Noté también que Huisheng tenía delante de cada oreja una pelusa negra muy fina que le crecía hasta la línea de la mandíbula, y otra pelusa plumosa que crecía bajando por la nuca hasta el cuello del vestido. Eran detalles encantadores, y me hicieron pensar en la posibilidad de que las mujeres min fueran excepcionalmente peludas en sus partes privadas. Podría señalar que las doncellas mongoles tenían todas en sus partes más privadas las peculiares «estufitas» mongoles de pelo liso y plano como trocitos de piel de gato. Pero si me he mostrado desacostumbradamente reticente sobre sus encantos o sobre las noches que pasé retozando con ellas, no se debe a un ataque repentino de modestia o de reserva por parte mía; se debe únicamente a que no recuerdo muy bien aquellas chicas. Incluso he olvidado si me visitó una docena exacta u once muchachas o trece u otro número cualquiera.
Desde luego eran bellas, agradables, competentes, satisfactorias, pero eran esto y nada más. Sólo las recuerdo como una sucesión de incidentes fugaces, uno diferente cada noche. Mi conciencia estaba más impresionada por la pequeña, discreta, silenciosa Eco, y no sólo porque estaba presente cada noche, sino porque superaba en mucho a todas las doncellas mongoles juntas. De no haber sido por la distracción de su influencia, probablemente no habría olvidado tan fácilmente a las demás. En definitiva eran la crema de la femineidad mongol, de veinticuatro quilates de calidad, adaptadas perfecta y eminentemente a su función de compañeras de cama. Pero incluso mientras disfrutaba del espectáculo que me ofrecía la esclava lon-gya al desnudarlas, no podía dejar de observar su excesivo e innecesario tamaño al lado de la diminuta y delicada Huisheng, y lo bastas que eran su tez y su fisonomía, al lado de su piel de melocotón y de sus rasgos exquisitos. Incluso sus senos, que en otras circunstancias habría adorado como bellamente voluptuosos, me parecieron demasiado agresivos y mamíferos comparados con la esbeltez y fragilidad casi infantiles del cuerpo de Huisheng. Debo declarar sinceramente que tampoco las doncellas mongoles debieron de
considerarme su ideal, y no debieron de sentir excesiva alegría por juntarse conmigo. Habían sido reclutadas, después de superar un riguroso sistema de selección, para meterse en la cama del kan de todos los kanes. Kubilai era un anciano, y quizá no era el sueño de una mujer joven, pero era el gran kan. Sin duda sufrieron un considerable desengaño cuando se vieron asignadas a un extranjero, a un ferenghi, a un don nadie, pero sin duda aún fue peor que les ordenaran no tomar la precaución de las semillas de helecho antes de acostarse conmigo. Probablemente su fecundidad era de veinticuatro quilates, es decir, que tenían que esperar quedar embarazadas y dar a luz no a un noble mongol descendiente del linaje de Chinghiz sino a bastardos mestizos, que el resto de la población de Kitai trataría necesariamente con poco afecto, o incluso despreciaría. Yo tenía mis dudas sobre si Kubilai estuvo acertado al ordenar estas uniones entre sus concubinas y yo. No es que me sintiera ni superior ni inferior a ellas, porque sabía que ellas y yo y todas las demás personas del mundo pertenecíamos a una única raza humana. Me habían enseñado esto desde mis primeros años, y en mis viajes había observado amplias pruebas que lo confirmaban. (Dos pequeños ejemplos: en todas partes todos los hombres, con excepción quizá de los santos y de los eremitas, están siempre dispuestos a emborracharse; en todas partes todas las mujeres cuando corren lo hacen como si tuvieran las rodillas cojas.) Es evidente que todas las personas descienden de los mismos Adán y Eva originales, pero también está muy claro que la progenie ha divergido ampliamente en las generaciones transcurridas desde la expulsión del Edén.
