No sé dónde fueron recluidos los marineros ordinarios, remeros, arqueros, baliestrieri y otros, pero si la tradición se mantenía, sin duda estarían soportando la guerra en medio de miserias, privaciones y suciedad. A los oficiales y a los caballeros de armas como yo nos trataron bastante mejor, sólo nos pusieron bajo arresto domiciliario en un palazzo abandonado y decadente que había pertenecido a alguna difunta orden religiosa en la piazza de las Cinco Farolas. El edificio apenas estaba amueblado, era muy frío, húmedo y malsano (desde entonces vengo sufriendo punzadas dolorosas cada vez peores en la espalda cuando hace frío), pero nuestros carceleros eran amables, nos alimentaban más o menos bien y nos permitían dar dinero a los Amigos de los Prisioneros de la Hermandad de la Justicia que nos visitaban, para que nos compraran cualquier objeto o capricho que deseáramos. En conjunto, era un confinamiento más tolerable que el que había soportado una vez en la prisión del Vulcano, en mi nativa Venecia. Sin embargo, nuestros capturadores nos dijeron que habían roto con la tradición en un aspecto. No permitirían que los familiares de los prisioneros pagaran rescate para sacarlos de la cárcel. Según dijeron, habían descubierto que no les salía a cuenta aceptar los pagos del rescate, sólo para tener que encontrarse otra vez a los mismos oficiales al cabo de poco tiempo defendiendo otro pedazo de mar. O sea que tendríamos que permanecer encerrados hasta que terminara aquella guerra.
En fin, no había perdido la vida por ir a la guerra, pero parecía que iba a perder una parte sustancial de ella. Antes había desperdiciado meses y años de mi vida atravesando interminables y áridos desiertos o montañas cubiertas de nieves, pero al menos durante aquellos viajes había vivido saludablemente al aire libre, y quizá había aprendido algo por el camino. Allí, mientras languidecía en prisión, no había mucho que aprender. En aquella época no tenía un compañero de celda como Mordecai Cartafilo. Por lo que pude averiguar, todos mis compañeros de prisión eran también diletantes como yo: nobles que habían estado cumpliendo esporádicamente sus obligaciones militares, o bien profesionales de la guerra. Los diletantes no tenían temas de conversación, aparte de quejarse y suspirar por volver a sus fiestas, salones y parejas de
baile. Los oficiales al menos tenían algunas historias de guerra que contar, pero, después de haber oído una o dos, cada una de estas historias resultaba muy parecida a todas las demás; y el resto de sus conversaciones trataban siempre de rangos, promociones, antigüedad en el servicio, y de la poca estima de sus superiores hacia ellos. Llegué a la conclusión de que cada militar en la cristiandad ocupaba un rango inmerecido, al menos dos galones inferior al que debería corresponderle.
Pero si yo no podía aprender nada en aquella prisión, quizá podía instruir, o al menos entretener. Cuando las aburridas conversaciones amenazaban con volverse absolutamente vacuas, yo me permitía comentarios como:
—Hablando de galones, miceres, hay en las tierras de Champa una bestia llamada tigre, que tiene todo su cuerpo cubierto de rayas como galones. Es muy curioso, pero no hay dos tigres listados exactamente del mismo modo. Los nativos de Champa pueden distin-guir a un tigre de otro por las rayas peculiares de su cara. Le llaman su excelencia el tigre, y dicen que quien bebe una decocción hecha con los globos oculares de un tigre muerto, puede ver siempre a su excelencia el tigre antes de que él le vea. Además, por las rayas de su cara, puede saberse si es un conocido devorador de hombres o sólo un inofensivo cazador de animales inferiores.
Cuando uno de nuestros carceleros nos traía los platos para la cena con una comida tan sosa como de costumbre, solíamos felicitarle con nuestros habituales sarcasmos, y él se quejaba de que éramos una pandilla de impertinentes y que hubiera preferido que le destinaran a otro servicio, entonces yo comentaba:
—Da gracias, genovés, que no estás de servicio en la India. Allí cuando los criados venían a traerme la cena tenían que entrar en el comedor arrastrándose sobre sus ombligos, con las bandejas de comida por delante.
