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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

El vuelo de las cigüeñas (31 page)

BOOK: El vuelo de las cigüeñas
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—No. Hablo de una herida. Parecía como si su vagina hubiese sido agrandada por la acción de una garra. Sus labios estaban totalmente desgarrados.

—¿Estaba intacto el interior del cuerpo? Quiero decir si habían desaparecido órganos específicos.

—Ya se lo he dicho. Algunos órganos estaban parcialmente devorados. Es todo lo que sé. La pobre niña no tenía más que quince años. Que Dios se apiade de su alma.

La religiosa se calló. Yo volví a tomar la palabra:

—¿Qué clase de adolescente era Gomoun?

—Muy estudiosa. Seguía mis lecciones con atención. La joven había dado la espalda a la tradición aka. Quería seguir estudiando, ir a la ciudad, trabajar entre los grandes negros. Recientemente, incluso se había negado a casarse. Los pigmeos piensan que los espíritus de la selva se han vengado de Gomoun. Por eso bailaron tanto ayer noche. Desean reconciliarse con la selva. Ni siquiera yo puedo permanecer aquí. Debo volver a la SCAD. Se dice que Gomoun murió por mi culpa.

—No parece usted muy abrumada por eso, hermana.

—Usted no conoce la selva. Vivimos con la muerte. Golpea regularmente, sin mirar a quien. Hace cinco años, yo enseñaba en Bagú, otro campamento no lejos de aquí. En dos meses, murieron sesenta de sus cien habitantes. Una epidemia de tuberculosis. La enfermedad la habían «importado» los grandes negros. Hasta ese momento, los pigmeos vivían al abrigo de los microbios, protegidos por la campana vegetal de la selva densa. Hoy en día, son diezmados por las enfermedades venidas del exterior. Necesitan gente como yo, así como cuidados y medicamentos. Hago mi trabajo y procuro no pensar demasiado.

—¿Gomoun iba sola con frecuencia a la selva? ¿Se alejaba del campamento?

—Era una joven solitaria. Le gustaba salir con sus libros por esos senderos. Gomoun adoraba la selva, sus perfumes, sus ruidos, sus animales. En este sentido, era una verdadera aka.

—¿Se acercaba a las minas de diamantes?

—No lo sé. ¿Por qué me pregunta eso? ¡Siempre con esa idea de asesinato! Es ridículo. ¿Qué podían querer de una pequeña aka que no había salido jamás de la jungla?

—Hermana, es hora de que le revele algo. Le he hablado del asesinato de Rajko, en Bulgaria. Del de Philippe Böhm, en 1977, aquí mismo. Estos asesinatos tienen una particularidad común.

—¿Cuál?

—En los dos casos, los asesinos robaron el corazón de la víctima, siguiendo los métodos normales en esta clase de operaciones.

—Un puro cuento. Una operación como esa es imposible en un medio natural.

La hermana Pascale mantenía su sangre fría. Le brillaban los ojos y su mirada era dura, pero movía nerviosamente las cejas.

—Sin embargo, es la pura verdad. Me entrevisté con el médico que hizo la autopsia del gitano, en Bulgaria. No hay ninguna duda sobre la operación. Estos asesinos disponen de medios colosales, que les permiten intervenir donde sea y en condiciones óptimas.

—¿Sabe usted lo que eso significa?

—Sí: un helicóptero, grupos electrógenos, una tienda presurizada, y, sin duda, otros aparatos… En todo caso, nada que no se pueda conseguir.

—Entonces —me interrumpió la misionera—, usted piensa que la pequeña Gomoun…

—Casi con toda seguridad…

La hermana negó con la cabeza, en el sentido contrario a las gotas de lluvia que seguían golpeando en el techo. Volví la vista y observé la vegetación a través de la ventana. La selva parecía ebria de agua.

—No he terminado, hermana. Ya le he hablado del «accidente» sucedido en la selva centroafricana, en 1977. En esta época, ¿estaba usted ya en la RCA?

