arrastrándose como un cangrejo, y Tofaa dijo que debíamos seguirle. Así lo hicimos y nos encontramos en la sala del trono. Para describir la riqueza y magnificencia de aquella sala, diré solamente que las cuatro patas del trono se levantaban sobre soperas llenas de aceite para evitar que las serpientes kaja del lugar treparan hasta el asiento y para evitar que las hormigas blancas royeran y derrumbaran todo el montaje. El mayordomo nos indicó que esperáramos, y se escabulló por otra puerta.
—¿Por qué anda ese hombre arrastrándose sobre su vientre? —pregunté a Tofaa.
—Se muestra respetuoso en presencia de sus superiores. Nosotros también debemos hacerlo cuando el raja aparezca. No es preciso caer al suelo, pero sí procurar que nuestra cabeza nunca esté más elevada que la suya. Os daré un codazo en el momento ade-cuado. En aquel momento aparecieron media docena de hombres, se formaron en filas y nos miraron impasibles. Eran personas tan difíciles de describir como cualquiera de los celebrantes que estaban en la plaza, pero iban vistosamente ataviados con dhotis de hilos dorados y hasta llevaban bellas chaquetillas cubriendo sus torsos, y tulbands impecablemente enrollados. Por primera vez en la India imaginé que estaba ante personas de clase superior, probablemente el séquito de ministros del raja, así que comencé un discurso para que Tofaa lo tradujera, dirigiéndome a ellos como «Mis señores» y presentándome.
—Chitón —dijo Tofaa, tirándome de la manga —. Ésos sólo son los aclamadores y vitoreadores del raja.
Antes de que yo pudiera preguntar qué significaba aquello, se produjo un nuevo revuelo alrededor de la puerta, y el raja avanzó ceremoniosamente a la cabeza de otro grupo de cortesanos. Instantáneamente, los seis aclamadores y vitoreadores bramaron, y aunque no pueda creerse, bramaron al unísono:
—Salve su alteza el MaharajadhirajRaj RajeshwarNarenara Kami Shriomani SawaiJai Maharaja Sri Ganga Muazzam SinghjiJah Ba-hadur!
Después hice que Tofaa me repitiera todo eso, lentamente y con exactitud, para poder escribirlo, no sólo porque el título era tan maravillosamente ostentoso sino también porque era un título ridículo para un hindú pequeño, negro, viejo, calvo, barrigudo y aceitoso.
Esto pareció sorprender por un momento incluso a Tofaa. Pero me dio un golpecito con el codo y se arrodilló, y como no era una mujer baja, descubrió que incluso arrodillada era aún algo más alta que el pequeño raja, así que se inclinó aún más, hasta quedar abyectamente en cuclillas y comenzó a decir con voz entrecortada:
—Alteza… Maharajadhiraj… Raj…
—Con alteza basta —dijo generosamente.
Los aclamantes y vitoreadores rugieron:
—¡Su alteza es el verdadero guardián del mundo!
El raja hizo un afable y modesto gesto para que callaran. No volvieron a bramar durante un rato, pero tampoco quedaron totalmente en silencio. Cada vez que el pequeño raja hacía algo, ellos comentaban en un murmullo, pero también en cierto modo al unísono, cosas como «¡Mirad: su alteza se sienta sobre el trono de su dominio!» Y: «¡Mirad qué graciosamente cubre su alteza con una mano su bostezo…!»
—¿Y quién es éste? —preguntó el pequeño raja a Tofaa, dirigiéndome una mirada muy altiva, porque yo no me había arrodillado ni siquiera inclinado.
—Explícale —dije en farsi —que me llamo Marco Polo, el insignificante y desconocido. La mirada altiva del pequeño raja mostró disgusto y dijo, también en farsi:
—Uno blanco como nosotros, ¿eh? Pero de piel blanca. Si sois un misionero cristiano,
¡marchaos!
—Su alteza ordena al vil cristiano que se marche… —murmuraron los aclamantes y vitoreantes.