Kubilai me llamaba ferenghi, y no quería ofenderme, pero el calificativo me incluía en una masa equívocamente indiferenciada. Yo sabía que los venecianos éramos muy distintos de los eslavos, de los sicilianos y de las demás nacionalidades occidentales. No podía percibir tanta variedad entre las numerosas tribus mongoles, pero sabía que cada persona estaba orgullosa de la suya, la consideraba la primera raza de mongoles y afirmaba al mismo tiempo que todos los mongoles formaban la primera sección de la humanidad.
En mis viajes no siempre concebía afecto por cada nuevo pueblo que conocía, pero los encontré todos interesantes, y el interés residía en sus diferencias. Distintos colores de piel, diferentes costumbres, comidas, lenguajes, supersticiones, diversiones, incluso deficiencias, ignorancias y estupideces interesantes por su variedad. Poco después de la temporada pasada en Shangdu visitaría la ciudad de Hangzhou y vería que era una ciudad repleta de canales, como Venecia. Pero Hangzhou no se parecía a Venecia en todo lo demás, y eran las diferencias, no las semejanzas, lo que convertían al lugar en algo encantador. También Venecia continúa siendo encantadora y querida por mí, pero dejaría de serlo si no fuera algo único. En mi opinión, un mundo lleno de ciudades, lugares y paisajes iguales sería insoportablemente aburrido, y pienso lo mismo en relación a los pueblos del mundo. Si todos ellos, blancos, de color melocotón, marrones, negros o de cualquier otro color se mezclaran dando un tono indiferenciado, todas las demás diferencias tajantes y duras se difuminarían y desaparecerían. Se puede caminar sin temor por un desierto de arena tostada, porque no hay fisuras ni abismos, pero también carece de cimas elevadas que valga la pena contemplar. Comprendí que mi contribución a la fusión de las líneas de sangre ferenghi y mongol sería despreciable. Además me oponía a que pueblos tan distintos se fundieran deliberadamente siguiendo órdenes y no por un encuentro casual, y perdieran así un grado de variedad, y por lo tanto de interés.
Primero me sentí atraído por Huisheng debido en parte a sus diferencias con las demás mujeres que había conocido hasta entonces. Ver a aquella esclava min entre sus amas mongoles era como ver una ramita de flores de melocotón, rosadas y marfileñas, en un
jarrón de crisantemos peludos y punzantes, de color de bronce y de cobre. Sin embargo Huisheng no sólo era bella comparándola con quienes lo eran menos. Era atractiva por sí, como lo es una flor de melocotón, y habría destacado en un huerto entero de melocotones floridos formados por sus bellas hermanas min. Había motivos para ello. Huisheng vivía en un mundo perpetuamente silencioso, y sus ojos estaban llenos de sueños incluso cuando estaba bien despierta. Sin embargo, la privación del habla y del oído no era un obstáculo total, ni algo que los demás notaran mucho. Yo mismo, antes de que me lo contaran, no había notado que fuera sordomuda, porque ella había desarrollado una viveza en sus expresiones faciales y un vocabulario de pequeños gestos que le permitían comunicar sus pensamientos y sentimientos sin ningún sonido, pero de modo inequívoco. Con el tiempo aprendí a leer con un vistazo todos los movimientos infinitesimales de sus ojos color de qahwah, de sus labios rojos como el vino, de sus cejas de pluma, de sus hoyuelos centelleantes, de sus manos de sauce y de sus dedos de fronda. Pero esto fue más tarde.
Me había sentido cautivado por Huisheng en las peores circunstancias posibles, mientras ella veía que me divertía de forma desvergonzada con su docena aproximadamente de amas mongoles. O sea, que no me atreví a iniciar ningún tipo de cortejo con ella porque corría el riesgo de que me rechazara burlonamente; tenía que dejar pasar algún tiempo, y esperar que se difuminara el recuerdo de aquellas circunstancias. Decidí, por lo tanto, esperar un intervalo prudente de tiempo antes de iniciar cualquier sondeo. Mientras tanto procuraría distanciarla algo de aquellas concubinas sin separarla mucho de mí. Para conseguirlo necesitaba la ayuda del propio gran kan.