—No. Estaba en Camerún.

—En ese año, en el mes de agosto, Philippe Böhm fue encontrado muerto en la selva, un poco más abajo de aquí, en el Congo. La misma violencia, la misma crueldad que ahora. Y su corazón también había desaparecido.

—¿Quién era? ¿Un francés?

—Era el hijo de Max Böhm, un suizo que trabajaba no lejos de aquí, en las minas de diamantes, y del que usted ha tenido que oír hablar. Costó bastante llevar el cuerpo hasta Mbaïki. Se le hizo la autopsia en el hospital. La conclusión fue «Ataque de gorila». Pero tengo las pruebas de que el certificado de defunción fue hecho al dictado. Se habían ocultado algunas señales esenciales que probaban que la «operación» la había realizado una persona.

—¿Cómo puede estar seguro de eso?

—Encontré al médico que hizo la autopsia. Un centroafricano, un doctor que se llama N'Diaye.

La hermana se echó a reír.

—¡N'Diaye es un borracho!

—En aquella época no bebía.

—¿Adonde quiere llegar? ¿Qué le dijo M'Diaye sobre la operación? ¿Cuáles son los indicios de que el crimen fue cometido por una persona?

Me incliné hacia ella y le dije en voz baja:

—Esternotomía. Marcas de un bisturí. Perfecta escisión de las arterias.

Callé un momento y observé a la hermana Pascale. Su piel grisácea palpitaba. Se llevó una mano a la sien.

—Señor… ¿para qué tanto horror?

—Para salvar a un hombre, hermana. El corazón de Philippe Böhm fue trasplantado en el cuerpo de su propio padre. Max Böhm acababa de sufrir un terrible infarto, unos días antes.

—Es monstruoso… imposible…

—Hermana, créame. Desde anteayer tengo el testimonio de M'Diaye. Concuerda con lo que me dijeron en Sofía a propósito de Rajko. Esos puntos en común hablan de la misma locura asesina, del mismo sadismo. Un extraño sadismo, porque tengo la convicción de que permite salvar otras vidas humanas. Gomoun fue víctima de estos asesinos.

La hermana Pascale movió la cabeza y se llevó la mano a la frente.

—Usted está loco, loco… No tiene ninguna prueba de que la pequeña Gomoun fuese asesinada.

—Justamente por eso quiero que me ayude.

La hermana me miró con extrañeza. Sin darle tiempo, le pregunté:

—¿Tiene usted conocimientos quirúrgicos?

La hermana seguía mirándome sin comprender nada. Por fin, me dijo:

—Trabajé en hospitales de guerra, en Vietnam y en Camboya. ¿Qué es lo que pretende?

—Quiero exhumar el cadáver y hacerle una autopsia.

—Es usted un demente.

—Hermana, es preciso que compruebe mis suposiciones. Únicamente usted puede ayudarme, únicamente usted puede decirme si los órganos del cuerpo de Gomoun sufrieron una intervención quirúrgica o si la chica fue atacada por un animal.

La misionera cerró de nuevo los puños. Sus ojos desprendían un brillo metálico, como si fuesen dos bolas de acero bajo sus párpados.

—El campamento de Gomoun está demasiado lejos, es casi inaccesible.

—Haremos que nos guíen hasta allí.

—Nadie nos acompañará. Y nadie le permitirá profanar su tumba.

—Actuaremos en equipo, hermana. Solo usted y yo.

—Es inútil. En la selva, el proceso de descomposición de un cuerpo es muy rápido. Gomoun fue enterrada hace unas setenta y dos horas. En este momento, su cuerpo es ya una masa informe llena de gusanos.

—Incluso aunque así sea, no se pueden enmascarar los cortes precisos de un bisturí quirúrgico. Bastan solo unos pocos segundos de observación. Usted y yo podemos ganar esta carrera. La verdad atroz contra vanas suposiciones.

—Hijo mío, acuérdese de a quién le está hablando.

