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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (36 page)

BOOK: El viajero
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—Están pasando los hilos de la urdimbre a través de la trama —explicó la princesa Magas —. Cada esclavo sostiene una lanzadera y una madeja de hilo de un solo color. Cada niño teje la trama y la aprieta siguiendo el orden impuesto por el diseño.

—¿Cómo demonios —pregunté yo —puede un niño saber cuándo y dónde debe dar su puntada, ente tantos otros esclavos e hilos, y en una obra tan compleja?

—El maestro de qali canta para ellos —dijo Magas —. Nuestra llegada le ha interrumpido.

Mira, ahora vuelve a empezar.

Era algo maravilloso. El llamado maestro de qali estaba sentado ante una mesa sobre la cual se encontraba extendida una enorme hoja de papel. Estaba listada con incontables cuadritos, sobre los cuales se sobreponía un dibujo del diseño de todo el qali, con indicación de los innumerables colores necesarios. El maestro de qali leía en voz alta a partir de ese diseño, cantando, por ejemplo, según este orden:

—Uno, rojo… trece, azul… cuarenta y cinco, marrón…

Pero lo que cantaba era bastante más complicado que esto. Tenía que oírse casi hasta arriba de todo, cerca del techo de la caverna, y tenían que entenderlo infaliblemente cada niño y niña a quienes iba destinado, y debía tener una cierta cadencia para mantenerlos a todos trabajando rítmicamente. Las palabras se dirigían a un niño esclavo tras otro, dentro del gran conjunto que formaban, indicando a cada uno cuándo debía introducir su lanzadera; pero la música de estas palabras, según fuese en tono alto o bajo, señalaba al esclavo hasta qué punto de la trama debía urdir su hilo y cuándo debía anudarlo. Los esclavos, trabajando de este modo maravilloso, realizaban el qali, hebra por hebra, línea a línea, todo el espacio que faltaba hasta llegar al suelo de la caverna, y cuando estuviera terminado, su ejecución sería tan perfecta como si lo hubiera pintado un solo artista.

—Un qali así puede costar al final muchos esclavos —dijo la princesa cuando nos volvimos para salir de la caverna —. Los tejedores deben ser lo más jóvenes posible, pues así pesan poco y tienen los dedos ágiles y diminutos. Pero no es fácil enseñar a niños y niñas tan pequeños un trabajo tan exigente. Y además, el calor que hace allí arriba es tan fuerte que a menudo se desmayan, se caen y se matan. O si viven más tiempo, casi con toda seguridad se vuelven ciegos debido a la escasez de luz y a la minuciosidad del trabajo. Y por cada niño que se pierde, hay que entrenar y tener disponible a otro niño esclavo.

—Ahora comprendo —dije —por qué hasta el qali más pequeño es tan valioso.

—Pero imagínate lo que nos costaría —dijo Magas cuando emergimos de nuevo a la luz del sol —si tuviéramos que emplear a personas de verdad.

4

La carreta nos llevó de regreso a la ciudad, la atravesamos y volvimos a entrar por las puertas de palacio. Una o dos veces más intenté sacarle a la princesa alguna pista de lo que sucedería por la noche, pero ella no cedió a mi curiosidad. La princesa no mencionó

nuestro rendez-vous hasta que bajamos de la carreta y ella y su abuela me dejaron para retirarse a sus aposentos.

—Cuando salga la luna —me dijo —. De nuevo en el gulsa'at. Pero antes de eso tuve que sufrir todavía unas horas. Cuando entré en mi habitación, el criado Karim me informó de que se me había concedido el honor de cenar aquella noche con el sha Zaman y su shahryar. Sin duda era un signo de amabilidad por su parte, teniendo en cuenta mi juventud e insignificancia en ausencia de mi padre y mi tío, los embajadores. Pero he de confesar que no aprecié demasiado el honor y me senté con ellos deseando que la comida terminara cuanto antes. Me sentía ligeramente incómodo en presencia de los padres de la chica que me había invitado a hacer zina esa misma noche. (O de la otra chica, con quien tendría que compartir de algún modo la zina. Sabía que el sha tenía que ser el padre, Pero no podía adivinar quién podría ser su madre.) Además estaba salivando literalmente ante la perspectiva de lo que iba a ocurrir, aunque no supiera exactamente qué. Con mis glándulas saliváceas chorreando ya incontrolablemente, apenas podía tragar la exquisita comida, y mucho menos sostener

