La concertista española de violín Ane Larrazábal, rutilante estrella internacional, aparece estrangulada en el Auditorio Nacional de Madrid después de haber interpretado el Capriccio nº 24 de Paganini, la que se dice es la obra más difícil jamás compuesta para violín. El asesino ha dejado escrita en su pecho, en caracteres árabes y con sangre de la propia víctima, la palabra
iblis
, que significa
diablo
en árabe. Su valioso instrumento, un Stradivarius que tiene tallada en la voluta la cabeza de un demonio, ha desaparecido misteriosamente. El jefe superior de Policía asigna el caso a Raúl Perdomo, uno de los investigadores más hábiles del cuerpo. Perdomo deberá descubrir la identidad del asesino y establecer si existe relación alguna entre el crimen y la macabra muerte de Paganini hace casi dos siglos.
Una novela con una trama policíaca repleta de tensión y mucha información interesante sobre Paganini, Stradivarius, los
luthiers
y el Diablo. Una reflexión acerca de la figura del demonio y del pacto satánico, que ha inspirado obras literarias de la talla del
Fausto
de Goethe o del
Dr. Faustus
de Thomas Mann. Un thriller policíaco que plantea la existencia de los objetos malditos, capaces de atraer las desgracias más funestas hacia sus propietarios.
Joseph Gelinek
El violín del diablo
ePUB v1.0
LeoLuegoExisto20.09.12
Título original:
El violín del diablo
Joseph Gelinek, 2009
Editor original: LeoLuegoExisto (v1.0)
ePub base v2.0
A Marcela
Nota del autorNo soy bien parecido, pero cuando las mujeres me escuchan tocar, se arrastran a mis pies.
NICCOLÒ PAGANINI
En los ojos del espantoso intérprete brillaba un ansia de destrucción tan burlona, y sus delgados labios se movían de modo tan lúgubremente agitado, que parecía como si murmurara antiquísimas y malvadas palabras mágicas para conjurar la tempestad y desencadenar los espíritus malignos que yacen atrapados en las profundidades abismales del mar.
HEINRICH HEINE
Para triunfar en cualquiera de las artes hay que estar poseído por el diablo.
VOLTAIRE
Serás para el olfato de los otros como un espejo para los vampiros.
LEOPOLDO ALAS
En esta novela se mezclan indistintamente personajes históricos con otros de ficción, por lo que me parece oportuno facilitar al lector las siguientes aclaraciones:
La violinista Ginette Neveu (1919-1949) existió realmente y falleció en un accidente aéreo en las islas Azores, junto al campeón de boxeo Marcel Cerdan, que se encontraba por entonces en el apogeo de su relación amorosa con Edith Piaf. Su violín Stradivarius nunca fue encontrado.
Niccolò Paganini (1782-1840) fue un virtuoso genovés del violín que está considerado todavía el más grande intérprete de este instrumento que ha habido nunca. Su técnica era tan deslumbrante que la mayoría de sus contemporáneos creían que había establecido un pacto con el diablo. Los rumores sobre este pacto satánico arraigaron tanto en la sociedad de la época, que la Iglesia se negó a que Paganini fuera enterrado en sagrado.
Las historias sobre maldiciones y en concreto sobre objetos malditos se pierden en la noche de los tiempos, y han inspirado un gran número de narraciones, desde
La pata de mono
de W. W. Jacobs hasta
Las siete bolas de cristal
de Hergé, por citar dos de las más populares. La creencia más extendida es que el objeto maldito resulta nefasto por haber sido robado a su legítimo propietario.
Jacqueline du Pré (1945-1987) fue una violonchelista británica, reconocida en el mundo entero como una de las más grandes virtuosas de este instrumento que hayan existido. Su carrera fue interrumpida a edad muy temprana por una enfermedad incurable, llamada esclerosis múltiple, que acabó ocasionándole la muerte después de una larga agonía.
Claudio Agostini, el célebre director de orquesta milanés, llamó con dos ligeros golpes a la puerta del camerino de Ane Larrazábal, la primera solista de violín del país y una de las más renombradas en el mundo entero.
Faltaba una hora aún para el comienzo del concierto que ambos iban a ofrecer al público en la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional de Madrid. El programa iba a consistir en la obertura de
Las bodas de
Fígaro
, seguida del
Concierto para violín en si menor
de Paganini, y en la segunda parte, el
Concierto para orquesta
de Bartok. Agostini iba a actuar, al frente de la Orquesta Nacional de España, en calidad de director invitado; era la primera vez que director y solista coincidían en una sala de conciertos.
Al otro lado de la puerta, Agostini, que ya se había embutido en su frac, pudo escuchar claramente cómo Larrazábal practicaba una y otra vez los pasajes más difíciles del
Concierto
de Paganini, apodado
La Campanella
porque en el rondó final interviene una campanita coincidiendo con cada nueva entrada del violín.
Al no escuchar respuesta alguna, el director volvió a llamar a la puerta del camerino y, esta vez sí, cesó por completo el sonido del instrumento.
Tras un silencio bastante prolongado, se escuchó la voz de la solista, en un tono que a Agostini le hizo desear no haberla interrumpido:
—¿Ocurre algo? Estoy ensayando.
El director estuvo tentado de marcharse a su camerino sin identificarse, pero no tuvo tiempo: Larrazábal abrió la puerta sin esperar respuesta. Al verle, cambió su expresión malhumorada por una de abierta sonrisa.
—Ah, maestro, es usted. Pensé que era ese crítico, Vela de Arteaga. Siempre que toco aquí en el Auditorio, viene a mi camerino con el pretexto de darme ánimos, cuando en realidad lo único que pretende es colgar su abrigo en mi perchero.
