El violín del diablo (43 page)

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Authors: Joseph Gelinek

Tags: #Histórico, Intriga, Policíaco

BOOK: El violín del diablo
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—Veo que Gregorio no le ha puesto al tanto de nuestro pequeño encuentro fortuito del otro día. Seguramente porque le habría tenido que contar también que, a pesar de que le ha pedido expresamente que no lo haga, él sigue tocando en el metro madrileño.

Gregorio bajó la vista, avergonzado ante la falta de principios del italiano.

—Quiero hablar con mi hijo ahora mismo; dile que se ponga.

—Aquí las órdenes las doy yo, Perdomo. Le voy a explicar muy brevemente la situación. Gregorio y yo vamos a hacer un viajecito a Tokio para el cual necesitamos el pasaporte del chaval. ¿Quiere usted creer que a pesar de que lo hemos buscado por todos los rincones de la casa, el documento no aparece?

—Exijo hablar con Gregorio y que él mismo me diga que está bien.

Rescaglio tapó el auricular y se dirigió el niño en el tono más duro que pudo componer.

—Dile que estás bien y que te soltaré al final del viaje solamente si ambos colaboráis.

El niño intentó coger el auricular pero el italiano se lo impidió, indicándole que él se lo sostendría durante la conversación.

—¿Papá? —dijo Gregorio con voz algo temblorosa.

—Hijo, ¿estás bien?

—Sí, pero tiene unas tijeras.

—¡Y sería una lástima que tuviera que emplearlas con el chico si ambos no siguen al pie de la letra mis instrucciones! —amenazó el italiano, recuperando el control del teléfono—. Bien, ¿dónde está el pasaporte de Gregorio?

El inspector Perdomo estaba barajando en su mente desde hacía ya un buen rato, con la velocidad de un crupier profesional, todas las opciones posibles para hacer frente a Rescaglio. Tenía claro que bajo ningún concepto iba a poner en peligro ni la vida ni la seguridad de su hijo; como además estaba convencido de que si el italiano había matado ya una vez, podía volver a hacerlo, decidió que lo mejor era obedecerle hasta que surgiera una oportunidad para reaccionar.

—El pasaporte está en la nevera —respondió el inspector.

El otro se mofó de la respuesta con una risita displicente:

—Señor Perdomo, ¿de verdad cree que éste es el mejor momento para reírse de mí? ¿No se da cuenta de que me está obligando a hacer daño al niño?

—Óyeme bien,
zumbao
—saltó el policía, al que se le revolvieron las tripas sólo de pensar en que aquel psicópata pudiera ensañarse con el pobre Gregorio—, ¡te estoy diciendo la verdad! Tanto mi pasaporte como el de Gregorio están en la nevera, dentro de un sobre blanco con un montón de dólares que cambié cuando estábamos a punto de hacer juntos un viaje a Nueva York. Lo puse ahí porque no quería dejar dinero en metálico al alcance de la asistenta y estaba convencido de que nunca miraría debajo de las hueveras. Compruébalo!

Rescaglio tapó el auricular y le dijo al niño:

—Tú, mira en el frigorífico, debajo de donde están los huevos.

Mientras el chico iba a comprobar si la información era correcta, Rescaglio dio las últimas instrucciones al policía:

—Se lo voy a dejar muy claro, inspector. Tengo dos rehenes conmigo: uno es un violín que vale tres millones de euros, el otro es un niño de trece años que da la casualidad de que es su único hijo. Si el pasaporte está donde me acaba de decir, Gregorio y yo salimos ahora mismo hacia el aeropuerto, donde no quiero tener la más ligera complicación.

—Te aseguro que no vas a encontrar el más mínimo problema para salir del país —le aseguró el policía en el tono más convincente que pudo—. Nadie, excepto yo, sabe que tú mataste a Ane. No hay orden de busca y captura contra ti; cuando llegues al aeropuerto nadie va a estar esperándote, tienes mi palabra. Pero tenemos que pactar cómo y cuándo recuperaré a mi hijo.

—¿Conoce el aeropuerto de Narita? En la terminal dos, en la tercera planta, hay un punto de encuentro muy famoso llamado Rendez-vous Plaza. Es ahí donde podrá recuperar a su hijo, entre las tres y las cuatro de la tarde de mañana.

—Supongo que eres consciente de que si Gregorio sufre el más mínimo percance, me obligarás a olvidarme de que soy policía y dedicaré lo que me queda de vida a buscarte para arrancarte las entrañas con mis propias manos.

—No empecemos a ponernos desagradables sin motivo, inspector. Ya le he dicho que su hijo es para mí un simple salvoconducto; acabar con su vida no me reportaría el menor beneficio. Es más, debo decirle que empiezo a sentir un genuino aprecio por el chaval.

En ese momento llegó Gregorio con el sobre blanco que había mencionado Perdomo y lo entregó a su secuestrador. Estaba frío como una losa de mármol. Rescaglio sujetó el auricular con el hombro para liberar una mano y abrió el sobre, donde, efectivamente, halló dos pasaportes y tres mil dólares en billetes de diez, veinte y cien dólares. El italiano comprobó la validez de los dos documentos y al ver la fecha de nacimiento del inspector exclamó:

—¡Es usted tauro, Perdomo! Igual que yo; le felicito de corazón. Aunque ya sabe que si un tauro sale malo, es de lo peor: avaro, terco, colérico, gusto por el dinero fácil, rencoroso, posesivo. Y la foto es lamentable; será mejor que le expidan otro documento.

