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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

El violín del diablo (10 page)

BOOK: El violín del diablo
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Gregorio rompió a llorar, un llanto devastador e inconsolable que ninguna palabra de su padre podía ya mitigar. Éste se limitó a abrazar a su hijo y así permanecieron los dos durante mucho rato, hasta que, vencido por el cansancio y las emociones de aquel día, el niño se quedó completamente dormido.

A Perdomo le pareció que Gregorio había dado el primer gran paso, un año y medio después del accidente, para poder asimilar completamente la muerte de su madre.

Y entonces se acordó del teléfono móvil de Juana.

Las autoridades egipcias le habían hecho entrega en su día de todas sus pertenencias personales, teléfono incluido, y Perdomo había olvidado darlo de baja en su momento. El aparato estaba en algún rincón de la casa, sin batería, por supuesto, pero Juana seguía siendo cliente del operador y Perdomo sintió en ese momento la imperiosa necesidad de llamarla, para poder escuchar su voz en el mensaje saliente del contestador. Marcó el número y, como el aparato estaba desconectado, el buzón saltó automáticamente:

«Hola, soy Juana. No seas tímido y deja un mensaje. Si no dejas nada no sabré quién eres y no podré devolverte la llamada. ¿Hace falta recordarlo? ¡No puedes empezar a hablar hasta que no suene el PIP! Adiós».

11

Madrid, al día siguiente del crimen

El inspector Manuel Salvador decidió comenzar la investigación del asesinato de Ane Larrazábal interrogando al novio de la violinista, Andrea Rescaglio.

El músico y el policía habían quedado citados en el Auditorio Nacional, que iba a permanecer cerrado al público hasta que la Policía Científica hubiera terminado de realizar todas las pruebas pertinentes en un caso de homicidio.

El agente de uniforme que estaba en la puerta reconoció al inspector en cuanto le vio acercarse y le franqueó la entrada tras haberse cuadrado ante él, saludo militar incluido.

—¿Dónde está? —preguntó Salvador.

—En una sala de estudio, bajando por esa escalera —respondió el policía.

El Auditorio Nacional tiene catorce salas individuales para preparación de los músicos de la orquesta; Salvador tuvo que ir mirando una por una a través de un ventanuco redondo de cristal insonorizado; encontró al italiano en la número nueve.

Al estrechar una mano cuyos dedos le parecieron tan largos y retorcidos como las ramas de un arbusto, Salvador se dio cuenta de que, aunque en el atril había una partitura, Rescaglio no había sacado aún el chelo del estuche.

—¿Ha terminado ya su ensayo? —preguntó el policía.

—Ni siquiera he comenzado, me siento demasiado abatido. Lo cierto es que el sábado tenemos un concierto dificilísimo y debería estudiar por lo menos cuatro horas al día, pero nada más llegar aquí me he dado cuenta de que no tenía fuerzas para sacar el instrumento. Y eso que estoy convencido de que la música es lo único que me puede aliviar en estos momentos.

Al italiano se le veía tan genuinamente abatido por la pérdida de su novia que Salvador le indicó:

—¿No puede hacer que le sustituyan en el próximo concierto? Después de todo, era usted el novio de la víctima; cualquier director de orquesta lo entendería.

—En teoría, el otro chelo solista puede hacerse cargo de mi parte, e incluso si éste cayera enfermo, tenemos otros dos ayudas de solista en la sección de chelo. Pero la obra que tocamos el sábado es mi concierto favorito para chelo de todo el repertorio, y no quisiera perdérmelo. ¿Quién sabe cuándo volveremos a interpretarlo?

—¿De qué obra se trata? —preguntó el inspector simulando interés, cuando lo cierto era que lo que de verdad había despertado su curiosidad eran los extraños zapatos que llevaba el italiano.

Rescaglio se dio cuenta de que el policía no podía despegar la mirada de aquellos zuecos tan peculiares y preguntó:

—¿No los conoce? ¡Los famosos Crocs! Son americanos, y aunque se han puesto de moda en el mundo entero, donde de verdad están haciendo furor es en Japón.

—Crocs, sí, algo he leído —dijo Salvador en tono receloso—. Entre otras cosas, que no son seguros.

—Eso son bobadas, campañas de prensa alentadas por la competencia. Lo único cierto es que son tan cómodos que yo no me los quito ni para acostarme.

Tras un breve silencio, fue Rescaglio quien retomó la conversación que habían dejado abandonada.

—Me había preguntado qué obra tocaremos el sábado. Es el
Concierto para chelo
de Elgar. ¿Lo conoce?

—No, lo siento. No es que me disguste la música clásica, pero…

El italiano no le dejó concluir la frase, sino que se fue directo a por su instrumento y lo extrajo de un estuche muy aparatoso, amarillo y poliédrico. A Salvador, más que la funda de un chelo, aquello le pareció la maleta de viaje de un alienígena. Tras tensar con dos golpes de muñeca las crines del arco, Rescaglio se sentó con el chelo entre las piernas, miró al inspector y afirmó muy convencido:

—Es imposible que no le suene esto.