una conversación. Afortunadamente, gracias a la locuacidad de la shahryar sólo tenía que decir de vez en cuando: «Sí, majestad», «¿De veras?» y «Contadme». Y ella no paraba, nada podía haber detenido su narración; pero creo que no contó demasiadas verdades.

—Así —dijo ella —visitasteis hoy a los fabricantes de qali.

—Sí, majestad.

—Sabed que en los viejos tiempos había qalis mágicos capaces de llevar a un hombre por los aires.

—¿De veras?

—Sí, un hombre podía subirse a un qali y ordenarle que le llevara a algún lugar lejano, a un lugar del mundo muy lejano. Y el qali se ponía a volar pasando sobre montañas, mares y desiertos, trasladándose hasta allí en un abrir y cerrar de ojos.

—Contadme más.

—Sí, te contaré la historia de un príncipe. Su amada princesa fue raptada por el pájaro gigante ruj, y él se sumió en una gran tristeza. Luego consiguió que un yinni le diera uno de los qalis mágicos… y…

Y por fin la historia se acabó, y por fin se acabó también la cena, y tanta era la impaciencia de mi espera que, como el príncipe del cuento, corrí hacia mi amante princesa.

Ella estaba en la esfera de flores, y por primera vez no iba acompañada de su vieja vigilante. Me cogió de la mano y me llevó por los senderos del jardín y alrededor del palacio hasta un ala cuya existencia yo ignoraba. Sus puertas estaban vigiladas, como todas las demás entradas de palacio, pero la princesa Magas y yo sólo tuvimos que esperar escondidos tras un florido arbusto hasta que los dos guardas giraron la cabeza. Lo hicieron al unísono, casi como si hubieran recibido una orden, y yo me pregunté si Magas los habría sobornado. Luego entramos rápidamente sin ser vistos, o al menos sin que nos preguntaran nada, y me condujo por varios pasillos extrañamente desprovistos de vigilantes, doblamos varias esquinas y al final atravesamos una puerta sin guardianes.

Estábamos en sus aposentos, un lugar tapizado con numerosos y espléndidos qalis, con finas y transparentes cortinas, colgaduras con los muchos colores de los sorbetes, enrolladas en volutas, ondas y lazadas en una deliciosa confusión, pero todas estaban cuidadosamente alejadas de las lámparas que ardían entre ellas. La habitación estaba alfombrada casi de pared a pared con almohadones de colores de sorbete, hasta el punto de no distinguirse apenas los que formaban el diván y los del lecho de la princesa.

—Bien venido a mis aposentos, mirza Marco —dijo ella —. Y a esto. Y desató un único nudo o broche que debía sujetar todas sus ropas, porque todas se deslizaron de golpe hasta el suelo; y la princesa quedó delante mío, bajo la cálida luz de la lámpara, ataviada solamente con su belleza, su provocativa sonrisa, su aparente entrega, y un solo adorno: una ramita con tres brillantes cerezas rojas sobre el complicado peinado de su negro cabello.

La princesa destacaba vividamente, roja, negra, verde y blanca contra los pálidos tonos de sorbete de la habitación: las rojas cerezas sobre sus negras trenzas, sus verdes ojos y sus largas y oscuras pestañas, sus bermejos labios y su rostro de marfil; sus rojos pezo-nes y los negros rizos de su pubis sobre el marfileño cuerpo. Su sonrisa se ensanchó

cuando vio que recorría su desnudo cuerpo de arriba abajo una y otra vez, para acabar detenido sobre los vivos adornos de su cabello, y murmuró:

—Tan brillantes como los rubíes, ¿verdad? Pero más preciosos que éstos porque las cerezas se marchitarán. A menos que —dijo seductoramente pasando la punta de su roja lengua sobre su rojo labio superior —alguien se las coma.