Al principio, mis contribuciones no solicitadas a las conversaciones carcelarias eran a veces recibidas con miradas de extrañeza y sorpresa, como por ejemplo cuando dos caballeros petulantes discutían y comparaban en un lenguaje altisonante las virtudes y encantos de las amadas que habían dejado en Venecia, y yo me permitía intervenir:
—¿Habéis averiguado, miceres, si son vuestras damas mujeres de invierno o de verano?
—Se me quedaron mirando con incomprensión, y tuve que explicar —: Los han dicen que una mujer cuya obertura íntima está situada muy cerca de la parte delantera de su alcachofa es más adecuada para las frías noches de invierno, porque vos y ella habéis de entrelazaros estrechamente para efectuar la penetración. Pero una mujer cuyo orificio está situado más bien hacia atrás, entre sus piernas, es mejor para el verano. Pues ella puede sentarse sobre vuestro regazo en un fresco y aireado pabellón exterior, mientras entráis en ella por detrás.
Los dos elegantes caballeros quizá retrocedían entonces horrorizados, pero otras personas menos peripuestas comenzaban a congregarse para oír más revelaciones de este tipo. Y al cabo de poco tiempo, cada vez que yo abría la boca tenía a mi alrededor más oyentes que cualquier tratadista de modales de salón de baile o de la guerra en el mar, que me escuchaban ensimismados. Cuando yo devanaba mis historias, no solamente se reunían en torno mío mis compañeros venecianos, sino también los guardas y carceleros genoveses, los Hermanos de la Justicia visitantes, y otros prisioneros, písanos, corsos y paduanos atrapados por los genoveses en otras guerras y combates. Y un día se me acercó uno y me dijo:
—Micer Marco, soy Luigi Rustichello, natural de Pisa…
Te presentaste como escribano, fabulista y romancista, y me pediste permiso para escribir mis aventuras en un libro. Así que nos sentamos juntos y yo te conté mis historias. Luego, por medio de la Hermandad de la Justicia, pude enviar un billete a Venecia y mi padre despachó hacia Genova mi colección de notas, papeles y diarios,
que añadieron a mi recuerdo muchas cosas que yo mismo había olvidado. Así, nuestro año de confinamiento no resultó pesado, sino ocupado y productivo. Y cuando finalmente la guerra terminó, se firmó una nueva paz entre Venecia y Genova, y a nosotros los prisioneros nos soltaron para devolvernos a casa, pude decir que aquel año no había sido una pérdida de tiempo, como había temido. Quizá haya sido, por el contrario, el año más fructífero de toda mi vida, pues hice algo que ha perdurado y que al parecer promete sobrevivirme. Me refiero a nuestro libro, Luigi, la Descripción del Mundo. Lo cierto es que en los veinte años que han pasado desde que nos despedimos a la salida de aquel palazzo genovés, no he vuelto a hacer nada que me haya dado una satisfacción comparable.
Y aquí estamos, Luigi. He vuelto a relatar mi vida una vez más, desde la infancia hasta el final de mi viaje. He vuelto a contar muchas de las historias que escuchaste hace tanto tiempo, muchas de ellas con más detalle; he vuelto a narrar algunas de las que tú y yo decidimos no introducir en el primer libro, y creo que muchos otros episodios que nunca te confié anteriormente. Ahora te doy permiso para que cojas cualquiera de mis aventuras o todas ellas, las atribuyas al héroe de ficción de tu última obra en curso, y hagas con ella lo que te parezca.
No me queda mucho que contar sobre mí mismo, y probablemente no te servirá para aplicarlo a tu nueva obra, así que seré breve.
