Read El vuelo de las cigüeñas Online
Authors: Jean-Christophe Grange
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco
—Pero —pregunté—, ¿qué relación puede tener eso con la muerte de Rajko?
Marin respondió y Marcel me lo tradujo.
—¿Qué relación? —Marin me echó una mirada asesina—. La relación es que el Mal ha vuelto, hombre —y apuntó con el dedo al suelo—. En esta tierra, el Mal ha vuelto de nuevo.
Después, Marin se dirigió a Marcel golpeándose el pecho. Marcel vaciló al traducirme lo que decía. Le pidió a Marin que repitiese lo que había dicho. Marin elevó la voz, pero Marcel no comprendió las últimas palabras. Finalmente, se volvió hacia mí, con los ojos llenos de lágrimas. Después balbució:
—Los asesinos, Louis… Los asesinos robaron el corazón de Rajko.
En el camino de vuelta a Sliven nadie hablaba. Marin nos había dado más detalles. Después de haber descubierto el cuerpo, habían avisado al doctor Djuric, un médico gitano que pasaba consulta en los suburbios de Sliven. Milan Djuric había solicitado al hospital que le cediesen una sala con el fin de poder realizar la autopsia. Se la denegaron. No había sitio para un gitano, ni siquiera muerto. La caravana con el cuerpo de Rajko se dirigió después a un dispensario. Una vez más lo rechazaron. Finalmente, fueron a dar a un gimnasio destartalado y reservado para uso de los roms. Allí, bajo las canastas de baloncesto, con el olor agrio de la sala de deportes, Djuric practicó la autopsia y descubrió el robo del corazón. Redactó un informe muy detallado y se lo entregó a la policía, que, sin más, cerró el caso. Entre los roms, a nadie le extrañó esta indiferencia; los gitanos ya están acostumbrados. Sin embargo, lo que más le preocupaba al viejo rom era saber «quién» había matado a su yerno. El día en que descubriese el nombre de los asesinos, entonces el sol brillaría en el filo de los cuchillos.
Cuando estábamos a punto de marcharnos y abandonar a los gitanos, sucedió un curioso incidente. Mariana se aproximó a mí y me puso en las manos un viejo cuaderno. No me dijo nada, pero bastaba con echarle un vistazo para saber de qué se trataba: el cuaderno personal de Rajko. Las páginas en las que él anotaba sus observaciones, sus teorías sobre las cigüeñas. Oculté en seguida el documento en la guantera.
A mediodía ya estábamos en Sliven. Era una ciudad industrial, anodina como todas. Una ciudad de tamaño medio, con construcciones mediocres, y tristeza mediocre. Esta mediocridad parecía planear por las calles como un polvo mineral, que recubría las fachadas y los rostros. Marcel tenía una cita con Markus Lasarevitch, una personalidad en el mundo de los gitanos. Debíamos comer con él y, a pesar de los acontecimientos pasados, era demasiado tarde para anular esta cita.
Fue una comida sin apetito pero con muchas ganas de abandonar la mesa y marcharse. Markus Lasarevitch era un presumido de un metro noventa de estatura, de piel muy oscura. Llevaba pulsera y cadena de oro. La perfecta imagen del rom que ha triunfado y amasado millones con el contrabando. Un hombre insidioso, una mezcla de astucia y suavidad.
—Como usted comprenderá —dijo en inglés al tiempo que encendía un pitillo extralargo con filtro dorado—, me entristece mucho la muerte de Rajko. Pero nosotros, los gitanos, no acabaremos jamás con estas cosas. Siempre la misma violencia, las mismas historias turbias.
—¿Quiere usted decir que se trata de un ajuste de cuentas entre gitanos? —le pregunté.
—No he dicho eso. Quizá sea un asunto de los búlgaros. Pero entre los roms reina siempre la ley de la venganza, siempre los viejos conflictos. Siempre hay una casa que quemar, siempre injurias que vengar… Y se lo digo con toda franqueza: yo mismo soy un rom.
