pretendéis llevarnos. Deseamos que se nos excuse de nuestra misión predicadora.

—¿Esto queréis? —Mi tío tosió, carraspeó y escupió —. ¿Pretendéis desertar antes de emprender la marcha? Pues aunque os pese, nosotros nos hemos comprometido y vosotros igual que nosotros.

El hermano Guglielmo dijo glacialmente:

—Quizá el hermano Nico no se ha expresado con la suficiente claridad. No os estamos pidiendo permiso, miceres, os estamos comunicando nuestra decisión. La conversión de estos salvajes exigirá más… más autoridad de la que poseemos. Y las Escrituras dicen:

«Aparta tu pie del mal. Quien toque la pez se manchará con ella.» Renunciamos a acompañaros.

—¿No imaginasteis, supongo, que esta misión sería fácil y agradable? —dijo mi padre —. Como dice un viejo proverbio: nadie sube al cielo sobre un almohadón.

—¿Un almohadón? Fichévelo! —bramó mi tío sugiriendo un uso especial para un almohadón —. ¡Hemos pagado dinero contante y sonante para comprarles caballos a estos dos manfroditi!

—No es probable que se nos convenza aplicándonos sucias denominaciones —dijo el hermano Nicoló altaneramente —. Como recomendaba el apóstol Pablo, evitamos charlas profanas y vanas. La nave que os trajo aquí se prepara para zarpar hacia Chipre, y cuando lo haga nosotros estaremos a bordo.

Mi tío habría estallado de nuevo, utilizando probablemente palabras que los sacerdoti raramente tienen ocasión de oír, pero mi padre le hizo callar con un gesto, diciendo:

—Deseamos emisarios de la Iglesia para demostrar al kan Kubilai el valor y la superioridad del cristianismo sobre las demás religiones. Estas ovejas con vestiduras sacerdotales no creo que sean los mejores ejemplos que podamos enseñarle. Id a vuestra nave, hermanos, y que Dios os acompañe.

—Idos rápidamente, Dios y vosotros —gritó mi tío. Cuando hubieron reunido sus pertenencias y abandonado los aposentos, gruñó —: Estos dos aprovecharon únicamente la excusa de nuestra empresa para huir de las malas mujeres de Acre. Ahora se aprovechan de este feo incidente como una excusa para huir de nosotros. Se nos pidió

que lleváramos doscientos sacerdotes y nos dieron dos flojas y viejas zitelle. Ahora ya no tenemos ni eso.

—Bueno, es menos doloroso perder a dos que a cien —dijo mi padre —. El proverbio dice que es mejor caerse de una ventana que del tejado.

—No me importa perder a estos dos —dijo tío Mafio —. ¿Y ahora qué? ¿Continuamos nosotros? ¿Sin llevarle al kan ningún clérigo?

—Le prometimos que regresaríamos —dijo mi padre —. Y ya hemos estado fuera mucho tiempo. Si no regresamos el kan perderá su fe en la palabra de cualquier occidental. Puede cerrar sus puertas a todos los mercaderes viajeros, incluyéndonos a nosotros, y nosotros somos mercaderes por encima de todo. No tenemos sacerdotes que llevarle, pero disponemos de suficiente capital, nuestro azafrán y el almizcle de Hampig, que podemos multiplicar allí y transformar en una estimable fortuna. Yo digo que sí, que continuemos. Aplicaremos a Kubilai que nuestra Iglesia sufre los desórdenes del interregno papal. Lo cual es bastante cierto.

—Estoy de acuerdo —asintió tío Mafio —. Continuemos. Pero ¿qué hacemos con este vástago?

Los dos se me quedaron mirando.

—No podemos devolverlo todavía a Venecia —dijo mi padre pensativo —. Y el buque inglés vuelve a Inglaterra, pero podría tomar en Chipre algún navío que zarpara para

Constantinopla…

Yo dije rápidamente:

—Ni siquiera a Chipre voy a ir con estos dos cobardes dominicos. Podría caer en la tentación de hacerles algo, y esto sería un sacrilegio que pondría en peligro mis esperanzas de salvación.

