Read El vuelo de las cigüeñas Online
Authors: Jean-Christophe Grange
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco
—No —M'Diaye escupió sangre, luego se limpió los labios con el revés de la manga de la camisa—. Nosotros nunca vamos a la selva. Hay panteras, gorilas, espíritus… Es el mundo de la noche.
Lo solté, y M'Diaye se desplomó. Los hombres y las mujeres habían vuelto. Se amontonaban en las ventanas de la taberna. Nadie se atrevía a entrar. Gabriel me gritó entre la gente:
—Hay que llevarlo al hospital, Louis. Hay que buscar un médico.
M'Diaye se levantó sobre los codos y dijo:
—¿Qué médico? —se burló—. El médico soy yo.
Lo miré con desprecio. Vomitó un chorro de sangre. Me dirigí a los negros que observaban aquel espectáculo funesto:
—¡Atendedlo, por todos los diablos!
M'Diaye intervino:
—¿Y el gasóleo? —farfulló.
—¿Qué gasóleo?
—Hay que pagar el gasóleo para la electricidad del hospital.
Le tiré un manojo de francos centroafricanos a la cara y le di la espalda.
Condujimos varias horas por una pista llena de baches y de barro. La tarde declinaba. Una especie de lluvia seca, llena de polvo, manchaba nuestro parabrisas. Gabriel me preguntó:
—¿Cómo sabías tú todas esas cosas de Böhm?
—Es una vieja historia. No quiero hablar de ella. Pienses lo que pienses, he venido aquí para escribir un reportaje sobre los pigmeos. Es mi único objetivo.
Una pista ancha, bordeada de chozas, se abrió delante de nosotros. Era la aldea de la SCAD. A lo lejos, a la derecha, se erguían los edificios de la serrería. Gabriel aminoró la marcha. Pasamos entre grupos de hombres y mujeres, cubiertos de polvo rojo, cuyos cuerpos rozaban la carrocería del coche con un ruido seco. La violencia de los colores y de las sensaciones que producían me agotaba.
Al final de la aldea se levantaban unas construcciones de cemento. Gabriel me explicó:
—Es el antiguo dispensario de la hermana Pascale. Puedes dormir aquí esta noche, antes de partir para la selva, mañana por la mañana.
Los pequeños barracones tenían camas de campaña, cubiertas de plástico y con amplios mosquiteros, en las que se podía dormir bastante bien. Más lejos, la pista roja proseguía, encajonada por la selva profunda, que acababa por convertirse en una verdadera muralla. En aquel abismo verde, únicamente podía distinguirse el curso de la pista que se perdía en él.
Gabriel, ayudado por otros hombres, descargó el material. Por mi parte, estudié el mapa de la región que me había dado Bonafé. Fue en vano. No había ningún camino en la dirección que yo quería tomar.
La SCAD era el último punto que aparecía en el mapa antes de que la selva comenzase a extenderse para ocupar unos cien kilómetros hacia el sur. La aldea de la serrería parecía estar en equilibrio al borde de un inmenso precipicio de lianas y vegetación.
Sin saber por qué, levanté la vista. Unos hombres extraños nos rodeaban. Su altura no sobrepasaba el metro cincuenta. Iban vestidos con trapos, camisetas sucias y camisas andrajosas. Su piel era clara, de color caramelo, y sus rostros nos sonreían con dulzura. Al instante, Gabriel les ofreció cigarrillos. Rieron con picardía. El negro me explicó:
—Son los akas, patrón, los pigmeos. Viven aquí cerca, en Zumia, una aldea de chozas.
