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Authors: Ernest Hemingway

Tags: #Relato

El viejo y el mar (7 page)

BOOK: El viejo y el mar
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«Esto es lo que esperábamos —pensó—. Así pues, vamos a aguantarlo».

«Que tenga que pagar por el sedal —pensó—. Que tenga que pagarlo bien».

No podía ver los brincos del pez sobre el agua: sólo sentía la rotura del océano y el pesado golpe contra el agua al caer.

La velocidad del sedal desollaba sus manos, pero nunca había ignorado que esto sucedería, y trató de mantener el roce sobre sus partes callosas y de no dejar escapar el sedal a la palma, para evitar que le desollara los dedos.

«Si el muchacho estuviera aquí, mojaría los rollos de sedal —pensó—. Sí. Si el muchacho estuviera aquí. Si el muchacho estuviera aquí».

El sedal se iba más y más, pero ahora más lentamente, y el viejo estaba obligando al pez a ganar con trabajo cada pulgada de sedal. Ahora levantó la cabeza de la madera y la sacó de la tajada de pescado que su mejilla había aplastado. Luego se puso de rodillas y seguidamente se puso de pie con lentitud. Estaba cediendo sedal, pero más lentamente cada vez. Logró volver adonde podía sentir con el pie los rollos de sedal que no veía. Quedaba todavía suficiente sedal y ahora el pez tenía que vencer la fricción de todo aquel nuevo sedal a través del agua.

«Sí —pensó—. Y ahora ha salido más de una docena de veces fuera del agua y ha llenado de aire las bolsas a lo largo del lomo y no puede descender a morir a las profundidades de donde yo no pueda levantarlo. Pronto empezará a dar vueltas. Entonces tendré que empezar a trabajarlo. Me pregunto qué le habrá hecho brincar tan de repente fuera del agua. ¿Habrá sido el hambre, llevándolo a la desesperación, o habrá sido algo que lo asustó en la noche? Quizás haya tenido miedo de repente. Pero era un pez tranquilo, tan fuerte, y pareció tan valeroso y confiado… Es extraño».

—Mejor será que tú mismo no tengas miedo y que tengas confianza, viejo —dijo—. Lo estás sujetando de nuevo, pero no puedes recoger sedal. Pronto tendrá que empezar a girar en derredor.

El viejo sujetaba ahora al pez con su mano izquierda y con sus hombros, y se inclinó y cogió agua en el hueco de la mano derecha para quitarse de la cara la carne aplastada del dorado. Temía que le diera náuseas, y vomitara, y perdiera sus fuerzas. Cuando hubo limpiado la cara, lavó la mano derecha en el agua por sobre la borda, y luego la dejó en el agua salada mientras percibía la aparición de la primera luz que precede a la salida del sol.

«Va casi derecho al este —pensó—. Eso quiere decir que está cansado y que sigue la corriente. Pronto tendrá que girar. Entonces empezará nuestro verdadero trabajo».

Después de considerar que su mano derecha llevaba suficiente tiempo en el agua, la sacó y la miró.

—No está mal —dijo—. Para un hombre, el dolor no importa.

Sujetó el sedal con cuidado, de tal forma que no se ajustara a ninguna de las recientes rozaduras, y lo corrió de modo que pudiera poner su mano izquierda en el mar por sobre el otro costado del bote.

—Lo has hecho bastante bien y no en balde —dijo a su mano izquierda—. Pero hubo un momento en que no podía encontrarte.

«¿Por qué no habré nacido con dos buenas manos? —pensó—. Quizá yo haya tenido la culpa, por no entrenar ésta debidamente. Pero bien sabe Dios que ha tenido bastantes ocasiones de aprender. No lo ha hecho tan mal esta noche, después de todo, y sólo ha sufrido calambre una vez. Si le vuelve a dar, deja que el sedal le arranque la piel».

