Aquí llega el buen sadhu. Dadle algunas monedas, Marco-wallah, y nos llevará a dar una vuelta, y yo repetiré en farsi lo que nos dice.
Para mí el sacerdote era otro hindú más, negro, sucio y descarnado que sólo llevaba un dhoti y un lulband tan mugriento como era habitual. Creo que nunca le habría preguntado ni la dirección de una calle; y con toda seguridad nunca habría confiado a sus atenciones a una niña pequeña y aprensiva a punto de casarse. Estoy convencido de que le habría repelido más ese individuo que todo lo que pudiera pasar en su noche de bodas.
Pero quizá no. Según las esculturas del templo, en su noche de bodas podían sucederle algunas cosas asombrosas. Mientras el sadhu iba señalando esculturas, sonriendo impúdicamente y frotándose las manos, vi representaciones de actos que no habría imaginado hasta no estar yo muy entrado en años y en experiencia. Los hombres y mujeres de piedra estaban unidos en todas las posiciones, combinaciones y contorsiones concebibles, y en varias otras formas que, ni siquiera a mi edad de entonces, se me hubiera ocurrido probar En tierra cristiana, casi cualquiera de los actos esculpidos allí
habrían obligado a acudir inmediatamente a un confesor, aunque los realizasen un hombre y una mujer casados legítimamente. Y si ese sacerdote escuchase una descripción y explicación detallada del acto, se marcharía tambaleando a pedir perdón a un confesor superior.
—De acuerdo, Tofaa, acepto que a una niña apenas salida de la infancia se le exija someterse al acto natural del surata con su nuevo marido —dije —. Pero, ¿me estás diciendo ahora que se le exige también conocer todas estas desenfrenadas variaciones?
—Bueno, si las conoce será mejor esposa. Pero en todo caso, debe estar preparada para cualquier capricho que su marido pueda manifestar. Ella es una niña, de acuerdo, pero él puede ser un hombre maduro, vigoroso y experimentado. O incluso un hombre muy viejo que se ha hartado hace tiempo del acto natural, y que exige novedades. Yo, que me había dejado llevar toda mi vida por mi insaciable curiosidad, y que me había visto en algunas curiosas situaciones, no era quién para señalar con dedo acusador o ridiculizante las costumbres privadas de cualquier otra persona o pueblo. Así que me limité a seguir alrededor del templo al sadhu que sonreía con satisfacción mientras gesticulaba y farfullaba, y no protesté sorprendido ni escandalizado mientras Tofaa explicaba:
—Éste es el adharottara, el acto boca abajo… éste el viparita surata, el acto perverso… De hecho yo estaba contemplando las esculturas desde un punto de vista distinto y valorando un aspecto diferente de ellas.
Las tallas quizá horrorizarían a un espectador remilgado, pero ni siquiera los más críticos podían negar que era un arte magnífico, ejecutado bella e intrincadamente. Los actos representados de forma tan explícita eran indecentes, Dios lo sabe, incluso obscenos, pero los hombres y mujeres que participaban en ellos sonreían felices y mostraban actitudes fogosas y animadas. Estaban disfrutando. Así que las esculturas expresaban tanto una gran técnica artística como una maravillosa energía vital. Esto no coincidía para nada con el tipo de hindú que yo conocía: inepto en todos sus actos, haciéndolo todo a regañadientes y sin alegría, y haciendo siempre el mínimo. Un ejemplo de su atraso: en contraste con los han, cuyos historiadores han estado registrando puntualmente durante miles de años hasta el último acontecimiento ocurrido en sus dominios, los hindúes no tienen ni un solo libro escrito que relate ningún episodio de su historia. Sólo tienen algunas colecciones «sagradas» de leyendas increíbles, increíbles porque en ellas todos los hindúes son feroces como tigres e ingeniosos, y todas las hindúes dulces como ángeles y encantadoras. Otro ejemplo: los vestidos hindúes llamados sari y dhoti eran sólo vendajes de tela; pues aunque en otros
sitios, incluso los pueblos más primitivos, habían inventado hacía tiempo la aguja y el arte de coser, los hindúes aún no habían aprendido a utilizar la aguja y no tenían palabra para designar al «sastre» en ninguna de sus múltiples lenguas. Yo me preguntaba cómo un pueblo que hasta desconocía la costura podía haber imaginado y dado forma a aquellas delicadas e ingeniosas esculturas del templo. ¿Cómo pudo un pueblo tan perezoso, furtivo y triste retratar así hombres y mujeres alegres y ágiles, ingeniosos y hábiles, animados y despreocupados?
