—Os pido disculpas, Marco Efendi, nunca hubiera atacado adrede al hombre que hizo posible mi tesoro.
Yo estaba aún obnubilado y no sabía a qué se refería. Pero cuando mi cabeza empezó a despejarse después de tomarme un amargo y negro qahwah, él y Sitaré se explicaron. Él era el zapatero remendón de Kashan que Almauna Esther había presentado a su doncella Sitaré. La amó nada más verla, pero por supuesto su matrimonio no habría sido posible si Sitaré no hubiera sido virgen, y ella le dijo sinceramente que aún estaba intacta gracias a que un tal mirza Marco, caballerosamente, no había querido aprovecharse de ella. Yo me sentía algo más que incómodo, oyendo a un rudo y criminal bandido expresarme su agradecimiento por no haberle precedido en hacer «sikis», como lo llamaba él, con su novia. Pero por otro lado, si alguna vez me felicité por haberme contenido en otros tiempos, fue entonces.
—Qismet lo llamamos —dijo él —. Destino, hado, suerte. Tu fuiste bueno con mi Sitaré. Ahora yo estoy siendo bueno contigo.
Más adelante supimos que cuando a Neb Efendi le impidieron prosperar como zapatero remendón en Kashan (en donde la gente no sabía la diferencia entre un noble kurdo y un vil turco, aunque igualmente le hubieran despreciado) se llevó a su mujer allí, a su nativo Kurdistán. Pero también allí se sintió fuera de lugar, un vasallo del régimen turco que era a su vez vasallo del ilkanato mongol. Así que abandonó totalmente su oficio, quedándose sólo con el nombre, y se dedicó a la insurrección con el nombre de bandido Zapatos.
—He visto uno de vuestros remiendos —le dije —. Era… peculiar. Él respondió con modestia:
—Bosh —que en turco significa: «Me halagáis mucho.»
Pero Sitaré añadió orgullosamente:
—Os referís al pastor. Fue él quien nos puso sobre vuestra pista hasta aquí, hasta Tunceli. Sí, Marco Efendi, mi querido y valiente Neb esta decidido a sublevar a todos los kurdos contra los opresores y a disuadir a cualquier cobarde que se someta a ellos servilmente.
—Algo así había adivinado.
—Sabed, Marco Efendi —dijo golpeando ruidosamente un puño contra su amplio pecho -
, que nosotros, los kurdos, somos la más antigua aristocracia del mundo. Nuestros nombres tribales se remontan a los días de Sumer. Y durante todo este tiempo hemos estado luchando contra una tiranía tras otra. Combatimos a los hititas, a los asirios;
ayudamos a Ciro a derribar Babilonia. Luchamos junto a Salah-ed-Din el Grande contra los primeros cruzados intrusos. Aún no hace cuarenta años, que sin más ayuda, matamos a veinte mil mongoles en la batalla de Arbil. Pero todavía no somos libres e independientes. O sea que ahora ésta es mi misión: primero liberar Kurdistán del yugo mongol y luego del turco.
—Os deseo éxito, chiti Ayakkabi.
—Bueno, mi banda y yo somos pobres y estamos mal equipados. Pero las armas de vuestros mongoles, vuestros buenos caballos y el cuantioso tesoro de sus albardas nos ayudarán muchísimo.
—¿Vais a robarnos? ¿Y a eso le llamáis ser buenos con nosotros?
—Podía no haber sido tan bueno —hizo un gesto despreocupado con la mano señalando al sangriento montón de mongoles muertos —. Podéis estar contentos de que vuestro qismet no decretó otra cosa.
—Hablando de qismet —dijo Sitaré ingeniosamente para distraer mi atención —, decidme, Marco Efendi, ¿qué fue de mi querido hermano Aziz?
Pensé que estábamos en una situación bastante mala, y no quise arriesgarme a empeorarla. Ni ella ni su feroz compañero se alegrarían mucho de oír que su hermanito había muerto, más de veinte años atrás, y que nosotros no fuimos capaces de impedir que lo asesinara una banda de bandoleros muy parecida a la suya propia. En todo caso, yo no estaba dispuesto a entristecer innecesariamente a una vieja amiga. Así que mentí, y lo hice en voz bastante alta para que mi padre pudiera oír lo que decía, y no contradijera después mi versión.
