su propia dulzura me los hicieron también amargos. Recordaba la última vez que la había visto, cuando Yissun y yo partimos de Pagan. Huisheng no podía haber oído mis palabras de despedida ni respondido a ellas: «Adiós, querida mía.» Pero ella me había oído con su corazón y me había hablado también con su mirada: «Vuelve, querido.» Me acordaba de que ella, sin poder escuchar nunca música, la sentía con frecuencia, la veía y la percibía de otras formas. También ella creaba música, aunque no pudiera hacerlo personalmente: conocí a otras personas, incluso a secos criados ocupados en tareas desagradables, que a menudo tarareaban o cantaban felices sólo porque Huisheng estaba en la habitación. Recuerdo una ocasión, un día de verano en que mientras paseábamos al aire libre se desencadenó una repentina tormenta; todos los mongoles que iban con nosotros se pusieron a temblar y a invocar en voz baja el nombre protector de su gran kan. Pero Huisheng simplemente sonreía ante el espectáculo de los relámpagos, sin miedo a su ruido amenazador; para ella una tormenta no era más que una bella panorámica. Y recuerdo con qué frecuencia en nuestros paseos juntos Huisheng corría a coger una flor que mis sentidos, completos pero menos finos, no habían sabido ver. De todos modos, yo no era totalmente insensible a la belleza. Cuando en estas ocasiones ella echaba a correr para buscar algo, no podía por menos que sonreír al verla correr desgarbadamente y con las rodillas juntas, como hacen las mujeres; pero era una sonrisa cariñosa, y cada vez que ella corría mi corazón iba rodando detrás… Después de una o dos eternidades, el viaje terminó. En cuanto vimos asomar Akyab por el horizonte, hice preparar mi equipaje, me despedí de Tofaa y le di las gracias, y Yissun y yo pudimos saltar de la cubierta al muelle incluso antes de que tendieran la pasarela del barco. Saludamos al sardar Shaibani con un simple gesto y montamos de un salto sobre los caballos que él había llevado hasta la bahía y los espoleamos. Cuando avistaron nuestro barco en la distancia, Shaibani envió sin duda un correo de avanzadilla cabalgando a toda prisa hacia Pagan, porque cuando Yissun y yo llegamos al palacio de Pagan, después de haber recorrido velozmente los cuatrocientos li de distancia, ya nos estaban esperando. El wang Bayan no nos esperaba para darnos la bienvenida; al parecer se consideraba demasiado rudo para esa delicada tarea. En su lugar había encargado al viejo hakim Gansui y a la pequeña Arun que nos recibieran. Descabalgué
temblando, tanto por la palpitación interior como por el esfuerzo muscular del largo camino al galope. Arun vino corriendo para cogerme las manos, y Gansui se me acercó
con más sosiego. No hacía falta que hablaran. Vi en sus caras, en la gravedad del médico y en el llanto de la doncella, que había llegado demasiado tarde.
—Todo lo que pudo hacerse se hizo —dijo el hakim cuando, a instancia suya, me hube tomado una vigorizante copa del fuerte licor choum-choum —. Cuando llegué aquí, a Pagan, el estado de la dama era avanzado, pero podía haberla hecho abortar fácilmente y con garantía. Ella no me dejó. Por lo que pude comprender, gracias a la ayuda de esta sirvienta, vuestra dama Huisheng insistía en que no le correspondía a ella tomar esta decisión.
—Debíais haberla obligado —dije con voz ronca.
—Tampoco a mí me correspondía tomar tal decisión.
Se abstuvo amablemente de decir que era yo quien debía haber tomado aquella decisión. Y yo me limité a asentir.