Seguro que no fueron ellos. Pensé que aquellas tierras debieron de estar habitadas, antes de que los hindúes llegaran, por alguna otra raza muy distinta, una raza con talento y energía. Dios sabe adonde se marchó ese pueblo superior, pero dejaron algunos objetos, como aquel espléndido templo tallado, y nada más. No habían dejado rastro de sí mismos en los posteriores y usurpadores hindúes. Eso era deplorable, pero poco sorprendente. ¿Habría aceptado un pueblo así cruzarse con los hindúes?
—Mirad aquí, Marco-wallah —dijo Tofaa aleccionadoramente —, esta pareja tallada está
entrelazada en lo que se llama la postura kaja, que recibe este nombre por la serpiente encapuchada que conocéis.
Ciertamente parecía bastante serpentina, y era una postura nueva para mí. El hombre estaba sentado en el borde de una cama. La mujer yacía sobre y contra él, cabeza abajo, su torso quedaba entre las piernas del hombre, sus manos en el suelo, sus piernas alrededor de su cintura, las manos del hombre sujetaban acariciadoramente sus nalgas, y es de suponer que la linga estaba dentro de su yoni (invertido).
—Una posición muy útil —recitó el sadhu mientras Tofaa traducía —. Imaginemos, por ejemplo, que deseáis hacer surata con una mujer jorobada. Como seguramente sabéis, no podéis tumbar a una mujer jorobada sobre una cama en la habitual posición supina, pues se balancearía u oscilaría sobre su joroba de modo inoportuno.
—Gésu!
—Sin duda os gustaría probar la postura kaja, Marco-wallah, dijo Tofaa —, pero por favor, no me ofendáis a mí pidiéndome que lo haga con vos. No, no. Pero el sadhu dice que tiene, dentro del templo, una mujer devadasi sumamente capaz y sumamente jorobada, quien por un poquitín de plata…
—Te lo agradezco, Tofaa, y dale también las gracias al sadhu. Pero esto también me lo tomaré como artículo de fe.
5
—Tengo tu diente de Buda, Marco-wallah —dijo el pequeño raja —. Celebro el final feliz de tu búsqueda.
Habían pasado unos tres meses desde que me anunciara aquello por primera vez, y durante ese tiempo nadie había llevado a palacio ningún otro diente, ni pequeño ni grande. Yo había contenido mi impaciencia imaginando que un pescador de perlas era una presa huidiza. Pero estaba contento de tener por fin el objeto verdadero. Por entonces ya estaba harto de la India y de los hindúes, y el pequeño raja había comenzado también a poner de manifiesto que no se echaría a llorar ruidosamente cuando yo me marchara. No parecía exactamente cansado de mi visita, más bien empezaba a encontrarla sospechosa. Por lo visto, su pequeña mente había concebido la idea de que yo quizá estaba utilizando la búsqueda de mi diente para enmascarar una auténtica misión de espionaje sobre el terreno local, preparándolo para una invasión mongol. Bueno, yo sabía que los mongoles no se habrían quedado con aquella lúgubre tierra ni aunque alguien la hubiera donado libremente a su kanato; pero por educación no podía decir eso al pequeño raja. Lo mejor sería que aplacase sus sospechas
limitándome a coger el diente y a marcharme, y eso fue lo que hice.
—Es un diente magnífico, realmente —dije con admiración.