Agostini era un hombre de setenta y dos años, con una hermosa cabellera blanca que conservaba casi intacta a pesar de la edad. Era de gran estatura y, en el podio, sus maneras eran tan refinadas que algunos críticos musicales se referían a él como «el Dandy». En el proceloso mundo de la música clásica, donde reina la puñalada trapera y la zancadilla anónima, Agostini era una
rara avis
: nadie lo cuestionaba ni lo detestaba. Tenía fama de hombre humilde, comprensivo y generoso, que jamás había hablado mal de ningún colega ni de otros músicos. Tras devolver la sonrisa a la violinista, dijo en un castellano más que aceptable:
—Venía sólo a desearle
«in bocca al lupo».
—En España decimos algo más ordinario: «Mucha mierda».
—¿Mierda para el artista?
Non capisco.
—Parece ser que, como antiguamente sólo podían permitirse ir a los conciertos las personas de la clase pudiente, que acudían en coche de caballos, si en la puerta del auditorio había gran cantidad de excrementos, significaba que el teatro estaría lleno. Aunque si uno tiene una mala noche, no hay nada peor que un teatro abarrotado, ¿no cree, maestro?
—Desde luego. Permítame decirle que está usted
affascinante.
No era un simple cumplido. La violinista ya había acabado de maquillarse y sus ojos azules, realzados por una generosa y rizada melena pelirroja, parecían tan enormes que Agostini tuvo la sensación de que si se acercaba demasiado, podía llegar a caerse dentro de ellos. Pero lo más notable era el vestido de terciopelo negro que había elegido para salir al escenario, que tenía un vertiginoso escote en V e iba sujeto al cuello, dejando al descubierto la espalda.
Ane Larrazábal estaba considerada una violinista prodigiosa desde que debutó a los trece años en Alemania, con el
Concierto para violín
de Beethoven, dirigido por Lorin Maazel; pero ahora, a los veintiséis años, era además una mujer sumamente deseable, que había sido portada de varias revistas internacionales.
—¿Puedo hacerle una pregunta,
signorina
Larrazábal? ¿Por qué ha elegido el
Concierto
de Paganini para abrir el Festival Hispamúsica del Auditorio?
Larrazábal, que sostenía el violín en su mano izquierda y el arco en la derecha, hizo sonar algunas notas en
pizzicato
antes de responder. Agostini tuvo la impresión de que la solista había iniciado con él una especie de coqueteo musical.
—¿No le gusta Paganini, maestro?
—Por supuesto que me gusta. Pero me parece que no digo nada ofensivo si afirmo que nunca fue un primera fila.
—¿Le parece música de segunda? ¿Por qué ha aceptado entonces dirigir este concierto?
—Porque me lo ha pedido Antonio Arjona, el director de Hispamúsica, que es amigo mío desde hace treinta años. Y porque tocar junto a usted es para mí un inmenso privilegio,
signorina.
—Ese cumplido merece una respuesta sincera por mi parte —afirmó la violinista con una media sonrisa que a Agostini le pareció de lo más sugerente—. ¿Le importaría cerrar la puerta, por favor?
El director de orquesta obedeció al ruego de Larrazábal y ésta se tomó unos segundos antes de responder, como si estuviera poniendo en orden sus ideas. Por fin dijo:
—Siempre he suscrito las palabras de mi admirado Ivry Gitlis: en la historia del violín, Paganini no es una simple evolución. Quiero decir que no es que primero existieran Corelli, Tartini o Locateili, después llegara Paganini, hiciera sus aportaciones, y luego continuara el proceso hasta nuestros días. Paganini es un corte, un abismo, un salto en el vacío. Es lo más importante que le ha ocurrido al violín en toda su larga historia. No es una evolución, es una revolución. De la misma forma que el mundo no volvió a ser el mismo después de Cristóbal Colón, tras Paganini todo cambió para nuestro instrumento. Los dos, por cierto, eran genoveses.
—Pero musicalmente sus conciertos no se pueden comparar a los monstruos sagrados del repertorio, como Mendelssohn o Beethoven.
—Mucha gente opina que hay más música en el rondó del
Concierto
de Beethoven que en los seis conciertos de Paganini. Sin embargo…
Larrazábal hizo una pausa, como si no estuviera aún decidida a compartir sus pensamientos con Agostini.
—Puede hablar con franqueza —dijo éste al verla vacilar—. Le prometo que nada de lo que me diga aquí esta noche saldrá de esta habitación.
—Debo confesarle que mi elección del
Concierto
de Paganini —dijo ella al fin— tiene bastante que ver con el fiasco de Suntori, el mes pasado en el Carnegie Hall.
Larrazábal acababa de hacer alusión a Suntori Goto, una violinista japonesa nacida en Osaka, un año después que ella, que estaba considerada, por su deslumbrante técnica y su cálido sonido, la gran rival de la española.
—Algo he oído. ¿Qué pasó exactamente?
—Puede leer la demoledora crítica en la página web del
New York
Times.
Suntori tocó
La Campanella
hace unas semanas en el Carnegie y, ya en la
cadenza
del alegro inicial, dio varias notas falsas. El público se lo perdonó, porque —ignoro la razón— es incondicional de la japonesa. Pero cuando llegó el final, le pidieron una propina, y la Suntori, en vez de reconocer que no estaba en su mejor forma y escoger una pieza de nivel medio, se intentó quitar la espina de los fallos que había tenido lanzándose a interpretar el
Capricho n.° 24
de Paganini, tal vez la obra más difícil que se haya compuesto jamás para violín.