Descolgó el teléfono y, aunque era un poco tarde, llamó a sus viejos amigos Roberto Clemente y Natalia de Francisco, un matrimonio que regentaba un taller de violines llamado El Obrador, cerca del Mercado Puerta de Toledo. Los dos eran, como él, unos apasionados de su trabajo y estaba seguro de encontrarlos todavía al pie del cañón, pese a lo avanzado de la hora. Para su sorpresa, le atendió el teléfono el hijo de ambos, Carlos, un joven de unos veinticinco años que echaba una mano a sus padres, de vez en cuando, en la reparación de instrumentos, por más que Dios no le hubiera dado la habilidad manual necesaria para llegar a ser un digno sucesor de su progenitor.
—Hola, Arsène, mis padres han ido a un concierto. ¿Hasta qué hora pueden devolverte la llamada?
—Hasta la hora que quieran; yo sólo duermo tres horas al día. ¿Quién tocaba?
—Ane Larrazábal.
—
Fantastique!
—exclamó el francés—. Y clienta mía, como sabes.
—Sé que le tallaste un demonio en la voluta porque me lo contó mamá. ¡Dicen que esa chica tiene un pacto con el Maligno, como Paganini!
—¿Ah, sí? —exclamó Lupot con un deje de socarronería en la voz, pues estaba harto de oír siempre la misma cantilena sobre la violinista.
—¡Eres un descreído! Pero ¿sabes lo que dice mi padre, Arsène? Que el mayor favor que le ha podido hacer el hombre al demonio es convencerse de que no existe.
—No digas tonterías. ¿Quieres saber de dónde le venía a Paganini su habilidad sobrehumana?
—¿No fue Satanás?
—Paganini padecía una extraña enfermedad llamada «síndrome de Marfan». Ni siquiera hoy, con todo lo que ha progresado la medicina, existe una cura posible para esta dolencia. Era capaz de tocar tres octavas sin mover la mano, pero el precio que tuvo que pagar no fue al diablo, sino a su propia salud.
—¿Síndrome de Marfan? Jamás lo había oído nombrar.
—Claro, porque no es una enfermedad de transmisión sexual, que es de lo único que habláis ahora. También pudo tratarse de una enfermedad similar, e igualmente rara, el síndrome de Ehlers Danlos. Sea como fuere, Paganini tenía los dedos anormalmente largos, las articulaciones patológicamente flexibles y los ligamentos tan elásticos que debía tener una extrema precaución con las luxaciones y las dislocaciones. Dicen que Houdini también padeció el síndrome y que por eso era capaz de librarse de las camisas de fuerza con tanta facilidad.
—Con lo literario y lo hermoso que es el pacto satánico y tenéis que venir siempre los enciclopedistas franceses a echar por tierra la magia y el hechizo.
—Pero ¿qué hechizo? Paganini era un miserable. ¿Sabes que cuando estuvo en Londres practicaba con la sordina puesta? Pero no era para no dar la lata a los vecinos, sino para que nadie que no hubiera pasado por taquilla pudiera disfrutar de su arte.
—¡Qué ruindad!
—Pues déjame que te cuente lo que le hizo a su asistenta inglesa. La pobre mujer le preguntó en cierta ocasión si era posible asistir a uno de sus conciertos en el King's Theatre. Paganini le envió dos entradas, pero a final de mes, cuando le abonó su salario, la criada se encontró con que Paganini le había deducido de su sueldo el precio de las dos localidades.
—Ahora entiendo por qué quieres desmontar lo de su pacto satánico: porque en cierta forma su relación con el Príncipe de las Tinieblas ¡le dignifica!
—¡Y tanto! En París se puso a toda la prensa en contra por negarse a dar un concierto benéfico. En Londres también le pusieron a caldo por sacar las entradas a la venta a un precio astronómico. Acabaron colocándole el mote de
Signor Paganiente.
—Es curioso, ¿sabías que aquí en España se utiliza coloquialmente lo de «paganini» al revés, para designar al primo que corre con todos los gastos?
—
Paganiente
no sólo era rácano con el dinero, también con su técnica —prosiguió Lupot, ya completamente entregado a la desacreditación del legendario violinista—. Nunca afinaba su instrumento en público, para que no pudieran copiarle la afinación, porque utilizaba diversos tipos de
scordature
, y tardó decenios en publicar sus obras, para que nadie, salvo él, pudiera tocarlas.
—¿Hubo alguien que le quisiera?
—Los alemanes y los austríacos le adoraban.
—Me refiero a si tuvo algún amigo.
—Rossini, porque era como él: jugador, mujeriego y bebedor. Y por supuesto, Antonia Bianchi, la mujer con la que tuvo a su único hijo, Aquiles.
—¿Es cierto que mató a una de sus amantes?
—Es la única historia sobre Paganini que me parece dudosa, quizá porque para matar a un rival hace falta un valor que no creo que él tuviera. Se dice que paseando un día por el Boulevard des Italiens, en París, Paganini vio una litografía en un escaparate titulada
Paganini
en prisión.