Estaba seguro de que no era una falsificación. Era una muela amarillenta, bastante oblonga de delante hacia atrás, la superficie trituradora era mayor que mi mano, y sus raíces casi tan largas como mi antebrazo, y pesaba casi tanto como una piedra de las mismas medidas.
—¿Lo trajo el propio pescador de perlas? —pregunté —. ¿Está aquí todavía? He de darle su recompensa.
—¡Ah, el pescador de perlas! —dijo el pequeño raja —. El mayordomo acompañó al buen hombre a la cocina para darle de comer. Si queréis que le entregue yo la recompensa, Marco-wallah, me ocuparé de que la reciba. —Sus ojos se abrieron desmesuradamente cuando dejé caer en su mano media docena de monedas de oro —. Ach-chaa, ¿tanto?
Sonreí y dije:
—Es lo que se merece, alteza —y yo añadí que me sentía en deuda con el pescador, no sólo por el diente, sino también por poder salir de aquel lugar.
—Excesivamente generoso, pero se la daré —dijo el pequeño raja —. Y ordenaré al mayordomo que os busque una bonita caja para guardar en ella la reliquia.
—También quisiera pediros, alteza, un par de caballos para mí y mi intérprete, para que podamos cabalgar hasta la costa y embarcarnos allí.
—Los tendréis a primera hora de la mañana, y también dos leales guardas de mi palacio como escolta.
Me fui corriendo a empaquetarlo todo para la salida, y le dije a Tofaa que hiciese lo mismo; ella obedeció aunque sin mucho entusiasmo. Estábamos aún en ello cuando el maestro músico se detuvo en nuestras habitaciones para despedirse. Intercambiamos saludos, buenos deseos y salaam aleikum, y cuando su ojo acertó a posarse en los objetos esparcidos sobre mi cama para empaquetar, comentó:
—Veo que os lleváis un diente de elefante como recuerdo de vuestra estancia.
—¡Qué! —El maestro músico estaba refiriéndose al diente de Buda. Le reí la broma y dije —: Pero venga, maestro Jusru. No podéis engañarme. Un colmillo de elefante es más alto que yo, y yo probablemente no podría ni levantarlo.
—Un colmillo, sí. Pero, ¿creéis que un elefante mastica su forraje con sus colmillos?
Para eso tiene amplias hileras de muelas. Como ésta. Nunca habéis mirado la boca de un elefante por dentro, ya veo.
—No, nunca —murmuré haciendo rechinar silenciosamente mis propias muelas. Esperé hasta que hubo pronunciado su último salaam y nos dejó; entonces estallé:
—A cavál dona no se ghe varda in boca! Che le vegna la casangue!
—¿Qué estáis gritando, Marco-wallah? —preguntó Tofaa.
—Que un cólico sangriento se lleve a ese maldito raja —dije enfurecido —. Este verdugo estaba preocupado por mi larga presencia aquí, y como evidentemente ya no esperaba que nadie viniese con otro diente de Buda, real o falso, se buscó uno por su cuenta. ¡Y
se quedó con mi recompensa! Ven, Tofaa, ¡vamos a insultarle a la cara!
Bajamos las escaleras y nos encontramos al mayordomo principal; solicité audiencia con el pequeño raja, pero el hombre contestó excusándose:
—El raja ha salido montado en su palanquín a pasearse por la ciudad y a conceder a sus súbditos el privilegio de verle, admirarle y aclamarle. Eso mismo le estaba explicando a este inoportuno visitante que insiste en que ha venido desde lejos para ver al raja. Mientras Tofaa traducía eso, yo eché una impaciente mirada al visitante, otro hindú
más con dhoti: pero entonces mi vista captó el objeto que llevaba, y en el mismo momento Tofaa gritó con gran excitación:
—¡Es él, Marco-wallah! ¡Es el auténtico pescador de perlas, lo recuerdo de Akyab!
