Read El vuelo de las cigüeñas Online
Authors: Jean-Christophe Grange
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco
»No sé por qué milagro sobreviví. Corrí bajo la lluvia, con las manos en llamas, gritando, tropezando, hasta que me desmayé en la puerta de la embajada de Francia, en la que vivían unos amigos de mis padres, Nelly y Georges Braesler. Cuando me encontraron, y comprendieron el horror del genocidio, y que el coronel Bokassa había tomado el poder, nos marchamos en seguida al pequeño aeropuerto de Bangui, y huimos de allí a bordo de un biplano, propiedad del ejército francés. Despegamos en medio de la tormenta, abandonando la República Centroafricana a su suerte, sometida a la locura de un solo hombre.
»En los días sucesivos se habló poco de este «atropello». El gobierno francés no se sentía a gusto con la nueva situación. Cogidos por sorpresa, los franceses acabaron por reconocer al nuevo dirigente. Se llevó a cabo una investigación sobre las víctimas de la noche de San Silvestre y se le concedió una gran indemnización al pequeño Louis Antioche. Por su parte, los Braesler removieron cielo y tierra para que se hiciese justicia. Pero ¿de qué justicia se trataba? Los asesinos estaban muertos, y el principal responsable era ahora el jefe de Estado de la República Centroafricana.
Mis palabras quedaron suspendidas en el silencio de la madrugada. Sarah murmuró:
—Lo siento mucho.
—No lo sientas, Sarah. Tenía seis años, y no tengo ningún recuerdo de todo aquello. Es una larga página en blanco en mi vida. Además, ¿qué recuerda uno de sus cinco primeros años? Todo lo que sé me lo contaron los Braesler.
Nuestros cuerpos se abrazaron una vez más. Rosa, roja, malva, la madrugada endulzó un poco nuestra violencia y nuestra rabia. El placer, una vez más, estuvo ausente. No hablamos. Las palabras nada pueden hacer por los cuerpos.
Más tarde, Sarah se sentó frente a mí, desnuda, como una diosa, y me cogió las manos. Observó las más mínimas cicatrices, recorriendo con el dedo las heridas, todavía rosáceas, que me había hecho con los cristales del almacén.
—¿Te duelen las manos?
—Al contrario, son totalmente insensibles.
Ellas las acarició una vez más.
—Eres mi primer amante
goy
, Louis.
—Puedo convertirme.
Sarah se encogió de hombros. Examinó las palmas de mis manos.
—No, no puedes.
—Algunos tijeretazos aquí y allá y…
—Tú no puedes ser ciudadano de Israel.
—¿Por qué?
Sarah dejó mis manos, con una mueca de asco. Luego miró por la ventana.
—Tú no eres nadie, Louis. No tienes huellas dactilares.
Al día siguiente me desperté tarde. Me esforcé por abrir los ojos y me concentré en la habitación de Sarah, con las paredes de piedra blanca, salpicadas por el sol, la pequeña cómoda de madera, el retrato de Einstein enseñando la lengua, y el de Hawking en su silla de ruedas, colgados de unas chinchetas en la pared. Libros de bolsillo apilados en el suelo. Era la habitación de una joven solitaria.
Miré el reloj. Las once y veinte del 4 de septiembre. Sarah se había ido a los
fishponds
. Me levanté y me di una ducha. En el espejo, encima del lavabo, observé con detenimiento mi rostro. Mis rasgos se habían acentuado. La frente despedía un reflejo mate, y mis ojos, bajo unos párpados perezosos, mostraban su color claro. Quizá no era más que una impresión, pero me pareció que mi rostro había envejecido, adquiriendo una expresión cruel. En pocos minutos me afeité y me vestí.
En la cocina, debajo de un bote de té, encontré un mensaje de Sarah:
Louis:
Los peces no pueden esperar.
Estaré de vuelta al final de la jornada.
Té, teléfono, lavadora:
Todo está a tu disposición.