Cuando le pareció que se le estaba nublando un poco la cabeza, pensó que debía comer un poco más de dorado. «Pero no puedo —se dijo—. Es mejor tener la mente un poco nublada que perder fuerzas por la náusea. Y yo sé que no podré guardar la carne si me la como después de haberme embarrado la cara con ella. La dejaré para un caso de apuro hasta que se ponga mala. Pero es demasiado tarde para tratar de ganar fuerzas por medio de la alimentación. Eres estúpido —se dijo—. Cómete el otro pez volador».

Estaba allí, limpio y listo, y lo recogió con la mano izquierda, y se lo comió todo, hasta la cola, masticando cuidadosamente.

«Era más alimenticio que casi cualquier otro pez —pensó—. Por lo menos me dará el tipo de fuerza que necesito. Ahora he hecho lo que podía —pensó—. Que empiece a trazar círculos, y venga la pelea».

El sol estaba saliendo por tercera vez desde que se había hecho a la mar, cuando el pez empezó a dar vueltas.

El viejo no podía ver, por el sesgo del sedal, que el pez estaba girando. Era demasiado pronto para eso. Sentía simplemente un débil aflojamiento de la presión del sedal y comenzó a tirar de él suavemente con la mano derecha. Se tensó, como siempre, pero justo cuando llegó al punto en que se hubiera roto, el sedal empezó a ceder. El viejo sacó con cuidado la cabeza y los hombros de debajo del sedal, y empezó a recogerlo suave y seguidamente. Usó las dos manos sucesivamente, balanceándose y tratando de efectuar la tracción, lo más posible, con el cuerpo y con las piernas. Sus viejas piernas y sus hombros giraban con ese movimiento de contoneo a que lo obligaba la tracción.

—Es un ancho círculo —dijo—. Pero está girando.

Luego el sedal terminó de ceder, y el viejo lo sujetó hasta que vio que empezaba a soltar las gotas al sol. Luego empezó a correr, y el viejo se arrodilló y lo dejó ir nuevamente, a regañadientes, al agua oscura.

—Ahora está haciendo la parte más lejana del círculo —dijo.

«Debo aguantar todo lo posible —pensó—. La tirantez acortará su círculo cada vez más. Es posible que lo vea dentro de una hora. Ahora debo convencerlo y luego debo matarlo».

Pero el pez seguía girando lentamente y el viejo estaba empapado en sudor y fatigado hasta la médula dos horas después, pero los círculos eran mucho más cortos; y, por la forma en que el sedal se sesgaba, podía apreciar que el pez había ido subiendo mientras giraba.

Durante una hora, el viejo había estado viendo puntos negros ante los ojos, y el sudor salaba sus ojos y salaba la herida que tenía en su ceja y en su frente. No temía a los puntos negros. Eran normales a la tensión a que estaba tirando del sedal. Dos veces, sin embargo, había sentido vahídos y mareos, y eso lo preocupaba.

—No puedo fallarme a mí mismo y morir frente a un pez como este —dijo—. Ahora que lo estoy acercando tan lindamente, Dios me ayude a resistir. Rezaré cien padrenuestros y cien avemarías. Pero no puedo rezarlos ahora.

«Considéralos rezados —pensó—. Los rezaré más tarde».

Justamente entonces, sintió de súbito una serie de tirones y sacudidas en el sedal, que sujetaba con ambas manos. Era una sensación viva, dura y pesada.

«Está golpeando el alambre con su pico —pensó—. Tenía que suceder. Tenía que hacer eso. Sin embargo, puede que lo haga brincar fuera del agua, y yo preferiría que ahora siguiera dando vueltas. Los brincos fuera del agua le eran necesarios para tomar aire. Pero después de eso, cada uno puede ensanchar la herida del anzuelo, y pudiera llegar a soltar el anzuelo».

—No brinques, pez —dijo—. No brinques.

El pez golpeó el alambre varias veces más, y cada vez que sacudía la cabeza, el viejo cedía un poco más de sedal.

«Tengo que evitar que aumente su dolor —pensó—. El mío no importa. Yo puedo controlarlo. Pero su dolor pudiera exasperarlo».

Después de un rato, el pez dejó de golpear el alambre y empezó a girar de nuevo lentamente. Ahora el viejo estaba ganando sedal gradualmente. Pero de nuevo sintió un vahído. Cogió un poco de agua del mar con la mano izquierda y se mojó la cabeza. Luego cogió más agua y se frotó la parte de atrás del cuello.