Y ciertamente el hombre llevaba un diente. Era otro diente inmenso y bastante similar a mi última adquisición, con la diferencia de que estaba metido en una malla de tracería de oro, como una piedra engastada en una joya, y toda su superficie tenía una inconfundible pátina de gran antigüedad. Tofaa y el hombre hablaron atropelladamente, luego ella se volvió hacia mí.
—¡Es realmente él, Marco-wallah! El que apostó con mi difunto y querido marido en la sala de juego de Akyab. Y ésta es la reliquia que ganó a los dados aquel día.
—¿Cuántas ganó? —dije todavía escéptico —. Porque ya me ha entregado una. Después de una nueva conversación atropellada, Tofaa se volvió para decirme:
—No sabe nada de los demás. Acaba de llegar en este momento; ha recorrido a pie todo el camino desde la costa. Este diente es el único que ha tenido nunca, y le entristece desprenderse de él porque en la pasada temporada hizo aumentar mucho su pesca. Pero ha hecho caso con obediencia de la proclama de su raja.
—¡Qué feliz coincidencia! —exclamé —. Éste parece el día de los dientes —y añadí, al oír revuelo en el patio exterior —. Ahora regresa el raja, justo a tiempo para recibir al único hindú honesto de su reino.
El pequeño raja entró contoneándose, seguido por su adulador séquito de cortesanos, lisonjeadores y otros lameculos. Se detuvo algo sorprendido al ver a nuestro grupo esperando en la sala de entrada. Tofaa, el mayordomo y el pescador se tiraron al suelo para quedar por debajo de la cabeza del raja, pero antes de que ninguno de ellos pudiera hablar, yo me dirigí al pequeño raja en farsi, y dije suave como una seda:
—Parece, alteza, que el buen pescador de perlas quedó tan contento con la recompensa del primer diente, y con la comida que le ofrecisteis, que ha traído otro. El pequeño raja pareció sorprendido y desconcertado por un momento, pero en seguida comprendió la situación, y se dio cuenta de que yo había descubierto su embuste. Por supuesto, no reaccionó con culpabilidad o vergüenza, sino sólo con indignación; lanzó
una mirada venenosa al inocente pescador y añadió otra mentira descarada:
—Este codicioso desgraciado sólo trata de aprovecharse de vos, Marco-wallah.
—Quizá sí, alteza —dije simulando que me estaba creyendo su farsa —. Pero aceptaré
también gustosamente esta nueva reliquia. Además, así puedo llevarle este regalo a mi gran kan Kubilai, y el otro dejarlo como regalo de despedida para vuestra graciosa majestad. Vuestra majestad se lo merece. Sólo queda el asunto de la recompensa que ya he pagado. ¿Le doy al pescador una cantidad igual por esta nueva entrega?
—No —respondió con frialdad el pequeño raja —. Ya habéis pagado muy generosamente. Convenceré a este hombre para que se conforme con eso. Creedme, le convenceré. Dio órdenes al mayordomo para que se llevara al hombre a la cocina para darle de comer, otra comida, se le olvidó añadir, y salió hacia sus aposentos dando enfurecidos y ruidosos pasos. Tofaa y yo regresamos a los nuestros para terminar de preparar el equipaje. Envolví cuidadosamente el nuevo diente, engastado en oro para transportarlo sin peligro, pero dejé el otro a disposición del pequeño raja, para que hiciera con él lo que quisiera.
Nunca volví a ver aquel hombrecito. Quizá no se atrevió a dar la cara, comprendiendo que al irme de Kumbakonam había descendido todavía más mi opinión sobre él que ya no era muy alta; ahora sabía que él no sólo era una afectada parodia de un soberano, sino también un dador de regalos falsos, un estafador de su propio pueblo, un malversador de las justas recompensas de los demás, y lo peor de todo, un hombre incapaz siquiera de admitir un error, una equivocación o un fallo. En todo caso, no se despidió de nosotros ni siquiera se levantó de la cama para decirnos adiós cuando al alba iniciamos nuestra marcha.