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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (53 page)

BOOK: El viajero
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esta excentricidad, pero algunos no lo aceptan. Más tarde descubrí que si el posadero ordena a un grupo de mongoles alojarse bajo techado como personas civilizadas, ellos lo hacen a regañadientes, pero no aceptan nunca la cocina del caravasar. Encienden un fuego en medio de su habitación, ponen un trípode encima y se hacen ellos mismos la comida. Al caer la noche no descansan en las camas que les han preparado, sino que despliegan sus alfombras y mantas y duermen en el suelo.

Bueno, entonces también yo podía entender en cierto modo la resistencia de los mongoles a residir bajo un techo fijo. Tanto yo como mi padre y mi tío después de la larga travesía del Gran Desierto de Sal, nos habíamos acostumbrado a los espacios sin límites, a los movimientos sin traba, al silencio infinito y al aire limpio del exterior. Al principio nos entusiasmó el frescor del baño en el hammam y el masaje posterior, y nos gustó que nos cocinaran la cena y que nos la presentaran los criados, pero pronto el ruido, la agitación, el alboroto de la vida bajo techado empezaron a incomodarnos. El aire estaba como estancado y parecía que las paredes nos apretaran demasiado y los demás huéspedes del caravasar se nos antojaron una multitud terriblemente parlanchina. Sobre todo el humo que se metía por todas partes atormentaba a tío Mafio, quien tenía esporádicos ataques de tos. Es decir, que si bien la posada estaba bien equipada y Mashhad era una ciudad estimable, sólo nos quedamos allí el tiempo suficiente para cambiar de nuevo nuestros camellos por caballos y para repostar nuestros equipos y raciones de viaje; luego reanudamos nuestra marcha.

BALJ

Nos dirigimos entonces algo hacia el sur del este, para bordear las Karakum, o Arenas Negras, que es otro desierto situado al este de Mashhad. Escogimos una ruta a través de Karabil, o Meseta Fría, una larga plataforma de tierra más sólida y verde que se extiende como una línea costera entre el océano pelado y seco de las Arenas Negras al norte y los contrafuertes pelados y sin árboles de las Montañas Paropamiso al sur. Nuestro viaje habría sido más corto si hubiésemos atravesado directamente el desierto de Karakum, pero ya estábamos hartos de desiertos. Y el trayecto habría sido más fácil si hubiésemos ido más al sur, a través de los valles del Paropamiso, porque nos habríamos podido alojar allí en aldeas, pueblos e incluso en ciudades de tamaño considerable, como Herat y Maimamna. Pero preferimos seguir el camino de en medio.

Ya nos habíamos acostumbrado a acampar al aire libre, y sin duda esta meseta de Karabil se merece su nombre únicamente si se compara con tierras más bajas y cálidas, porque no era terriblemente fría ni en los primeros días de invierno. Nos limitamos a añadir capas de camisas y de pai-yamas y de abas a medida que las íbamos necesitando,-y encontramos el tiempo bastante tolerable.

La región de Karabil consistía principalmente en monótonas tierras de pasto, pero también habían grupos de árboles: pistacho, azufaifo, sauce y coniferas. Habíamos visto muchas tierras más verdes y más agradables, y veríamos muchas más, pero después de haber padecido el Gran Desierto de Sal, la hierba repetida y gris y el escaso follaje del Karabil fue una delicia para nuestros ojos, y nuestros caballos encontraron forraje abundante. Después de atravesar el desierto sin vida parecía que en aquella meseta pulularan los animales salvajes. Había nidadas de codornices, bandadas de perdices de pata gris y por todas partes las marmotas nos observaban desde sus túneles y nos silbaban con mal humor cuando pasábamos. Había ocas y ánades migratorios que invernaban allí, o que por lo menos pasaban por el lugar: una especie, de oca con plumas barradas en la cabeza y un ánade con un bello plumaje de color rojizo y oro. Había multitudes de lagartos marrones, algunos de ellos inmensos, más largos que mi pierna, que a menudo asustaban a nuestros caballos.

Había rebaños de varios tipos de delicadas qazel, y un asno salvaje, grande y hermoso, llamado en esta región kulan. Cuando los vimos por primera vez mi padre dijo que casi le entraban ganas de detenernos, coger algunos, domesticarlos y llevarlos a Occidente para venderlos, pues se podría lograr un precio muy superior al de las mulas que los nobles y damas adquieren para montar. Verdaderamente el kulan es tan grande como una mula, y tiene la misma cabeza de jarra y la misma cola corta que ella, pero posee una pelambre extraordinariamente rica, de color castaño oscuro, con un vientre pálido, y es un bello animal. Uno nunca se cansa de ver sus rebaños corriendo veloces, retozando y girando al unísono. Pero los nativos de Karabil nos contaron que es imposible domar y montar el kulan, y el único valor que ellos le dan es el de su carne que es comestible. Nosotros, y sobre todo tío Mafio, cazamos mucho en esta etapa de nuestro viaje, para completar nuestras raciones de viaje. En Mashhad habíamos adquirido un arco al estilo mongol y las correspondientes flechas cortas, y mi tío practicó hasta convertirse en un experto de esta arma. En general procurábamos no meternos con los rebaños de qazel y de kulan, porque temíamos que los siguieran otros cazadores: lobos o leones que también abundan en Karabil. Pero en ocasiones nos arriesgamos a ojear un rebaño y varias veces abatimos una qazel, y en una ocasión un kulan. Casi cada día podíamos contar con una oca, un pato, una codorniz o una perdiz. Esta carne fresca nos habría dado gran placer, a no ser por un hecho.

No recuerdo cuál fue el primer animal que abatimos con una flecha ni quién de nosotros lo cazó. Pero cuando nos dispusimos a trincharlo y a ensartarlo para asarlo sobre el fuego descubrimos que estaba infestado por un tipo de insectos diminutos y ciegos, docenas de ellos vivos y coleando, instalados entre la piel y la carne. Tiramos con asco la pieza y aquella noche nos contentamos con una cena de alimentos secos al estilo del desierto. Pero al día siguiente abatimos otro tipo de caza y también la encontramos infestada con el mismo tipo de insectos. Ignoro qué demonio afecta a todos los seres vivos salvajes de Karabil. Cuando lo preguntamos a los nativos no pudieron darnos respuesta, ni al parecer les importaba la cosa, e incluso expresaron desdén por nuestra delicadeza. Luego toda la caza que nos echamos al talego tenía los mismos parásitos y por lo tanto nos vimos obligados a limpiar la cabeza, a asarla y a comer la carne, pero no enfermamos, y al final consideramos que el hecho carecía de importancia.

Otra cosa que podíamos haber considerado molesta, pero que después del desierto encontramos más bien excitante fue que al atravesar la región de Karabil tuvimos que cruzar tres veces un río. Según recuerdo sus nombres eran Tedzhen, Kushka y Tajta. No eran cursos de agua anchos, pero si fríos, profundos y de corriente rápida, que se precipitaban desde las alturas del Paropamiso hasta las llanuras de Karakum, donde acababan filtrándose en las Arenas Negras y desapareciendo. En la orilla de cada río encontramos un caravasar, y el establecimiento proporcionaba un servicio de transbordo de un tipo que encontré divertido. Por lo que respecta a nuestros caballos nos limitábamos a desensillarlos, descargarlos y dejar que nadaran hasta la otra orilla, cosa que hacían con aplomo. Pero los viajeros éramos transportados, uno a uno y con nuestro equipaje, por un barquero que llevaba un tipo especial de almadía llamada masak. Esta embarcación no era mayor que una bañera y estaba formada por un armazón ligero de madera sostenido por una veintena de odres hinchados de piel de cabra. El masak tenía un aspecto ridículo con todos los muñones de pata de cabra asomando por entre los palos del armazón, pero me contaron que esto tenía su explicación. Estos ríos corren impetuosos y los hombres que remaban tenían escaso control sobre una embarcación tan difícil como ésta, que se balanceaba, daba vueltas y cabeceaba mientras recorría una larga diagonal de una orilla a la otra. Cada travesía tardaba bastante, y durante este tiempo los odres inflados perdían aire, burbujeaban y silbaban. Cuando el masak empezaba a hundirse de modo alarmante en el agua, el barquero dejaba de remar, desataba las patas de cabra, soplaba vigorosamente en los odres de cuero, uno tras otro hasta que flotaban de nuevo, y luego volvía a atarlos hábilmente. Tengo que corregir mi observación anterior y decir que el sistema de cruce sólo me pareció divertido después de haber alcanzado en cada ocasión la otra orilla y quedar a salvo. Mis sentimientos durante la turbulenta travesía eran de otro tipo: una combinación de mareo, humedad, frío, náusea y perspectivas de muerte inminente por inmersión.

Recuerdo que al llegar al río Kushka otra caravana estaba preparándose para cruzar y nosotros contemplamos la operación y nos preguntamos cómo lo harían, porque el grupo viajaba en varios carros tirados por caballos. Pero esto no amilanó a los barqueros. Desengancharon los caballos y los enviaron nadando a la otra orilla, e hicieron varios viajes de almadía para transportar a los ocupantes y el contenido de los carros. Luego, una vez vaciados éstos, los acercaron al agua hasta que sus cuatro ruedas reposaron cada una en uno de los pequeños masak con aspecto de bañera y el cuarteto se puso a remar a través del río. El espectáculo era notable. El carro se hundía, bailaba y giraba en medio del río y los barqueros para avanzar iban remando alternadamente en sus cuatro esquinas, como Caronte, para mantener los odres inflados y los iban soplando como Eolo.

He de decir que las posadas ribereñas del Karabil proporcionaban mejor transporte para sus huéspedes que forraje. Sólo en un caravasar tuvimos una comida decente, algo realmente único hasta el momento en nuestra experiencia: grandes y sabrosos filetes de un pescado que acababan de sacar del río delante de la puerta. Los filetes eran tan grandes que nos asombraron y pedimos permiso para entrar en la cocina y ver el pescado del que procedían. Se llamaba aiyotr, y era de tamaño superior al de un hombre alto, mayor que tío Mafio, y en lugar de escamas tenía un caparazón de placas óseas y debajo de su largo morro tenía barbos como bigotes. El aiyotr además de proporcionar carne comestible daba unas huevas negras, cada una del tamaño de un aljófar, y también comimos algunas de estas huevas saladas y prensadas formando un plato llamado javyah.

Pero en las demás posadas la comida era terrible, lo cual era inexplicable dada la

abundancia de caza en el país. Al parecer cada posadero creía que debía servir a sus huéspedes del caravasar algo que no hubiesen comido en los últimos tiempos. Puesto que habíamos estado comiendo bocados exquisitos como aves de caza y qazel salvaje, el posadero nos alimentaba con carne de cordero doméstico. Karabil no es país de corderos, y esto significaba que la carne había llegado desde su punto de origen recorriendo probablemente más trecho que nosotros. El cordero había dejado desde hacia tiempo de gustarme, y aquél era seco, salado y duro, y no podíamos aliñarlo con aceite, vinagre ni ningún condimento más, sólo la roja y fuerte pimienta meleghéta; además, la carne iba acompañada invariablemente con judías hervidas en agua azucarada. Tras consumir una cantidad suficiente de estas cenas gaseosas hubiésemos podido servir probablemente de flotadores para las almadías masak y sustituir sus odres de cabra. Pero hay que decir en favor de las posadas del Karabil que sólo cobraban por sus huéspedes humanos, no por los animales de las caravanas. Esto se debía a que la madera era escasa y los animales pagaban por sí mismos dejando sus excrementos que luego una vez secos servirían de combustible.