Él continuó diciendo:
—No me quedaba otra alternativa que esperar el parto; y de hecho aún tenía alguna esperanza. Yo no soy uno de esos médicos han que en vez de tocar a sus enfermas, les piden que señalen modestamente sobre una figurita de marfil los puntos donde les duele. Yo insistí en realizar un examen completo. Según decís, hasta hace poco no supisteis que la cavidad pélvica de vuestra dama era estrecha. Yo observé que sus diámetros
oblicuos quedaban reducidos por la intrusión anterior de la columna sacra, y que la extremidad púbica era más apuntada que redondeada, lo cual daba a la cavidad una forma trirradial en lugar de ovalada. Esto generalmente no es ningún obstáculo para una mujer, para caminar, montar a caballo, o lo que sea, hasta que intenta ser madre.
—Ella no lo sabía —dije.
—Creo que conseguí informarla y advertirle sobre las posibles consecuencias. Pero ella era terca, o decidida, o valiente. Y lo cierto es que no podía decirle que el nacimiento era imposible, que debía ser interrumpido. A lo largo de mi vida he asistido a varias concubinas africanas, y todas las mujeres de razas negras tienen la abertura pélvica más estrecha, y a pesar de todo tienen hijos. La cabeza de un niño al nacer es muy moldeable y flexible, así que aún tenía esperanzas de que este niño pudiera salir sin demasiados problemas. Desgraciadamente no pudo.
Se detuvo para elegir sus palabras cuidadosamente:
—Después de las primeras fases del parto se vio claramente que el feto estaba inextricablemente encallado. Y al llegar ese momento, la decisión la toma el médico. Insensibilicé a la dama con aceite de triaca. El feto fue cortado y extraído. Era un varón totalmente formado, con un desarrollo aparentemente normal. Pero los órganos y los vasos internos de la madre ya habían sufrido esfuerzos excesivos, y se habían producido hemorragias en puntos donde es imposible detenerlas. Doña Huisheng nunca despertó
del coma de la triaca. Fue una muerte fácil y sin dolor.
Deseé que se hubiese detenido sin pronunciar las últimas palabras. Aunque su intención fuera compasiva, eran una rotunda mentira. Yo había visto demasiadas muertes para creer que pueda haber alguna «fácil». ¿Fue ésta «sin dolor»? Yo sabía, mejor que él, qué
significaban «las primeras fases del parto». Antes de que le permitiera misericordiosamente olvidarse de todo, y desmenuzara al bebé y arrancara el trozo de carne, Huisheng había soportado horas de dolor iguales a la misma eternidad del infierno. Pero sólo dije con voz apagada:
—Hicisteis lo que pudisteis hacer, hakim Gansui. Os estoy agradecido. ¿Puedo verla ahora?
—Amigo Marco, ella murió hace cuatro días. Con este clima… Bueno, la ceremonia fue sencilla y digna, no como las barbaridades locales. Una pira al atardecer con el wang Bayan y toda la corte manifestando su dolor.
O sea que ni siquiera la vería una última vez. Era duro, pero quizá era mejor así. Podría recordarla, no como una Eco inmóvil y silenciosa para siempre, sino como ella había sido, vital y vibrante, como la vi por última vez.
Cumplí mecánicamente las formalidades de saludar a Bayan, escuché sus rudas condolencias, y le dije que me volvería a marchar, en cuanto hubiera decansado, para llevarle la reliquia de Buda a Kubilai. Luego fui con Arun a las habitaciones donde Huisheng y yo habíamos vivido juntos últimamente, y en donde ella había muerto. Arun vació armarios y cajones para ayudarme a hacer el equipaje, aunque yo sólo escogí
algunos recuerdos para llevarme. Dije a la muchacha que podía quedarse con las ropas y otros objetos femeninos que Huisheng ya no iba a utilizar más. Pero Arun insistía en enseñarme cada una de las cosas pidiéndome permiso cada vez. Eso podía haberme resultado innecesariamente doloroso, pero en realidad las ropas, las joyas y los tocados no significaban nada para mí si Huisheng no los llevaba.
