¿Había secuestrado a esta mujer sin tacha mi enemigo desconocido, el ser oculto y al acecho que murmuraba amenazas, y lo había hecho sin otro motivo que por hacerme daño? En caso afirmativo el enemigo era alguien vil y repugnante, pero había escogido inteligentemente a la víctima sustituía. Yo había ayudado a rescatar a la caída princesa Mar-Yanah de una vida de abusos y degradación, y la había ayudado a alcanzar por fin un puerto seguro y feliz. Recordé que ella había dicho: «Los veinte años pasados podían no haber existido nunca…» Si ahora por mi culpa tenía que sufrir otro tipo de males, el golpe sería para mí duro.
Bueno, lo sabríamos al llegar a Kanbalik. Y sentía una intensa aprensión: para poder encontrar a la desaparecida Mar-Yanah, debíamos primero encontrar a la mujer del velo que le había entregado a Ali la misiva para mí. Pero de momento no le dije nada sobre el tema: ya estaba él bastante preocupado. También dejé de alabar a mi recién descubierta Huisheng, para respetar la preocupación que le embargaba por su propia amante, perdida antes durante tanto tiempo y ahora de nuevo.
—Marco, ¿no podríamos cabalgar adelantándonos a este lento cortejo? —me preguntó
ansiosamente cuando nosotros y toda la corte de Shangdu se encontraba en camino desde hacía ya dos o tres días —. Tú y yo podríamos llegar a Kanbalik mucho antes si pudiésemos espolear a nuestros caballos.
Desde luego, tenía razón. El gran kan viajaba con mucha ceremonia y sin ninguna prisa, manteniendo todo el séquito a un ritmo majestuoso de marcha. No le hubiese parecido digno viajar de otro modo, sobre todo considerando que se trataba de una
especie de procesión triunfal. Todo su pueblo en ciudades y aldeas a lo largo del recorrido, informado de la feliz conclusión de la guerra contra los song, estaba ansioso por concentrarse al margen del camino para vitorearlo, aclamarlo y echarle flores cuando pasara.
Kubilai iba en un vehículo majestuoso, una especie de trono con dosel adornado con joyas y dorados, tirado por cuatro inmensos elefantes también muy enjaezados. Seguían al carruaje de Kubilai otros vehículos que llevaban a varias esposas suyas y a muchas más mujeres que le pertenecían, entre ellas a las doncellas que me había prestado, criadas, esclavas, etcétera. Dispuestos de modo variado delante, detrás y al lado de los carruajes el príncipe Chingkim y todos los demás cortesanos cabalgaban sobre caballos lujosamente enjaezados. Detrás de los carruajes iban los carros cargados de equipajes, equipos y armas de caza, trofeos de la temporada y provisiones de viaje como vinos, kumis y carnes; un carro estaba ocupado por una banda de músicos y sus instrumentos que tocaban para nosotros en las etapas nocturnas. Una tropa de guerreros mongoles cabalgaba a un día de distancia precediéndonos para anunciar con trompetas nuestra llegada a cada población, de modo que sus habitantes pudiesen prepararse y encender sus fuegos de incienso o si llegábamos con el crepúsculo encender sus árboles de fuego y sus flores chispeantes (recurriendo a los depósitos que había dejado el artificiero Shi al pasar por cada punto en el viaje de ida), y otra tropa de caballería nos seguía detrás, para recuperar los carros con ruedas rotas o los caballos heridos que se hubiesen separado de la comitiva. Además el gran kan, como era normal en esta estación, tenía dos o tres pares de halcones posados en los laterales de su carruaje, y toda la procesión debía detenerse cuando levantábamos alguna pieza que él deseaba cazar con los halcones.
—Sí, podríamos adelantar si viajáramos solos —contesté a su petición —. Pero creo que no debemos hacerlo. En primer lugar parecería una falta de respeto para el gran kan, y podemos necesitar que continúe dispensándonos su cálida amistad. En segundo lugar, si permanecemos con la procesión quien tenga noticias de Mar-Yanah no tendrá dificultad en encontrarnos y comunicárnoslas.
Esto era muy cierto, aunque no confié a Ali todos mis razonamientos en relación a este tema. Estaba convencido de que Mar-Yanah había sido secuestrada por mi enemigo murmurador. Yo ignoraba quién era y no creía que sirviese de nada cabalgar furiosamente hasta la ciudad sólo para correr desesperados de un lado a otro al llegar allí. Era más lógico suponer que el murmurador me estaría vigilando, y que me vería más pronto si llegaba con toda la pompa y abiertamente, y así podría entregar más pronto su siguiente mensaje, o su petición de rescate para devolver a Mar-Yanah, o cualquier otra amenaza insultante. Ésta era nuestra mejor esperanza para entrar en contacto con él, o por lo menos con su correo velado, y eventualmente con Mar-Yanah. Mi permanencia con el séquito del gran kan me permitía también vigilar protectoramente a Huisheng, pero esto no había influido en mi decisión de no apresurar la marcha. Huisheng aún viajaba en compañía de sus amas mongoles, y no estaba enterada del interés que yo sentía por ella ni de las disposiciones que había tomado en relación a su futuro. En ocasiones le dedicaba algunas pequeñas atenciones, sólo para que no me olvidara; ayudarla a bajar del vehículo de las concubinas cuando nos deteníamos en algún caravasar o en alguna mansión campestre de un funcionario provincial, darle un vaso de agua de la fuente de un patio de posada, formar un ramillete con flores que nos habían tirado desde un pueblo y entregárselo con una inclinación galante, tonterías así. Quería que me tuviese en buen concepto, pero ahora tenía más motivos que antes para no forzar mi oferta personal.