Eso le llevó a coger la pluma y a escribir una carta a su amigo Fetis para desmentir la historia. El rumor que corría por la capital francesa era que el violinista había asesinado o bien a su rival amoroso, o bien a su amante y se había tirado ocho años en la cárcel. Él argumentó para defenderse que llevaba dando conciertos de manera ininterrumpida desde los catorce años y que durante dieciséis había sido director musical de la corte de Lucca. Si hubiera sido verdad que había tenido que cumplir una condena de ocho años por asesinato, los hechos hubiesen tenido que ocurrir forzosamente antes de ser conocido por el gran público. Es decir, que Paganini tendría que haber acabado con la vida de su rival o de su amante ¡cuando tenía seis años!
Lupot notó un extraño silencio al otro lado de la línea y pensó que su interlocutor había colgado, pero al cabo de unos segundos escuchó la voz de Carlos que decía:
—Perdona, Arsène. Acabo de oír ruido abajo. Alguien ha entrado en la casa.
—¿No serán tus padres, que han regresado del concierto?
—Imposible, la primera sesión en el Auditorio Nacional empieza siempre a las siete y media. Es demasiado pronto.
—Si quieres bajar a ver quién es, yo te espero al teléfono.
—¿Papá? ¿Mamá? ¿Sois vosotros? —preguntó Carlos, apartando la voz del aparato. Luego, en un tono de voz que hizo que a Lupot se le helara la sangre, exclamó—: Dios mío, papá, ¿por qué me miras así? ¿Qué ha pasado?
—Acaban de asesinar a Ane Larrazábal en el Auditorio Nacional. Eso es lo que ha pasado.
Cuando Perdomo oyó que Alfonso Arjona reclamaba la presencia de las fuerzas del orden desde el escenario, lo primero que pensó era que el violín de Larrazábal había sido sustraído. El inspector desconocía por completo si se trataba de un Stradivarius o de un Guarneri, pero estaba al tanto, por razones profesionales —se habían producido varios robos muy sonados en los últimos años— del extraordinario valor que podían alcanzar en el mercado los legendarios violines fabricados en Cremona en los siglos XVII y XVIII, que eran los que utilizaban los solistas de primera fila.
—Voy a ver qué ha ocurrido, y como no quiero dejarte aquí solo, vas a venir conmigo —le dijo a Gregorio—. Pero no hagas ni digas nada sin mi permiso, ¿entendido?
—Puedes confiar en mí, papá —respondió el chico, en cuyos ojos era evidente la excitación que le producía acompañar a su padre en la investigación del misterio que se acababa de plantear.
Perdomo cogió de la mano a su hijo y, caminando a contra corriente —puesto que el público, malhumorado por la falta de información, estaba abandonando la sala en la dirección contraria—, se dirigió hasta el escenario, situado a más de metro y medio del suelo. Vio que se podía acceder por cualquiera de los dos tramos de escalera que había a los lados y eligió el de la izquierda. Luego, empujando una de las puertas laterales que comunicaban con los camerinos, se lanzó a averiguar qué había ocurrido.
La Sala Sinfónica del Auditorio disponía de dos camerinos para directores de orquesta, cuatro para solistas y dos vestuarios, masculino y femenino, para los miembros de la orquesta. El largo y amplio pasillo por el que se accedía a estas estancias estaba decorado con fotografías —la mayoría en blanco y negro— de grandes artistas que habían actuado allí desde la inauguración del centro, en octubre de 1988. Aunque la mayoría de los rostros eran muy populares, Perdomo sólo logró reconocer al del tenor Alfredo Kraus.
El pasillo era un hervidero de músicos que iban y venían en todas direcciones, la mayoría hablando con sus teléfonos móviles. Perdomo no tardó en enterarse, a través de retazos sueltos de conversación, de la verdadera razón por la que el concierto había sido suspendido: Ane Larrazábal acababa de ser asesinada hacía pocos minutos, entre aquellas mismas paredes. El policía sacó su placa y la mostró a la primera persona que se le cruzó en ese momento, que resultó ser una de las trombonistas de la orquesta, Elena Calderón. Era una mujer alta y atlética, con el cabello muy negro y muy corto, peinado con flequillo. Tenía una mirada luminosa que a Perdomo le recordó inmediatamente a la Liza Minnelli de los mejores tiempos. Una Liza de casi un metro setenta y cinco de altura.
—Soy inspector de policía —informó a la chica—. Tengo entendido que ha habido un homicidio. ¿Puede conducirme hasta el lugar donde está la víctima?
La mujer estudió la placa de identificación, luego se quedó mirando a Gregorio, que estaba ligeramente rezagado respecto a su padre, y preguntó:
—¿Quién es el niño?
—Es mi hijo. Habíamos venido juntos al concierto.
—El cuerpo ha aparecido en la Sala del Coro, si quiere puedo llevarle hasta allí, pero el niño…
—El niño se quedará aquí, como es natural —puntualizó Perdomo, algo molesto por el hecho de que alguien pudiera creerle capaz de llevar a un menor de edad hasta la escena de un crimen—. ¿Hay algún camerino donde pueda esperarme?