—Llevamos a Aziz hasta Mashhad, como tú deseabas, Sitaré, y protegimos su castidad durante todo el viaje. Allí tuvo la suerte de provocar la admiración de un elegante príncipe mercader, próspero y gordo. Los dejamos juntos, y parecían estar más que encariñados el uno con el otro. Supongo que aún siguen comerciando juntos a lo largo de la Ruta de la Seda, entre Mashhad y Balj. Aziz debe de ser ahora un hombre adulto, pero no dudo de que siga siendo tan bello como entonces. Como tú misma, Sitaré.
—Al-hamdo-lillah, eso espero —suspiró ella —. Mientras mis dos hijos crecían, me recordaban mucho a Aziz. Pero mi Neb, tan viril, como no es kashanita, no me dejó
insertar el golulé en nuestros niños, ni enseñarles a usar cosméticos como preparación para tener algún día amantes masculinos. Así que de mayores han salido hombres muy viriles, que sólo sikismekan con mujeres. Ahí los tenéis, Nami y Orhon, esos chicos de ahí que están sacando las botas a los mongoles muertos. ¿Creeríais, Marco Efendi, que mis hijos son mayores de lo que vos erais cuando os vi por última vez? Ah, en fin, es bueno tener noticias de mi querido Aziz después de todos estos años, y saber que su vida ha tenido tan brillante éxito como la mía; y todo os lo debemos a vos, Marco Efendi.
—Bosh —dije con modestia.
Podía haberles propuesto que nos dejaran al menos quedarnos con nuestras pertenencias, pero no lo hice. Y mi padre, cuando también se dio cuenta de que iban a saquearnos, se limitó a suspirar con resignación y dijo:
—Bueno, cuando no hay banquete, al menos las velas están alegres. Lo cierto era que nos habían dejado con vida. Y yo ya me había desprendido de una tercera parte de nuestros bienes muebles antes de salir de Kanbalik; y además representaban muy poca cosa en comparación con lo que nuestra Compagnia había enviado antes desde Kitai. Los bandoleros sólo se quedaron con las cosas que podían gastar, vender o trocar fácilmente, lo que significa que nos dejaron nuestras ropas y pertenencias personales. Y aunque no era motivo de alegría que nos robaran en esta última etapa de nuestro largo viaje, ninguno de nosotros se quejó demasiado (lo que
lamentamos especialmente fue perder los magníficos zafiros de estrella que adquirimos en Srihalam).
Neb Efendi y su banda nos permitieron continuar con nuestros caballos hasta la ciudad costera de Trebizonda, e incluso nos acompañaron hasta aquel lugar para protegernos de otras agresiones kurdas, y se abstuvieron educadamente de asesinar o herrar a nadie más durante el trayecto. Cuando descabalgamos en las afueras de Trebizonda, el chiti Ayakkabi nos devolvió un puñado de nuestras propias monedas, que bastarían para pagarnos el transporte y la subsistencia el resto del camino hasta Constantinopla. Así
que nos separamos de ellos bastante amistosamente, y el bandolero Zapatos no me mató
cuando Sitaré, tal como había hecho veintitantos años antes, me besó voluptuosa y prolongadamente como despedida.
En Trebizonda, en la orilla del mar Negro, Euxino o Kara, aún estábamos a más de doscientos farsajs al este de Constantinopla, pero nos alegraba hallarnos de nuevo en territorio cristiano por primera vez desde que habíamos salido de Acre, en el Levante. Mi padre y yo decidimos no comprar caballos nuevos, no porque temiéramos hacer el viaje por tierra, sino porque nos preocupaba que pudiera resultar demasiado duro para tío Mafio, pues ahora sólo podíamos cuidar de él nosotros dos. Así que, cargando con los restos de nuestro equipaje, fuimos al muelle de Trebizonda, y después de buscar un rato, encontramos una especie de barcaza de pesca, un gektirme, capitaneado por un cristiano griego. Este capitán, al mando de una tripulación consistente en cuatro groseros hijos suyos, nos llevaría por caridad cristiana hasta Constantinopla, y también por caridad cristiana nos alimentaría durante el trayecto cobrándonos sólo todo cuanto teníamos.