—Soy cristiano, alteza, pero… —dije.
—Entonces, marchaos, para que no sufráis el destino de vuestro antiguo predecesor Santomé. Tuvo el horrible descaro de venir aquí predicando que debíamos adorar a un carpintero cuyos discípulos eran todos pescadores. Repugnante. Los carpinteros y los pescadores pertenecen a la jati más baja, suponiendo que no sean simples paraiyar.
—Su alteza está justa y legítimamente disgustado.
—Vengo ciertamente a cumplir una misión, alteza, pero no a predicar. —De momento decidí contemporizar —. Principalmente deseo conocer algo de vuestra gran nación y —me costó un cierto esfuerzo, pero finalmente mentí —y admirarla. Señalé con la mano las ventanas de donde llegaba la lúgubre música y los hoscos murmullos del así llamado festival.
—¡Ah, y habéis visto a mi pueblo divirtiéndose! —exclamó el pequeño raja, con un aire menos petulante —. Sí, procuramos que el pueblo esté feliz y contento. ¿Os gustó la estimulante fiesta de Krishna, Polo-wallah?
Yo intenté con un gran esfuerzo pensar en algo agradable de la ceremonia.
—Me agradó mucho… la música, alteza. En especial un instrumento… una especie de laúd de cuello largo…
—¿Eso me decís? —gritó; parecía inexplicablemente complacido.
—¡Su alteza está regiamente complacido!
—Ése es un instrumento totalmente nuevo —continuó diciendo con entusiasmo —. Se llama sitar; lo ha inventado el maestro músico de mi propia corte. Al parecer yo había, de un modo totalmente fortuito, fundido cualquier hielo que comenzara a formarse entre nosotros. Tofaa me dirigió una mirada admirativa mientras el pequeño raja balbucía con entusiasmo:
—Debéis conocer al inventor del instrumento, Polo-wallah. ¿Puedo llamaros Marco-wallah? Sí, cenaremos juntos y ordenaré al maestro músico que venga también. Es un placer acoger a un huésped tan perspicaz, con tan buen gusto. Aclamantes, mandad que preparen el comedor.
Los seis hombres salieron al trote por un pasillo, bramando la orden, pero todavía al unísono e incluso marcando el paso. Yo hice un gesto discreto a Tofaa, ella me entendió
y preguntó tímidamente al pequeño raja:
—Alteza, ¿podríamos lavarnos el polvo del camino antes de honrarnos a compartir vuestra mesa?
—Oh, sí, por supuesto. Perdonadme, deliciosa dama, pero ante vuestros encantos cualquier hombre se distraería y olvidaría estas trivialidades. Ah, Marco-wallah, de nuevo demostráis vuestro buen gusto. También veo en esto que habéis admirado nuestro país y a nuestra gente, pues habéis tomado por esposa a una dama de entre los nuestros.
—Yo me quedé boquiabierto; él añadió astutamente —: Pero habéis elegido la más bella, y a nosotros, pobres nativos, nos habéis dejado sin nada.
Intenté corregir inmediatamente aquella confusión, pero él se dirigió hacia donde estaba el mayordomo, aún tumbado boca abajo, le dio una patada y le dijo con un gruñido:
—¡Bastardo desgraciado! ¡Nunca nacerás por segunda vez! ¿Por qué no condujiste inmediatamente a estos eminentes huéspedes a unos aposentos dignos y les diste todo lo necesario? ¡Hazlo ahora mismo! ¡Prepara para ellos la estancia nupcial! ¡Asígnales criados! ¡Y luego llévalos al banquete y a las diversiones!
Cuando vi que la estancia nupcial tenía camas separadas pensé que no sería necesario solicitar otros aposentos. Y cuando una serie de robustas mujeres de piel oscura entraron a rastras una bañera y la llenaron, no tuve inconveniente en que Tofaa y yo compartiéra-mos el mismo cuarto de baño. Me tomé la prerrogativa masculina de bañarme primero, luego me quedé a vigilar las abluciones de Tofaa y a dar instrucciones a las criadas para que Tofaa, por una vez, quedara bien lavada, provocando sin embargo entre ellas una cierta incredulidad por la meticulosidad de mis órdenes. Cuando nos pusimos los mejores trajes que llevábamos y bajamos al comedor, hasta sus desnudos pies estaban limpios.
