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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Relato

El viejo y el mar (4 page)

BOOK: El viejo y el mar
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El pez no varió su curso ni su dirección en toda la noche; al menos, hasta donde el hombre podía juzgar, guiado por las estrellas. Después de la puesta del sol hacía frío, y el sudor se había secado en su espalda, sus brazos y sus piernas. De día había cogido el saco que cubría la caja de las carnadas y lo había tendido a secar al sol. Después de la puesta del sol, se lo enrolló al cuello de modo que le caía sobre la espalda. Se lo deslizó con cuidado por debajo del sedal, que ahora le cruzaba los hombros. El saco mullía el sedal, y el hombre había encontrado la manera de inclinarse hacia adelante contra la proa en una postura que casi le resultaba confortable. La postura era, en realidad, tan sólo un poco menos intolerable, pero la concibió como casi confortable.

«No puedo hacer nada con él, y él no puede hacer nada conmigo —pensó—. Al menos mientras siga este juego».

Una vez se enderezó, orinó por sobre la borda, miró a las estrellas y verificó el rumbo. El sedal lucía como una lista fosforescente en el agua, que se extendía, recta, partiendo de sus hombros. Ahora iban más lentamente y el fulgor de La Habana no era tan fuerte. Esto le indicaba que la corriente debía de estar arrastrándolo hacia el este. «Si pierdo el resplandor de La Habana, será que estamos yendo más hacia el este», pensó, pues si el rumbo del pez se mantuviera invariable vería el fulgor durante muchas horas más.

«Me pregunto quién habrá ganado hoy en las Grandes Ligas —pensó—. Sería maravilloso tener una radio portátil para enterarse». Luego reflexionó: «Piensa en esto; piensa en lo que estás haciendo. No hagas ninguna estupidez». A poco, dijo en voz alta:

—Ojalá estuviera aquí el muchacho. Para ayudarme y para que viera esto.

«Nadie debiera estar solo en su vejez —pensó—. Pero es inevitable. Tengo que acordarme de comer el bonito antes de que se eche a perder, a fin de conservar las fuerzas. Recuerda: por poca gana que tengas, tendrás que comerlo por la mañana. Recuerda», se dijo.

Durante la noche acudieron delfines en torno al bote. Los sentía rolando y resoplando. Podía percibir la diferencia entre el sonido del soplo del macho y el suspirante soplo de la hembra.

—Son buena gente —dijo—. Juegan y bromean y se hacen el amor. Son nuestros hermanos, como los peces voladores.

Entonces empezó a sentir lástima por el gran pez que había enganchado. «Es maravilloso y extraño, y quién sabe qué edad tendrá —pensó—. Jamás he cogido un pez tan fuerte, ni que se portara de un modo tan extraño. Puede que sea demasiado prudente para subir a la superficie. Brincando y precipitándose locamente pudiera acabar conmigo. Pero es posible que haya sido enganchado ya muchas veces y que sepa que ésta es la manera de pelear. No puede saber que no hay más que un hombre contra él, ni que este hombre es un anciano. Pero, ¡qué pez más grande! y qué bien lo pagarán en el mercado, si su carne es buena. Cogió la carnada como un macho, y tira como un macho, y no hay pánico en su manera de pelear. Me pregunto si tendrá algún plan o si estará, como yo, en la desesperación».