Aparecieron algunas mujeres. Iban con el pecho al aire, el vientre redondo y, colgando de la cintura, una falda de hojas o de tela. Llevaban a sus hijos en bandolera y reían todavía más que los hombres. A su vez, aceptaron los cigarrillos y se pusieron a fumar con ganas. Todas ellas tenían el pelo muy corto y lucían en sus peinados refinados adornos. Una exhibía en la nuca unos dibujos que representaban una sierra. Otra, unos surcos a lo largo de las sienes y las cejas partidas en pequeños puntitos. Sobre su piel se veían marcas, cicatrices abultadas que surcaban su cuerpo formando líneas curvas, arabescos o simples figuras. Otro detalle me dejó helado: todos los pigmeos tenían los dientes tallados en punta.
Gabriel me presentó a su primo, Beckés, que era el que me iba a guiar hasta Zoko. Era un negro grande y espigado que llevaba ropa de deporte con la marca Adidas y no abandonaba nunca sus gafas de sol. Mostraba una calma apabullante. Me dedicó una gran sonrisa y me citó para el día siguiente, allí mismo, a las siete de la mañana, sin más comentarios.
Gabriel lo siguió. Quería cenar «en familia», en la SCAD. Le pedí que regresase al dispensario ocho días más tarde. Aceptó, me guiñó un ojo, y luego me deseó buena suerte. Se me encogió el estómago cuando oí el motor del Peugeot que se alejaba.
Muy pronto se hizo totalmente de noche. Una mujer preparó la cena. Tragué mi parte de mandioca, una especie de pasta grisácea con regusto a excrementos. Después decidí pasar la noche sobre el tejado del dispensario. Me metí en mi saco de algodón y me dispuse a dormir. Esperé, con los ojos abiertos como platos, a que me viniese el sueño. Dentro de unas horas iba a descubrir la selva virgen. El Gran Verde. Por primera vez, desde el comienzo de mi aventura, lo confieso, sentí miedo. Un miedo tan tenaz como los gritos apagados de animales desconocidos, que me daban la bienvenida, desde lo más profundo de la selva.
Beckés apareció a las siete de la mañana. Tomamos juntos el té. Hablaba un francés muy limitado, llenos de silencios y de tonos meditabundos. Sin embargo, conocía perfectamente la jungla del sur. Según él, la pista que se abría delante de nosotros, excavada por los
bulldozers
de la serrería, no tenía más de un kilómetro. Luego, era preciso caminar por caminos estrechos, a través de los cuales podíamos llegar a Zoko en tres días de marcha. Le dije que sí sin tener la menor idea de lo que podía significar una maratón como aquella.
El equipo se puso en marcha. Beckés había enrolado a cinco pigmeos para llevar nuestra carga. Eran cinco hombres pequeños y andrajosos, que fumaban y reían sin parar, y que parecían dispuestos a seguirnos hasta las mismas puertas del infierno. Había contratado también a una cocinera, Tina, una joven m'baka de belleza turbadora. Al andar, se contoneaba dentro de su vestido ajustado y soportaba en la cabeza el peso de una inmensa marmita que contenía los utensilios de cocina y sus efectos personales. La joven no cesaba de reír. Parecía que hacer aquella la expedición le encantaba.
Repartí cigarrillos y les expliqué a grandes rasgos cómo iba a ser el viaje. Beckés les traducía al sango. Hablé solamente de la expedición a Zoko y nada dije del verdadero objetivo de mi proyecto. Desde la aldea pigmea, yo pensaba luego dirigirme en solitario a las minas de Otto Kiefer, que estaban situadas a pocos kilómetros al sudoeste. Les repetí que el viaje no llevaría más de una semana. Luego examiné con detenimiento la pista rojiza. Aquella cinta de tierra se perdía en el infinito, en un monstruoso entrelazamiento de árboles y lianas. Finalmente, el grupo se puso en marcha.