6
Regresé a Venecia y me encontré a mi padre y a marégna Lisa muy avanzados en la construcción de la nueva y lujosa Casa Polo, o mejor dicho en la restauración de un viejo palazzo que habían comprado. Estaba situado en la Corte Sebionera, en un confino mucho más elegante que el de nuestra anterior residencia. Estaba también más cerca del Rialto, donde se suponía que yo, siguiendo la tradición, por ser ahora el cabeza reconocido de la Compagnia Polo, me encontraría y conversaría con mis colegas comerciantes dos veces al día, cada mañana justo antes del mediodía, y cada tarde al final de la jornada laboral.
Aquélla era, y sigue siendo, una agradable costumbre, y a menudo conseguí allí la pequeña y útil información que quizá no habría llegado a mis oídos en el curso normal del negocio. No me molestaba en absoluto que allí me trataran respetuosamente de micer, y que me escucharan respetuosamente cuando daba alguna opinión acertada sobre esta o aquella cuestión de estatutos y tarifas, o sobre cualquier otra cosa. Tampoco me incomodaba mucho ser ahora el cabeza de la Compagnia Polo, aunque hubiera alcanzado esta eminente situación más bien por vacante.
Mi padre en realidad nunca renunció al negocio en favor mío. Pero a partir de entonces, comenzó a prestar cada vez menos atención a la compañía y más a otros intereses personales. Durante una temporada dedicó todas sus energías en la supervisión de las obras, del mobiliario y la decoración de la nueva Ca'Polo. Durante su construcción me hizo observar en varias ocasiones que aquel nuevo palazzo era lo bastante amplio para muchas más personas de las que íbamos a instalar allí.
—No olvides lo que dijo el dogo, Marco —me recordó mi padre —. Si después de ti va a continuar existiendo una Compagnia Polo y una Casa Polo, tienen que haber hijos.
—Padre, tú debes saber mejor que nadie lo que pienso a este respecto. No tengo nada contra la paternidad, pero la maternidad me costó más de lo que pueda nunca valorar.
—¡Tonterías! —intervino severamente mi madrastra, pero en seguida suavizó su tono —. Yo no digo que no lamentes lo que perdiste, Marco, pero debo protestar. Cuando contaste esa trágica historia, estabas hablando de una frágil mujer extranjera. Las
mujeres venecianas han nacido y se han criado para engendrar. Disfrutan quedando
«preñadas hasta las orejas», como vulgarmente se dice, y sienten agudamente el vacío cuando no lo están. Búscate una buena esposa veneciana de anchas caderas, y deja que ella se ocupe del resto.
—O bien —dijo mi pragmático padre —búscate una mujer a la que puedas amar suficiente para querer tener hijos con ella, pero que a la vez puedas amarla con moderación para que su pérdida no te resulte insoportable.
Cuando Ca'Polo se hubo terminado y nos hubimos trasladado a ella, mi padre dedicó su atención a un proyecto aún más original y extraordinario. Fundó lo que podría llamarse una Escuela de Aventureros Mercantes. En realidad nunca tuvo nombre y no era una academia de estudios oficiales. Mi padre simplemente ofrecía su experiencia, sus consejos y el acceso a nuestra colección de mapas a quien pudiera interesarle buscar fortuna en la Ruta de la Seda. La mayoría de los que se presentaban para que les instruyese eran jóvenes, pero algunos eran tan mayores como yo. Nicoló Polo, por un porcentaje estipulado del beneficio que obtuviera el estudiante putativo en la primera expedición comercial con éxito (a Bagdad, a Balj, a cualquier otro lugar de Oriente, hasta llegar incluso a Kanbalik) impartiría al aprendiz de aventurero toda la información útil de que disponía, permitiría al aprendiz copiar la ruta de nuestros propios mapas, enseñaría al aprendiz algunas frases imprescindibles del idioma comercial farsi, e incluso le daría los nombres que recordaba de comerciantes, camelleros, guías y arrieros nativos, a todo lo largo de la ruta. No garantizaba nada, pues, al fin y al cabo, gran parte de sus conocimientos habían quedado ya anticuados. Pero tampoco los aprendices de viajero tenían que pagarle nada por sus instrucciones hasta que no sacaran provecho de ellas. Recuerdo que muchos novicios se lanzaron en la dirección que maistro Polo había recorrido dos veces, algunos regresaron de lugares lejanos, como de Persia, y uno o dos de ellos volvieron ricos y pagaron los honorarios debidos. Pero yo creo que mi padre hubiera continuado con aquella caprichosa ocupación, aunque nunca le hubiese repor-tado ni un bagatino, pues en cierto modo, eso le mantenía aún viajando por lejanos países, incluso en sus últimos años.