Y atacó el dramático recitativo con el que comienza uno de los conciertos más famosos de la historia. Desde la primera nota, Salvador supo que jamás había escuchado esa música sombría y llena de presagios ominosos. Algún crítico había llegado a escribir que el comienzo de Elgar dejaba tan estupefacto al oyente como si Shakespeare hubiera comenzado
Hamlet
directamente con el monólogo atormentado del príncipe: «Ser o no ser, he aquí el dilema», sin explicaciones ni ambientación previa de ningún tipo.

—Sí, ya me va sonando —mintió el policía para no parecer un completo zote, mientras el italiano desgranaba los sonidos lacerantes que preceden a la
cadenza
inicial del concierto de Elgar.

El policía distaba mucho de poseer la cualificación necesaria para establecer si Rescaglio era o no un buen intérprete, pero al menos, se dijo a sí mismo, el italiano parecía responder a la idea preconcebida que las personas no muy duchas en música suelen tener de los grandes virtuosos. Al llegar al expresivo
glissando
que señala la entrada de los vientos, Rescaglio dio por terminada la demostración y volvió a guardar el chelo en la funda, aunque no llegó a cerrar la tapa.

En el interior del estuche —que Salvador espió con disimulo, pues resultaba evidente que aquél era un rincón privado, como la capilla de un torero— había una foto de Ane Larrazábal, pero también de otra joven pelirroja que no supo identificar. Sin embargo, se abstuvo de preguntar, ya que tenía la misma sensación que si hubiera efectuado un registro ocular sin mandato judicial. En vez de eso, le preguntó por el concierto, que parecía ser de una importancia capital para él.

—¿Y usted actuará de solista, sin la orquesta?

Por el comentario, Rescaglio supo que el inspector no sabía una sola palabra de música, y aunque es cierto que no había estado a la defensiva en ningún momento, aquello acabó de relajarle.

—Me he explicado mal, inspector. Cuando hablo de que soy chelo solista, me refiero a que lo soy dentro de la orquesta. Los jefes de sección tocamos a veces pequeños solos en la parte orquestal, pero nunca se nos confía todo un concierto. La persona que se enfrentará a nosotros el sábado será un virtuoso británico llamado Stephen Isserlis.

—¿Que se «enfrentará» a ustedes? Utiliza un lenguaje casi bélico.

—Con Lledó, ésa es la mentalidad que tenemos que adoptar. Para él cualquier concierto es una especie de batalla campal, aunque sea de carácter artístico. Yo tengo una visión de la música bastante menos bélica, pero he de reconocer que, por lo menos desde el punto de vista etimológico, a Lledó no le falta razón, ya que la palabra «concierto» viene del verbo latino
concertare
, que quiere decir batallar.

Salvador estuvo tentado en ese momento de dejar a un lado la charla musical y dar comienzo al interrogatorio, pero años de experiencia le habían enseñado que a veces las informaciones más decisivas se obtenían por el procedimiento de relajar al interrogado, dejando que la conversación fluyese de forma natural. Así que siguió dando hilo a la cometa.

—Le confieso que no puedo imaginar en qué consiste la guerra. ¿No se limitan ustedes a ofrecer al público bonitas melodías?

—Ésa es la percepción que tiene el no iniciado, pero por debajo de las apariencias, hay un mar de fondo de proporciones inimaginables. El primer elemento de fricción es la elección del tempo, que es la velocidad a la que se toca la pieza. El concertista puede plantear un tempo que al director de la orquesta no le parezca oportuno, y entonces, ¿quién cede? Teóricamente, tanto el solista como el director tienen el mismo rango musical. Incluso aunque se pacte un tempo durante los ensayos, puede ocurrir que durante el concierto uno de los dos contendientes trate de incumplir el acuerdo, y empiece a ir más deprisa, para obligar al otro a seguirle, o viceversa.

—¿Y cree que el sábado habrá gresca? —dijo Salvador, que ya estaba empezando a imaginar el concierto que se avecinaba como un partido de fútbol de la Copa de Europa.

—No lo creo, porque dirige Lledó, y tiene demasiado respeto a Isserlis como para ponerse en plan divo con él. Y eso que algunos miembros de la orquesta apodan Chulini a nuestro director.

—¿Chulini? ¿Es algún juego de palabras?

—Uno de los grandes directores de orquesta de todos los tiempos, ya fallecido, se llamaba Carlo María Giulini. El mote Chulini implica que los músicos piensan que él se cree un gran director cuando en realidad no es más que un chulo de pacotilla.

—¿Usted tiene ese concepto de él?

—Más que chulo, Lledó es un gran vanidoso, pero no es mal director. E Isserlis es un soberbio chelista, aunque nadie podrá superar nunca la versión del concierto de Elgar de la mujer que lo hizo famoso, Jacqueline du Pré. Murió también muy joven, como Ane, aunque su final fue muchísimo más terrorífico, porque fue víctima de una enfermedad lenta, humillante y dolorosa, para la que no hay cura: la esclerosis múltiple.