A continuación agarró las tijeras y empezó a cortar en trocitos las hojas del pasaporte del policía, que acabó tirado en el suelo, junto al retrato de su esposa.

—Ahora quiero que haga una última cosa por mí,
signor poliziotto
—concluyó Rescaglio—. Le voy a poner a su hijo al teléfono otra vez, para que sea su padre quien le diga cómo tiene que comportarse. Le aconsejo que sea breve y contundente.

El violonchelista acercó el auricular al oído del muchacho y le indicó con un gesto de la cabeza que hablara.

—¿Papá?

—Gregorio, estoy aquí. No te va a pasar nada si haces lo que te dice, puedes creerme.

—De acuerdo, papá.

—No intentes nada, no le provoques, haz que se sienta cómodo en todo momento y con total control de la situación.

—Sí, papá.

—Yo me encargo de que mañana por la tarde una persona vaya a recogerte al punto de encuentro de Narita. Una última cosa, y contéstame sólo con un monosílabo, ¿lleva Rescaglio el violín consigo?

—Sí, papá.

El italiano consideró que la conversación ya había durado lo suficiente y recuperó el auricular.


Arrivederci
, inspector, y recuerde: si decide hacerse el listo y tengo cualquier clase de contratiempo en mi largo camino hasta Narita, será su hijo quien lo pague. Si le veo aparecer por allí, su hijo morirá. Si detecto más policía que de costumbre o veo que en el embarque alguien hace algo que me pone nervioso, su hijo morirá. Y los padres de Ane le cortarán luego a usted en pedacitos, porque también destrozaré el Stradivarius. Corto y cierro.

Perdomo estaba preparando una respuesta a la sádica amenaza del italiano, pero no le dio tiempo a reaccionar, porque el otro le colgó el teléfono.

—Muy bien, Gregorito —anunció Rescaglio de buen ánimo—, nos ponemos en marcha. —Su expresión dura y fría de los últimos minutos había cambiado por completo y ahora resurgía de nuevo el encantador violonchelista que había seducido a Gregorio durante el dueto de Boccherini.

—Tu padre ha prometido que piensa comportarse como un chico bueno, así que vamos a disfrutar de un viaje de película. A partir de este momento tu vida está en tus propias manos, sólo dependes de ti mismo. ¿Que te portas bien? Dentro de veinticuatro horas todo esto no será para ti más que un mal sueño. ¡Y encima habrás tenido la oportunidad de conocer Tokio, el paraíso de los
gadgets
electrónicos! Si por el contrario decides hacer
lo stronzo
y echas a correr, entonces… te aseguro que le darás a tu padre el mayor disgusto de su vida.

—Yo voy a hacer todo lo que me diga mi padre —respondió el niño con semblante adusto.

—Eso es lo que quería oír. Ahora presta atención: va a haber un momento especialmente peliagudo, cuando pasemos el control de equipajes y yo no pueda tenerte al alcance de mis tijeras. Es probable que en ese momento, al verte rodeado de policías y sabiendo que no puedo hacerte nada, sientas la tentación de echar a correr.

Gregorio tuvo que reconocer para sus adentros que la ocasión para la huida era difícil de desaprovechar.

—Quiero que sepas lo que ocurrirá si te das a la fuga en ese momento, para que luego no me puedas reprochar que no te puse sobre aviso.

El italiano abrió su teléfono móvil y buscó un número en la agenda. Antes de marcarlo, advirtió al niño:

—De la misma manera que, si tu padre intenta detenerme, te pondrá a ti en una situación muy difícil, si tú intentas huir o delatarme a la policía durante el control de equipajes, una persona de mi total confianza se encargará de liquidar a tu padre cinco minutos después.

Rescaglio marcó el número que había preseleccionado y cuando oyó que descolgaban al otro lado, dijo:

—¿Renzo? Te paso al muchacho.

Rescaglio entregó el teléfono al chico y éste se lo llevó al oído. Al otro lado de la línea se escuchaba una respiración pesada, como de asmático o de perverso sexual. La voz dijo:

—Me cargaré a tu padre y a
tutta la tua famiglia
como hagas la menor tontería.
Hai capito?
¡Les cortaré el cuello a todos con un cuchillo de cocina!

Gregorio cerró los ojos horrorizado y luego estalló en un llanto copioso e inconsolable, en el que no había ya nada de la rabia contenida de hacía unos minutos, sino sólo la expresión de la más absoluta desesperación.

El chico no tenía manera de saber que el tal Renzo era, en efecto, un íntimo amigo del italiano, pero que difícilmente iba a poder tomar represalias contra su padre puesto que estaba hablando desde Tokio, donde se iba a encargar de prestar ayuda a Rescaglio hasta que su rastro se perdiera para siempre.

