El violín del diablo (25 page)

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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

BOOK: El violín del diablo
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—Trabajo mejor solo. Mientras yo hablo con los padres, Villanueva puede comprobar en las principales casas de subastas si ha habido algún intento de hacerles llegar el violín.

Galdón hizo un gesto negativo con la cabeza.

—No sé cómo os lo montáis en la Brigada Provincial, pero aquí en la UDEV mis hombres trabajan en pareja. Yo me voy corriendo para Burgos. ¿Te acuerdas del triple crimen que hubo allí hace unos años? Pues el director del colegio donde estudiaba el muchacho que detuvimos acaba de ser asesinado.

El comisario hizo un gesto a Perdomo para que le franqueara el paso, pero éste no se movió.

—Espera —le dijo señalando el montón de periódicos que había sobre la mesa—. ¿Has visto los titulares?

—¿Qué pasa con ellos?

El inspector clavó los ojos en Villanueva, que no se había dignado dirigirle la mirada desde que había entrado en el despacho.

—Me parece una cagada tremenda —exclamó Perdomo—. Alguien está tratando de boicotear la investigación.

El comisario jefe soltó una pequeña carcajada.

—No seas ingenuo, Perdomo. ¿Quién crees que ha filtrado la noticia a la prensa?

Los ojos del subinspector Villanueva chispearon con un destello de burla al ver el estado de confusión absoluta de Perdomo.

—¿La filtración es nuestra? Pero ¿qué te propones?

—Quiero poner nervioso al asesino —le reveló Galdón—. Si sabe que no nos hemos tragado el anzuelo de la pista islámica, tratará de confundir a la policía por otro sistema. Intentamos crear las condiciones para que cometa un error fatal. Y esto otro también puede darnos resultados.

Galdón extrajo del bolsillo una providencia judicial en la que el magistrado que instruía el caso Larrazábal autorizaba la intervención de los teléfonos de Lledó, Rescaglio y Garralde, y se la pasó a Perdomo, que le echó un rápido vistazo.

—¿Cómo la hemos conseguido?

—Su Señoría me debe un favor.

—Pues debe de ser de los gordos, porque ya me dirás tú cómo se puede autorizar la intervención de estos teléfonos. No tenemos nada contra Lledó, Rescaglio o Garralde.

—Tampoco tenemos nada a favor —gruñó Galdón—. Eso es lo malo, Perdomo, que pasan los días y no me traes nada. Esto es la UDEV, aquí estamos acostumbrados a obtener resultados desde el minuto uno. Y más con la presión mediática que estamos soportando. No es sólo la prensa nacional. Hoy nos han llamado del
Frankfurter
Allgemeine
y ayer del
New York Times.
Estamos en una olla a presión.

Perdomo volvió a echar un vistazo a la providencia del juez y comprobó que aquello era una chapuza. Los tribunales superiores de justicia habían dejado ya muy claro, en multitud de sentencias, que cuando se trataba de intervenciones judiciales era imprescindible una resolución motivada, es decir, un auto, y no una simple providencia.

Mientras que éstas servían sólo para decidir sobre cuestiones de trámite y peticiones secundarias o accidentales, era en los autos donde los jueces dictaminaban si procedía o no adoptar medidas restrictivas de un derecho fundamental, como el secreto de las comunicaciones.

Aquel documento no sólo no estaba fundamentado jurídicamente, sino que incluso contenía errores de ortografía, señal inequívoca del apresuramiento con el que había sido redactado.

—No me gusta —protestó Perdomo—. No me gusta ni un pelo. Imagínate que de las escuchas sacamos algo. Como no hay un auto motivado, todo lo que obtengamos a partir de estas intervenciones telefónicas lo pueden declarar nulo posteriormente.

—Que no te preocupe tanto el futuro —le tranquilizó Galdón—. Lo que hacemos, lo hacemos con permiso judicial, y en todo caso será Su Señoría, y no nosotros, quien tenga que dar explicaciones en su día, si alguien se las pide más adelante. Ahora lo que cuenta es el presente. El sumario está bajo secreto, nadie se va a enterar de las escuchas, excepto Su Señoría y la fiscal, que está igual que nosotros: desesperada por tener, al menos, un sospechoso. Te aseguro que ella no va a decir ni pío.

Perdomo volvió a interponerse entre el comisario y la puerta de salida.

—Pero ¿qué esperas obtener de estas escuchas? El novio tiene coartada. ¿No leíste el informe de Salvador? Y además yo le vi el día del crimen: estaba destrozado.

—Puro teatro —afirmó Galdón—. Esto apesta a crimen pasional.

—Garralde no ha podido ser. Muerta Ane, muerta la gallina de los huevos de oro.

—Es bollera, ¿no? Igual lo hizo por despecho, para impedir que se casara con el italiano.

—Pero ¿y Lledó? —se quejó Perdomo—. Teóricamente pudo hacerlo, porque se hallaba en el Auditorio y nadie le vio durante el intermedio, pero no podría estrangular con esa pericia ni aunque quisiera: no ha pisado en su vida una escuela de artes marciales.