Cuando estuve seguro de que no quedaba ninguna doncella mongol por servir, y cuando supe que Kubilai estaba de buen humor, pues acababa de llegar un mensajero anunciándole que Yunnan era suyo y que Bayan estaba avanzando hacia el corazón del imperio song, le pedí audiencia y él me recibió cordialmente. Le comuniqué que había cumplido mi servicio con las doncellas y le agradecí que me hubiera proporcionado la oportunidad de dejar un rastro mío en la posteridad de Kitai. Luego añadí:
—Creo, excelencia, que después de haber disfrutado de esta orgía de placeres sin freno, podría mantenerme firme como una roca en mi carrera de soltero. O sea creo que he alcanzado una edad y una madurez en la que debería dejar de despilfarrar pródigamente mis ardores, dejar la persecución de la potra como lo llamamos en Venecia, o la metida del cucharón, como decís por aquí. Creo que me convendría buscar una conyugalidad más estable, quizá con una concubina especialmente favorecida, y pido vuestro permiso, excelencia, para…
—¡Hui! —exclamó con una sonrisa de satisfacción —. ¿Os cautivó una de esas damiselas de veinticuatro quilates?
—Oh, todas me cautivaron, excelencia, no hay que decirlo. Sin embargo quisiera guardar para mí a la esclava que las servía.
Se recostó en su asiento y dijo gruñendo con bastante menos satisfacción:
—Uu?
—Es una chica min y…
—¡Aja! —gritó, volviendo a sonreír con placer —. No digas más. Entiendo que quedaras encantado.
—… y quisiera pediros permiso, excelencia, para comprar la libertad de esa esclava, porque está al servicio de vuestra dama matrona de concubinas. Su nombre es Huisheng.
Hizo un gesto con la mano y dijo:
—Te entregaré su título de propiedad cuando regresemos a Kanbalik. Luego será tu
criada, o esclava, o consorte, lo que tú y ella decidáis. Es el regalo que te hago por la ayuda que me prestaste para adquirir Manzi.
—Os doy las gracias, excelencia, muy sinceramente. Y Huisheng os lo agradecerá
también. ¿Volvemos pronto a Kanbalik?
—Mañana partiremos de Shangdu. Tu compañero Ali Babar ya está informado. Probablemente en este momento está en tus habitaciones haciendo tu equipaje.
—¿Es una marcha repentina, excelencia? ¿Ha sucedido algo?
Sonrió con mayor satisfacción que nunca.
—¿No me has oído mencionar la adquisición de Manzi? Acaba de llegar un mensajero de la capital con la noticia.
—¡Song ha caído! —exclamé boquiabierto.
—El primer ministro Achmad ha enviado el mensaje. Una compañía de heraldos han ha cabalgado hasta Kanbalik para anunciar la inminente llegada de la emperadora viuda de los Song, Xichi. Llegará personalmente para rendir este imperio y entregar el Yin imperial y su propia persona real. Achmad podría recibirla, como es lógico, en su calidad de vicerregente, pero prefiero hacerlo yo.
—Desde luego, excelencia, es un acontecimiento que marca época. El derribo de los Song y la creación de toda una nueva nación Manzi para el kanato. Él suspiró confortablemente.
—De todos modos, la estación fría se nos echa encima y aquí la caza ya no será tan agradable. Nos vamos, pues, y tomaremos a una emperatriz por trofeo.
—Ignoraba que el imperio Song estuviera gobernado por una mujer.
—No es más que la regente, la madre del emperador que murió hace unos años, y que murió joven dejando únicamente a hijos en edad infantil. La vieja Xichi debía reinar hasta que su primer nieto tuviera edad de subir al trono. Cosa que ahora no podrá hacer. Vete ya, Marco, y prepárate para cabalgar. Regreso a Kanbalik a gobernar un kanato de mayor extensión y a empezar a echar raíces. Que los dioses nos concedan sabiduría a los dos.
Corrí hasta mi habitación y entré gritando:
—¡Tengo noticias importantes!