Su captor no tuvo ni un solo gesto de compasión hacia el muchacho, al que días atrás había estado regalando el oído por su musicalidad y su destreza técnica, y a pesar de que llevaba un pañuelo inmaculado en el bolsillo, ni siquiera cruzó por su cabeza la idea de prestárselo a Gregorio para que se enjugara las lágrimas.

Estaba decidido a llevar a cabo su venganza en caso de que el inspector Perdomo faltara a su palabra, y para eso necesitaba distanciarse emocionalmente de una criatura a la que, tal vez dentro de muy pocas horas, iba a tener que ejecutar. Mientras dejaba que Gregorio sollozara en un rincón, descolgó de nuevo el teléfono, y tras un par de llamadas, logró que le enviaran un taxi para desplazarse al aeropuerto.

52

Mientras tanto, en su coche, Perdomo estudiaba la estrategia para liberar a Gregorio de un secuestrador. A la hora de garantizar la seguridad de su hijo, sólo había una persona en la que confiase plenamente y era él mismo. Tenía que ir al aeropuerto, eso estaba claro, y aunque no lograse rescatar a su hijo, debía asegurarse de que el chico estaba bien y que no había puesto en peligro su propia seguridad tratando de escapar de su captor. El policía se consideraba lo suficientemente hábil para hacer un seguimiento del secuestrador y de su víctima hasta la mismísima puerta de embarque sin ser visto; pero además se estaba preguntando cómo se las iba a arreglar Rescaglio para controlar a su presa una vez que ambos hubiesen atravesado el control de equipajes de mano, pues las tijeras serían sin duda detectadas por el escáner y la Guardia Civil se las incautaría en el acto. La lista de objetos punzantes prohibidos por la actual normativa era abrumadora: hachas, flechas, dardos, cuchillas, bisturíes, arpones, piquetas, ¡incluso patines de hielo! y, por supuesto, tijeras de más de seis centímetros de longitud. Pero todos estos utensilios, con los que sin duda se podía desde secuestrar un avión hasta dejar a un niño malherido, eran detectables siempre que estuviesen hechos de metal. ¿Y si Rescaglio había logrado disimular, por ejemplo en la funda del violín, algún elemento de plástico o madera que pudiera resultar tan mortífero como unas tijeras de acero? Aunque así fuera, Perdomo sabía que el momento en el que el italiano iba a resultar más vulnerable iba a ser en el control de equipajes de mano, cuando, aunque sólo fuera durante un minuto, se iba a tener que separar del muchacho.

Lo primero que hizo el policía fue llamar a AENA para informarse de cuáles eran los vuelos a Tokio de ese día. En el aeropuerto le comunicaron que solamente podían suministrarle información de los vuelos directos, y como no había ninguna compañía que volase sin escalas a Japón, optó por telefonear a una conocida agencia de viajes en la que le facilitaron todos los vuelos del día. El de Swiss Air, vía Zurich, había salido a las 9.50 de la mañana, y poco después, a las 10.20, lo había hecho el de Air France vía París. Lufthansa salía a las 16.50, vía Frankfurt y a las 19.30 había otro vuelo más de Air France, también con escala en la capital gala. Los martes y los jueves, había un vuelo de Iberia de las 16.00, que enlazaba con otro avión de la misma compañía en Amsterdam y llegaba a Tokio a las 14.30 del día siguiente. Rescaglio le acababa de decir por teléfono que soltaría a Gregorio en el Rendez-vous Plaza entre las tres y las cuatro, así que forzosamente tenía que ser ése el avión en el que pensaba embarcarse el italiano.

53

El plan de Perdomo era bien sencillo. Tenía que llegar a la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas, que es de donde salía el vuelo de Iberia para Amsterdam, identificarse ante la Guardia Civil en el control de equipajes de mano, y emboscarse al otro lado para entrar en acción en cuanto Gregorio cruzara bajo el arco detector de metales y estuviera fuera del alcance del italiano. Si llegaba a tiempo, Rescaglio iba a ser bastante fácil de neutralizar. Pero ¿podría plantarse en el aeropuerto antes que el secuestrador de su hijo? Desde su casa, en el Madrid de los Austrias, hasta el aeropuerto, a menos de veinte kilómetros de distancia, apenas había veinticinco minutos. Sólo tenía que enfilar las rondas, llegar hasta la carretera de Valencia y de allí enlazar con la M-40 y el desvío a Barajas. Pero él estaba en El Boalo, a casi una hora del aeropuerto, y para ganar la carrera, la única posibilidad consistía en que la cola del mostrador del
check-in
fuera lo suficientemente larga para compensar el tiempo que le iba a sacar su contrincante. Se maldijo por haber aceptado la propuesta de una reportera de Telemadrid de hacerle una entrevista-reportaje en el lugar mismo en el que había descubierto al asesino del Marral. La primera vez que le había llamado su hijo —o quien él creía que era su hijo— ni siquiera había escuchado la llamada, ya que su móvil estaba en modo silencioso para no interrumpir la entrevista. Cuando terminó de contestar a las preguntas, vio que tenía una llamada de su casa y al devolverla fue cuando Rescaglio descolgó el teléfono.

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