Es más, había decidido esperar a que pasara un intervalo prudente de tiempo; ahora
tenía que esperar. Posiblemente mi enemigo murmurador sabía ya dónde estaba yo y qué hacía. No podía arriesgarme a que este enemigo se enterara de que sentía un afecto especial por Huisheng. Si su malicia le había aconsejado atacarme a través de una amiga tan querida como Mar-Yanah, sólo Dios sabía lo que podría hacer a una persona que imaginase realmente querida por mí. Pero me resultaba difícil apartar mis ojos de ella y dejar de hacerle pequeños servicios que ella me pagaba con una sonrisa de sus hoyuelos. Todo hubiera resultado más fácil para mí si Ali y yo hubiésemos cabalgado avanzándonos a los demás, como él quería. Pero en bien suyo y de Mar-Yanah permanecí junto al séquito de Kubilai procurando no permanecer siempre al lado de Huisheng.
Además del destacamento de caballería que nos llevaba un día de ventaja, otros jinetes partían continuamente al galope hacia Kan-balik o llegaban al galope hasta nosotros con la aparente misión de tener al gran kan informado de lo que sucedía en la ciudad. Ali-Babar interrogaba ansiosamente a cada correo, pero ninguno pudo darle noticias sobre su desaparecida esposa. En realidad la única misión de los jinetes era seguir los pasos de la emperatriz viuda de los Song, que también se acercaba a la ciudad. Gracias a esto Kubilai pudo fijar nuestro avance de modo que nuestra procesión enfilaba la gran avenida central de Kanbalik el mismo día y a la misma hora en que la de la emperatriz entraba por el sur.
Todo el populacho de la ciudad, y probablemente el de la provincia entera en un radio de centenares de li, se había congregado a ambos lados de la avenida, taponando las bocacalles, colgando de las ventanas y agarrándose de los aleros de las casas para saludar al triunfante gran kan con gritos de aprobación, agitando banderas y blandiendo gallardetes mientras en el aire florecían y estallaban los árboles de fuego y las flores chispeantes, y se oía la incesante y atronadora fanfarria de trompetas, gongs, tambores y campanas. La gente continuó demostrando el mismo entusiasmo cuando la procesión de la emperatriz Song, de esplendor poco inferior al nuestro, llegó por la avenida y se detuvo respetuosamente al encontrarse con la nuestra. La multitud atenuó algo su griterío cuando el gran kan descendió caballerosamente de su carruaje-trono y avanzó
para coger la mano de la vieja emperatriz. La ayudó delicadamente a bajar de su carruaje a la calle y la envolvió en un abrazo fraterno de bienvenida, ante el cual la gente bramó y vociferó gritos auténticamente ensordecedores que se confundieron con el ruido y la música.
Cuando el kan y la emperatriz hubieron subido al carruaje-trono, hubo unos momentos de confusión durante los cuales los contingentes de ambas comitivas giraron y se fundieron para emprender luego todos juntos la marcha hasta el palacio donde empezarían las ceremonias de la rendición formal, que durarían muchos días: conferencias y discusiones, redacción, corrección y firma de documentos, entrega a Kubilai del gran sello de estado de los Song o Yin Imperial, lectura pública de las proclamas, bailes y banquetes asociando la celebración de la victoria con las condolencias por la derrota. (La esposa principal de Kubilai, la katun Jamui, se sintió
tan condolida que fijó una generosa pensión para la emperatriz depuesta y aceptó que ella y sus dos nietos pudiesen pasar el resto de sus días en un retiro religioso, la anciana en un convento budista de monjas, los muchachos en un lamasarai.) Retuve mi caballo para mantenerme en la retaguardia de la procesión, la parte menos
congestionada durante el trayecto hacia el palacio, e indiqué a Ali que hiciera lo mismo. Cuando tuve oportunidad frené mi montura para quedar al lado de la suya y me acerqué
a él de modo que pudiera oírme a pesar del tumulto general sin tener yo que gritar:
—¿Entiendes ahora por qué quise llegar con el gran kan? La ciudad entera está
congregada aquí, incluyendo las personas que saben dónde está Mar-Yanah, y que por lo tanto saben que nosotros estamos también aquí.
—Parece lógico —dijo él —. Pero de momento nadie ha tirado de mi estribo ofreciéndome información.
—Creo que ya sé dónde lo harán —le contesté —. Acompáñame hasta el patio del palacio y después cuando hayamos desmontado haz como si nos separáramos, porque estoy seguro de que nos vigilan. Éste será nuestro plan.
Y le di determinadas instrucciones.