Cuídate y espérame.
Que pases un buen día, pequeño goy.
Sarah.
Me preparé un té, y bebí los primeros tragos en la ventana, observando la Tierra Prometida. El paisaje ofrecía aquí una curiosa mezcla de aridez y fertilidad, de placas secas y de extensiones verdosas. Bajo una luz clarísima, las superficies brillantes de los
fishponds
arañaban el terreno.
Cogí la tetera y me instalé fuera, en el cenador del jardín. Llevé allí el teléfono y llamé a mi contestador. La conexión era mala, pero pude oír los mensajes. Dumaz, serio y grave, me daba algunas noticias. Wagner, impaciente, me pedía que lo llamase. La tercera llamada era la más sorprendente. Era Nelly Braesler, que quería saber de mí: «Querido Louis, soy Nelly. Su llamada me ha dejado muy preocupada. ¿Qué hace ahora? Llámeme».
Marqué el número de Hervé Dumaz, en la comisaría de Montreux. Nueve de la mañana, hora local. Después de varios intentos, obtuve línea y me pasaron al inspector.
—¿Dumaz? Aquí Antioche.
—¡Por fin! ¿Dónde está? ¿En Estambul?
—No pude detenerme en Turquía. Estoy en Israel. ¿Podemos hablar?
—Le escucho.
—Quiero decir: ¿nadie escucha nuestra conversación?
Dumaz soltó una de sus pequeñas carcajadas.
—¿Qué pasa?
—Han intentado matarme.
Sentí que la serenidad de Dumaz se hacía añicos.
—¿Cómo?
—Dos hombres. En la estación de Sofía, hace cuatro días. Llevaban fusiles de asalto y gafas infrarrojas.
—¿Cómo logró usted escapar?
—De milagro, pero murieron tres inocentes.
Dumaz guardó silencio. Yo añadí:
—Maté a uno de los asesinos, Hervé. Me marché a Estambul y luego llegué a Israel en transbordador.
—¿Qué ha descubierto?
—Nada. Pero las cigüeñas son la clave de este asunto. Primero Rajko Nicolitch, el ornitólogo asesinado salvajemente. Luego, fue a mí a quien intentaron eliminar, cuando yo solo investigo a las cigüeñas. Y ahora una tercera víctima. Acabo de saber que un ornitólogo israelí fue asesinado hace cuatro meses. Estoy seguro de que estos asesinatos pertenecen a la misma serie. Iddo había descubierto algo, como Rajko.
—¿Quiénes eran los que quisieron matarlo?
—Quizá los dos búlgaros que fueron a ver a Joro Grybinski en abril pasado.
—¿Qué va a hacer?
—Continuar.
Dumaz se inquietó mucho:
—¡Continuar! ¡Pero hay que avisar a la policía israelí, contactar con la Interpol!
—De ninguna manera. Aquí la muerte de Iddo es caso cerrado. En Sofía, la muerte de Rajko pasó desapercibida. La de Marcel hará algo más de ruido, porque era francés. Pero todo esto no es más que un caos. Sin prueba alguna, con hechos inconexos, es demasiado pronto para avisar a la policía internacional. Mi única oportunidad es avanzar en solitario.
El inspector suspiró:
—¿Está usted armado?
—No. Pero aquí, en Israel, no es muy difícil encontrar esa clase de material.
Dumaz no decía nada, yo solo percibía su respiración entrecortada.
—¿Y usted, tiene algo nuevo?
—Nada sólido. Profundizo en la vida de Böhm. De momento, no veo más que un lazo de unión en todo esto: las minas de diamantes. Primero en Sudáfrica, luego en la RCA. Sigo buscando. En lo demás aún no he obtenido ningún resultado.
—¿Qué ha encontrado sobre Mundo Único?
—Nada. Mundo Único es irreprochable; su gestión, transparente; su labor, eficaz y reconocida.
—¿De dónde viene esta organización?