Me había propuesto no llorar, al menos hasta que no llegara a algún lugar solitario de camino hacia el norte donde podría hacerlo retirado. Me costó cierto esfuerzo, lo confieso, impedir que mis lágrimas corrieran, no arrojarme sobre la cama vacía que habíamos compartido, no estrechar contra mí sus inútiles ropas. Pero me dije a mí
mismo: «Lo soportaré como un impasible mongol; no, mejor como un mercader de
mentalidad práctica.»
Sí, mejor ser como un mercader, que es un hombre acostumbrado a la transitoriedad de las cosas. Un mercader puede comerciar con tesoros, y puede alegrarse cuando cae en sus manos uno excepcional, pero él sabe que lo tendrá sólo un tiempo antes de que vaya a parar a otras manos, o si no ¿para qué está un mercader? Quizá le entristezca ver que el tesoro se va, pero si es un mercader como debe, será más rico por haber tenido aquello, aunque fuera brevemente. Y yo lo era, lo era. Aunque Huisheng se hubiera alejado ya de mí, había enriquecido mi vida incalculablemente, y me había dejado con un cúmulo de recuerdos que no tenían precio, y quizá hasta el haberla conocido me había convertido en un hombre mejor. Sí, me había beneficiado. Esa manera tan práctica de enfocar mi aflicción me ayudó a contener más fácilmente mi dolor. Me felicitaba a mí mismo por mi pétrea serenidad.
Pero en aquel momento Arun me preguntó:
—¿Os llevaréis esto?
Lo que me estaba mostrando era el incensario de porcelana blanca. Y el hombre de piedra se derrumbó.
Mi padre me recibió primero con alegría, y luego compartió mi dolor cuando le dije por qué había regresado a Kanbalik sin Huisheng. Comenzó a decirme en tono pesimista que la vida era esto y aquello, pero yo interrumpí su sermón.
—Veo que ya no somos los últimos occidentales llegados a Kitai —dije, pues había un extranjero sentado con mi padre en sus aposentos.
Era un hombre blanco, un poco mayor que yo, y su vestimenta, gastada por el viaje, le identificaba como clérigo de la orden franciscana.
—Sí —respondió mi padre sonriente —. Por fin un auténtico sacerdote cristiano llega a Kitai. Y es casi un compatriota nuestro, Marco, de la Camagna. Es el pare Zuáne…
—Padre Giovanni —dijo el sacerdote, corrigiendo malhumorado la pronunciación veneciana de mi padre —. De Montecorvino, cerca de Salerno.
—Al igual que nosotros, ha estado unos tres años de viaje. Y recorriendo casi nuestra misma ruta.
—A partir de Constantinopla —dijo el sacerdote —. Bajé hasta la India, donde fundé una misión, y luego subí pasando por la Alta Tartaria.
—Estoy seguro de que seréis bien acogido aquí, pare Zuáne
—dije cortésmente —. Si aún no habéis sido presentado al gran kan, a mí pronto me recibirá en audiencia, y…
—El kan Kubilai me ha recibido ya, y muy cordialmente.
—Quizá si se lo pides, Marco —dijo mi padre —, el pare Zuáne querrá decir unas palabras en memoria de nuestra querida difunta Huisheng.
Desde luego, yo no se lo habría pedido, pero el sacerdote dijo fríamente:
—Creo que la difunta no era cristiana; y que la unión no se hizo según el sacramento. Ante esto le di la espalda y dije bruscamente:
—Padre, si estas tierras, antes remotas, desconocidas y bárbaras, están atrayendo ahora a civilizados arribistas como éste, el gran kan no se sentirá demasiado desamparado cuando los pocos pioneros emprendamos el regreso. Estoy dispuesto a marchar cuando tú digas.
—Eso era lo que esperaba —dijo, inclinando la cabeza —. He estado convirtiendo todas las
posesiones de la Compagnia en bienes muebles y en moneda. Una gran parte ya va camino de Occidente en caballos de postas por la Ruta de la Seda. Y el resto está todo empaquetado. Sólo hemos de decidir la forma de viajar y la ruta que tomaremos; y por supuesto obtener el consentimiento del gran kan.