—¿Lo has comprobado?

—No he tenido tiempo aún porque le he interrogado esta misma mañana. Pero no es ningún tonto, no se atrevería a mentir a la policía con tanto desparpajo en algo tan fácilmente comprobable.

—Te asombraría la cantidad de estupideces que pueden hacer las personas cuando están bajo presión. Joder, Perdomo, me vas a hacer perder el tren, pero quiero que escuches esto. Villanueva, ponle la grabación.

El subinspector accionó un pequeño aparato de grabación digital que había sobre la mesa y Perdomo reconoció de inmediato la voz de Joan Lledó, a quien acababa de interrogar en su despacho esa misma mañana. Villanueva le informó de que el interlocutor de Lledó era Alfonso Arjona, el director de la agencia Hispamúsica. Perdomo recordó que Arjona era la persona que había salido a comunicar al público la suspensión del concierto, la noche en que asesinaron a Ane Larrazábal. Era el programador de más prestigio del país y presumía de tener lazos de amistad con prácticamente todas las vacas sagradas de la música clásica, desde Claudio Abbado hasta Daniel Barenboim.

—«¡Estoy hasta las narices de este ninguneo!».

—«No es ninguneo, Joan, es simplemente que algunos artistas no quieren tocar contigo, ¿vale? Tienes que entender que si un Mischa Maisky, una Martha Argerich, o más recientemente una Ane Larrazábal, que en paz descanse, nos dicen que quieren venir al Auditorio, pero que prefieren a otro director, no podemos decirles que no».

—«Claro que podéis, otra cosa es que no queráis».

—«Te juro que yo te defiendo siempre a capa y espada. Se lo puedes preguntar a Manzano».

—«¿Qué Manzano».

—«El director del Teatro Real. ¿No es amigo tuyo».

—«Sí, pero ¿él qué pinta».

—«Como sois amigos, él puede confirmarte que yo llevaba meses intentando que el concierto de Larrazábal lo dirigieras tú».

—«¿Y Ane Larrazábal dijo que prefería a esa momia de Agostini? ¡No me lo creo».

—«Mira, ya que insistes tanto, tengo delante de mí el último e-mail que me envió Carmen Garralde, la representante de Ane. ¿Quieres que te lo lea».

—«Quiero que me lo mandes».

—«Eso no puedo hacerlo, que te conozco y me buscas un lío».

—«Pero ¿qué lío? Si Ane está muerta».

—«Escucha, dice así: “Estimado Alfonso: Lamento tener que comunicarte que, a pesar de tus comprensibles deseos de que el concierto de Paganini lo dirija el titular de la Orquesta Nacional de España, Ane considera que el señor Lledó no es el director adecuado para ocupar el podio en su reaparición en Madrid. Aunque no hemos tenido ocasión de escucharle en directo desde hace años, el disco que grabó para EMI en las pasadas Navidades haría enrojecer de vergüenza ajena al mismísimo Walter Legge: sopranos aniñadas berreando salmodias empalagosas, fragmentos de bandas sonoras no aptas para diabéticos, violinistas pseudoeróticas rascando arreglos bachianos que harían bueno a Luis Cobos, Plácido Domingo en la peor adaptación posible de 'O solée mio', himnos y más himnos supuestamente religiosos en expiación de no se sabe qué pecado; todo está tan lejos del nivel de excelencia artística al que aspira Larrazábal que reunir a estos dos músicos para el
Concierto
de Paganini no sólo resultaría en extremo desaconsejable, sino, muy probablemente, letal. Por no hablar de la inveterada costumbre del señor Lledó, de la que han sido víctimas varias sinfónicas europeas, de maltratar a los profesores de la orquesta como si fueran adolescentes díscolos de un reformatorio”».

—«Qué encanto de mujer. Pero mira cómo ha acabado. Es lo que digo yo siempre: a cada cerdo le llega su San Martín».

—«¡Por dios, Joan! ¡No digas eso ni en broma!».

Villanueva detuvo la grabación y tanto él como el comisario Galdón posaron la mirada en el inspector Perdomo para observar su reacción.

Éste se limitó a sacudir la cabeza con incredulidad.

—¿Qué taaaal? —exclamó Galdón exultante, prologando la
a
para expresar su regodeo.

Perdomo no podía disimular su indignación.

—¡Qué farsante! No hace ni dos horas que me ha estado contando maravillas de Ane Larrazábal. Si te parece, voy a pedir a Lledó que vuelva a declarar, pero esta vez aquí en la UDEV.

—No —le detuvo Galdón—. Eso le daría la impresión de que vamos tras él. Dejemos que respire, a ver si se pone nervioso al saber que no nos hemos tragado lo de su demonio árabe. Tenemos su teléfono intervenido, así que si se va de la lengua, lo tenemos controlado.