—A mí no me importaría quedarme con él, pero entonces no puedo llevarle hasta el cuerpo.
La trombonista levantó la vista y divisó, entre el maremágnum de músicos que pululaban por el pasillo, a un colega que pareció inspirarle especial confianza.
—Georgy, hijo, llevo media hora buscándote, ¿de dónde vienes con la tuba en brazos? Suelta ya ese muerto y lleva a este crío… ¿Cómo te llamas, por cierto?
—Gregorio —respondió el niño.
—Ah, entonces parecido a yo —comentó el ruso con marcado acento y gramática eslava.
Era un tipo corpulento, de pelo lacio y media melena, con bigote y una poblada sotabarba que se curvaba al final como el extremo de una babucha. Resultaba evidente que aquel gigantón desconocido intimidaba al niño, porque éste no se mostró al principio dispuesto a quedarse con él. Reclamando la atención de su padre por el procedimiento de tirarle de la manga, le dijo en voz baja:
—¿No puedo ir contigo?
Perdomo adoptó el semblante más grave del que fue capaz, y mirando fijamente a los ojos de su hijo, dijo:
—Ni lo sueñes. ¿Me oyes? Esto no es ningún juego.
—Papá, por favor, te juro que me voy a portar bien.
—No intentes negociar conmigo, Gregorio, he dicho que no puedes venir y punto.
—Georgy se puede quedar con él. No hace falta decir que es el tuba de la orquesta, ¿verdad? Georgy Roskopf.
—Ven con mí, Gregorio —indicó el tuba al niño, desplegando una mueca que intentaba ser una sonrisa—. A ver si sabes quién es éste —añadió, señalando una de las fotografías del pasillo.
—Yehudi Menuhin —respondió Gregorio inmediatamente.
—Muy bien, eres uno a cero para ti. ¿Y este otro?
Perdomo vio que el tuba, que sostenía su pesado instrumento con una sola mano como si se tratara de una trompeta, tenía habilidad con el niño y se despreocupó inmediatamente de él:
—Lléveme hasta el cuerpo —rogó a la trombonista, en cuanto Gregorio y el músico se alejaron un poco, entregados al juego de reconocer a qué celebridad correspondía cada fotografía.
—Venga por aquí, es en otra zona del Auditorio —respondió la mujer. Y ambos se pusieron en marcha hasta el lugar donde se había encontrado el cadáver de Ane Larrazábal.
Durante el breve trayecto, Elena Calderón aprovechó para presentarse y fue explicando al policía qué era la Sala del Coro:
—El Auditorio tiene, además de las Sala Sinfónica y la de Cámara, una especie de sala alternativa para pequeños conjuntos, ensayos, conferencias y proyecciones. Es pequeña, como para doscientas personas, y hoy no se estaba utilizando.
—¿Han llamado ustedes a la policía? —preguntó Perdomo.
—Sí, claro, en cuanto descubrimos el cuerpo.
—Entonces no tardarán en llegar; pero ya que me encuentro aquí, y aunque no estoy de servicio, es mejor que eche un vistazo. Espero que no hayan tocado nada.
—No lo sé; yo ni siquiera he entrado en la sala, no he visto el cadáver. Creo que fue el maestro Agostini quien descubrió el cuerpo.
Perdomo y la trombonista llegaron por fin hasta la puerta de la Sala del Coro y el policía vio que ésta estaba cerrada.
Sentado en el suelo, junto a la entrada y vestido de frac, se hallaba el primer chelo de la orquesta, Andrea Rescaglio. Tenía la cabeza entre las manos y lloraba amargamente, por lo que ni siquiera vio llegar al policía. A su lado, de pie, estaban el maestro Agostini, que parecía haber envejecido diez años de golpe, y otro individuo, que debía de rondar los cuarenta y cinco años, de ojos pequeños y labios muy finos, con americana y camisa negra, que resultó ser el director titular de la Orquesta Nacional de España, Joan Lledó. Tenía barriguita y un rictus crónico de desdén en la boca que a Perdomo le provocó una desconfianza inmediata.
—Andrea —dijo Elena Calderón inclinándose un poco para tocar al chelista en el hombro—, está aquí la policía.
Rescaglio se sobresaltó, como si le acabaran de despertar de un mal sueño. Levantó la cabeza y cuando vio a Perdomo se incorporó inmediatamente. Mientras se secaba las lágrimas con un pañuelo que sostenía en la mano izquierda, estrechó la derecha de Perdomo sin decir palabra.
El policía volvió a mostrar la placa mientras la trombonista le presentaba a los dos directores.
—¡Pues sí que se han dado prisa! —exclamó Lledó—. No hará ni tres minutos que hemos telefoneado para denunciar el crimen.
—Es que yo ya estaba en el patio de butacas, viendo el concierto —le explicó cortésmente Perdomo—. ¿Hay alguien dentro? —preguntó luego el policía, señalando la puerta.
—Sólo el cadáver.
—¿Quién lo encontró?