Fui, pues, a pedirlo. Primero ofrecí a Kubilai la reliquia de Buda que traía conmigo, al verla expresó placer, manifestó cierto temor reverencial y me lo agradeció mucho. Después le presenté una carta que Bayan me había entregado para él; esperé mientras la leía y luego dije:
—También traigo conmigo, excelencia, a vuestro médico personal, el hakim Gansui, y os estoy eternamente agradecido por haberle enviado a cuidar de mi difunta esposa.
—¿Vuestra difunta señora? Gansui no la debió cuidar con mucha eficacia. Siento mucho oíros decir eso. Gansui siempre ha atendido bastante bien mi continua dolencia de gota y mis más recientes achaques de la vejez y lamentaría perderlo. Pero ¿debe ser ejecutado por esta triste negligencia?
—No por orden mía, excelencia. Estoy convencido de que hizo cuanto pudo. Y
ejecutándole no resucitaríamos a mi señora ni a mi hijo nonato.
—Recibe mi condolencia, Marco. Una dama encantadora, amada y amante, es desde luego irreemplazable. Pero, ¿los hijos? —hizo un amplio y casual gesto con la mano, y yo pensé que se estaba refiriendo a su considerable carnada de descendientes. Pero me llevé un susto cuando dijo —: Ya tienes aquí esta media docena. Y creo que además tres o cuatro hijas.
Por primera vez comprendí quiénes eran aquellos pequeños pajes que habían sustituido a los anteriores y viejos mayordomos del gran kan. Me quedé atónito.
—Son muchachos muy guapos —continuó diciendo —. Una gran mejora en el conjunto visual de mi sala del trono. Así los visitantes pueden posar sus ojos en estos atractivos jóvenes y no en la vieja carroza sentada en el trono.
Miré a los pajes que había a mi alrededor. Uno o dos estaban al alcance del oído y probablemente habían escuchado esa sorprendente revelación, sorprendente para mí en todo caso, y me dirigieron tímidas y respetuosas sonrisas. Ahora sabían de dónde habían sacado el tono de piel, los cabellos y los ojos más claros que los de un mongol, e incluso imaginé que podía ver en ellos un cierto parecido conmigo. Sin embargo, eran extraños para mí. No fueron concebidos con amor y probablemente yo no hubiera reconocido a sus madres si me cruzaba con ellos por un pasillo de palacio.
—Mi único hijo murió al nacer, excelencia —dije —. La pérdida de él y de su madre han amargado mi alma y mi corazón. Por este motivo pido la venia de su excelencia el gran kan para entregar mi informe de esta última misión y después solicitar un favor. Me miró detenidamente durante un rato, y los surcos y arrugas erosionados por la edad en su correoso rostro parecieron ahondarse visiblemente, pero sólo dijo:
—Informa.
Lo hice con bastante brevedad, pues realmente no tenía otra misión que la de observar. Así que le comuniqué mis impresiones de lo que había observado: que la India era un país totalmente indigno de que él lo conquistara o le prestara la menor atención; que las tierras de Champa ofrecían los mismos recursos: elefantes, especias, maderas, esclavos, piedras preciosas, y todo ello mucho más a mano.
—Por supuesto, Ava también es ya vuestro. Sin embargo he de haceros una observación, excelencia. Al igual que Ava probablemente las demás naciones de Champa sean fáciles de conquistar, pero pienso que mantenerlas será difícil. Vuestros mongoles son hombres del norte, acostumbrados a respirar libremente. En aquellos calores y humedades tropicales, ninguna guarnición mongol puede resistir mucho tiempo sin caer víctima de las fiebres, las enfermedades y la indolencia ambiental. Propongo, excelencia, que en