Fue un viaje tediosamente lento y desdichado, pues la barcaza echaba continuamente las redes para no recoger sino anchoas; o sea que las anchoas fueron nuestro alimento durante todo el viaje, además de pilafde arroz cocinado con aceite de anchoas; durante todo el viaje vivimos, dormimos y respiramos oliendo a anchoas. Aparte de nosotros y los griegos, también iba a bordo, sin ningún motivo aparente, un perro sarnoso, y yo en muchas ocasiones me arrepentí de haber pagado hasta la penúltima moneda que poseíamos porque me habría gustado comprar el perro, meterlo en la cazuela y cambiar por un día el menú de anchoas. Pero no hubiera servido de mucho. El perro estaba a bordo desde hacía tanto tiempo, que seguramente tendría ese mismo sabor. Después de casi dos desgraciados meses a bordo de nuestro tonel de anchoas flotante, finalmente entramos en el estrecho llamado el Bosforo, y lo atravesamos hasta encontrar un estuario llamado el Cuerno Dorado, donde se alzaba la gran ciudad de Constantinopla. Pero aquel día la niebla era tan densa que no pude ver y apreciar la magnificencia de la ciudad. Sin embargo, la niebla me permitió saber por qué residía el perro en el gektirme. A medida que avanzábamos cautelosa y lentamente a través de la niebla, uno de los hijos le golpeaba regularmente con un bastón, y el perro ladraba, gruñía y maldecía sin parar. Pude oír a otros perros invisibles aullando también alrededor, y nuestro capitán en el timón tenía el oído atento a los ruidos; así descubrí
que el garrotazo al perro (en lugar del toque de campanas, como en Venecia) era el dispositivo de aviso localmente aceptado.
Nuestro torpe gektirme avanzó a tientas, atravesó sin colisionar el Cuerno y pasó bajo las murallas de la ciudad. Nuestro capitán dijo que se dirigía al muelle Sirkeci asignado a las embarcaciones de pesca, pero mi padre le convenció para que nos llevara al barrio Phanar, el distrito veneciano de la ciudad. Y no sé cómo, en medio de aquella espesa niebla, y después de no haber estado durante treinta años en Constantinopla, consiguió
guiar al capitán hasta allí. Mientras tanto, en algún lugar más allá de la niebla el sol se estaba poniendo, y mi padre con una impaciencia febril gruñía:
—Si no conseguimos llegar antes de que oscurezca, tendremos que dormir una noche más en esta maldita gabarra.
Casi simultáneamente, nosotros y el anochecer tocamos un muelle de madera. Nos despedimos apresuradamente de los griegos, ayudamos a tío Mafio a desembarcar, y mi padre nos condujo con un trotecillo de anciano a través de la niebla, a través de una puerta abierta en la alta muralla y luego a través de un laberinto de callejuelas sinuosas y angostas.
Al final llegamos frente a uno de los muchos edificios de idéntica y estrecha fachada, éste con una tienda al nivel de la calle, y mi padre soltó un grito entusiasta, «Nostra Compagnia!», al ver todavía una luz brillar en su interior. Abrió la puerta de golpe y nos hizo pasar a mí y a tío Mafio dentro. Había un hombre de barba blanca que escribía encorvado a la luz de una vela puesta junto a su codo en un libro de mayor, abierto en una mesa donde se apilaban muchos otros libros. Alzó la mirada y refunfuñó:
—Gesú, spuzzolenti sardoni!
Eran las primeras palabras venecianas que oía en veintitrés años a otra persona diferente de mi padre y tío Mafio. Y así, con este «apestosas anchoas» fuimos recibidos por mi tío Marco Polo.
Pero luego, maravillado, reconoció a sus hermanos:
—Xestu, Nico? Mafio? Tati! —saltó ágilmente de su silla y los contables de la compañía, desde las demás mesas, miraban sorprendidos nuestro frenesí de abrazos, palmadas en la espalda, apretones de mano, risas, lágrimas y exclamaciones.