La desordenada procesión continuó abriéndose paso a empujones y codazos a través de la apretada multitud de espectadores y amigos, tan lentamente que anochecía ya cuando alcanzamos por fin el palacio, y Ali y yo entramos en el patio de los establos como habíamos hecho en nuestra primera llegada a Kanbalik, en un crepúsculo de creciente oscuridad. En el patio había un torbellino de personas, animales, ruido y confusión; si alguien nos vigilaba podía hacerlo perfectamente.
Sin embargo, cuando desmontamos y entregamos nuestros caballos a los mozos de establo nos despedimos de modo bien visible y nos separamos en direcciones opuestas. Caminé lo más erguido y visible que pude, me acerqué a un abrevadero y me eché agua por mi polvorienta cara. Cuando me erguí de nuevo miré a mi alrededor e hice muecas de desagrado por la confusión del momento. Empecé a moverme decididamente a través del gentío hacia el portal más cercano de palacio, luego me detuve, hice gestos flagrantes de repugnancia, sin duda inútiles, y de nuevo me abrí paso entre la multitud para situarme en un lugar solitario y apartado. Manteniendo distancias con todas las personas que encontraba fui caminando lentamente por paseos descubiertos y jardines, crucé riachuelos por encima de puentes, atravesé terrazas y alcancé un parque más nuevo al otro lado del palacio. Me mantuve siempre al descubierto, lejos de tejados y árboles, para que quien quisiera pudiera verme y seguirme. En la zona más alejada de palacio había menos personas, pero todavía encontraba a funcionarios menores que pasaban atareados con encargos de la corte, o a criados y esclavos que corrían para cumplir sus recados, porque la llegada del gran kan había causado como es lógico un gran revuelo.
Sin embargo cuando llegué a la colina de Kara y empecé a subir distraídamente el camino como si quisiera escapar del gentío de debajo, conseguí realmente quedarme solo. No había ni un alma. Fui subiendo hasta el Pabellón del Eco y recorrí primero todo el perímetro exterior para que mi supuesto perseguidor tuviera oportunidad de meterse dentro del muro. Finalmente, como si no prestara la menor atención al lugar ni a lo que hacía, atravesé el muro por la Puerta de la Luna y enfilé el paseo interior. Cuando hube alcanzado el punto más alejado de la Puerta de la Luna, y el pabellón quedó situado exactamente entre la Puerta y yo, me apoyé contra el muro ornamentado y contemplé
las estrellas que despuntaban una por una en el cielo de color ciruela sobre el tejado de espinazo de dragón del pabellón. Había llegado hasta allí caminando con toda tranquilidad desde el patio de entrada, pero el corazón me latía como si hubiese corrido, y temí que sus golpes se oyeran por toda la curva del pabellón. Pero este temor duró
poco. La voz llegó como había llegado la otra vez: un murmullo en idioma mongol, bajo, sibilante, de sexo inidentificable, pero tan claro como si la boca estuviera a mi lado, y la voz murmuró las palabras que yo esperaba:
—Espérame cuando menos me esperes.
Yo bramé inmediatamente:
—¡Ahora, Narices! —olvidando en mi excitación su nuevo nombre y su nueva posición. Lo mismo le sucedió a el, porque me respondió a gritos:
—¡Ya le tengo, amo Marro!
Luego oí los gruñidos y boqueadas de una pelea, tan claramente como si se estuviera desarrollando a mis pies, y sin embargo tuve que dar la vuelta entera al pabellón hasta encontrar a dos personas rodando y luchando en el mismo umbral de la Puerta de la Luna. Una de ellas era Ali Babar. No pude reconocer a la otra; parecía una masa informe de ropa y pañuelos. Pero la agarré, la arranqué de las manos de Ali y la tuve sujeta mientras Ali se ponía en pie. Él señaló jadeando a la figura y dijo:
—Mi amo, no es un hombre, es la mujer del velo.
Entonces me di cuenta de que no estaba agarrando un cuerpo grande y musculoso, pero no aflojé mi presa. La retuve con fuerza mientras se retorcía ferozmente y Ali alargaba la mano y arrancaba los velos de su cara.
—¿Bien? —pregunté con un gruñido —. ¿Quién es esta perra?
Lo único que yo podía ver de la mujer era la parte posterior de su pelo oscuro, pero detrás veía también la cara de Ali, y sus ojos se redondeaban y la ventana de su nariz se iba dilatando mientras un terror casi cómico se pintaba en sus rasgos.
—Masallah! —dijo con un grito de asombro —. ¡Mi amo, es la muerta rediviva! Es vuestra antigua criada: ¡Buyantu!
Al oír la exclamación con su nombre, ella cesó de debatirse y quedó medio desplomada, resignada y silenciosa. Yo aflojé algo mi presa y le di la vuelta para estudiar sus rasgos en la luz residual del anochecer. No tenía aspecto de muerta, pero su rostro era mucho más duro y frío de lo que yo recordaba, con la piel más tensa, y en su cabello negro había mucha plata y sus ojos eran dos ranuras desafiantes. Ali continuaba contemplándola con miedosa consternación, y mi voz no era del todo firme cuando dije: