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Authors: Gary Jennings

Tags: #Aventuras, Historica

El viajero (54 page)

BOOK: El viajero
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Esta tarea era ahora más necesaria todavía. El cartógrafo árabe al-Idrisi había sido un guía de confianza en las tierras de Asia situadas desde las orillas de Levante hasta la altura de Balj, más o menos. Como había dicho mi padre hacía tiempo, sin duda el mismo al-Idrisi debió de haber pasado alguna vez por todas estas regiones y debió de verlas con sus propios ojos. Pero desde las cercanías de Balj hacia oriente al-Idrisi debió

de fiarse de informaciones recogidas verbalmente de otros viajeros, gente no muy observadora. Los mapas más orientales del Kitab carecían ostentosamente de accidentes geográficos, y los importantes que indicaban, como ríos y cordilleras, a menudo estaban situados incorrectamente.

—Además a partir de aquí los mapas parecen muy pequeños —dijo mi padre frunciendo el ceño al mirar estas páginas.

—Sí, desde luego —asintió mi tío rascándose y tosiendo —. Hay mucha más tierra de la que indican los mapas entre este punto y el océano oriental.

—Bueno —dijo mi padre —. Tendremos que cartografiar nosotros con mucha mayor asiduidad.

El y tío Mafio podían ponerse normalmente de acuerdo, después de largas discusiones sobre la inscripción de montañas, ríos, ciudades y desiertos, porque estas cosas se podían ver, y se podía juzgar su medida. Lo que requería deliberación, discusión y a veces pura suposición era dibujar cosas invisibles, es decir, las fronteras de las naciones. Esto era exasperantemente difícil, y en parte se debía a que la expansión del kanato mongol se había tragado muchos estados y naciones e incluso razas enteras antes independientes, convirtiendo en una cuestión sin importancia, excepto para el cartógrafo, su antigua localización y sus límites y las líneas que los separaban unos de otros. La tarea habría sido difícil aunque algún nativo de cada nación nos hubiese acompañado para determinar sus límites. Creo que esta tarea sería ya muy difícil en nuestra península italiana, donde no hay dos ciudades estado que puedan ponerse de acuerdo sobre sus mutuos límites de propiedad y autoridad. Pero en Asia central la extensión de las naciones, sus fronteras e incluso sus nombres se han mantenido en un estado de indeterminación mucho antes de que los mongoles hicieran discutibles estas cuestiones.

Voy a dar un ejemplo. En algún punto de nuestra larga travesía entre Mashhad y Balj habíamos cruzado la línea invisible que en la época de Alejandro señalaba la división entre dos tierras llamadas Arya y Bactria. Esta línea señala ahora, o por lo menos señalaba hasta la llegada de los mongoles, la división entre las tierras de la Persia Mayor y de la India Mayor. Pero supongamos por un momento que el kanato mongol no existiera e intentemos dar una idea de la confusión que ha caracterizado a esta frontera imprecisa a lo largo de su historia.

Puede que en otras épocas la India estuviera habitada en toda su vastedad por el pueblo pequeño y de tez oscura que llamamos ahora indios. Pero hace mucho tiempo las incursiones de pueblos más vigorosos y valientes empujaron a estos indios originales hacia tierras cada vez más limitadas, de modo que actualmente la India hindú está

situada muy lejos de aquí, al sur y al este. Esta India aryana del norte está habitada por los descendientes de estos antiguos invasores, y su religión no es hindú sino musulmana. Cada tribu, por pequeña que sea, se considera a sí misma una nación, se aplica este nombre y afirma que su nación tiene fronteras cartografiables. La mayoría de los nombres acaban aquí en -stan, que significa «tierra de»: Jalyistán, que significa tierra de los Jalyi, y Pajtunistán y Kohistán y Afganistán y Nuristán y muchos nombres más que ya olvidé.

En los viejos tiempos fue en algún lugar de esta región, en la antigua Arya o en la antigua Bactria, donde Alejandro el Magno, durante su marcha de conquista por oriente conoció, se enamoró y tomó como esposa a la princesa Roxana. Nadie puede decir exactamente dónde pasó esto, o de qué tribu era la «familia real» de la que Roxana procedía. Pero hoy en día y por estos parajes todas las tribus locales, los pajtuni, los jalyi, los afghani, los kirghiz y todos los demás afirman que descienden en primer lugar del linaje real que dio origen a Roxana y en segundo lugar de los macedonios del ejército de Alejandro. Quizá estas afirmaciones tengan algo de verdad. La mayoría de personas que se ven en Balj y sus alrededores poseen pelo, piel y ojos negros, como seguramente los tenía Roxana, pero entre ellos hay muchas personas de complexión clara y de ojos azules o grises y de pelo rojizo e incluso rubio. Sin embargo cada tribu afirma que es la única descendiente auténtica, y apoyándose en esto reclama la soberanía absoluta sobre todos los países que actualmente constituyen la Aryana de la India. Esto es en mi opinión un razonamiento ilógico, porque el mismo Alejandro fue un recién llegado en estas tierras, y un merodeador que nadie deseaba, por lo que todos los nativos de esta región, con la posible excepción de la princesa Roxana, deberían sentir hacia Alejandro lo mismo que ahora sienten hacia los mongoles. Lo único de común que encontramos en todos los pueblos de estas regiones fue la religión del Islam, cuya llegada es más posterior aún. Por lo tanto allí seguíamos la costumbre musulmana y sólo entablábamos conversación con personas de sexo masculino, y esto hizo que tío Mafio expresara sus dudas sobre su linaje. Citó un antiguo pareado veneciano:

La mure xe segura

El pare de ventura.

Es decir, que un padre puede imaginar que sabe, pero sólo la madre puede estar segura de quién engendró a cada uno de sus hijos.

He contado esta página enrevesada y descosida de historia únicamente para indicar su contribución a las demás frustraciones que sufríamos en nuestra calidad de interesados cartógrafos. Cuando mi padre y mi tío se sentaban para decidir las designaciones que debían escribir en las páginas de nuestro mapa, confiando en que el resultado quedaría en buen orden, la discusión podía seguir este curso desordenado:

—Podemos decir de entrada, Mafio, que esta tierra está en la parte del kanato gobernada por el ilkan Kaidu. Pero tenemos que concretar más.

—¿Concretar hasta dónde, Nico? No sabemos el nombre oficial que Kaidu o Kubilai o cualquier otro mongol dan a esta región. Todos los cosmógrafos occidentales la llaman simplemente Aryana india de la Gran India.

—Nunca pusieron el pie aquí. El occidental Alejandro sí lo hizo, y la llamó Bactria.

—Pero la mayor parte del elemento local la llama Pajtunistán.

—En cambio al-Idrisi la tiene marcada como Mazar-i-Sharif.

—Gésu! Sólo ocupa una pulgada del mapa. ¿Vale la pena discutir tanto?

—El ilkan Kaidu no mantendría una guarnición aquí si esta tierra careciera de valor. Y

el gran kan Kubilai quizá quiera comprobar la precisión que hemos dado a nuestros mapas.

—Muy bien —suspiro de exasperación —. Pensemos otra vez qué nombre le damos… 2

Holgazaneamos unos días en Balj, no porque fuera una ciudad atractiva, sino porque tenía montañas elevadas en Oriente, por el camino que debíamos recorrer. Y la nieve se había acumulado ya en el suelo de las tierras bajas, por lo que sabíamos que las monta-ñas eran infranqueables quizá hasta bien entrada la primavera. Debíamos esperar en algún lugar a que pasara el invierno, y decidimos que nuestro caravasar de Balj era un lugar lo bastante confortable Para quedarnos allí por lo menos una parte del invierno. La comida era buena, abundante y bastante variada, cosa lógica en aquella encrucijada del comercio. Había panes excelentes y varios tipos de pescado, y aunque la carne era de cordero la servían asada a la parrilla en forma de pinchitos sabrosos llamados Saslik. Había gustosos melones de invierno y granadas bien cuidadas, además de todos los frutos secos de costumbre. En aquellas regiones faltaba el qahwah, pero había otra bebida caliente llamada cha hecha con hojas en infusión, casi tan vivificante como el qahwah e igualmente fragante, aunque de un modo distinto y de consistencia mucho menos densa. La verdura básica continuaba formada por las judías y el único acompañante de las comidas era el eterno arroz, pero contribuimos facilitando a la cocina un trocito de una pastilla de azafrán y el arroz tomó gusto y los cocineros se ganaron las alabanzas de todos los huéspedes de aquel caravasar. El azafrán era una novedad y un artículo de tanta demanda en Balj como en otros lugares que habíamos visitado con anterioridad, y nuestros presupuestos nos permitían comprar cómodamente lo que necesitábamos o deseábamos. Mi padre vendía trocitos de pastilla de azafrán y de azafrán en polvo cambiándolos por moneda del reino y si un mercader se esforzaba lo suficiente se dignaba incluso venderle un bulbo o dos o tres, para que el java pudiera empezar a plantar su propia cosecha de azafrán. Por cada bulbo mi padre pedía y obtenía varias gemas de berilo o de lapislázuli, pues aquella tierra es la principal fuente de estas piedras en todo el mundo, y su valor en monedas era realmente muy alto. O sea que nuestra situación era muy desahogada y todavía no habíamos abierto nuestras bolsas de almizcle.

Nos compramos gruesa ropa de invierno, lanas y pieles, confeccionadas en el estilo local. La vestidura principal en esta localidad era el chapón, que podía utilizarse según lo exigiera la necesidad como capa, como manta o como tienda. Si se llevaba como capa, colgaba hasta el suelo alrededor de todo el cuerpo y sus anchas mangas pendían un buen palmo más desde la punta de los dedos. La prenda daba un aspecto incómodo y cómico, pero lo que la gente miraba en un chapón no era que ajustara sino su color, porque el color denotaba la riqueza de quien lo llevaba. Cuanto más claro era, más difícil resultaba mantenerlo limpio, y con mayor frecuencia debía lavarse, y más costaba el lavado, por lo que se deducía que al hombre que lo llevaba le importaba poco su coste, y un chapón de color blanco como la nieve significaba que su portador era tan rico que podía considerarse un gran derrochador. Mi padre, mi tío y yo nos decidimos por un chapón de color dorado intermedio, que indicaba una cierta modestia entre la opulencia y el chapón de color marrón oscuro que compramos para nuestro esclavo

Narices. También nos calzamos con las botas de estilo local, llamadas chamus, que tenían la suela de cuero dura pero flexible, cosida por encima con un cuero suave que llegaba hasta la rodilla, y que se sujetaba con correas atadas alrededor de la pantorrilla. También trocamos nuestras sillas de las tierras bajas; y tuvimos que añadir una buena suma de monedas para comprar sillas nuevas de pomos altos que nos permitirían sentarnos de modo más seguro durante nuestros viajes por las montañas. El tiempo que no dedicábamos a comprar o comerciar en el bazar lo aprovechábamos para otros menesteres. El esclavo Narices daba de comer, almohazaba y peinaba a nuestros caballos para que estuvieran en perfectas condiciones, y nosotros los Polo conversábamos con otros viajeros de caravanas. Les comunicábamos nuestras observaciones sobre las rutas que conducían al oeste de Balj, y los que habían llegado de Oriente nos hablaban de las rutas y de las condiciones de viaje que dominaban allí. Mi padre escribió con mucho esfuerzo una carta de varias páginas a dona Fiordelisa, contándole nuestros viajes y nuestro avance y asegurándole que estábamos todos bien, y la entregó al jefe de una expedición que partía para occidente, para que la misiva emprendiera su largo camino hacia Venecia. Le dije que quizá una carta entregada al otro lado del Gran Desierto de Sal hubiese tenido más posibilidades de llegar a casa.

—Así lo hice —dijo él —. Entregué una carta a una caravana que partía desde Kashan hacia Occidente.

Le dije también, sin rencor, que podía haber informado del mismo modo a mi madre.

—También lo hice —me informó —. Le escribí una carta cada año, a ella o a Isidoro, pero yo no tenía medios de enterarme de que no llegaban. En aquella época los mongoles estaban todavía conquistando activamente nuevos territorios, no sólo ocupándolos, y la Ruta de la Seda era una ruta postal todavía menos segura que ahora. Por las tardes él y mi tío trabajaban con mucha dedicación, como ya he contado, para poner al día y al lugar nuestros mapas, y yo hice lo mismo con mis cuadernos de viaje ordenando las notas que había tomado hasta entonces.

Mientras lo hacía encontré los nombres de las princesas Mariposa Nocturna y Luz del Sol, de la lejana Bagdad, y me di cuenta de que en todo aquel tiempo no me había acostado con una mujer. Desde luego no necesitaba que nada me lo recordara; me había cansado ya del único sustituto: hacer cada noche, más o menos, una guerra de curas. Pero ya he contado que los mongoles no tienen ninguna religión propia organizada y visible y no se interfieren con las practicadas por los pueblos tributarios; tampoco se interfieren con las leyes que observan estos pueblos. O sea que Balj continuaba siendo del Islam, y seguía observando la saraiyah, la ley del Islam, y todas las residentes de Balj o bien se quedaban en casa encerradas en el pardah o sólo salían a la calle envueltas en su chador e invisibles. Acercarme descaradamente a una de ellas habría supuesto primero correr el riesgo de que fuera una vieja como Luz del Sol y, peor aún, despertar la probable ira de sus hombres o de los imanes y muftíes de la ley islámica. Narices, como era de esperar, había encontrado una de sus habituales salidas perversas (pero legales) para sus instintos animales. En las caravanas que se detenían en Balj los musulmanes que no iban acompañados por su esposa o por su concubina o por dos o tres de ellas, tenían su kuch-i-safari. Este término significa «esposas de viaje», pero en realidad se aplica a chicos que los hombres se llevan de viaje para utilizarlos maritalmente, y no había ninguna prohibición en la saraiyah que impidiera a los forasteros pagar para tener una parte de sus favores. Yo sabía que Narices se había apresurado a hacer precisamente esto porque me había sacado el dinero necesario. Pero yo no me sentía en absoluto impulsado a emularlo. Había visto a los kuch-i-safari y no había encontrado entre ellos a ninguno que pudiera compararse ni remotamente con el difunto Aziz.

Continué, pues, deseando, y queriendo y apeteciendo, sin encontrar nada que pudiera apetecer. Lo único que podía hacer era mirar fijamente cualquier montón ambulante de ropa que pasaba por las calles e intentar en vano adivinar algún indicio de la clase de mujer que había dentro de aquel fardo. Pero esto ya bastaba para provocar las iras de los habitantes de Balj. Ellos llamaban a estas miradas callejeras «cebo para Eva» y las condenaban como un vicio.

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