Tío Mafio se echó a reír y dijo:

—Pero si le dejamos aquí y estos circasianos desencadenan una venganza de sangre contra los armenios, Marco puede llegar al cielo antes de lo previsto. Mi padre suspiró y me dijo:

—Nos acompañarás hasta Bagdad. Allí buscaremos alguna caravana de mercaderes que se dirija a Occidente pasando por Constantinopla. Irás a visitar a tu tío Marco. Puedes quedarte con él hasta que regresemos, o si te enteras de que un nuevo dogo ha sucedido a Tiépolo, puedes tomar un buque para Venecia.

Creo que nosotros fuimos las únicas personas en todo el palacio de Hampig que intentaron dormir aquella noche. Y dormimos poco, porque todo el edificio temblaba sacudido por fuertes pasos y gritos encolerizados. Los invitados circasianos se habían vestido con todas las ropas de color azul celeste que suelen ponerse en señal de duelo, pero era evidente que rondaban el edificio sin preocuparse por el luto, amenazando con vengar la mutilación de su Seoseres, y los armenios intentaban aplacarlos con idéntica vehemencia, o por lo menos intentaban gritar tanto como ellos. El tumulto estaba en pleno auge cuando salimos montados del patio de las caballerizas de palacio dirigiéndonos hacia la luz del alba que apuntaba por Oriente. Ignoro cómo acabaron los personajes que dejamos detrás nuestro: si los dos cobardes frailes consiguieron llegar sanos y salvos a Chipre, o si los malditos Bagratunian sufrieron alguna venganza a manos de los parientes de la princesa. Desde aquel día no he vuelto a tener noticias de ellos. Y aquel día he de confesar que no me preocupaban ellos, sino el mantenerme derecho sobre mi silla.

Los únicos transportes que yo había utilizado en mi vida eran de navegación. O sea que mi padre embridó y ensilló la yegua para mí, y me pidió que mirara cómo lo hacía porque en adelante tendría que hacerlo yo mismo. Yo repetí su demostración. Puse el pie izquierdo en el estribo, boté brevemente sobre el pie derecho, subí entusiasmado a lo alto, pasé la pierna derecha por encima, aterricé de golpe y a horcajadas sobre el duro asiento y lancé un aullido de dolor. Cada uno de nosotros, siguiendo las instrucciones del ostikan, llevaba una de las bolsas de cuero con almizcle atada debajo mismo de la horcajadura, y esto fue lo que sentí debajo mío cuando caí de golpe, y durante unos breves minutos de agonía y contorsiones pensé que quizá aquel escroto seco me había costado mis propios testículos.

Mi padre y mi tío se dieron la vuelta de repente, con los hombros estremeciéndose, para cuidar de sus propias monturas. Gradualmente me fui recuperando y ajusté la bolsa de almizcle para que no pusiera de nuevo en peligro mis partes vitales. Me di cuenta de que por primera vez estaba sentado en lo alto de un animal y pensé que hubiese preferido comenzar con otro no tan alto, quizá un asno, porque tenía la sensación de estar colgado a gran altura y de modo inseguro, muy lejos del suelo. Pero permanecí en la silla mientras mi padre y mi tío montaban en las suyas, y cada uno de ellos cogió las riendas de uno de los caballos sobrantes, sobre los cuales habíamos cargado todos nuestros equipajes y pertrechos de viaje. Salimos del patio y nos dirigimos al río cuando empezaba a despuntar el alba.

Al llegar a la orilla nos dirigimos río arriba hacia la brecha abierta entre las colinas por donde el río irrumpía hacia el mar desde tierra adentro. Muy pronto la conmocionada ciudad de Suvediye quedó a nuestras espaldas, luego le sucedió lo mismo a las ruinas de

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