Recordó aquella vez en que había enganchado una de las dos agujas que iban en pareja. El macho dejaba siempre que la hembra comiera primero, y el pez enganchado, la hembra, presentó una pelea fiera, desesperada y llena de pánico, que no tardó en agotarla. Durante todo ese tiempo, el macho permaneció con ella, cruzando el sedal y girando con ella en la superficie. Había permanecido tan cerca, que el viejo había temido que cortara el sedal con la cola, que era afilada como una guadaña y casi de la misma forma y tamaño. Cuando el viejo la había enganchado con el bichero, la había golpeado sujetando su mandíbula en forma de espada y de áspero borde, y golpeado en la cabeza hasta que su color se había tornado como el de la parte de atrás de los espejos; y luego cuando, con ayuda del muchacho, la había izado a bordo, el macho había permanecido junto al bote. Después, mientras el viejo levantaba los sedales y preparaba el arpón, el macho dio un brinco en el aire junto al bote para ver dónde estaba la hembra. Y luego se había sumergido en la profundidad con sus alas azul-rojizas, que eran sus aletas pectorales, desplegadas ampliamente y mostrando todas sus franjas del mismo color. «Era hermoso», recordaba el viejo. Y se había quedado junto a su hembra.

«Es lo más triste que he visto jamás en ellos —pensó—. El muchacho también había sentido tristeza, y le pedimos perdón a la hembra y le abrimos el vientre prontamente».

—Ojalá estuviera aquí el muchacho —dijo en voz alta, y se acomodó contra las redondeadas tablas de la proa y sintió la fuerza del gran pez en el sedal que sujetaba contra sus hombros, moviéndose sin cesar hacia no sabía dónde: a donde el pez hubiese elegido.

«Por mi traición ha tenido que tomar una decisión», pensó el viejo.

Su decisión había sido permanecer en aguas profundas y tenebrosas, lejos de todas las trampas y cebos y traiciones. Mi decisión fue ir allá a buscarlo, más allá de toda gente. Más allá de toda gente en el mundo. Ahora estamos solos uno para el otro y así ha sido desde el mediodía. Y nadie que venga a valernos, ni a él ni a mí.

«Tal vez yo no debiera ser pescador —pensó—. Pero para eso he nacido. Tengo que recordar, sin falta, comerme el bonito tan pronto como sea de día».

Algo antes del amanecer cogió uno de los sedales que tenía detrás. Sintió que el palito se rompía y que el sedal empezaba a correr precipitadamente sobre la regala del bote. En la oscuridad sacó el cuchillo de la funda y, echando toda la presión del pez sobre el hombro izquierdo, se inclinó hacia atrás y cortó el sedal contra la madera de la regala. Luego cortó el otro sedal más próximo, y en la oscuridad sujetó los extremos sueltos de los rollos de reserva. Trabajó diestramente con una sola mano y puso su pie sobre los rollos para sujetarlos mientras apretaba los nudos. Ahora tenía seis rollos de reserva. Había dos de cada carnada, que había cortado, y los dos del cebo que había cogido el pez. Y todos estaban enlazados.

«Tan pronto como sea de día —pensó—, me llegaré hasta el cebo de cuarenta brazas y lo cortaré también y enlazaré los rollos de reserva. Habré perdido doscientas brazas del buen
cordel
catalán y los anzuelos y alambres. Eso puede ser reemplazado. Pero este pez, ¿quién lo reemplaza? Si engancho otros peces, pudiera soltarse. Me pregunto qué peces habrán sido los que acaban de picar. Pudiera ser una aguja, o un emperador o un tiburón. No llegué a tomarle el peso. Tuve que deshacerme de él demasiado pronto».

En voz alta dijo:

—Me gustaría que el muchacho estuviera aquí.

«Pero el muchacho no está contigo», pensó.

«No cuentas más que contigo mismo, y harías bien en llegarte hasta el último sedal, aunque sea en la oscuridad y empalmar los dos rollos de reserva»

Fue lo que hizo. Fue difícil en la oscuridad, y una vez el pez dio un tirón que lo lanzó de bruces y le causó una herida bajo el ojo. La sangre le corrió un poco por la mejilla. Pero se coaguló y se secó antes de llegar a su barbilla, y el hombre volvió a la proa y se apoyó contra la madera. Ajustó el saco y manipuló cuidadosamente el sedal de modo que pasara por otra parte de sus hombros y, sujetándolo en éstos, tanteó con cuidado la tracción del pez y luego metió la mano en el agua para sentir la velocidad del bote.

