El vuelo de las cigüeñas (7 page)

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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

BOOK: El vuelo de las cigüeñas
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Ya era de noche. Las cigüeñas no habían aparecido, salvo en los recuerdos de Joro. Subimos al coche sin decirnos palabra. A lo largo del campo, las alambradas oscilaban, formando fantásticos arabescos.

* * *

El 25 de agosto, las primeras cigüeñas balizadas llegaron a Bratislava. Por la tarde consulté los datos de Argos y comprobé que dos pájaros estaban a quince kilómetros al oeste de Sarovar. Joro no se lo creía mucho, pero aceptó localizarlos en el mapa. Conocía el lugar: un valle en el que, según él, jamás se había posado una cigüeña. Hacia las siete llegamos a la laguna. Conducíamos escrutando el cielo y los alrededores. No había ni la sombra de un pájaro. Joro no pudo reprimir una sonrisa. Después de cinco días de espera, no habíamos visto más que algunas bandadas tan lejanas y vagas que muy bien podrían ser milanos u otras rapaces. Descubrir esta tarde cigüeñas, gracias a mi ordenador, habría sido una verdadera afrenta para Joro Grybinski.

Sin embargo, de repente, murmuró:

—Están allí —levanté la vista. En el cielo púrpura daba vueltas una bandada. Un centenar de pájaros se posó lentamente en los charcos de un terreno pantanoso. Joro me prestó sus prismáticos. Vi cómo los pájaros planeaban, recortándose en el azul, con el pico tendido. Era maravilloso. Comprendí entonces la magnitud del vuelo que los llevaría a África. En esta bandada, ligera y salvaje, había dos cigüeñas marcadas. Una ola de alegría me recorrió el cuerpo. El sistema de transmisores funcionaba a la perfección.

El 27 de agosto recibí un nuevo fax de Hervé Dumaz. No avanzaba. Había tenido que volver a su cotidiano trabajo de inspector, pero no cesaba de llamar a Francia, en busca de antiguos soldados veteranos que hubiesen conocido a Max Böhm en la República Centroafricana. Dumaz se obstinaba en esa dirección, persuadido de que Böhm se había dedicado allá abajo, en África, a un turbio contrabando. Para concluir me hablaba de que había encontrado a un ingeniero agrónomo de Poitiers que parecía haber trabajado en la República Centroafricana de 1973 a 1977. El inspector pensaba ir a Francia y hablar con este hombre cuando volviese de sus vacaciones.

El 28 de agosto llegó para mí el momento de partir. Diez cigüeñas habían dejado atrás Bratislava y, muy rápidas —llevaban una cadencia de vuelo de ciento cincuenta kilómetros al día—, habían alcanzado ya Bulgaria. Mi problema ahora era seguir en coche su itinerario exacto: atravesarían la ex Yugoslavia, en donde las primeras escaramuzas bélicas acababan de estallar. Estudié el mapa y decidí rodear aquel polvorín y seguir todo a lo largo de la frontera rumana —después de todo, disponía de un visado rumano—. Luego entraría en Bulgaria por una pequeña ciudad llamada Calafat y me iría derecho a Sofía. Tenía que recorrer alrededor de mil kilómetros. Pensé cubrir esa distancia en día y medio, teniendo en cuenta las fronteras y el estado de las carreteras.

Esa misma mañana reservé una habitación en el Sheraton de Sofía para la noche del día siguiente. Luego me puse en contacto con un tal Marcel Minaüs, otro nombre de la lista de Böhm. Minaüs no era ornitólogo, sino lingüista; debía ayudarme a encontrar al especialista búlgaro en cigüeñas Rajko Nicolitch. Después de varios intentos infructuosos, obtuve línea y hablé con aquel francés instalado en Sofía. Se alegró de mi llamada. Lo cité en el vestíbulo del Sheraton a las diez de la noche del día de mi llegada. Colgué y le envié un fax a Dumaz con mis nuevas coordenadas. Luego hice la maleta. Pagué la cuenta del hotel e, inmediatamente después, ya estaba en la carretera en dirección a Sarovar, con el fin de saludar por última vez a Joro Grybinski. No fue una despedida efusiva; intercambiamos nuestras direcciones y le prometí enviarle una invitación, sin la cual le sería imposible ir a Francia.