—No tengo calambres —dijo—. El pez estará pronto arriba y tengo que resistir. Tienes que resistir. De eso, ni hablar.

Se arrodilló contra la proa y, por un momento, deslizó de nuevo el sedal sobre su espalda. «Ahora descansaré mientras él sale a trazar su círculo, y luego, cuando venga, me pondré de pie y lo trabajaré», decidió.

Era una gran tentación descansar en la proa y dejar que el pez trazara un círculo por sí mismo sin recoger sedal alguno. Pero cuando la tirantez indicó que el pez había virado para venir hacia el bote, el viejo se puso de pie y empezó a tirar en ese movimiento giratorio y de contoneo, hasta recoger todo el sedal ganado al pez.

«Jamás me he sentido tan cansado —pensó—, y ahora se está levantando la brisa. Pero eso me ayudará a llevarlo a tierra. Lo necesito mucho».

—Descansaré en la próxima vuelta que salga a dar —dijo—. Me siento mucho mejor. Luego, en dos o tres vueltas más, lo tendré en mi poder.

Su sombrero de yarey estaba allá en la parte de atrás de la cabeza. El viejo sintió girar de nuevo al pez, y un fuerte tirón del sedal lo hundió contra la proa.

«Pez, ahora tú estás trabajando —pensó—. A la vuelta te pescaré».

El mar estaba bastante más agitado. Pero era una brisa de buen tiempo y el viejo la necesitaba para volver a tierra.

—Pondré, simplemente, proa al sur y al oeste —dijo—. Un hombre no se pierde nunca en la mar. Y la isla es larga.

Fue en la tercera vuelta cuando primero vio al pez. Lo vio primero como una sombra oscura que tardó tanto tiempo en pasar bajo el bote, que el viejo no podía creer su longitud.

—No —dijo—. No puede ser tan grande.

Pero era tan grande, y al cabo de su vuelta salió a la superficie solo a treinta yardas de distancia, y el hombre vio su cola fuera del agua. Era más alta que una gran hoja de guadaña, y de un color azuloso-rojizo muy pálido sobre la oscura agua azul. Volvió a hundirse, y mientras el pez nadaba justamente bajo la superficie, el viejo pudo ver su enorme bulto y las franjas purpurinas que lo ceñían. Su aleta dorsal estaba aplanada; y sus enormes aletas pectorales desplegadas a todo lo que daban.

En ese círculo pudo el viejo ver el ojo del pez y las dos rémoras grises que nadaban en torno a él. A veces se adherían a él. A veces saltan disparadas. A veces nadaban tranquilamente a su sombra. Cada una tenía más de tres pies de largo, y cuando nadaban rápidamente meneaban todo su cuerpo como anguilas.

El viejo estaba ahora sudando, pero por algo más que por el sol. En cada vuelta que daba plácida y tranquilamente el pez, el viejo iba ganando sedal y estaba seguro de que en dos vueltas más tendría ocasión de clavarle el arpón.

«Pero tengo que acercarlo, acercarlo, acercarlo —pensó—. No debo apuntar a la cabeza. Tengo que metérselo en el corazón».

—Calma y fuerza, viejo —dijo.

En la vuelta siguiente, el lomo del pez salió del agua; pero estaba demasiado lejos del bote. En la siguiente vuelta, estaba todavía lejos, pero sobresalía más del agua, y el viejo estaba seguro de que cobrando un poco más de sedal habría podido arrimarlo al bote.

Había preparado su arpón mucho antes y su rollo de cabo ligero estaba en una cena redonda, y el extremo estaba amarrado a la bita en la proa.

Ahora el pez se estaba acercando, bello y tranquilo, a la mirada, y sin mover más que su gran cola. El viejo tiró de él todo lo que pudo para acercarlo más. Por un instante el pez se viró un poco sobre un costado. Luego se enderezó y emprendió otra vuelta.

—Lo moví —dijo el viejo—. Esta vez lo moví.

