—Sí que es una temeridad —dijo Agostini con semblante grave—. Sobre todo teniendo en cuenta que Suntori acaba de recuperarse de una lesión de muñeca muy importante, ¿no es así?
Larrazábal no pudo reprimir una clara mueca de desdén al oír estas palabras.
—¿Lesión de muñeca? No haga caso de todo lo que se publica, maestro. Mis informadores me cuentan que Suntori está desarrollando un miedo al público que puede acabar con su carrera. Para ponerse delante de un auditorio hay que estar hecha de una pasta —
polenta
, creo que se dice en italiano— de la que, evidentemente, ella carece.
—¿Qué ocurrió durante el
Capricho
?
—Según el
Times
, fue la debacle. Tocó las octavas paralelas de manera que parecían en realidad intervalos de séptima, los
glissandi
los transformó en saltos y los saltos en
glissandi
, las notas en
pizzicato
de la mano izquierda apenas eran audibles desde la primera fila y había diferencias de afinación de un cuarto de tono. Tras la novena variación, ella misma decidió interrumpir su patética exhibición y se retiró al camerino envuelta en un silencio glacial por parte del público. Nadie se atrevió a abuchearla ni a silbarla, porque allí es intocable, pero sus seguidores sufrieron una de las mayores decepciones artísticas de los últimos años.
—No sabía que había sido para tanto.
—En América, maestro, Suntori está acabada, por lo que es probable que ahora intente remontar su carrera en Europa. Pues bien, yo he decidido esta noche interpretar, como propina, el
Capricho n.° 24
de Paganini. Quiero que llegue a oídos de la japonesa que si intenta robarme mercado, aquí en mi propio feudo, lo va a tener francamente difícil.
Agostini sonrió al darse cuenta de que bajo la apariencia frágil de aquella mujer encantadora se ocultaba una de las personalidades más ferozmente competitivas y ambiciosas que él hubiera encontrado a lo largo de sus ya cincuenta años de carrera.
—No tengo ninguna duda —dijo Agostini, muy satisfecho de no tener a Larrazábal en su contra— de que la Suntori quedará trastornada cuando lea las críticas a este concierto, que promete ser deslumbrante,
signorina.
Estos días atrás, en los ensayos había veces que a la orquesta le costaba seguirla. ¿Cómo se las arregla para ejecutar pasajes tan vertiginosos sin errar ni una sola nota?
—Ah, eso es porque, como puede ver —dijo acercando la cabeza del violín a la cara de Agostini—, yo también he hecho mi pequeño pacto
a la Paganini.
Durante unos segundos, los ojos del italiano se desviaron del escote de la solista, del que resultaba difícil apartar la mirada, para ir a reparar en la llamativa voluta del violín, que remataba el clavijero del instrumento. Aquel violín era único, el maestro Agostini no había visto jamás nada parecido. La voluta, habitualmente con forma de pergamino enrollado, estaba rematada por una inquietante cabeza.
Era la efigie del diablo.
A menos de un kilómetro de allí, el inspector de Homicidios Raúl Perdomo, adscrito a la Brigada Provincial de la Policía Judicial de Madrid, intentaba desesperadamente encontrar un lugar para aparcar el vehículo en el que él y su hijo Gregorio, de trece años de edad, estudiante, en sus ratos libres, de cuarto año de violín en el Conservatorio Superior de Música, se dirigían al Auditorio Nacional para asistir al concierto de Larrazábal.
Juana, la madre de Gregorio y esposa de Perdomo, había fallecido hacía año y medio en un accidente de submarinismo en el mar Rojo, y aunque lo más devastador para el niño había pasado ya, el inspector había comprobado que éste procuraba evitar hablar de su madre cuando su nombre salía a relucir accidentalmente en alguna conversación, e incluso le había pedido que cambiase el papel tapiz de su ordenador, que era una fotografía en la que aparecía ella sonriendo. Era la primera vez que padre e hijo asistían juntos a un concierto y también la primera vez que Perdomo se enfrentaba al solemne y reglamentado mundo de la música clásica. La madre de Gregorio, que descendía de aquel legendario Pablo Sarasate que encandiló con su violín a los melómanos de medio mundo a mediados del siglo XIX, había inculcado en su hijo el amor por este tipo de música, pero siempre habían sido la propia Juana o, en su delecto, los padres de ella, quienes habían acompañado a Gregorio al Auditorio.
Tras el fallecimiento de ésta, el niño no había vuelto a expresar deseos de escuchar música en vivo, pero hacía diez días —y para Perdomo era un signo de clara mejoría en la elaboración del duelo del chico— Gregorio había pedido a su padre que le consiguiera entradas para escuchar a la diva del momento, la gran Ane Larrazábal, por quien el niño sentía verdadera debilidad. La broma le había costado al inspector doscientos euros por butaca en la reventa.