Ali Babar me había ayudado a recoger los objetos de viaje que había llevado conmigo a Shangdu, y unas cuantas cosas que había adquirido durante mi estancia allí, por ejemplo los colmillos de mi primer jabalí para guardarlos de recuerdo, y lo estaba metiendo todo en las alforjas.
—Ya nos hemos enterado —dijo sin mucho entusiasmo —. El kanato es mayor y más extenso que nunca.
—¡Tengo noticias más extraordinarias! ¡Acabo de conocer a la mujer de mi vida!
—Dejadme pensar quién pueda ser. Últimamente ha desfilado una auténtica procesión por vuestra habitación.
—¡No te lo puedes imaginad —exclamé alegremente y empecé a alabar las gracias de Huisheng. Pero luego me contuve porque Ali no participaba de mi alegría —. Pareces extrañamente triste, viejo compañero. ¿Te ha ocurrido algo malo?
—El jinete de Kanbalik trajo otras noticias, no tan alegres… —dijo con un hilo de voz. Le miré con mayor atención. Si hubiese tenido una barbilla debajo de aquella barba gris le hubiera temblado.
—¿Qué otras noticias?
—El mensajero dijo que al salir de la ciudad le detuvo uno de mis artesanos de kasi y le pidió que me informara de que Mar-Yanah había desaparecido.
—¿Qué? ¿Tu buena esposa Mar-Yanah? ¿Desaparecida? ¿Cómo?
—No tengo ni idea. El hombre del taller dijo que hace un tiempo, hace ahora un mes o
más, dos guardias de palacio llegaron al taller de kasi. Mar-Yanah habló con ellos y desde entonces no se la ha visto ni oído nada de ella. A consecuencia de esto los obreros están algo confusos e inquietos. Mi hombre sólo le dijo esto al mensajero.
—¿Guardias de palacio? Entonces debió de tratarse de algún asunto oficial. Iré de nuevo a ver a Kubilai y le preguntaré…
—Kubilai dice que no sabe nada de este asunto. Como es lógico fui yo primero a preguntar. Fue entonces cuando me ordenó que hiciera tu equipaje. Y puesto que salimos inmediatamente para Kanbalik no he puesto el grito en el cielo. Supongo que cuando lleguemos allí nos enteraremos de lo sucedido…
—Es todo muy raro —murmuré.
No dije más, pero en mi mente apareció de modo repentino y sin que yo lo pidiera el mensaje que Ali había traído: «Espérame cuando menos me esperes.» No se lo había enseñado a Ali ni le había explicado su contenido. No había considerado necesario preocuparle con mis problemas, o con algo que creía que sólo me afectaba a mí, es decir, que había roto la misiva y la había tirado. Ahora hubiese preferido no haberlo hecho. Como ya he dicho me costaba bastante descifrar la escritura mongol. ¿Podía haberme equivocado al leerla? ¿Quizá decía en esta ocasión algo ligeramente distinto, por ejemplo: «Espérame donde menos me esperes»? ¿Habían utilizado como intermediario a Ali Babar no sólo para amenazarme y alarmarme de nuevo, sino también para sacarlo a él de la ciudad mientras hacían algún trabajo sucio?
La persona que me deseaba mal debía de saber que cuando yo estaba ausente de la ciudad sólo era vulnerable a través de los demás, de las pocas personas que quedaban allí y que me eran queridas. En realidad, sólo tres personas. Mi padre y mi tío eran dos de ellas. Pero se trataba de hombres adultos y fuertes, y si alguien les hacía daño tendría que responder ante un gran kan encolerizado. Sin embargo la tercera persona era la buena, bella y dulce Mar-Yanah, pero era sólo una débil mujer, y una insignificante ex esclava, apreciada únicamente por mí y por mi anterior esclavo. Recordé con dolor las palabras de ella: «Me quedó mi vida, pero no mucho más…», y lo que dijo luego tristemente: « Si Ali Babar puede amar lo que queda de mí…»