Unas horas más tarde estaba ya cerca de Budapest, en Hungría. A mediodía me detuve en una estación de servicio de la autopista y tomé una ensalada infecta, a la sombra de un surtidor de gasolina. Algunas jóvenes, rubias, esbeltas como juncos, me miraban con un aire orgulloso, poniéndose coloradas. Tenían las cejas pobladas, las mandíbulas anchas y el pelo claro. Estas adolescentes se parecían al arquetipo que yo me había forjado de las bellezas del Este. Y esta coincidencia me desconcertaba. Siempre había sido un feroz enemigo de las ideas preconcebidas, de los lugares comunes. Ignoraba que el mundo es a menudo más simple de lo que se piensa, y que esas verdades, a pesar de ser banales, eran totalmente transparentes y vivas. Curiosamente, sentí como un golpe, como un estremecimiento de alegría profunda. A la una volví a la carretera.

9

Llegué a Sofía al día siguiente por la tarde con un tremendo aguacero. Edificios de ladrillo, sucios y envejecidos, bordeaban avenidas mal pavimentadas. Los Lada rodaban por ellas dando pequeños saltos, como juguetes pasados de moda, y esquivaban con precisión los caracoleantes tranvías, que eran los verdaderos héroes de Sofía. Surgían de la nada, con estrépito ensordecedor, y escupían pequeños chispazos azules bajo la lluvia. A través de las ventanillas se veía la temblorosa luz azulada iluminar los rostros de los pasajeros. Estos extraños vehículos parecían el escenario de una experiencia inédita: un electrochoque generalizado, pálido y lúgubre, sobre cobayas exangües.

Conducía sin saber adónde iba. Los indicadores estaban escritos en cirílico. Con la mano derecha extraje de mi bolsa la guía que había comprado en París. Mientras la hojeaba, llegué por casualidad a la plaza Lenin. Levanté la vista. La arquitectura parecía un himno que se erguía en medio de la tormenta. Edificios austeros, poderosos, agujereados por pequeñas ventanas se alzaban por todas partes. Torres cuadradas, rematadas en afiladas puntas, dejaban ver una infinidad de aspilleras. Pintadas de colores dispuestos asimétricamente, resplandecían en la noche de forma turbadora. A la derecha, una iglesia negruzca ofrecía una silueta redondeada. A la izquierda, el Sheraton Sofía Hotel Balkan dominaba la plaza con toda su anchura, como una avanzadilla del capitalismo dominante. Allí se hospedaban todos los hombres de negocios americanos, europeos o japoneses, para resguardarse de la lepra de la tristeza socialista.

En el centro del vestíbulo del hotel, bajo una lámpara de araña enorme, me esperaba Marcel Minaüs. Me había dicho que llevaba barba y que tenía el cráneo puntiagudo. Pero Marcel Minaüs era mucho más que eso. Era un icono andante. Muy grande, macizo, encorvado, tenía andares de oso, con los pies hacia dentro y balanceando los brazos. Una verdadera montaña, culminada por una cabeza de patriarca ortodoxo, con barba larga y nariz aguileña. Los ojos, ellos solos, eran ya un poema: verdes, pequeños, hundidos, parecían iluminados por alguna vieja creencia balcánica. Su cráneo era como una mitra: totalmente calvo y apuntando al cielo, como una plegaria.

—¿Ha tenido buen viaje?

—Regular —le dije, evitando estrecharle la mano—. Me llovió desde la frontera. Me esforcé en mantener la media, pero con los puertos y las carreteras llenas de baches no me fue posible…

—¿Sabe usted que yo no viajo más que en autobús?

Dejé las maletas en recepción y nos fuimos, mi compañero y yo, al restaurante principal del hotel. Marcel ya había cenado, pero no tuvo reparos en volver a sentarse a una mesa.