—Sangue de Bacco! —gritó él —. Che bon vento? Los dos lleváis el pelo gris, Tati!
—¡Y tú lo tienes blanco, Tato! —contestó mi padre.
—¿Y cómo habéis tardado tanto? En vuestra última remesa recibí la carta diciendo que estabais en camino. ¡Pero eso fue hace casi tres años!
—¡Ah, Marco, no nos preguntes! Hemos tenido el viento en contra nuestra todo el camino.
—E cussi? Yo esperaba que llegaríais sobre elefantes enjoyados, / Re Magi viniendo de Oriente en un desfile triunfal con esclavos nubios tocando el tambor. Y aquí aparecéis arrastrándoos en una noche de niebla oliendo como la horcajadura de una ramera de Sirkeci.
—De aguas someras, peces insignificantes. Venimos sin un céntimo, abandonados, desamparados. Somos náufragos arrojados a tu puerta. Pero ya hablaremos de eso después. Eh, pero no conocías a tu sobrino homónimo.
—¡Neodo Marco! Arcistupendonazzísimo! —Así que yo también recibí un cálido abrazo, un benvegnúo, y palmadas en la espalda —. Pero nuestro tonazzo Mafio Tato, normalmente tan ruidoso, ¿por qué está tan callado?
—Ha estado enfermo —dijo mi padre —. También hablaremos de eso. Pero venga. Hace dos meses que no comemos nada más que anchoas y…
—¡Y las anchoas os han dado una sed terrible! ¡No me digas más! —dirigiéndose a sus contables les gritó que se fueran a casa, y que no fueran a trabajar al día siguiente. Todos se pusieron en pie y nos dieron una entusiasta ovación, no sé si por nuestro buen retorno o por proporcionarles un inesperado día de fiesta. Después salimos y volvimos a introducirnos en la niebla.
Tío Marco nos llevó a su villa situada junto al mar de Mármara, donde pasamos nuestra primera noche y por lo menos la semana siguiente tomando buenos vinos y ricas viandas, entre las cuales no había pescados, y bañándonos, restregándonos y frotándonos en el hamman privado de mi tío, que aquí se llamaba humoun, y durmiendo largas horas en lujosas camas, y cuidados ininterrumpidamente por sus numerosos sirvientes domésticos. Mientras tanto, tío Marco envió a Venecia un navío correo
especial para avisar a Dona Fiordelisa de nuestra llegada.
Cuando hube descansado y me hube alimentado lo suficiente, y mi aspecto y mi olor no desmerecían, me presentaron al hijo y a la hija de tío Marco, Nicoló y Maroca. Ambos tenían aproximadamente mi misma edad, pero prima Maroca era aún una solterona, y me dirigía miradas entre especulativas y provocativas. Yo no tenía interés en responder; me interesaba mucho más sentarme con mi padre y tío Marco para repasar los libros de la Compañía, que por cierto nos tranquilizaron en seguida pues indicaban que no estábamos arruinados ni mucho menos. Nuestra riqueza era muy respetable. Algunas remesas de bienes y objetos de valor que mi padre había confiado a las postas de caballos mongoles no habían logrado atravesar toda la Ruta de la Seda, pero ya contábamos con eso. Lo más notable era que tantas hubieran llegado hasta Constantinopla. Y tío Marco había abierto aquí cuentas bancarias, había invertido y comerciado con gran astucia con aquellos bienes, y Dona Fiordelisa, siguiendo sus consejos, había podido hacer lo mismo en Venecia. Nuestra Compagnia Polo podía compararse ahora con las casas comerciales de Spinola en Génova, de Carrara en Padua y de Dándolo en Venecia, una auténtica prima di tuto en el mundo del comercio. Me complació especialmente ver que entre los paquetes recibidos intactos, estuvieran los que contenían todos los mapas que mi padre, tío Mafio y yo habíamos ido confeccionando, y todas las notas que yo había estado tomando durante aquellos años. Como el bandolero Zapatos no se había quedado en Tunceli con mi diario de notas garabateadas desde que partimos de Kanbalik, ahora poseía al menos una relación fragmentaria de cada uno de mis viajes.