—Mundo Único fue fundada al final de los años setenta por Pierre Doisneau, un médico francés instalado en Calcuta, al norte de la India. Se ocupaba de los desheredados, de los niños enfermos, de los leprosos… Doisneau se organizó bien. Montó dispensarios en las mismas calles, que poco a poco fueron adquiriendo una importancia considerable. Se comenzó a hablar de Doisneau, su reputación atravesó las fronteras. Médicos occidentales acudieron a ayudarle, consiguió fondos… Miles de hombres y mujeres pudieron así ser atendidos.
—¿Y qué más?
—Más tarde, Pierre Doisneau creó Mundo Único, y después fundó un Club de los 1001, compuesto por unos mil miembros —empresarios, personalidades, etc.—, que donaron cada uno diez mil dólares. El total de la suma —más de diez millones de dólares— se invirtió en acciones, para que, cada año, diesen importantes dividendos.
—¿Cuál era el objeto de esa operación?
—Los intereses bastan para financiar las sedes de Mundo Único. De esta manera, la organización asegura a sus benefactores que su dinero va a parar directamente a los desheredados y no a lujosas sedes sociales. Esta transparencia tuvo un papel importante en el éxito de Mundo Único. Hoy, sus centros de atención se reparten por todo el planeta. Mundo Único gestiona un verdadero ejército humanitario. En su campo es una referencia.
Se oyeron chisporroteos en la línea.
—¿Puede conseguirme la lista de estos centros en el mundo?
—Claro, pero no veo…
—¿Y la lista de los miembros del Club?
—Louis, va por mal camino. Pierre Doisneau es una celebridad. Estuvo muy cerca de conseguir el premio Nobel de la Paz el año pasado y…
—¿Puede conseguírmelas?
—Lo intentaré.
Otra ráfaga crepitante ocupó la línea.
—Cuento con usted, Hervé. Lo llamaré mañana o pasado.
—¿Dónde puedo encontrarlo?
—Ya lo llamaré yo.
Dumaz parecía no comprender. Descolgué el teléfono de nuevo y marqué el número de Wagner. El alemán estaba encantado de oírme.
—¿Dónde está usted? —preguntó.
—En Israel.
—Muy bien. ¿Ha visto a nuestras cigüeñas?
—Las espero aquí. Estoy en una de sus paradas, en Beit-She'an.
—¿En los
fishponds
?
—Exactamente.
—¿Las ha visto en Bulgaria, en el estrecho del Bósforo?
—No estoy del todo seguro. He visto algunas volar sobre el estrecho. Era fantástico. Ulrich, no puedo hablar mucho rato. ¿Tiene usted nuevas localizaciones?
—Las tengo aquí, a mano.
—Dígame.
—El más importante es el grupo que va en cabeza. Ayer dejaron atrás Damasco y se encaminan hacia Beit-She'an. Creo que podrá verlas mañana.
Ulrich me dio rápidamente las localizaciones. Las anoté en el mapa.
—¿Y las del oeste?
—¿Las del oeste? Un momento… Las más rápidas están ahora atravesando el Sahara. Llegarán pronto a Mali, en el delta del Níger.
Anoté también estas informaciones.
—Muy bien —concluí—. Lo llamaré dentro de dos días.
—¿Dónde se aloja usted, Louis? Podríamos enviarle un fax. Hemos empezado a hacer algunas estadísticas y…
—Lo siento, Ulrich. Aquí no hay fax.
—Tiene usted una voz un poco extraña. ¿Va todo bien?
—Sí, Ulrich. Me alegro de haber podido hablar con usted.
Por último, llamé a Yossé Lenfeld, el director de Nature Protection Society. Yossé hablaba inglés con un acento rudo y gritaba tan alto que mi auricular vibraba. Presentí que el ornitólogo era, también él, un «espécimen». Concertamos una cita para la mañana siguiente, en el aeropuerto Ben Gurion, a las ocho y media.