Y se echó a reír.

Yo jadeaba como si hubiera recorrido todo Bagdad corriendo hasta llegar a esa habitación encantada. Avancé torpemente hacia ella, y ella dejó que me acercara hasta un brazo de distancia, pues allí fue donde su mano me detuvo al chocar mi parte más próxima y sobresaliente.

—Bien —dijo, aprobando lo que había tocado —. Preparado ya y ansioso de zina. Quítate la ropa, Marco, mientras yo me ocupo de las lámparas.

Me desvestí obedientemente, aunque continué fijando sobre ella mis fascinados ojos. Se movía graciosamente por la habitación, apagando una mecha tras otra. Cuando por un momento se paró delante de una de las lámparas, aunque tenía las piernas estrechamente unidas pude ver un diminuto triángulo de luz brillar, como un faro de señales, entre la parte superior de sus muslos y el montículo de su alcachofa; y recordé

que un chico veneciano había dicho hacía tiempo que ésa era la marca de una «mujer cuando es de lo más deseable en la cama». Después de apagar todas las lámparas, volvió

a través de la oscuridad hacia mí.

—Preferiría que hubieras dejado las luces encendidas —dije yo —. Eres bella, Magas, y disfruto mirándote.

—Ah, pero la llama de las lámparas es fatal para las mariposas nocturnas —dijo ella riendo —. Entra suficiente claridad lunar por la ventana para que me veas a mí y no veas nada más. Ahora…

—¡Ahora! —repetí en total y gozoso acuerdo, y me abalancé sobre ella, pero ella me esquivó hábilmente.

—¡Espera, Marco! Olvidas que yo no soy tu regalo de cumpleaños.

—Sí —murmuré entre dientes —, se me había olvidado. Tu hermana, ahora lo recuerdo. Pero ¿por qué te has desnudado tú, Magas, si es ella quien…?

—Dije que te lo explicaría esta noche. Y lo haré si dejas de tocarme. Esta hermana mía, como también es una princesa real, no tuvo que sufrir la mutilación del tabzir de pequeña, porque esperaban que algún día se casaría con alguien de la realeza. O sea que es una mujer completa, con sus órganos enteros, con todas las necesidades, deseos y habilidades de una hembra. Desgraciadamente, la querida niña resultó ser muy fea, terriblemente fea. No puedo decirte hasta qué punto lo es.

—No he visto a nadie así por palacio —dije sorprendido.

—Claro que no. No desea ser vista. Es atrozmente fea, pero de tierno corazón. Por eso siempre está encerrada en sus aposentos, aquí, en el anderun, y no se arriesga a encontrarse siquiera con un niño o un eunuco por no darles un susto mortal.

—More mia! —murmuré —. ¿Cómo es de fea, Magas? ¿Sólo de cara o está deformada?

¿Es jorobada, quizá? ¿Qué tiene?

—jSshsh! Está esperando al otro lado de la puerta y podría oírnos. Yo bajé la voz.

—¿Cómo se llama ese monst… esa chica?

—Princesa Shams, y esto también es una lástima, porque la palabra significa Luz del Sol. Pero no hablemos más de su terrible fealdad. Baste decir que esta pobre hermana hace tiempo que perdió la esperanza de casarse con alguien, ni siquiera de atraer a un amante pasajero. Ningún hombre puede mirarla con luz o tocarla en la oscuridad y seguir teniendo la lanza erguida para hacer zina.

—Che braga! —murmuré, sintiendo un estremecimiento de frío. Si Magas no hubiera estado aún visible, sólo leve pero tentadoramente, mi propia lanza hubiera languidecido en aquel momento.