Con pasaporte francés, Marcel Minaüs, de cuarenta años, era una especie de intelectual nómada, un lingüista políglota que hablaba con soltura el polaco, el búlgaro, el húngaro, el checo, el serbocroata, el macedonio, el albanés, el griego… y, además, el romaní, la lengua de los gitanos, que era su especialidad. Había escrito varios libros sobre el tema y redactado un manual para niños, del que estaba muy orgulloso. Miembro eminente de numerosas asociaciones, desde Finlandia a Turquía, andaba siempre de congreso en congreso y vivía así, como un culo inquieto, en ciudades como Varsovia o Bucarest.

Acabé de cenar a las once y media. No hablamos de cigüeñas. Minaüs solamente me preguntó por detalles del seguimiento por satélite. No sabía nada de pájaros, pero me prometió presentarme al día siguiente a Rajko Nicolitch, «el mejor ornitólogo de los Balcanes», me dijo.

Era ya medianoche y cité a Marcel para el día siguiente, a las siete de la mañana en el vestíbulo del hotel. El tiempo justo para alquilar un coche y salir hacia Sliven, donde vivía Rajko Nicolitch. Minaüs se mostró encantado con la idea de este viaje. Subí a mi habitación y allí, metido por debajo de la puerta, me esperaba un mensaje. Era un fax de Dumaz:

From: Hervé Dumaz

To: Louis Antioche

Sheraton Sofía Hotel Balkan

Montreux, 29/agosto/1991, 22 horas

Estimado Louis:

Fue dura la jornada que pasé en Francia, pero el viaje valió la pena. Encontré al hombre que buscaba. Michel Guillard, un ingeniero agrónomo de cincuenta y seis años. Pasó cuatro años enteros en la República Centroafricana, cuatro años en bosques húmedos, en plantaciones de café y con… ¡Max Böhm! Fui a su encuentro a Poitiers, a su casa, cuando volvió de vacaciones con su familia. Gracias a él he podido reconstruir el período africano de Böhm con detalle. He aquí los hechos:

—Agosto de 1972
. Max Böhm llegó a Bangui, capital de la República Centroafricana acompañado por su mujer y su hijo. Parece que se mostró indiferente ante la situación política del país, bajo la bota de un Bokassa, que se había proclamado a sí mismo «Presidente vitalicio". Böhm ya había conocido otras dictaduras. Venía en ese momento de la minas de diamantes de Sudáfrica, en las que los hombres trabajaban desnudos y pasaban por los rayos X al salir de la mina, para comprobar si llevaban escondido en su cuerpo algún diamante. Max Böhm se instaló en una vivienda colonial y comenzó a trabajar. El suizo dirigió primero los trabajos de construcción de un gran inmueble, que Bokassa llamó "Pacífico 2». Impresionado, Bokassa le propuso otras misiones que Böhm aceptó.

—1973
. Durante unos meses formó un destacamento de seguridad destinado a vigilar los campos de café de Lobaye, provincia del extremo sur con densos bosques. La plaga de los cultivos era, o eso parecía, el robo de los granos de café por parte de los aldeanos antes de efectuar la cosecha. Fue en ese momento cuando Guillard se encontró con Böhm, ya que él mismo trabajaba en un programa agrario en la región. Guarda el recuerdo de un hombre brutal, de ademanes militares, pero honrado y sincero. Más tarde, Böhm fue el portavoz de la RCA ante el gobierno sudafricano —que él conocía bien— con la finalidad de conseguir un crédito para la construcción de doscientas viviendas. Obtuvo el crédito. Bokassa le propuso otro trabajo en Suiza, relacionado con los filones diamantíferos. Los diamantes eran la obsesión del dictador. Gracias a las piedras preciosas amasó gran parte de su fortuna; conoce, sin duda, algunas anécdotas al respecto: el famoso «tarro de mermelada" en el que Bokassa metía sus joyas y que gustaba de exhibir ante sus invitadas, el fantástico diamante "Catherine Bokassa", en forma de mango, engastado en la corona imperial, el escándalo de los "regalos» hechos al presidente francés Valéry Giscard d'Estaing… En resumen, Bokassa propuso a Böhm que fuese a las explotaciones mineras y que supervisase las prospecciones. En el norte, en la sabana semidesértica; en el sur, en el corazón de la selva. Contaba con el ingeniero para racionalizar toda la actividad y poner coto a las prospecciones clandestinas.