Me levanté, comí algunas pitas en la cocina y salí a investigar el local de Iddo, en el jardín. No había dejado ninguna nota, ninguna estadística, ninguna información. Encontré el mismo instrumental y las mismas vendas que había visto en casa de Böhm.
Pero descubrí la lavadora. Mientras su tambor giraba con toda mi ropa, proseguí mi búsqueda con calma. No descubrí nada más, salvo vendas viejas con plumas pegadas. No era, decididamente, un buen día. Pero, de momento, no tenía más deseo que volver a ver a Sarah.
Una hora más tarde, cuando tendía la ropa al sol, apareció entre dos camisas.
—¿Has acabado de trabajar?
Por toda respuesta, Sarah me guiñó el ojo y me cogió del brazo.
Al otro lado de la ventana el día se moría lentamente. Sarah se separó de mí. El sudor le resbalaba por el pecho. Miraba fijamente el ventilador que giraba rezongando en el techo. Su cuerpo era largo y firme, su piel oscura, quemada, reseca. A cada movimiento, se veían sus músculos moverse como animales acorralados, listos para atacar.
—¿Quieres té?
—Sí, gracias —respondí.
Sarah se levantó y fue a preparar la infusión. Sus piernas estaban ligeramente arqueadas. Me sentí de nuevo excitado. Mi deseo por ella era inextinguible. Dos horas de abrazos no habían bastado para aplacarme. No se trataba ni de goce ni de placer, sino de una química de cuerpos, atraídos, abrasados, como destinados a consumirse uno en el otro, eternamente.
Sarah volvió con una estrecha bandeja de cobre en la que traía una tetera de metal, pequeñas tazas y galletas. Se sentó en el borde de la cama, luego sirvió el té a la oriental, levantando muy alto la tetera por encima de cada taza.
—Louis —dijo—, he estado pensando. Creo que vas por un camino equivocado.
—¿Qué quieres decir?
—Los pájaros, la migración, los ornitólogos… Aquí se trata de asesinatos. Y nadie mata por unos pájaros.
Ya me habían dicho eso mismo antes. Le repliqué:
—En este asunto, Sarah, las cosas no tienen más que un punto en común: las cigüeñas. Ignoro adonde me llevan los pájaros. Ignoro también por qué este camino está jalonado de muertes. Pero esta violencia sin fronteras tiene que tener alguna lógica.
—Hay dinero detrás de todo esto. Contrabando entre todos esos países.
—Seguramente —le dije—. Max Böhm se dedicaba al comercio ilícito.
—¿De qué?
—Aún no lo sé. ¿Diamantes, marfil, oro? Riquezas africanas, en todo caso. Dumaz, el inspector suizo que trabaja en este asunto, está persuadido de que se trata de piedras preciosas. Creo que tiene razón. Böhm no podía traficar con marfil, porque él mismo criticó violentamente la matanza de los elefantes en la RCA. En cuanto al oro, hay poco en la ruta de las cigüeñas. Quedan los diamantes, en la República Centroafricana, en Sudáfrica… Max Böhm era ingeniero y había trabajado en ese campo. Pero el misterio sigue entero. El suizo se retiró en 1977 y no volvió a poner los pies en África. No se ocupaba más que de las cigüeñas. De verdad, Sarah, no lo sé.
Sarah encendió un pitillo y se encogió de hombros:
—Estoy segura de que tienes alguna idea en la cabeza.
Yo sonreí:
—Es cierto. Pienso que el contrabando continúa y que las cigüeñas son los correos. Las mensajeras, si quieres, como las palomas mensajeras. Llevan el mensaje en las anillas.
—¿Qué anillas?
—En Europa, los ornitólogos colocan anillas en las patas de los pájaros. En ellas se indica el lugar de nacimiento, su procedencia, o la fecha y el lugar de su captura en el caso de pájaros salvajes. Creo que las anillas de las cigüeñas de Böhm indican otra cosa…