La jungla era una verdadera mezcla de vida encarnizada y de destrucción profunda. Por todas partes, troncos comidos por los gusanos, árboles abatidos, olores a podredumbre que parecían los últimos coletazos de una vida de excesos. Caminar por la selva era experimentar esa agonía perpetua, esa melancolía de los aromas y esa hostilidad de los musgos y las tierras inundadas. Algunas veces, el sol conseguía penetrar hasta nosotros. Entonces, salpicaba con su luz aquella maraña exuberante de hojas y lianas, que parecía despertarse, retorcerse con su contacto, como cuerpos ávidos que venían a beber en esta luz repentina. La selva se volvía así un fantástico vivero, un desencadenamiento de crecimiento tan potente, tan rápido, que podía oírse bajo los pies.
Sin embargo, no experimenté ninguna sensación opresiva. La selva era también un mar inmenso, amplio, infinito. En medio de aquellos altos troncos enlazados por lianas, de aquellos bosquecillos suspendidos, con miríadas de hojas, en medio de aquella gigantesca tela de encaje que vagamente me recordaba a nuestros bosques europeos. Reinaba una extraordinaria libertad. A pesar de los gritos, a pesar de los árboles, la selva daba la impresión de un gran espacio ventilado. Claro que esta sensación no era más que un espejismo. Ni siquiera un milímetro estaba deshabitado. Allí todo bullía, allí todo era movimiento.
Según Beckés, cada animal ocupaba un territorio específico. El espacio que se formaba por la caída de un árbol era el refugio de los puerco espinos. La maleza inextricable, llena de lianas, estaba habitada por los antílopes. Y en los claros descubiertos anidaban los pájaros, que cantaban todo el día, desafiando incluso a la lluvia.
Algunas veces, cuando se oía algún roce o algún silbido más fuerte que otro, le preguntaba a Beckés:
—¿Qué es ese grito? —reflexionaba un momento y luego respondía:
—Son las hormigas.
—¿Las hormigas?
—Tienen alas y boca, y van por el agua —se encogía de hombros y repetía—. Son las hormigas.
Beckés tenía una visión particular de la selva ecuatorial. Como todos los m'bakas, pensaba que la jungla estaba habitada por espíritus, de fuerzas poderosas e invisibles, que mantenían con los animales salvajes complicidades secretas. Además, los centroafricanos no hablan de los animales como lo hacen los europeos. En su opinión, son seres superiores, o, cuando menos, iguales a los hombres, a los que hay que temer y respetar, porque tienen un pensamiento secreto y poderes paralelos. Así, Beckés no hablaba de «la" gorila más que en voz baja, por miedo a "molestarla», y contaba cómo una pantera, de noche, era capaz de romper el cristal de las linternas solo con su mirada.
Los chaparrones se presentaron ya el primer día. Las lluvias constantes producían unas torrenteras que nos acompañaron durante todo el viaje, como los árboles, los gritos de los pájaros o nuestras propias fiebres. El agua no aportaba ninguna frescura e impedía nuestra marcha. La tierra se ablandaba y hundíamos los pies en ella al caminar. Pero nadie se arredró, como si la cólera del cielo no pudiese alcanzarnos.
En medio de este diluvio, nos cruzamos con unos cazadores m'bakas. Llevaban a las espaldas unos cestos muy estrechos en los cuales metían la caza: gacelas de pelaje ocre, monos ovillados como niños de pecho, osos hormigueros plateados. Los grandes negros intercambiaron con nosotros cigarrillos y sonrisas, pero sus rostros revelaban una cierta inquietud. Tenían prisa por llegar al norte, al linde de la selva, antes de la noche. Únicamente los akas se atrevían a desafiar la oscuridad y enfrentarse a los espíritus. Sin embargo, nuestro equipo caminaba hacia el sur y esto para ellos era como una blasfemia.
Cada tarde, instalábamos el campamento al abrigo de la lluvia. Se hacía de noche de repente, a la seis, y las luciérnagas se encendían, revoloteando incansablemente entre los árboles. Cenábamos un poco más tarde, acurrucados alrededor del fuego, sentados en el suelo, y, al comer, emitíamos ruidos como animales hambrientos.