Un relámpago que iluminó en ese momento el despacho del comisario dejó claro que la galerna se había transformado en tormenta. El trueno subsiguiente no tardó en hacerse oír, y sonó tan fuerte que los tres policías se asomaron instintivamente a la ventana para cerciorarse de que el rayo no había caído en el gran patio de manzana del complejo policial en el que se encontraban.

31

A menos de un kilómetro de distancia, Arsène Lupot y Natalia de Francisco se habían guarecido bajo una marquesina de autobús, a la espera de que amainara la espesa lluvia que el viento huracanado convertía en una auténtica arma arrojadiza. Los dos
luthiers
habían encendido sendos cigarrillos para entretener la espera y parecían satisfechos tras la entrevista que habían mantenido con el inspector Perdomo.

—Todo ha ido muy bien —exclamó Lupot exultante— excepto por el dolor en este ojo, que me lleva mortificando desde que me levanté esta mañana.

La mujer le examinó de cerca y concluyó:

—A simple vista no se aprecia nada, Arsène. Pero ¿quién sabe? Puede ser hasta un problema de sinusitis. Cuando llegues a París debes hacértelo mirar por un oftalmólogo.

La mujer estuvo a punto de revelar al francés el resultado de su experimento en el restaurante con las dos gotas de aceite, que había concluido con un mal augurio, pero cambió de opinión al acordarse de que su amigo sólo iba a permanecer veinticuatro horas más en Madrid. Como buena anfitriona, debía procurar que la estancia de su invitado fuera lo más agradable posible.

—Mira, ya está escampando —dijo Natalia, saliendo de la marquesina. Pero una súbita ráfaga de viento mezclada con punzantes gotas de lluvia le azotó el rostro sin miramiento alguno, y le hizo comprender que había cantado victoria demasiado pronto.

Lupot rió ante la cara de estupefacción de su amiga, al verse sorprendida por aquel bofetón de agua huracanada, pero, por solidaridad, decidió abandonar también él la protección que ofrecía la marquesina y, cogiéndose del brazo de su amiga, echó a andar calle arriba en dirección al coche.

La mayor parte de las personas con las que se iban cruzando en su trayecto se debatían en la duda de cerrar los paraguas de una vez o seguir caminando con ellos por precaución, porque aunque la tromba de agua casi había amainado por completo, el viento seguía castigando la zona con furia inusitada.

A unos cincuenta metros de distancia, Natalia observó que un fraile agustino, vestido con el característico hábito negro de la orden, se había detenido en mitad de la acera y forcejeaba con un gigantesco paraguas de color ala de cuervo, cuyas varillas se habían invertido a causa de una traicionera ráfaga de aire. La escena era tan pintoresca que los dos
luthiers
, que estaban a punto de cruzar, decidieron permanecer unos segundos más en ese lado de la calle, para asistir al desenlace de la escaramuza entre el religioso y el paraguas. Justo en el momento en que el agustino lograba enderezar las varillas, una ráfaga de viento especialmente violenta le arrancó el paraguas de las manos y lo empezó a arrastrar por la acera. Instantes después, una andanada lateral de aire lo lanzó contra la pared de ladrillo de un colegio, de tal manera que la punta de acero, que debía de medir más de quince centímetros y refulgía como la hoja de un machete, empezó a despedir centellas al rozar con furia contra el muro.

En cuestión de pocos segundos, el paraguas parecía haber cobrado vida propia. De pronto, se alejó de la pared; Natalia se percató de que venía directamente hacia ellos, y comoquiera que el agustino empezara a indicarle por señas que lo atrapara, la mujer empezó a desafiar al viento, caminando hacia el huidizo objeto para intentar agarrarlo al encuentro, como si se tratara de un perro díscolo, renuente a que su amo le pusiera la correa. El paraguas se detuvo en seco, y justo en el momento en que Natalia comenzaba a agacharse, para asirlo por el mango, volvió a emprender el vuelo.

Saltando por encima del cuerpo de la mujer, fue a golpear, con velocidad endiablada, contra el rostro de Lupot, con tal mala fortuna que la punta de acero le atravesó el ojo derecho.

32

Antes de salir para Vitoria, Perdomo tuvo que pasar por el colegio de Gregorio para explicarle que tenía un viaje inaplazable y debía apañárselas solo en casa durante aquella noche. Como el chico salía a las cinco de la tarde y el colegio estaba tan cerca que podía realizar a pie el trayecto de vuelta andando, el único problema por resolver era el de la cena.

—Aquí tienes veinte euros para que te pongas hasta arriba de Telepizza —le explicó su padre—. Si te apetece llevar a casa a algún amigo para que se quede a dormir y sentirte menos solo, tienes mi permiso, aunque yo voy a estar localizable en el móvil en todo momento. Si no te gusta el plan, puedo hacer que vengan a buscarte los abuelos, aunque es más lío mañana para ir al colegio, porque viven donde Cristo dio las tres voces.

El muchacho no quiso ni oír hablar del plan B. Era la primera vez que se quedaba solo en casa durante una noche y aquella experiencia le hacía sentirse adulto de repente.

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