Sin embargo, la consecuencia fue que yo, que había sido un vagabundo tan despreocupado, errante y libre como los vientos me encontraba ahora con que mis anchos horizontes de antaño quedaban restringidos a la asistencia diaria al despacho y al almacén de la compañía, con un intervalo de dos veces al día de convivencia y chismorreo en el Rialto. Era mi obligación: alguien tenía que estar al frente de la Compagnia Polo; mi padre en realidad se había retirado, y tío Mafio era ya para siempre un inválido que no salía de casa. En Constantinopla, mi tío mayor se había ido apartando también progresivamente de los negocios (y murió, creo que de aburrimiento, no mucho después). O sea que, mi primo Nicoló allí, y yo aquí nos encontramos heredando la plena responsabilidad de nuestras ramas separadas de la compañía. Cuzín Nico parecía disfrutar realmente siendo un príncipe mercader. ¿Y yo? Bueno, era un tra-bajo honesto, útil y nada oneroso el que estaba haciendo, aún no me había hartado de la mediocre monotonía de lo cotidiano, y me había resignado más o menos a seguir así
toda mi vida. Pero entonces sucedieron dos nuevos hechos.
El primero fue que tú, Luigi, me enviaste la copia de tu recién terminada Descripción del Mundo. Yo inmediatamente dediqué cada momento libre a leer y a saborear nuestro libro, y a medida que terminaba cada página, la pasaba a un copista para que hiciera más manuscritos. La encontré admirable en todos los aspectos; sólo hallé unos cuantos errores que sin duda se debían al ritmo que daba a mi narración mientras tú apuntabas las palabras, y a mi descuido de no repasar tu borrador original con ojo crítico. Los errores consistían sólo en pequeños errores sobre la fecha de este o aquel
acontecimiento, en una ocasional aventura que quedó fuera de secuencia, y en algunos errores al oír o escribir algunos de los difíciles topónimos orientales: escribiste Saianfu, por ejemplo, donde debería haber dicho Yunnanfu, y Yangzhou en vez de Hang-zhou (lo cual me hubiera llevado a mí y a mi carrera de recaudador de impuestos a una ciudad muy distinta y lejana de donde realmente estuve sirviendo). Sin embargo, antes nunca me preocupé de señalarte estos menores errores, y espero que al hacerlo ahora no te moleste. No podían significar nada para nadie más que yo ¿quién más podría saber en este mundo occidental si hay alguna diferencia entre Yangzhou y Hangzhou? Y yo ni siquiera me molesté en corregírselas al escriba mientras copiaba la obra. Hice una presentación formal de una de las copias al dogo Gradenigo, y él debió de hacerlas circular inmediatamente entre su Consejo de nobles, y ellos a su vez entre todos sus familiares e incluso criados. Regalé otra copia al sacerdote de nuestra nueva parroquia de San Zuáne Grisostomo, y él debió de hacerlas circular entre toda su clerecía y su congregación, porque en un instante volví a ser famoso. La gente, con más avidez de la que habían demostrado cuando regresé de Kitai, comenzó a buscar mi compañía, se acercaban a mí en las funciones públicas, me señalaban por la calle, en el Rialto, desde una góndola. Y tus propias copias, Luigi, debieron de proliferar y esparcirse como semillas de diente de león, pues los mercaderes y viajeros extranjeros cuando visitaban Venecia decían que venían tanto a verme a mí como a contemplar la basílica de San Marcos y otros notables monumentos de la ciudad. Si los recibía, muchos me decían que habían leído la Descripción del Mundo en su país de origen, traducido ya a sus idiomas nativos.