—¡Dios mío! ¿Cómo puedes hablar así? —intervino Marcel—. ¿Tú sabes en qué condiciones murió Rajko?
—Justamente por eso, Marcel —dijo, y dejó caer un poco de ceniza gris de su pitillo—. Si hubiese sido uno de esos granujas búlgaros, aparecería en cualquier callejuela con un cuchillo en el vientre. Punto final. Pero un rom, no. Tiene que aparecer en lo más espeso del bosque con el corazón arrancado. Entre nosotros, anclados desde siempre en la superstición y la brujería, esta desaparición ha afectado peligrosamente a mucha gente.
—Rajko no era ningún granuja —replicó Marcel.
Nos trajeron una ensalada de verduras salpicadas con queso rallado. No la probamos. Estábamos en una gran sala vacía, con moqueta marrón y mesas cubiertas con manteles blancos, sin cubiertos ni decoración alguna. Arañas de falso cristal colgaban tristemente del techo y devolvían tenues reflejos a la luz de sol que venía de afuera. Todo parecía dispuesto para un banquete que, sin duda, nunca se celebraría. Markus prosiguió:
—Alrededor del cuerpo no se encontró ninguna huella, ningún indicio. Solo se ha podido confirmar el robo del corazón. Los periódicos de la región acapararon el asunto. Y contaron no se sabe qué. Historias de magia, de brujería, y cosas peores —Markus aplastó su pitillo y miró a Marcel fijamente a los ojos—. Tú sabes a qué me refiero.
No comprendí aquella alusión. Marcel hizo un paréntesis en francés y me explicó que, desde hace siglos, los roms tienen fama de caníbales.
—No es más que una vieja leyenda —dijo Marcel—. La leyenda del ogro, del hombre del saco que asesina niños, aplicada a los gitanos. Pero la desaparición del corazón de Rajko ha hecho estremecerse a las pobres gentes.
Eché una mirada a Markus. Su corpulenta figura se mantenía inmóvil. Luego encendió otro pitillo.
—Desde hace años —prosiguió—, lucho por mejorar nuestra imagen. ¡Y he aquí que hemos vuelto a la Edad Media! Además, todo el mundo es culpable. Compréndame, señor Antioche, y esto no es cinismo. Pienso simplemente en el porvenir —e hincó los dedos en el mantel blanco—. Lucho por la mejora de nuestras condiciones de vida, por nuestro derecho al trabajo.
En la región de Sliven, Markus Lasarevitch era una figura política. Era el candidato de los roms, lo que le confería un poder importante. Marcel me había contado cómo Lasarevitch se contoneaba, vestido con un traje de chaqueta cruzada, por los guetos de Sliven seguido por una horda de gitanos mugrientos que se agarraban, muy contentos, a la excelente tela de su traje. Yo imaginaba su rostro crispado ante estos electores potenciales, sucios y malolientes. Sin embargo, a pesar de su repugnancia, Markus debía agradar a los roms. Era el precio de su ambición política, y la muerte de Rajko era una enorme piedra en el camino. Lasarevitch presentaba la situación a su manera:
—Esta desaparición ha echado por tierra muchos de nuestros esfuerzos, en especial en el ámbito social. En los guetos, he creado centros de atención médica, con la ayuda de una organización humanitaria.
¿Qué organización? —le pregunté yo, excitado.
—Mundo Único —Markus pronunció este nombre en francés, y luego lo repitió en inglés—.
Only World
.
Mundo Único. Era la tercera vez, en pocos días y a cientos de kilómetros de distancia, que oía este nombre. Markus prosiguió:
—Bueno, después de la desaparición de Rajko estos médicos jóvenes se marcharon. Una misión urgente, me dijeron. Pero a mí no me extrañaría que se hayan cansado de nuestras eternas broncas, de nuestro rechazo a la integración, de nuestro desprecio por los
Gadjé
. En mi opinión, la muerte de Rajko fue la gota que colmó el vaso.
—¿Los médicos se marcharon inmediatamente después de la muerte de Rajko?
—Inmediatamente después, no. Abandonaron Bulgaria en julio pasado.