Rescaglio se inclinó sobre el estuche y sacó de él la foto de la mujer pelirroja que estaba junto a Ane.

—Ésta es Jackie du Pré.

Salvador hizo ademán de ir a coger la fotografía para examinarla con más detenimiento, pero el músico retiró la mano lo suficiente para darle a entender que sólo debía mirarla.

—Disculpe, es una foto que me costó mucho conseguir.

Al comprobar que el policía no se había molestado, le aproximó la foto a pocos centímetros de la cara y Salvador pudo examinar la imagen con todo detalle. Lo que más llamó su atención fue la enorme carga de sexualidad que desprendía aquella figura. Jackie du Pré estaba sentada, con el chelo colocado entre unas piernas que mantenía abiertas de par en par, como si estuviera entregándose en cuerpo y alma a un amante joven, fogoso e insaciable; y como llevaba además una minifalda floreada que evocaba la estética hippy de los años sesenta, se podía disfrutar de una visión más que generosa de sus prietos y bien torneados muslos. El fotógrafo la había sorprendido en el acto de inclinar la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados y la expresión ausente, mientras sacudía al viento su tupida cabellera pelirroja, tal como suelen hacer las modelos en los anuncios de suavizante. Ese gesto reforzaba aún más la sensación de estar asistiendo a un momento absolutamente privado, a un auténtico orgasmo musical.

Salvador quiso decir algo, pero se lo impidió un gesto involuntario de su glotis al tragar saliva. Rescaglio sonrió complacido al comprobar el impacto que había causado la foto en el policía y la devolvió al estuche, colocándola junto a la de Ane, para luego comentar:

—Zubin Mehta, el gran director de orquesta, la comparó con una yegua salvaje que corre por las colinas del sur de Inglaterra. Ane tenía ahora la misma edad que Jackie cuando empezó a sentir los primeros síntomas de la enfermedad. Apodada Smiling por sus incondicionales, y también El Ángel de la Eterna Sonrisa, Du Pré, que con sólo veintiséis años había alcanzado ya, como Ane Larrazábal, la cúspide de su carrera, empezó a sentir a esa edad los primeros síntomas de una dolencia que afecta al sistema nervioso central y que está catalogada dentro de las enfermedades autoinmunes, en las que es el propio sistema defensivo del organismo el que enloquece y arremete —por considerarlas una fuente de peligro— contra determinadas zonas del mismo. En el caso de Du Pré, la parte del cuerpo atacada por su sistema inmunológico habían sido las neuronas, que además del pensamiento hacen posible el control muscular del organismo. Ane y Jackie eran almas gemelas, inspector —dijo Rescaglio visiblemente emocionado—. Esa actitud rebelde, carente de prejuicios a la hora de abordar no sólo la música, sino también las relaciones humanas, ese sentido del fraseo que sólo podría calificar de… —Rescaglio se detuvo un instante para buscar la palabra adecuada— innato. Innato, libre y personal. A muchos músicos, grandes intérpretes incluso, los traía locos Ane, no eran capaces de acoplarse a ella; su profunda musicalidad al margen de convencionalismos y de interpretaciones demasiado literales de la partitura los desbordaba por completo. Es cierto que, a ambas, este magma incandescente que brotaba de sus volcánicas personalidades a veces se les iba de las manos y para alcanzar lo sublime llegaban a coquetear con el ridículo. Pero, como decía sir John Barbirolli, el mítico director británico, si no eres excesivo de joven, ¿qué va a ser de ti cuando seas viejo? Nunca lo sabremos, porque desgraciadamente Ane…

Rescaglio no llegó a terminar la frase porque la evocación de su novia recién fallecida le hizo prorrumpir en sollozos. Intentó reprimir las lágrimas, pero al ver que el policía le tendía un pañuelo para que se las enjugara, decidió abandonarse durante unos momentos a su involuntario desahogo.

Una vez que hubo recuperado un poco el ánimo, Rescaglio dirigió una amarga sonrisa al hombre que acababa de ser testigo de su repentino desmoronamiento y preguntó:

—¿Tienen ya alguna sospecha de quién pudo hacerlo? ¿Hay algún rastro del violín?

—La investigación no ha hecho más que comenzar, pero le aseguro que el culpable será puesto a disposición de la justicia y el violín de su novia, recuperado.

El policía hizo una pausa para aclararse la garganta, como para indicar a su interlocutor que, muy a su pesar, en aquel momento comenzaba la parte peliaguda de su declaración.

12

—Señor Rescaglio —comenzó el inspector Salvador, procurando dar un aire más solemne a sus palabras—, no tengo ni que explicarle lo valioso que puede ser su testimonio para el esclarecimiento de los hechos que tuvieron lugar la otra noche en el Auditorio. Usted no sólo estuvo entre las últimas personas que vieron con vida a la víctima, sino que además fue de las primeras en descubrir su cadáver. Le tengo que formular un sinfín de preguntas que…

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