Sintió nuevamente un vahído, pero siguió aplicando toda la presión de que era capaz el gran pez. «Lo he movido —pensó—. Quizá esta vez pueda virarlo. Tirad, manos —pensó—. Aguantad firmes, piernas. No me falles, cabeza. No me falles. Nunca te has dejado llevar. Esta vez voy a virarlo».

Pero cuando puso en ello todo su esfuerzo empezando a bastante distancia antes de que el pez se pusiera a lo largo del bote, y tirando con todas sus fuerzas, el pez se viró en parte, y luego se enderezó, y se alejó nadando.

—Pez —dijo el viejo—. Pez, vas a tener que morir de todos modos. ¿Tienes que matarme también a mí?

«De ese modo no se consigue nada», pensó. Su boca estaba demasiado seca para hablar, pero ahora no podía alcanzar el agua. «Esta vez tengo que arrimarlo —pensó—. No estoy para muchas vueltas más. ¡Sí, como no! —se dijo a sí mismo—. Estás para eso y para mucho más».

En la siguiente vuelta estuvo a punto de vencerlo. Pero de nuevo el pez se enderezó y salió nadando lentamente.

«Me estás matando, pez —pensó el viejo—. Pero tienes derecho. Hermano, jamás en mi vida he visto cosa más grande, ni más hermosa, ni más tranquila, ni más noble que tú. Vamos, ven a matarme. No me importa quién mate a quién».

«Ahora se está confundiendo mi mente —pensó—. Tienes que mantener tu cabeza despejada. Mantén tu cabeza despejada y aprende a sufrir como un hombre. O como un pez», pensó.

—Despéjate, cabeza —dijo en voz que apenas podía oír—. ¡Despéjate!

Dos veces más ocurrió lo mismo en las vueltas.

«No sé —pensó el viejo. Cada vez se había sentido a punto de desfallecer—. No sé. Pero probaré otra vez».

Probó una vez más y se sintió desfallecer cuando viró al pez. El pez se enderezó y salió nadando de nuevo lentamente, meneando en el aire su gran cola.

«Probaré de nuevo», prometió el viejo, aunque sus manos estaban ahora pulposas, y sólo podía ver bien a intervalos.

Probó de nuevo y fue lo mismo. «Vaya —pensó, y se sintió desfallecer antes de empezar—. Voy a probar otra vez».

Cogió todo su dolor y lo que quedaba de su fuerza y del orgullo que había perdido hacía mucho tiempo y lo enfrentó a la agonía del pez. Y éste se viró sobre su costado y nadó suavemente así, de costado, tocando casi con el pico la tablazón del bote y empezó a pasarlo: largo, espeso, ancho, plateado y listado de púrpura e interminable en el agua.

El viejo soltó el sedal y puso su pie sobre él, y levantó el arpón tan alto como pudo y lo lanzó hacia abajo con toda su fuerza, y más fuerza que acababa de crear, al costado del pez, justamente detrás de la gran aleta pectoral que se elevaba en el aire, a la altura del pecho de un hombre. Sintió que el hierro penetraba en el pez y se inclinó sobre él y lo forzó a penetrar más, y luego le echó encima todo su peso.

Luego, el pez cobró vida, con la muerte en la entraña, y se levantó del agua, mostrando toda su gran longitud y anchura y todo su poder y su belleza. Pareció flotar en el aire sobre el viejo que estaba en el bote. Luego cayó en el agua con un estampido que arrojó un reguero de agua sobre el viejo y sobre todo el bote.

El viejo se sentía desfallecer y estaba mareado y no veía bien. Pero soltó el sedal del arpón y lo dejó correr lentamente entre sus manos en carne viva, y cuando pudo ver, vio que el pez estaba de espalda, con su plateado vientre hacia arriba. El mango del arpón se proyectaba en ángulo desde el hombro del pez y el mar se estaba tiñendo de la sangre roja de su corazón. Primero era oscura como un bajío en el agua azul que tenía más de una milla de profundidad. Luego se distendió como una nube. El pez era plateado y estaba quieto y flotaba movido por las olas.

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