—¿En qué consistía su trabajo?
—Cuidaban enfermos, vacunaban a los niños, distribuían medicamentos. Disponían de un laboratorio de análisis y de algún material para pequeñas intervenciones quirúrgicas —Markus frotó el pulgar y el índice, con gesto del que sabe de lo que habla—. Hay mucho dinero detrás de Mundo Único. Mucho.
Markus pagó la cuenta y recordó el golpe de Estado fallido en Moscú, diez días antes. Según él, todo parecía ser parte de un vasto y único programa político, en el que cada elemento tenía un papel específico. La miseria de los roms, el asesinato de Rajko, la decadencia del socialismo respondían, en su opinión, a una lógica común que conduciría, con seguridad, a la elección de su persona como representante político.
Al salir del restaurante, como remate de nuestra conversación, palpó el forro de mi chaqueta y luego me preguntó el precio en dólares del Volkswagen. Le solté una cifra astronómica, por el solo placer de ver cómo acusaba el golpe. Fue la primera vez que vaciló. Cerré la puerta del coche. Nos saludó por última vez, inclinando su enorme figura a la altura de la ventanilla, y dijo:
—No he comprendido bien. ¿Por qué ha venido usted a Bulgaria?
Encendí el motor y le conté resumidamente el asunto de las cigüeñas.
—¿De verdad? —comentó con acento norteamericano, muy condescendiente. Arranqué brutalmente.
A las seis de la tarde ya estábamos de vuelta en Sofía. Nada más llegar, telefoneé al doctor Milan Djuric. Contestó su esposa, que hablaba un poco de inglés. Me dijo que el doctor pasaba consulta en Plovdiv hasta el día siguiente por la tarde. Me presenté y le anuncié mi visita para ese día por la noche. Añadí que era muy importante para mí ver al doctor Milan Djuric. Después de algunos momentos de vacilación, la esposa me dio su dirección y algunas precisiones sobre el itinerario que debía seguir. Colgué y en seguida me puse a estudiar mi próximo destino: Estambul.
El sobre de Max Böhm contenía un billete de tren Sofía-Estambul, con un listado de horarios. Cada noche salía un tren para Turquía alrededor de las once. El suizo había pensado en todo. Reflexioné unos segundos sobre el personaje. Conocía a alguien que podría informarme sobre él: Nelly Braesler. Después de todo, fue ella la que me orientó hacia Böhm. Descolgué el teléfono y marqué el número de mi madre adoptiva, en Francia.
Conseguí comunicarme con ella después de una decena de intentos. Oí el timbre del teléfono muy lejos; luego la voz chillona de Nelly, todavía más lejos.
—¿Dígame?
—Soy Louis —dije con frialdad.
—¿Louis? ¿Mi pequeño Louis? ¿Dónde está usted?
Reconocí al instante su tono meloso, falsamente amigable, y sentí que los nervios se me tensaban bajo la piel.
—En Bulgaria.
—¿En Bulgaria? ¿Qué hace allí?
—Trabajo para Max Böhm.
—Pobre Max. Acabo de enterarme de la noticia. Creía que no se marcharía de viaje…
—Böhm me pagó por un trabajo. Y yo soy fiel a mis compromisos. A título póstumo, en este caso.
—Podría habernos avisado.
—Tú eres la que debería haberme informado antes, Nelly —yo tuteaba a Nelly, pero ella se empeñaba en tratarme de usted—. ¿Quién era Max Böhm? ¿Qué sabías del trabajo que quería proponerme?
—Louis, querido, me asusta el tono con el que me habla. Max Böhm era un simple ornitólogo. Nosotros lo conocimos en un congreso de ornitología. Sabes que Georges está muy interesado por estos temas. Max se mostró muy simpático. Además, él había viajado mucho. Habíamos conocido los mismos países y…
—¿Como la República Centroafricana? —intervine.
Nelly calló un momento, y luego respondió en voz más baja:
—Como la República Centroafricana, sí… ¿Qué sabes de la misión que quería confiarme?