«Me pregunto por qué habrá dado ese nuevo impulso —pensó—. El alambre debe de haber resbalado sobre la comba de su lomo. Con seguridad su lomo no puede dolerle tanto como me duele el mío. Pero no puede seguir tirando eternamente de este bote por grande que sea. Ahora todo lo que pudiera estorbar está despejado y tengo una gran reserva de sedal: no hay más que pedir».

—Pez —dijo dulcemente en voz alta—, seguiré hasta la muerte.

«Y él seguirá también conmigo, me imagino», pensó el viejo, y se puso a esperar a que fuera de día. Ahora, a esta hora próxima al amanecer, hacía frío, y se apretó contra la madera en busca de calor. «Voy a aguantar tanto como él», pensó. Y, con la primera luz, el sedal se extendió a los lejos y hacia abajo en el agua. El bote se movía sin cesar y cuando se levanto el primer filo de sol fue a posarse sobre el hombro derecho del viejo.

—Se ha dirigido hacia el norte —dijo el viejo.

«La corriente nos habrá desviado mucho al este —pensó—. Ojalá virara con la corriente. Eso indicaría que se estaba cansando».

Cuando el sol se hubo levantado más, el viejo se dio cuenta de que el pez no se estaba cansando. Sólo una señal favorable, el sesgo del sedal, indicaba que nadaba a menos profundidad. Eso no significaba, necesariamente, que fuera a brincar a la superficie. Pero pudiera hacerlo.

—Dios quiera que suba —dijo el viejo—. Tengo suficiente sedal para manejarlo.

«Puede que si aumento un poquito la tensión le duela y surja a la superficie —pensó—. Ahora que es de día, conviene que salga para que llene de aire los sacos a lo largo de su espinazo y no pueda luego descender a morir a las profundidades».

Trató de aumentar la tensión, pero el sedal había sido estirado ya todo lo que daba desde que había enganchado al pez y, al inclinarse hacia atrás sintió la dura tensión de la cuerda y se dio cuenta de que no podía aumentarla. «Tengo que tener cuidado de no sacudirlo —pensó—. Cada sacudida ensancha la herida que hace el anzuelo y, si brinca, pudiera soltarlo. De todos modos me siento mejor al venir el sol y por esta vez no tengo que mirarlo de frente».

Había algas amarillas en el sedal, pero el viejo sabía que eso no hacía más que aumentar la resistencia del bote, y el viejo se alegró. Eran las algas amarillas del Golfo —el sargazo— las que habían producido tanta fosforescencia de noche.

—Pez —dijo—, yo te quiero y te respeto muchísimo. Pero acabaré con tu vida antes de que termine este día…

«Ojalá», pensó.

Un pajarito vino volando hacia el bote, procedente del norte. Era una especie de curruca que volaba muy bajo sobre el agua. El viejo se dio cuenta de que estaba muy cansado. El pájaro llegó hasta la popa del bote y descansó allí. Luego voló en torno a la cabeza del viejo y fue a posarse en el sedal, donde estaba más cómodo.

—¿Qué edad tienes? —preguntó el viejo al pájaro—. ¿Es éste tu primer viaje?

El pájaro lo miró al oírlo hablar. Estaba demasiado cansado siquiera para examinar el sedal y se balanceó asiéndose fuertemente a él con sus delicadas patas.

—Estás firme —le dijo el viejo—. Demasiado firme. Después de una noche sin viento no debieras estar tan cansado. ¿A qué vienen los pájaros?

«Los gavilanes —pensó— salen al mar a esperarlos». Pero no le dijo nada de esto al pajarito, que de todos modos no podía entenderlo y que ya tendría tiempo de conocer a los gavilanes.

—Descansa, pajarito, descansa —dijo—. Luego ve a correr fortuna como cualquier hombre o pájaro o pez.

Lo estimulaba a hablar porque su espalda se había endurecido de noche y ahora le dolía realmente.