Böhm visitó todas las minas, tanto en el polvoriento norte como en las junglas del sur. Aterrorizó a los mineros con su crueldad y se hizo célebre por un castigo de su invención. En Sudáfrica, para castigar a los ladrones, se les rompe los tobillos y se les obliga a seguir trabajando. Böhm inventó un nuevo método: con la ayuda de unas tenazas, seccionaba a los bandidos el talón de Aquiles. El método es rápido, eficaz, pero en la selva, las heridas se infectan. Guillard vio morir a varios hombres así.

Por esta época supervisaba también las actividades de diferentes sociedades, como la Centramine, la SCED, la Diadème y la Sicamine, además de otras empresas oficiales que disimulaban el contrabando, no menos oficial, de Bokassa. Max Böhm, emisario del dictador, nunca se mezcló directamente en estos fraudes. Según Guillard, el ingeniero sabía reconocer a la legua a los timadores y aduladores que rodeaban al dictador. Jamás tuvo participaciones en las «sociedades» de Bokassa. Por eso su nombre no aparece nunca, lo he comprobado, en los dos procesos contra el dictador.

—1974
. Böhm se enfrentó a Bokassa, que había multiplicado el comercio ilícito, los chantajes y los robos en las arcas del Estado. Una de estas estafas afectó directamente a Max Böhm. Una vez obtenido el crédito para construir las doscientas viviendas, Bokassa construyó menos de la mitad de las previstas, guardándose el dinero del mobiliario, pero luego exigió que se le pagase por las doscientas. Böhm, implicado directamente en ese préstamo, montó en cólera y lo denunció. Fue detenido, pero muy pronto puesto en libertad. Bokassa lo necesitaba: desde que Böhm supervisaba las explotaciones de las minas de diamantes, los rendimientos habían sido netamente superiores.

Más tarde, el suizo se enfrentó una vez más a Bokassa a causa del colosal tráfico de marfil y la matanza de elefantes que provocaba. Contra lo que se esperaba, Böhm se salió con la suya. El dictador siguió con el comercio de marfil, pero aceptó construir un parque natural protegido, en Bayanga, cerca de Nola, al extremo sudoeste de la RCA. Este parque todavía existe. Allí se pueden ver los últimos elefantes de los bosques de la República Centroafricana.

Según Guillard, la personalidad de Böhm era paradójica. Se mostraba cruel con los africanos —mató, con sus propias manos, a varias mineras clandestinas—, pero al misma tiempo solo podía vivir entre los negros. Detestaba la sociedad europea de Bangui, las recepciones diplomáticas, las veladas pasadas en los casinos. Böhm era un misántropo que solo se ablandaba en contacto con el bosque, con los animales y, por supuesto, con las cigüeñas.

En octubre de 1974, en la sabana del este, Guillard encontró a Max Böhm, que acampaba en aquellas llanuras, en compañía de su guía. El suizo esperaba a las cigüeñas, con los prismáticos en la mano. Le contó entonces al joven ingeniero cómo había salvado a las cigüeñas de Suiza y por qué volvía cada año a su país para admirar el regreso de la migración. «¿Qué les encuentra a estos pájaros?», le preguntó Guillard. Böhm respondió simplemente: «Me sosiegan».