Antes de iniciar cualquier conversación intrascendente quise dejar bien sentado ante el pequeño raja y todos los demás presentes lo siguiente:
—Doña Tofaa Devata no es mi esposa, alteza.
Esto sonó algo brusco y poco halagador para la dama, de modo que para conservar la estimación que el raja sentía hacia ella añadí:
—Es una de las viudas nobles del difunto rey de Ava.
—Viuda, ¿eh? —dijo con un gruñido el pequeño raja, como si instantáneamente hubiera perdido todo interés por ella.
Yo continué:
—Doña Don de los Dioses aceptó muy amablemente acompañarme en mi viaje a través de vuestra bella tierra e interpretar para mí el ingenio y la sabiduría de las muchas personas distinguidas que hemos encontrado a lo largo del camino.
El raja volvió a decir gruñendo:
—Compañera, ¿eh? Bueno, cada uno tiene sus costumbres. Un hindú sensible y de buen gusto, al salir de viaje, no se lleva a una hembra hindú, sino a un muchacho hindú, pues su temperamento no es tan semejante al de una serpiente kaja, y su orificio no es como el de una vaca.
Para cambiar de tema, me dirigí al cuarto miembro de nuestra mesa, un hombre de mi misma edad, barbudo como yo y que bajo la barba parecía tener la piel más bronceada que negra:
—Vos debéis de ser el músico inventor, supongo, maestro.
—Maestro músico Amir Jusru —dijo el pequeño raja con aires de propiedad —. Maestro de melodías, y también de danzas, y de poesía. Es un excelente compositor de los licenciosos poemas gha-zal. Un honor para mi corte.
—La corte de su alteza es una corte bendita —canturrearon los aclamantes y vitoreadores, puestos de pie contra la pared —, y más bendita sobre todo por la presencia de su alteza —mientras el maestro músico se limitaba a sonreír sin darse importancia.
—Nunca había visto un instrumento musical con cuerdas metálicas —dije, y Tofaa, ahora sumisa y dócil, traducía mientras yo hablaba —: De hecho nunca había pensado que los hindúes inventaran cosas tan buenas y útiles.
—Vosotros, occidentales —dijo el pequeño raja malhumorado —, siempre buscáis hacer el bien. Nosotros, los hindúes, pretendemos ser buenos. Una actitud ante la vida infinitamente superior.
—Sin embargo, ese nuevo sitar hindú es un acto de bondad —dije —. Os felicito, alteza, y a vos, maestro Jusru.
—Hay que decir, sin embargo, que yo no soy hindú —intervino en farsi el maestro músico con cierta ironía —. Soy persa de nacimiento. El hombre que di al sitar procede del farsi, como quizá hayáis observado. Si-tar: tres-cuerdas. Una cuerda de alambre de acero y dos de latón.
Al pequeño raja pareció enfurecerle aún más que me hubiera enterado de que el sitar no era un invento hindú. Yo quería ponerle de nuevo de buen humor, pero comenzaba a preguntarme si habría algún tema que pudiera discutir con él sin rebajar descarada o su-tilmente a los hindúes. Un poco a la desesperada me puse a elogiar la comida que nos habían servido. Era una especie de carne de venado, inundada como era habitual en salsa de kari, pero éste al menos tenía un color amarillo ligeramente dorado y su sabor tenía cierta intensidad, debido sólo a la cúrcuma, que es un sucedáneo inferior del azafrán.
—Ésta es carne del ciervo de cuatro cuernos —dijo el pequeño raja cuando yo alabé el plato —. Un manjar que reservamos para los huéspedes predilectos.
