—Es un tipo de cuidado —prosiguió la trombonista—. Gané la plaza de primer trombón, y él, como llevaba muy poco tiempo en la orquesta y además estaba todavía negociando algunos flecos que habían quedado pendientes de su contrato, no dijo nada. Pero en cuanto se sintió afianzado en su posición, sobre todo desde una
Quinta
de Mahler que le elogió mucho la prensa —y que estuvo muy bien, no me duelen prendas en reconocerlo—, decidió ir a por mí.
—¿Trató de despedirla?
—Fue más complicado. Durante el primer año estuve —y así lo decía mi contrato— a prueba. Si Lledó hubiera querido echarme durante ese período, lo habría tenido muy fácil, ya que, por ley, lo único que necesitaba aportar eran dos informes negativos por escrito. Pero como se sentía aún inseguro en la orquesta, no dijo nada y perdió su oportunidad. Al finalizar mi año de prueba, como mi plaza era de trombón solista, la orquesta tenía que votar en pleno si yo me quedaba o no, y fui admitida. Entonces el señor Lledó decidió ir en contra del voto de la orquesta y me degradó a segundo trombón. Después de eso…
La trombonista detuvo su narración porque acababa de ver a Andrea Rescaglio, el novio de Ane, que había entrado en el bar a comprar tabaco. Llevaba colgado del hombro su voluminoso instrumento y tenía los ojos rojos, de haber llorado profusamente.
Nada más ver a la pareja, se acercó a saludarles.
—Estamos todos horrorizados, Andrea —dijo Elena—. Si podemos hacer algo por ti.
—Muchas gracias —respondió el italiano—. Hay personas todavía más tocadas que yo. Me voy ahora mismo a casa de los padres de Ane. Quiero estar junto a ellos en estos momentos terribles.
—¿Es que no van a venir?
—Mañana, seguramente. Pero quiero ir yo a Vitoria a buscarles. Tengo un amigo que me lleva.
El chelista se marchó tras comprar los cigarrillos y dejó sumidos durante un rato en un silencio dramático al policía y la trombonista.
Un silencio que fue interrumpido por la voz, mitad de niño, mitad de adolescente, de Gregorio, que dijo:
—Papá, ¿cuándo nos vamos?
—Enseguida —respondió el policía, que sacó su teléfono móvil del bolsillo y se lo entregó al niño—: Toma, para que te eches un
Tetris
mientras tanto.
—¿Puedo llamar a mi amigo Nacho? —preguntó el niño.
—Esta noche puedes hacer lo que quieras —dijo el padre.
Gregorio salió a la calle para charlar con su amigo más tranquilamente y Elena le dirigió una mirada de gran ternura.
—Pobrecillo. ¡Me ha dado una pena cuando ha roto a llorar en el camerino…!
—Perdió a su madre hace año y medio. Está muy en carne viva todavía.
Elena Calderón bajó la mirada, casi avergonzada por haber sacado a colación un tema tan doloroso.
—Lo siento, no lo sabía.
—No se preocupe. Es un muchacho muy fuerte y lo superará. Ambos lo superaremos.
Elena Calderón miró nerviosa el reloj.
—Es tarde. Tengo el coche aquí cerca. Si quiere, puedo acerarles a donde me digan.
—Gracias, pero también nosotros hemos venido en automóvil. Ya nos vamos, pero antes termine de contarme la historia con Lledó.
—No sé ni dónde me había quedado.
—La degradó a segundo trombón.
—Ah, sí. Yo le ofrecí estar un año más a prueba como primer trombón, para que tuviera la oportunidad de decirme sobre la marcha qué aspectos de mi forma de tocar no le agradaban.
—¿Y aceptó?
—A regañadientes. No me degradó oficialmente pero únicamente me permitió interpretar un solo en toda la temporada. Y curiosamente, no me hizo crítica alguna. A comienzos de este año, que es mi tercero en la orquesta, le ofrecí un pacto. Tocaría el segundo trombón cuando él dirigiera, pero sería primer trombón con los directores invitados. Se me acercó muy chulito y me dijo:
—¿Sabes cuál es el problema, Elena? Que el trombón solista sólo lo puede tocar un hombre. —Y me degradó oficialmente a segundo trombón.
—¡Qué cabrito!
—He interpuesto una demanda judicial por violación del Artículo 14 de la Constitución: «Los españoles son iguales ante la Ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social».
—Ya veo que se lo sabe de carrerilla.
—Sí, últimamente paso más horas con mi abogada que con la orquesta.
Elena Calderón se llevó la mano al estómago, como presa de un repentino dolor.
—¿Se encuentra bien? —preguntó el inspector alarmado.
—Sí —dijo Elena tratando de recuperarse de su malestar—. Es sólo que de repente he sentido como una náusea muy fuerte. No tenía que haber comido nada.
—Es normal que se encuentre alterada, después de lo que hemos visto esta noche —comentó Perdomo.