A punto ya de entrar en el Auditorio, al inspector se le veía preocupado por la posibilidad de no estar a la altura de las circunstancias durante el concierto, ya que el rígido protocolo de las veladas sinfónicas le era totalmente desconocido.
—Esta noche estoy en tus manos, Gregorio. Me tienes que decir hasta cuándo hay que aplaudir.
—No te preocupes, papá: no pienso dejar que hagas el ridículo.
—Muchas gracias, hijo.
—No, si no es por ti, es por mí. No sabes la vergüenza que se pasa cuando alguien aplaude a destiempo y le mira todo el público.
—Eso es lo que hay que tratar de evitar.
—Lo primero que tienes que saber es que, al principio, antes siquiera de que empiece la música, se aplaude dos veces: la primera cuando entra el concertino.
—¿Qué es eso? —dijo Perdomo antes de soltar una blasfemia contra una cincuentona que le acababa de quitar una plaza de aparcamiento. Amenazaba lluvia y todo el mundo parecía haberse puesto de acuerdo para sacar el coche aquella tarde.
—El concertino es el primer violín —le aclaró Gregorio, un tanto avergonzado por lo maleducado que podía llegar a ponerse su padre cuando estaba al volante—. En España se le llama «concertino», no me preguntes por qué. Es una especie de ayudante del director de orquesta. Una vez que han entrado todos los músicos, llega él o ella, porque muchas veces es una chica, y le dedicamos un aplauso.
—¿Y después?
—El concertino ordena al oboe que toque el
la
con el que afina toda la orquesta. Es una nota muy alargada que suena así:
laaaaaaaaaaa.
—Aplauso entonces también para el oboe, ¿no?
—No, papá. Al oboe no se le aplaude.
—¿Al concertino, que no toca, se le aplaude, y al oboe, que toca, no? ¿Estás seguro?
—¡Papá, por favor! —dijo el niño para poner fin a las apostillas del padre—. La segunda vez que se aplaude antes de que empiece la música es cuando entra el director de la orquesta. Esta noche entrará solo, porque la orquesta tiene que tocar primero la obertura de Mozart. Ordenará a toda la orquesta que se ponga en pie, para que los músicos compartan con él la ovación; luego nos dará la espalda y empezará la música.
—¿Cuánto dura la obertura esa? —dijo Perdomo, aterrorizado ante la posibilidad de empezar a aburrirse desde el primer minuto.
—No te preocupes, te gustará. Es música divertida, como de comedia. Cuando termine la obertura, aplaudimos y el director abandonará el escenario un instante. Pero volverá a entrar enseguida con Ane Larrazábal, para el
Concierto
de Paganini. Ahí, aplauso atronador, porque Ane se lo merece todo, es una
megacrack.
—Debe de serlo, a juzgar por lo que me han costado las entradas.
—Es una caña, papá, tu dinero está bien invertido. Mi profe dice que aquí en España no la valoramos lo suficiente, pero que si estuviéramos en Francia o en Alemania ya habrían puesto su nombre a una calle.
—¿Qué más cosas tengo que saber para no meter la pata? ¿Voy bien vestido?
—No vas mal. ¿Has dejado la
pipa
en casa?
—Claro. ¿Quién te crees que es tu padre, Billy el Niño?
—Por supuesto, el móvil apagado.
—Eso no hacía falta que me lo dijeras.
—Durante la música no se aplaude. Aunque te guste mucho un pasaje y ya verás qué pasada de
cadenza
se va a marcar Ane esta noche, no se te ocurra ni respirar. Nada de mecheritos, ni de saltos, ni de llevar el ritmo con los pies.
—¿Qué es la
cadenza
, hijo? No me asustes.
—Es la parte en que la orquesta deja solo al violinista para que se luzca con pasajes dificilísimos. No se te ocurra aplaudir al final de la
cadenza
, aunque hayas flipado en colores.
Perdomo permaneció un momento en silencio, tratando de asimilar las instrucciones de Gregorio, y luego dijo:
—No entiendo cómo a un hijo mío le puede gustar tanto este mundo. Eso de saber siempre lo que va a pasar no me convence. En un concierto de rock, no sabes ni qué van a tocar los músicos; todo te sorprende desde el primer minuto.
—Papá, en muchos conciertos de rock, no sabes qué están tocando ni siquiera cuando ha empezado la música.
Padre e hijo callaron de nuevo, quizá porque veían cada vez más lejana la posibilidad de encontrar un sitio para aparcar, hasta que Gregorio dio un respingo y dijo:
—¡Déjalo detrás de ese contenedor de vidrio!
—Ahí está prohibido. Es mejor ir al aparcamiento.
—El aparcamiento está lejísimos y va a empezar a llover. Déjalo ahí.
—No puedo, Gregorio. Seguro que ahí me ponen un multazo.
—No papá, ahí nunca ponen multa.
—¿Cómo lo sabes?