—Quédate en mi casa si quieres, pajarito —dijo—. Lamento que no pueda izar la vela y llevarte a tierra, con la suave brisa que se está levantando. Pero estás con un amigo.

Justamente entonces el pez dio una súbita sacudida; el viejo fue a dar contra la proa; y hubiera caído por la borda si no se hubiera aferrado y soltado un poco de sedal.

El pájaro levantó el vuelo cuando el sedal se sacudió, y el viejo ni siquiera lo había visto irse. Palpó cuidadosamente el sedal con la mano derecha y notó que su mano sangraba.

—Algo la ha lastimado —dijo en voz alta, y tiró del sedal para ver si podía virar al pez. Pero cuando llegaba a su máxima tensión, sujetó firme y se echó hacia atrás para formar contrapeso.

—Ahora lo estás sintiendo, pez —dijo—. Y bien sabe Dios que también yo lo siento.

Miró en derredor a ver si veía al pájaro, porque le hubiera gustado tenerlo de compañero. El pájaro se había ido.

«No te has quedado mucho tiempo —pensó el viejo—. Pero a donde vas, va a ser más difícil, hasta que llegues a la costa. ¿Cómo me habré dejado cortar por esa rápida sacudida del pez? Me debo de estar volviendo estúpido. O quizá sea que estaba mirando al pájaro y pensando en él. Ahora prestaré atención a mi trabajo y luego me comeré el bonito para que las fuerzas no me fallen».

—Ojalá estuviera aquí el muchacho, y que tuviera un poco de sal —dijo en voz alta.

Pasando la presión del sedal al hombro izquierdo y arrodillándose con cuidado, lavó la mano en el mar y la mantuvo allí sumergida, por más de un minuto, viendo correr la sangre y deshacerse en estela, y el continuo movimiento del agua contra su mano al moverse el bote.

—Ahora va mucho más lentamente —dijo.

Al viejo le hubiera gustado mantener la mano en el agua salada por más tiempo, pero temía otra súbita sacudida del pez y se levantó y se afianzó y alzó la mano contra el sol. Era sólo un roce del sedal lo que había cortado su carne. Pero era en la parte con que tenía que trabajar. El viejo sabía que antes de que esto terminara necesitaría sus manos, y no le gustaba nada estar herido antes de empezar.

—Ahora —dijo cuando su mano se hubo secado— tengo que comer ese pequeño bonito. Puedo alcanzarlo con el bichero y comérmelo aquí tranquilamente.

Se arrodilló y halló el bonito bajo la popa con el bichero y lo atrajo hacia sí evitando que se enredara en los rollos de sedal. Sujetando el sedal nuevamente con el hombro izquierdo y apoyándose en el brazo izquierdo, sacó el bonito del garfio del bichero y puso de nuevo el bichero en su lugar. Plantó una rodilla sobre el pescado y arrancó tiras de carne oscura longitudinalmente desde la parte posterior de la cabeza hasta la cola. Eran tiras en forma de cuña y las arrancó desde la proximidad del espinazo hasta el borde del vientre. Cuando hubo arrancado seis tiras las tendió en la madera de la popa, limpió su cuchillo en el pantalón y levantó el resto del bonito por la cola y lo tiró por sobre la borda.

—No creo que pueda comerme uno entero —dijo, y cortó por la mitad una de las tiras.

Sentía la firme tensión del sedal y su mano izquierda tenía calambre. La corrió hacia arriba sobre el duro sedal y la miró con disgusto.

—¿Qué clase de mano es ésta? —dijo—. Puedes coger calambre si quieres. Puedes convertirte en una garra. De nada te va a servir.

«Vamos», pensó, y miró al agua oscura y al sesgo del sedal. «Cómetelo ahora y le dará fuerza a la mano. No es culpa de la mano, y llevas muchas horas con el pez. Pero puedes quedarte siempre con él. Cómete ahora el bonito».

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