—Ya le dije antes que yo nunca me pongo nerviosa. Pero soy fuerte sólo en el momento, claro, porque ahora me están viniendo las imágenes de esa pobre chica estrangulada y…
Elena Calderón no pudo terminar la frase. Allí mismo, delante de más de una veintena de clientes, sufrió un brusco desvanecimiento y sólo la rápida reacción de Perdomo, que pudo agarrarla en el último momento, evitó que se golpeara contra el mugriento suelo del local.
Cuando el inspector Perdomo y su hijo llegaron a casa aquella noche, el chico estaba tan alterado por los acontecimientos que acababan de vivir, que su padre le dijo que, si lo deseaba, podía dormir con él, oferta que Gregorio aceptó de buen grado.
Tras enfundarse en sus respectivos pijamas, ambos se metieron en la cama, pero el policía no quiso dormirse inmediatamente, sino que intentó terminar, a la luz de una pequeña lámpara que reposaba sobre su mesita de noche, una novela histórica de la que ya le quedaban pocas páginas.
Aunque acostumbrado a tratar a diario con la muerte, a Perdomo también le había impresionado el asesinato de la violinista y no hacía más que dar vueltas a lo que había presenciado aquella tarde. Tuvo que reconocer que lo que más le preocupaba era la posibilidad —sugerida por el maestro Agostini— de que los islamistas radicales hubieran cambiado ahora su modus operandi para atentar contra personajes célebres, que les aseguraran la cobertura mediática de sus acciones criminales a escala mundial. Del islamismo radical su mente —incapaz de concentrarse en el libro que tenía entre manos— viajó, por asociación de ideas, al mar Rojo, lugar en el que su esposa Juana había perdido la vida hacía año y medio y en el que en julio de 2005 terroristas de Al-Qaeda habían asesinado a 83 personas, tras colocar una potente bomba en un hotel de cuatro estrellas en la ciudad egipcia de Sharm el-Sheik. La localidad en la que su esposa había fallecido, Dahab, se encontraba también en la península del Sinaí, pero un poco más al norte, en la margen izquierda del golfo de Aqaba, y estaba considerada como el paraíso de los submarinistas.
Cuando Perdomo conoció a Juana hacía ya más de veinte años, ella ya era una buceadora experta y él siempre había querido acompañarla a alguna de sus expediciones, aunque nunca había logrado superar las pruebas médicas. Su tendencia a las reacciones alérgicas, con las repercusiones que éstas tenían en su sistema respiratorio, hacían que para él fuera sumamente desaconsejable el submarinismo con bombonas, pues a grandes profundidades, el mero roce con un alga, con un trozo de coral o con algún pez urticante le podrían colocar en tan serios aprietos que el riesgo no merecía la pena. Por todo ello, el policía no se sentía culpable por no haber acompañado a su mujer al viaje que le costó la vida, pero llevaba en cambio muchos meses cuestionándose si estaba haciendo lo adecuado para que su hijo elaborase, de la manera menos dolorosa posible, la pérdida devastadora de su madre. Perdomo se preguntaba, por ejemplo, si debía mudarse de casa, pues aquélla estaba tan asociada a la vida en trío que era difícil dar un solo paso sin que ninguno de los muebles u objetos les recordase a Juana. Otra de las dudas enormes del inspector era si debía dejarse ver por su hijo en compañía de otras mujeres, aunque sólo fueran amigas, o si era aconsejable aportar al chico algún tipo de consuelo religioso, por más que no fuera creyente. Él, de pequeño, sí lo había sido, y tenía que admitir que la idea de que a los seres queridos les queda una segunda vida después de la muerte resultaba de lo más reconfortante.
La voz de Gregorio le sacó de estas cavilaciones. Era evidente, por el tono de voz, que su hijo no había llegado a dormirse, sino que había caído presa de un estado de excitación parecido al suyo:
—Papá, ¿cómo murió mamá? —le preguntó a bocajarro.
Era la segunda vez aquel día que su hijo había sacado a colación, de manera espontánea, la figura materna, pero la primera vez, desde que habían repatriado el cuerpo de Juana desde Egipto para incinerarlo en un tanatorio madrileño, que Gregorio preguntaba por detalles específicos del accidente.
—¿No es un poco tarde para hablar de eso, Gregorio? —dijo Perdomo con la absurda esperanza de que esa frase sirviera para zanjar el tema, al menos por esa noche. Pero Gregorio estaba dispuesto a llegar hasta el final.
—Sé que murió haciendo submarinismo, pero ¿cómo pudo ocurrirle? El abuelo dice que era una de las mejores buceadoras que había en España.
Durante una fracción de segundo, Perdomo estuvo tentado de soslayar definitivamente la cuestión con un autoritario «haz el favor de dormirte», pero algo en su interior le dijo que, siempre que fuese a petición de su hijo, lo más saludable para ambos era hablar abiertamente de Juana y de las circunstancias de su terrible accidente.
—Tu madre era, efectivamente, una gran buceadora. Por eso, siempre que podía, se escapaba unos días con alguna amiga para sumergirse en aguas del mar Rojo, y concretamente en el Blue Hole, una de las grutas marinas más fascinantes del planeta.