Al ver que su hijo tardaba en contestar, Perdomo apartó la vista de la calle para mirarle y comprobó que le había cambiado la expresión y tenía los ojos humedecidos.
—¿Cómo sabes que ahí no ponen multa? —volvió a preguntarle su padre.
—Porque era el sitio donde aparcaba siempre mamá. Lo llamaba «mi escondrijo».
El maestro Agostini permaneció largo rato escrutando la cabeza infernal que remataba el violín de Ane Larrazábal. Lo que le llamó la atención no fue tanto el hecho de que la voluta estuviera tallada —algunos violinistas preferían un motivo personalizado para coronar el clavijero de su instrumento—, sino la ferocidad de la expresión del diablo, que le recordó a una de esas divinidades asirias, insaciables en su venganza una vez que los hombres han desatado su cólera.
—Si yo tuviera un demonio semejante en la empuñadura de mi batuta,
signorina
, no creo que pudiera siquiera dormir por las noches. ¿Cómo se le ha ocurrido tallarse en la voluta semejante angelito?
—Este «angelito», como usted le llama, es Baal, un dios de la antigua Asia Menor que se incorporó posteriormente al judaísmo y al cristianismo como rey de los infiernos. Dicen que tiene a su servicio sesenta y seis legiones de demonios, que es capaz de hacer invisibles a quienes le convocan y que puede convertir a los hombres en sabios.
Hay personas a las que la sola mención del Príncipe de las Tinieblas les hace sentir incómodas. Agostini era una de ellas, pero trató de disimularlo, quizá por estar delante de una mujer atractiva.
—Debo reconocer —dijo el director afectando naturalidad en la voz— que la talla es excelente. ¿Es original?
—¿Quiere decir si este Stradivarius fue construido originalmente así? No, es un ornamento añadido posteriormente por mí.
—¿Quién le hizo el trabajo?
—Arsène Lupot, mi
luthier.
A Agostini le costaba trabajo incluso sostener la mirada de aquel pequeño demonio de madera y se alejó un par de pasos de la violinista.
—He oído hablar de él. Algunos músicos de la orquesta de la Scala le confían sus instrumentos.
—En ese caso no creo que traten con Lupot en persona, sino con alguno de sus ayudantes. Arsène sólo se ocupa de violines de primerísima fila: Guarneri del Gesú y Stradivarius.
Larrazábal acababa de mencionar a los más grandes constructores de violines de todos los tiempos. Los precios de sus instrumentos podían rondar los dos millones de dólares, aunque los 15 empleados por los grandes solistas, como Yehudi Menuhin o Jascha Heifetz, tenían un valor incalculable. Los expertos del mundo entero habían derramado ríos de tinta para tratar de explicar por qué los artesanos de hoy en día, con toda la tecnología del siglo XXI a su alcance, eran incapaces de igualar la sonoridad y el timbre de estas máquinas acústicas tan perfectas. Unos decían que el secreto estaba en el barniz, otros que en la densidad de la madera, aunque la teoría más plausible era que el empleo de sales metálicas en el tratamiento de la caja armónica era lo que de verdad había conferido a estos instrumentos la fuerza y la riqueza de su sonido.
—Me ha extrañado que toque con un Stradivarius —dijo el maestro—. Lo digo porque tengo entendido que Paganini, por el que siente tanta veneración, tocaba con un Guarneri.
—Llamado
Il cannone
, «El cañón», por la potencia de su sonido. Pero maestro, Paganini era propietario de muchos violines. Cuando murió, en 1840, legó a su hijo Aquiles una colección asombrosa, que incluía siete Stradivarius. A mí me gusta creer que éste es uno de ellos.
—¿Cómo llegó a sus manos?
—Está en la familia desde la época de mi abuelo materno, que fue el que se hizo con él, al parecer en una subasta que tuvo lugar en Lisboa en 1950. Créame, maestro, yo he oído sonar el Guarneri de Paganini, que aunque está conservado en el Palazzo Municipale de Génova se usa periódicamente, y este «Strad» tiene un sonido muy similar.
—¿Espionaje industrial entre los dos grandes artesanos de Cremona? —preguntó el italiano.
—Es posible. Aunque estoy convencida de que la sonoridad de un violín la da la personalidad del violinista, no la del
luthier
que lo construyó. David Oistrach, por ejemplo, que fue uno de los más grandes, tocaba con un instrumento medianejo.
—¿Esa efigie tallada en su violín —dijo Agostini tratando de no mirarla, pues aquel perverso rostro le empezaba a producir malestar físico— significa que cree usted que para tocar como Paganini es necesario vender el alma al diablo, como dicen que hizo el genovés?
Durante un instante, pareció que la joven violinista iba a abordar la cuestión, pero sorprendió al italiano respondiendo con otra pregunta.
—¿Sabe, maestro, cómo se originó la creencia de que Paganini tenía un pacto con el demonio?