—Sin embargo, te aseguro que sus partes femeninas son muy normales. Y desea, muy normalmente, que las llenen y satisfagan. Por eso, ella y yo ideamos un plan. Y como yo

amo a mi hermana Shams, participo con ella en ese plan. Cada vez que desde su escondite espía a un hombre que despierta sus ansias, yo le invito aquí y…

—¿Habéis hecho esto otras veces? —balbuceé consternado.

—¡Imbécil infiel, claro que lo hemos hecho! Muchas y muchas veces. Por eso puedo prometerte que disfrutarás, porque muchos otros hombres han disfrutado.

—Dijiste que era un regalo de cumpleaños…

—¿Y desdeñas un regalo sólo porque proviene de un generoso donante de regalos?

Cállate y escucha. Vamos a hacer lo siguiente. Tú te tumbas boca arriba, y yo me echo sobre tu pecho de modo que siempre me estarás viendo. Mientras tú y yo nos acariciamos y retozamos, y lo haremos todo excepto lo último, mi hermana se acercará

sin hacer ruido y se contentará con tu mitad inferior. Nunca verás a Shams ni la tocarás excepto con tu zab, y éste no notará nada repugnante. Mientras tanto, tú me ves y me tocas solamente a mí. Y nos excitaremos los dos, el uno al otro, hasta el delirio, de modo que cuando la zina se haya consumado aquí mismo, nunca sabrás que no es conmigo con quien lo has hecho.

—Esto es grotesco.

—Siempre puedes rechazar el regalo —dijo fríamente. Pero se me acercó hasta que sus pechos me tocaron y no estaban nada fríos —. O puedes hacernos disfrutar a ti y a mí, y al mismo tiempo realizar una buena obra para una pobre criatura condenada siempre a la oscuridad y al anonimato. Bien… ¿qué?, ¿lo rechazas? —Alargó su mano en busca de la respuesta —. ¡Ah, ya sabía que no lo rechazarías! Te tenía por un buen chico. Muy bien, Marco, tumbémonos aquí.

Nos tumbamos. Yo boca arriba según las instrucciones, y Magas estrechó la parte superior de su cuerpo contra mi cintura, de manera que yo no podía ver la parte de más abajo, y comenzamos los preludios de la música. Ella me acariciaba ligeramente con la punta de los dedos la cara, el cabello y el pecho, y yo hacía lo mismo, y cada vez que nos tocábamos y en cualquier punto que nos tocáramos, sentíamos esa especie de estremecimiento que se siente al acariciar rápidamente el pelo de un gato al revés. Pero era imposible que ella me acariciara al revés, ni yo a ella, como pronto descubrí. Sus pezones se irguieron alegremente cuando los toqué, y a pesar de la tenue luz pude ver la dilatación de sus pupilas y al saborear sus labios los noté henchidos de pasión.

—¿Por qué lo llamas hacer música? —preguntó dulcemente en un momento dado —. Es mucho más bello que la música.

—Bueno, claro —dije, después de pensármelo —. Había olvidado la música que tenéis aquí en Persia…

De vez en cuando, Magas alargaba una mano por detrás para acariciar la parte de mi cuerpo que ella tapaba, y yo cada vez sentía un deseo delicioso y urgente de correrme, y ella cada vez retiraba su mano a tiempo, o de lo contrario hubiera enviado mi spruzzo al aire. Ella dejó que con la mano tocara sus partes correspondientes susurrando con voz estremecida:

—Cuidado con los dedos. Sólo el zambur. No dentro, recuerda. Y esa caricia le hizo alcanzar varias veces el paroxismo. Luego se colocó sobre mi pecho, con el cuerpo levantado, los suaves rizos de sus partes inferiores rozaban mi cara, de modo que tenía su mihrab al alcance de mi lengua, y me susurró:

—La lengua no puede romper la membrana sangar. Haz con la lengua todo lo que puedas.

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