Yo no hablaba, solo pensaba en el objetivo secreto de mi viaje. Luego me metía en mi tienda y permanecía así, al abrigo de la lluvia, pero escuchando las gotas golpear en la tela del doble techo. En aquellos momentos me refugiaba en el silencio y reflexionaba sobre el trágico giro que había tomado mi aventura. Pensaba en las cigüeñas, en los países que había recorrido como un meteoro y en la ola de violencia que se desencadenaba a mi paso. Experimentaba la sensación de remontar el curso de un río de sangre, cuyas fuentes iba a descubrir muy pronto. Estaban allí donde Max Böhm había robado el corazón de su hijo, allí donde tres hombres, Böhm, Kiefer y Van Dötten, habían hecho un pacto diabólico, y, como telón de fondo, las cigüeñas y los diamantes. Pensaba también en Sarah. Sin remordimiento ni tristeza. En otras circunstancias, quizá podríamos haber unido nuestras vidas.
Pensaba igualmente, lo confieso, en Tina, nuestra cocinera. Mientras caminábamos, no podía dejar de echarle miradas furtivas. Tenía un perfil de reina, un cuello largo que acababa en una corta barbilla para luego abrirse en dos amplias mandíbulas. Sus labios eran gruesos, sensuales y suaves. Más arriba, destacaba una mirada cegadora, debajo de una negra frente abombada. De su cráneo salían dos trenzas, como los cuernos de un bongo. Ella había sorprendido mis miradas varias veces y se había echado a reír. Una de esas veces, su boca se abrió como una flor cristalina y me dijo:
—No tengas miedo, Louis.
—No tengo miedo —le respondí con tono seco, para luego concentrarme rápidamente en los baches del terreno.
El tercer día aún no habíamos visto ni la sombra de una aldea pigmea. El cielo no era más que un recuerdo y la fatiga comenzaba a minarnos los músculos como un perforadora. Más que nunca experimenté la sensación de descender, en vertical, a lo más profundo de la tierra, de hundirme en el mismo centro de la vida vegetal sin esperanza de retorno.
Sin embargo, el 18 de septiembre, después del mediodía, un árbol incendiado nos cortó el camino. Era un brasero al rojo vivo en medio de aquel océano vegetal, la primera señal de presencia humana desde que salimos. Aquí, los hombres habían preferido quemar este tronco gigante antes de que cayese por el efecto de las tormentas. En medio de aquella lluvia encarnizada, Beckés se volvió y me dijo, con una sonrisa en los labios:
—Estamos llegando.
El campamento de Zoko estaba en el centro de un amplio claro de la selva, perfectamente circular. Chozas cubiertas de hojas y de laterita rodeaban una plaza grande, pelada como un desierto. Había una cosa curiosa: el suelo, las paredes y las cubiertas de hojas no mostraban los colores de la selva —el verde y el rojo—, sino un ocre oscuro, como si lo hubiesen obtenido raspando hasta la corteza de la jungla. Zoko era una verdadera brecha tallada en aquel entramado vegetal.
Había allí una gran agitación. Las mujeres volvían de la recolección, trayendo pesados serones trenzados, llenos de frutos, de granos y de tubérculos. Los hombres llegaban por caminos distintos y traían en bandolera monos, gacelas, y también sus redes. De cada cabaña salía una fuerte humareda que formaba volutas y se elevaba por encima del campamento. En medio de aquel ambiente turbio —acababa de cesar la lluvia— podían distinguirse las familias, delante de las cabañas, que mantenían vivos aquellos fuegos que soltaban un humo asfixiante.
—Técnica pigmea —me dijo Beckés—. Para ahuyentar a los insectos.
Se oyeron cantos, largas melopeas agudas, casi tirolesas, sonidos encadenados que hacían de la voz una cuerda infinitamente sensible, y que nos habían ya sobrecogido cuando descubrimos el árbol incendiado. Los akas se comunicaban así, a distancia, o simplemente expresaban su alegría.