—Justamente por eso, hermana. La repugnancia de la carne muerta no es nada frente a la grandeza de la verdad. ¿No es cierto que los hijos de Dios están llamados a la verdad?

—Cállese, blasfemo.

La hermana Pascale se levantó. La silla rechinó al rozar el suelo. Sus ojos no eran más que dos hendiduras excavadas en su piel de pizarra. Dijo con voz de ultratumba:

—Vámonos ahora mismo.

Se giró bruscamente, le gritó algo en sango al negro, que acudió en seguida, y le dio un montón de órdenes. Luego, la misionera sacó de dentro de su jersey negro un crucifijo de plata colgado de una cadena metálica. Lo besó y murmuró algunas palabras. Cuando el cristo reposó sobre su pecho, noté que el brazo horizontal de la cruz estaba curvado hacia abajo, como si el peso del sufrimiento hubiese conseguido doblar el propio instrumento del martirio. Me levanté a mi vez y sentí un pequeño vahído. No había comido nada desde la víspera y no había dormido tampoco. En la mesa, la taza de té permanecía todavía intacta. Me la bebí de un trago. El Darjeeling estaba tibio y viscoso. Tenía un regusto a sangre.

39

Anduvimos durante varias horas. En cabeza, Victor, el sirviente de la hermana Pascale, nos abría camino con su machete. Detrás de él iba la misionera, erguida dentro de su poncho caqui. Yo cerraba la marcha, resuelto y concentrado. Descendíamos hacia el sur, a paso rápido, en silencio. Nos deslizábamos, trepábamos, escalábamos. Encontramos viejos troncos caídos, raíces torcidas, rocas carcomidas, ramas pegajosas, lodazales ahítos de agua y plantas de hojas cortantes. No paraba de llover. Atravesábamos aquella selva inextricable como los soldados atraviesan la barrera del miedo cuando avanzan hacia el frente de batalla. Las zonas pantanosas se multiplicaban. Entrábamos en aquellas aguas negras que nos llegaban hasta la mitad del cuerpo y experimentábamos una sensación de que nos estábamos hundiendo en un camino sin retorno.

Ningún grito, ninguna presencia vino a interrumpir esta media jornada de marcha. Los animales de la selva estaban escondidos bajo las hojas o metidos en sus agujeros, perfectamente invisibles. Solo tres pigmeos se cruzaron en nuestro camino. Uno de ellos llevaba una camisa de camuflaje, con rayas marrones y negras, que sacó no se sabe de dónde. Una estrecha banda de cabellos de punta le atravesaba el cráneo. Era una verdadera cresta al modo de los mohicanos. El que abría la marcha llevaba una brasa humeante debajo de la camisa y un cesto de hojas trenzadas, cilíndrico y cerrado por arriba.

La hermana se dirigió a él. Era la primera vez que la oía hablar en aka. En su voz grave resonaban unos «hmm-hmm» característicos y las largas vocales suspendidas. El aka abrió el cesto y se lo tendió a la misionera. Hablaron de nuevo. Estábamos inmóviles, bajo la lluvia, que parecía encarnizarse con nosotros como si fuésemos su único blanco. Las hojas de los árboles se doblaban por la violencia de las gotas y por sus troncos negruzcos caían verdaderos torrentes.

La misionera murmuró, sin mirarme: «Es miel, Louis». Yo me incliné sobre el cesto. Vi restos de panales con sus colmenillas brillantes y abejas que se aferraban a lo que les habían robado. Le eché una ojeada al hombre. Él me devolvió una amplia sonrisa burlona. Sus hombros estaban cruzados por múltiples cicatrices. Por un momento imaginé a este hombre trepando por un árbol lleno de abejas y luego deslizándose bajo la bóveda vegetal para enfrentarse al furor de la colmena. Lo imaginé metiendo las manos en el hueco de la corteza, buscando a tientas el centro del enjambre para extraer de él algunos de aquellos panales tan azucarados.