—¿Fue ahí donde ocurrió, en el Blue Hole?
—Sí. El Blue Hole es una laguna de coral por la que se puede pasar a mar abierto a través de un arco situado a sesenta metros de profundidad. El lugar es precioso, pero también peligrosísimo; de hecho todos los años muere algún submarinista. El cónsul español en Alejandría, que me ayudó a traer a mamá a casa, me contó que al Blue Hole lo llaman «el cementerio de los buceadores», porque en el fondo del abismo, que está a más de cien metros de profundidad, yacen los restos de los más de cien infelices que jamás lograron atravesar el arco.
—¿Mamá lo atravesó? —preguntó el niño, mitad fascinado, mitad horrorizado por lo que le estaba contando su padre.
—Muchas veces. Y la última vez que lo intentó, no le hubiera ocurrido nada de no ser porque intentó salvar la vida a otro buceador en apuros.
—¿Cómo pueden dejar que la gente se siga sumergiendo en ese sitio con lo peligroso que es?
—Creo que es por codicia, Gregorio. De hecho, el cónsul me contó que las autoridades egipcias, para no desanimar a los turistas, que se dejan su buen dinerito en esas aguas, maquillan la cifra de muertos para no asustar al personal. Dicen que sólo han perdido la vida cuarenta personas, cuando han sido más del doble.
—¿Logró mamá por lo menos salvar a la persona que estaba en apuros?
—Sí —mintió Perdomo. Le pareció que era demasiado cruel para el muchacho hacerle ver que la muerte de su madre había sido totalmente estéril y gratuita, pues lo cierto es que la mujer a la que intentó rescatar acabó también en el fondo del abismo.
—¿Por qué estaba en apuros esa persona?
—Como te he dicho, el arco para pasar a mar abierto desde la laguna está a muchísima profundidad. A partir de los cuarenta metros hay peligro, para cualquier buceador, de padecer narcosis por nitrógeno.
—¿Qué es eso?
—Las bombonas de buceo llevan una mezcla de oxígeno y nitrógeno. Si uno desciende a mucha profundidad, hay peligro de que demasiado nitrógeno se filtre a través de los pulmones al torrente sanguíneo y eso provoca un efecto parecido al del alcohol. Por eso lo llaman la «borrachera de las profundidades». Eso es lo que le había pasado a la chica que salvó mamá, que había bajado demasiado, quizá presa de los primeros síntomas de la borrachera. De todas maneras, el arco es muy engañoso, parece que sólo tiene diez metros de largo, cuando en realidad tiene veintiséis. Además hay una corriente muy fuerte que va hacia el interior, por lo que se tarda más en cruzarlo de lo que uno imagina. Pero lo peor de todo no es eso. Lo terrible es que, debido a la escasa luz que empieza a haber a esas profundidades, es fácil pasar de largo la entrada y seguir descendiendo hacia el abismo. Eso fue lo que le pasó a aquella chica; pero afortunadamente tu madre la vio, le dio alcance y pudo mostrarle la puerta del arco.
—Y entonces ¿por qué no se salvó mamá también?
—Porque la otra buceadora entró en pánico y sin querer, durante el forcejeo inicial, golpeó a mamá en la cabeza con el pie. Eso lo vieron otros buceadores que estaban más arriba. Mamá quedó inconsciente y no pudo salvarse.
—¿Quién es esa mujer? —dijo el niño con desesperación.
—¿Y eso que más da?
—Quiero saber quién es. Cuando sea mayor la buscaré y la mataré por haber golpeado a mamá.
—Gregorio, esa mujer no mató a mamá. Fue un accidente.
—Me acabas de decir que la golpeó en la cabeza.
—Y es cierto, pero no sabía lo que hacía, estaba como drogada por el nitrógeno. Además, ¿no te das cuenta, Gregorio? Si tú cumplieras tu amenaza y mataras algún día a esa mujer, el sacrificio de tu madre habría sido totalmente baldío.
Gregorio tuvo que reconocer que a su padre no le faltaba razón y sus ansias de venganza empezaron a desvanecerse. Pero volvió a poner en apuros a su padre al preguntarle:
—¿Dónde crees que está mamá ahora?
Perdomo estuvo a punto de responder «En el cielo», pero se lo pensó mejor y respondió, quizá influido por sus ancestros gallegos, con otra pregunta:
—¿Dónde te gustaría a ti que estuviera?
—Me gustaría que Dios existiera y que mamá estuviera ahí arriba, con él, y que nos pudiera ver y supiera que hablamos y nos acordamos de ella todos los días. Pero el abuelo me ha dicho que Dios no existe.
—No seré yo quien lleve la contraria a tu abuelo, Gregorio. Pero eso no quiere decir que tu madre nos haya dejado para siempre. Cada vez que la recordamos, vuelve a estar entre nosotros.
—Pero yo quiero volver a hablar con ella algún día, papá. No puedo soportar la idea no volver a ver a mamá nunca más.