—Nada, o casi nada. El pasado mes de mayo, Max nos escribió diciéndonos que buscaba un estudiante para una breve misión en el extranjero. Nosotros pensamos, naturalmente, en usted.
—¿Sabías que esta misión tenía como objeto las cigüeñas?
—Creo recordar algo. ¿Sabías que esta misión comportaba ciertos riesgos?
—¿Riesgos? Dios mío, no…
Cambié de tema.
—¿Qué sabes de Max Böhm, de su familia, de su pasado?
—Nada. Max era un hombre muy solitario.
—¿Te habló de su mujer?
Unos ruidos extraños se metieron en la línea.
—Casi nada —respondió Nelly, con voz apagada.
—¿Y tampoco de su hijo?
—¿Su hijo? No sabía que tuviese un hijo. No comprendo sus preguntas, Louis…
Nuevas ráfagas de chisporroteos ocuparon la línea. Grité:
—Última pregunta, Nelly, ¿sabías que Max Böhm tenía un trasplante de corazón?
—¡No! —la voz de Nelly era ahora temblorosa—. Simplemente sabía que padecía del corazón. ¿Murió de un infarto, no? Louis, ese viaje ya no tiene motivo alguno. Todo ha terminado…
—No, Nelly. Al contrario, ahora es cuando comienza todo. Te llamaré más tarde.
—Louis, querido… ¿cuándo volverá?
Las interferencias aparecieron de nuevo.
—No lo sé, Nelly. Saluda a Georges de mi parte. Cuídate.
Colgué. Estaba trastornado, como cada vez que hablaba con mi madre adoptiva. Nelly no sabía nada. Los Braesler eran demasiado ricos para ser unos sinvergüenzas.
Eran las ocho. Le puse a toda prisa un fax a Hervé Dumaz, en el que le relataba los terroríficos descubrimientos del día. Acabé el fax con la promesa de que, de ahora en adelante, investigaría por mi cuenta el pasado de Max Böhm.
Esa noche, Marcel decidió llevarnos a un restaurante. Era una idea extraña después de todo lo que nos acababa de pasar. Pero Minaüs era partidario de los contrastes y pensaba que necesitábamos distraernos un poco.
El restaurante estaba situado en el bulevar Rouski. Marcel hizo de maestro de ceremonias y le pidió al recepcionista —embutido en una chaqueta de esmoquin blanca y sucia— si era posible cenar en la terraza. El hombre asintió y nos señaló la escalera. La terraza se encontraba en el primer piso.
Era una pieza alargada, con las ventanas abiertas, que dominaba el bulevar. Los olores que nos llegaban me invitaban a la prudencia: carne a la parrilla, salchichas, tocino ahumado… Nos sentamos. Eché una ojeada al decorado: revestimientos imitando a madera, moqueta marrón y arañas de cobre. La gente hablaba en voz baja. Solo llegaban algunos gritos desde un rincón sombrío; eran unos búlgaros que abusaban de la
arkhi
, el vodka local. Cogí una carta, traducida al inglés, mientras Marcel le componía el menú a Yeta con voz doctoral. Yo los observaba con el rabillo del ojo. Él, con su larga barba y su cráneo afilado. Ella, sentada muy erguida, lanzaba miradas recelosas en derredor. Su rostro de pequeño mamífero hocicaba con desconfianza desde el fondo de su melena gris. No conseguía adivinar los lazos que unían a estos dos pájaros. En todo el día, la gitana no había soltado palabra.
Llegó el camarero. Pronto empezaron las dificultades. No había ensalada, ni caviar con berenjenas, ni siquiera
tourchia
, un plato a base de verduras. Y menos aún pescado. A punto de acabárseme la paciencia, le pregunté al camarero qué quedaba en la cocina. «Exclusivamente carne», respondió en búlgaro, con una sonrisa desagradable en los labios. Me decidí por la guarnición de un filete —judías verdes y patatas— y le dije que no quería la carne. Marcel me regañó por mi falta de apetito y se extendió en consideraciones fisiológicas muy precisas.