Sobre la familia de Böhm, Guillard no sabe gran cosa. En 1974, Irene Böhm ya no vivía en África. Guillard recuerda de forma vaga a una mujer pequeña, de rostro borroso, que vivía sola en su casa colonial. Por el contrario, el ingeniero conoció mejor a Philippe, el hijo, que acompañaba muchas veces a su padre en sus expediciones. El parecido entre padre e hijo era sorprendente: la misma complexión, el mismo rostro redondo, el mismo corte de pelo a cepillo. Sin embargo, Philippe había heredado el carácter de su madre: tímido, indolente, soñador; vivía dominado por su padre y sufría en silencio una educación brutal. Böhm quería hacer de él «todo un hombre». Lo llevó a regiones hostiles, le enseñó el manejo de las armas, le confió misiones… Toda con el fin de hacerlo fuerte y recio.

—1977
. Böhm partió en el mes de agosto a una prospección más allá de Mbaïki, en la selva profunda, en la gran serrería de la SCAD. Allí comienza el territorio de los pigmeos. El ingeniero estableció su campamento en la selva. Lo acompañaban un geólogo belga, un tal Niels van Dötten, dos guías —un «negro muy alto» y un pigmeo—, además de los porteadores. Un mañana, Böhm recibió un telegrama, que le llevó un mensajero pigmeo. Era la noticia de la muerte de su mujer. Pero Böhm no sabía que su mujer tenía cáncer. Se desplomó como un fardo en el suelo.

Max Böhm acababa de sufrir un ataque al corazón. Van Dötten intentó una reanimación con los medios de que disponía —masaje cardíaco, el boca a boca, medicamentos de primeros auxilios, etc. Ordenó rápidamente a los hombres trasladar a la enferma al hospital de Mbaïki, a varios días de camino. Pero Böhm volvió en sí. Balbució que conocía una misión más próxima, en el sur, más allá de la frontera del Congo— allí, los límites territoriales no son más que una línea invisible en la selva. Quiso que lo llevasen a allá abajo para recibir otros cuidados. Van Dötten vaciló. Böhm impuso su decisión y exigió que el geólogo volviese a Bangui en busca de socorro. «Todo irá bien», aseguró. Confuso, Van Dötten emprendió el camino y llegó a la capital seis días más tarde. Rápidamente, un helicóptero fletado por el ejército francés salió guiado por el geólogo. Pero una vez en el lugar, no se encontró ni rastro de Böhm ni de la misión. Todo se había volatilizado, o no había existido jamás. El ornitólogo fue dado por desaparecido y el belga no tardó mucho en marcharse de Bangui.

Pasado un año, Max Böhm, en carne y hueso, apareció en Bangui. Explicó que un helicóptero de una sociedad forestal congoleña lo había llevado a Brazzaville, y de allí había vuelto a Suiza en avión, donde había sobrevivida de puro milagro. Allí, los atentos cuidados de una clínica de Ginebra le permitieron restablecerse. No era ya más que la sombra de sí mismo y hablaba todo el rato de su mujer. Estamos en octubre de 1978 y Max Böhm se marchó poco después. Ya nunca más volvió a la República Centroafricana. Desde entonces, es un checo, un antiguo mercenario de nombre Otto Kiefer, quien reemplaza al suizo en la dirección de las minas.

He aquí toda la historia, Louis. Esta entrevista nos aclara algunos puntos, pero también refuerza las zonas oscuras. Asimismo, a partir de la muerte de Irene Böhm perdemos todo rastro de su hijo. El misterio del trasplante de corazón queda intacto, excepto, quizá, el momento en que se hizo, sin duda en el otoño de 1977. Pero la convalecencia de Böhm en Ginebra es un embuste: Böhm no aparece en ningún registro suizo en los últimos veinte años.

Queda la pista de los diamantes. Estoy convencido de que Böhm amasó su fortuna con piedras preciosas. Lamento que su viaje no le lleve a la República Centroafricana, con el fin de aclarar todos estos misterios. Quizá pueda encontrar algo en Egipto o en Sudán. Por mi parte, me tomaré una semana de vacaciones a partir del 7 de septiembre. Iré a Amberes para visitar la Bolsa de diamantes. Estoy convencido de volver a encontrar allí el rastro de Max Böhm. Le comunico toda esta información tal cual, sin reflexionar sobre ella. Meditémosla y pongámonos en contacto lo antes posible.

En espera de sus noticias, Hervé.

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