—Me siento honrado —dije —. Pero yo pensaba que vuestra religión prohibía la caza de animales salvajes. Sin duda estaba mal informado.
—No, no, estabais informado correctamente —dijo el pequeño raja —. Pero nuestra religión también nos ordena que seamos listos —me guiñó un ojo descaradamente —. De modo que di órdenes a todos los habitantes de Kumbakonam de que cogieran agua sagrada de los templos, fueran a los bosques, esparcieran el agua sagrada por aquellos lugares, diciendo en voz alta que todos los animales del bosque serían en lo sucesivo sacrificio para los dioses. Eso nos da perfecto derecho a cazarlos, porque cada animal muerto es una ofrenda tácita, y por supuesto nuestros cazadores siempre regalan una pierna u otra pieza a los sadhu del templo, para que no decidan inoportunamente que estamos malinterpretando un texto sagrado.
Yo suspiré. Realmente era imposible encontrar un tema inocuo. Si él no denigraba explícita o implícitamente a los hindúes los obligaba a contradecirse a sí mismos. Pero
lo volví a intentar:
—¿Cazan a caballo los cazadores de vuestra alteza? Lo pregunto porque quizá se han escapado de vuestros establos reales algunos caballos. Doña Tofaa y yo nos encontramos con una manada que corría suelta al otro lado del río.
—Ah, encontrasteis mi aswamheda —gritó —; ahora parecía más jovial otra vez —. La aswamheda es otra de mis astucias. Un raja rival gobierna la provincia que hay detrás del río Kolerun. Así que cada año ordeno a mis pastores que azoten deliberadamente una manada de caballos y los envíen desbocados hacia allí. Si el raja toma a mal la intrusión y se queda con los caballos, tengo una excusa para declararle la guerra, invadir sus tierras y apropiármelas. Sin embargo, si los acorrala y me los devuelve, lo que ha hecho cada año hasta ahora, me declara así su sumisión, y todo el mundo sabe que yo soy su superior.
Cuando la cena terminó pensé que si aquel pequeño raja era el superior, me alegraba de no haber conocido al otro. Porque éste marcó el final del banquete inclinándose a un lado, levantando una pequeña nalga y tirándose una pedorrera racheada, audible y olo-rosa.
—¡Su alteza pedorrea\ —rugieron los aclamantes y vitoreadores, horrorizándome aún más de lo que ya estaba —. ¡La comida era buena, el manjar aceptable, y la digestión de su alteza es magnífica: sus intestinos son un ejemplo para todos nosotros!
Yo realmente no tenía grandes esperanzas en que aquel mono afectado pudiera serme de alguna ayuda en mi búsqueda. A pesar de todo, cuando nos sentamos a la mesa y bebimos té tibio en tazas muy enjoyadas pero ligeramente deformes, expliqué al pequeño raja y al maestro Jusru los acontecimientos que me habían llevado hasta allí, y el objeto de mi búsqueda, y acabé diciendo:
—Creo, alteza, que un buscador de perlas, súbdito vuestro, fue el hombre que adquirió el diente de Buda esperando que le proporcionaría buena suerte en su pesca de perlas. El pequeño raja, como ya me podía imaginar, respondió aprovechando mi relato para reflexionar sobre sí mismo, sobre el hinduismo y los hindúes en general.
—Me siento consternado —murmuró —. Vos dais a entender, Marco-wallah, que uno de mis súbditos atribuyó poderes sobrenaturales a ese fragmento de un dios extraño. Sí, me duele que podáis creer que un hindú tenga tan poca fe en su leal religión, la religión de sus padres, la religión de su benévolo raja.
Yo dije para aplacarle:
—Sin duda, el nuevo poseedor del diente ha comprendido ya su error, y no considera que el objeto sea en absoluto mágico, y ahora está arrepentido de haberlo adquirido. Como buen hindú probablemente lo arroje al mar, a menos que tarde cierto tiempo en decidirse y tenga aún algunas dudas. O sea que probablemente lo entregaría con gusto a cambio de una recompensa adecuada.