Como si adivinase mis pensamientos, el aka me tendió un panal rebosante de miel. Rompí un trozo y me lo llevé a la boca. Esta al momento se me llenó de un perfume exquisito, persistente y profundo. La presión de mi lengua hizo que brotase de los hexágonos acartonados un néctar único. Era tan suave y tan dulce que experimenté una especie de embriaguez inmediata en el fondo del estómago como si, de golpe, mis entrañas se hubiesen emborrachado.

Media hora más tarde, llegamos al campamento de Gomoun. La vegetación se había transformado. Ya no era aquella inmensidad inextricable que nos había rodeado hasta ese momento. Al contrario, la selva era allí más abierta y ordenada. Árboles oscuros y filiformes se multiplicaban hasta perderse de vista, ofreciendo una simetría casi perfecta. Entramos en aquel campamento fantasma. No había más que algunas chozas, situadas al pie de los árboles, sin orden aparente. Dominaba allí una gran soledad. Curiosamente, este espacio vegetal, totalmente vacío, totalmente inmóvil, me recordaba la casa de Böhm, cuando la registré en aquella mañana en que salí de Montreux. Era otro lugar habitado por la muerte.

La hermana Pascale se detuvo delante de una choza muy pequeña. Le dijo unas palabras a Víctor, que sacó dos palas, envueltas en un tela vieja. La misionera señaló un montón de tierra detrás de la casa, que parecía haber sido removida recientemente.

—Es allí —dijo. Su voz era apenas audible por el chapoteo de la lluvia.

Me quité la mochila y empuñé una de las palas. Víctor me miraba, mudo y tembloroso. No le hice caso y hundí la pala en la tierra roja. Tuve la sensación de haber clavado la hoja de un cuchillo en el costado de un hombre.

Cavé. La hermana Pascale se dirigió de nuevo a Víctor. Se veía claramente que la misionera no le había explicado el objetivo de nuestra expedición. Yo seguía cavando. La tierra, muy blanda, no ofrecía ninguna resistencia. En pocos minutos, ya había conseguido unos cincuenta centímetros de profundidad. Los pies se me hundían en el barro, lleno de insectos y raíces. «¡Víctor!», gritó la hermana. Levanté la vista. El m'baka estaba paralizado, con los ojos fuera de las órbitas. Su miraba iba alternativamente de ella a mí y de mí a ella. Luego se dio la vuelta y huyó a toda velocidad.

Se hizo un silencio entre nosotros. Seguí con mi trabajo. Sentí el ruido de otra pala que se aplicaba a la misma tarea. Yo mascullé sin mirar a la mujer: «Déjelo, hermana. Por favor». Tenía ahora medio cuerpo metido en la fosa. Gusanos, escolopendras, escarabajos y numerosas arañas se movían alrededor de mí. Algunos huían ante la violencia de mis paladas; otros se aferraban a la tela de mi pantalón, como si quisieran impedirme seguir cavando. El olor de la tierra ocupaba mis sentidos. La pala chapoteaba en un charco de barro. Cavaba y cavaba, olvidándome incluso de lo que buscaba. De golpe, el contacto con una superficie más dura me devolvió a la realidad. Oí la voz suave de mi compañera:

—El ataúd, Louis. Lo está tocando.

Vacilé una fracción de segundo, luego aparté la tierra con el borde de la pala. Apareció un trozo de madera. Su superficie estaba ligeramente abombada, enrojecida y llena de agujeros. Tiré la pala e intenté arrancar con las manos la tapa del ataúd. Mis manos resbalaron sobre la madera y caí en el barro. La hermana Pascale, al borde de la tumba, me tendió la mano. Le grité:

—¡Déjeme en paz!

Y reanudé el trabajo.

Esta vez, el ataúd apareció ya más claramente. El agua de la lluvia se metía en la fosa abierta y comenzaba a anegarla. De repente, cuando estaba tirando de ella, un lateral de la caja cedió. Arrastrado por este movimiento, caí de nuevo de espaldas y la cubierta del ataúd, que había dado un giro de 360 grados, me golpeó la cabeza.

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