La siguiente ciudad de alguna importancia a la que llegamos fue Balj, la cual en épocas pasadas había tenido una importancia realmente grande: fue el lugar de uno de los campamentos principales de Alejandro, un sitio importante de parada para los mercaderes que recorrían en caravana la Ruta de la Seda, una ciudad llena de concurridos bazares, de templos majestuosos y de lujosos caravasares. Pero se había interpuesto en el camino de las primeras oleadas de mongoles que emergieron desbocados de sus fortalezas del este, o sea la primera horda mongol, mandada por el invencible Chinghiz Kan, y en el año 1220 la horda había pasado en estampida sobre Balj aplastando la ciudad como una bota podía haber aplastado un nido de hormigas. De esto había pasado más de medio siglo cuando mi padre, mi tío, nuestro esclavo y yo llegamos a Balj, pero la ciudad apenas se había recuperado de aquel desastre. Balj era una grande y noble ruina, pero no dejaba de ser una ruina. Quizá estaba tan ocupada y activa como antes, pero sus posadas, graneros y almacenes no eran más que construcciones de planchas improvisadas con los ladrillos y maderos que quedaron después del desastre. Su aspecto era aún más sombrío y patético porque se apoyaban entre los muñones de antiguas y esbeltas columnas, entre los restos derrumbados de poderosos muros y bajo los cascarones mellados de cúpulas que habían sido perfectas. Desde luego pocos de los actuales habitantes de Balj eran lo bastante viejos como para haber presenciado personalmente el saqueo de la ciudad por Chinghiz, o para conocerla antes, cuando era famosa en todas partes como Balj Umm-al-Bulud, la «Madre de Ciudades». Pero sus hijos y nietos que eran ahora los propietarios de las posadas, casas de cambio y otros establecimientos, parecían tan desorientados y tristes como si la devastación hubiese ocurrido el día anterior y ante sus propios ojos. Cuando hablaban de los mongoles recitaban una especie de letanía que sin duda todos los habitantes de la ciudad sabían de memoria:

—Amdand u jandand u sojtand u kustand u burband u raftand —que significa: «Llegaron y mataron y quemaron y saquearon y cogieron su botín y se fueron.»

Sin duda se fueron, pero todo aquel país, como muchos otros, debía aún tributo y obediencia al kanato mongol. Era comprensible el lúgubre comportamiento de los habitantes porque tenían todavía una guarnición mongol acampada en las cercanías. Guerreros mongoles armados se paseaban entre las multitudes del bazar, recordándoles que el nieto de Chinghiz, el gran kan Kubilai, apretaba aún su pesada bota sobre la ciudad. Y los magistrados y recaudadores de impuestos que nombraba todavía miraban por encima del hombro a los ciudadanos y los vigilaban en sus puestos del mercado y en sus mesas de cambio.

Podría decir, como ya he hecho antes, y decirlo en verdad, que en todas las tierras al este de la cuenca del río Furat, desde el extremo más occidental de Persia, los viajeros habíamos estado recorriendo posesiones del kanato mongol. Pero si hubiésemos marcado nuestros mapas de este modo simple, escribiendo sólo «kanato mongol» sobre toda esta gran extensión de mundo, no habría valido la pena conservar nuestros mapas. No nos habrían servido de mucho, ni a nosotros ni a nadie más, si todas sus indicaciones se limitaran a esto. Esperábamos recorrer algún día nuestro camino en sentido inverso, cuando volviésemos a casa, y confiábamos en que los mapas continuarían siendo útiles entonces, para guiar todas las corrientes comerciales que fluyen en uno y otro sentido entre Venecia y Kitai. Por lo tanto casi cada día mi padre y mi tío sacaban nuestro ejemplar del Kitab, y después de deliberar, consultarse y llegar a un acuerdo final escribían sobre los mapas los símbolos correspondientes a montañas y ríos, a pueblos y desiertos y a otros accidentes geográficos.

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