El vuelo de las cigüeñas (32 page)

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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

BOOK: El vuelo de las cigüeñas
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Experimenté una extraña suavidad. Durante un segundo disfruté con esta sensación inesperada, pero inmediatamente me puse a gritar con todas mis fuerzas. Sentía el contacto de la piel de Gomoun, de su cuerpo de niña.

Me levanté y me esforcé por mantener la calma. El cadáver de la joven estaba allí, delante de mí. Llevaba un vestido muy pobre, con flores ya descoloridas, y una raída chaqueta de chándal. Esta indigencia me llegó al corazón. Pero me sorprendió la belleza inmaculada de la joven. Su familia se había tomado el trabajo de maquillar sus heridas antes de enterrarla. Solo se veían unas ligeras cicatrices que estriaban sus manos y sus tobillos desnudos. El rostro estaba intacto. Sus ojos cerrados estaban cercados por unas amplias ojeras con matices pardos. Estaba igualmente sorprendido por la evidencia de este lugar común: la muerta parecía dormida. La humedad que me atacaba los pies me recordó la urgencia de la situación. Le grité a la monja:

—¡Ahora le toca a usted, hermana! Baje, que el agua inunda la fosa.

La hermana Pascale se había quitado el poncho y estaba de pie al borde de la fosa con el crucifijo en las manos. Su cabello plateado y su rostro grisáceo destacaban bajo la lluvia y le daban un aire de estatua de hierro. Sus ojos permanecían fijos en el cadáver. Le grité de nuevo:

—¡Rápido, hermana! No tenemos tiempo que perder.

La religiosa seguía inmóvil. Unos temblores bruscos sacudían su cuerpo, como ráfagas eléctricas.

—¡Hermana!

La misionera dirigió un dedo hacia la tumba, luego balbuceó, con voz de autómata:

—Señor, la pequeña… la pequeña se va.

Eché una mirada a mis pies y me pegué a la pared de barro. El agua de la lluvia había entrado por debajo de la ropa de la niña. Una de sus piernas flotaba en el charco, a un metro del cuerpo. El brazo derecho comenzaba a despegarse del hombro, separándose del vestido y dejando ver la punta blanquecina del hueso.

—¡Por todos los santos! —grité.

Chapoteé en el barro rojizo y salí de la tumba. Rápidamente, me tumbé en tierra y pasé las manos por las axilas de la joven. Había perdido un brazo, que andaba por allí flotando. La tela del vestido resbalaba entre mis dedos. Grité de rabia:

—¡Hermana, ayúdeme, por Dios, ayúdeme!

La mujer no se movía. Levanté la vista. Verdaderos electrochoques atravesaban sus miembros. Sus labios palpitaban. Oí su voz que decía:

—… Jesús,

Tú que lloraste en la tumba de Lázaro,

enjuga nuestras lágrimas, te lo rogamos…

Metí de nuevo los brazos en el barro y tiré lo más fuerte que pude del cuerpo de la niña. Con la presión, se le abrió la boca y de ella salió un montón de gusanos. El cuerpo de la chica aka no era más que un envoltorio de piel que protegía toda aquella carroña. Vomité bilis, aunque no abandoné mi presa.

—… Tú que hiciste resucitar a los muertos,

concédele la vida eterna a nuestra hermana,

Te lo rogamos…

Tiré más y saqué a la pequeña a la superficie. El vestido flotaba sobre sus caderas, lleno de laterita. Busqué la choza más próxima. Cogí el cuerpo y me puse al abrigo de los árboles.

—… Tú que santificaste a nuestra hermana con el agua del bautismo,

dale la plenitud de la vida de los hijos de Dios,

te lo rogamos…

Deposité el cuerpo de la niña en la tierra seca, en medio de aquella oscuridad. El techo era tan bajo que tenía que desplazarme de rodillas. Salí para recoger la bolsa de la hermana Pascale y luego volví a la choza. Allí, saqué el material: instrumentos quirúrgicos, guantes de caucho, batas de médico, una lámpara de campaña y, no sé para qué, un gato de automóvil. Encontré igualmente mascarillas de papel verde y varias botellas de agua. Todo estaba intacto. Lo puse todo en una tela de plástico y evité mirar a Gomoun.

—… Tú que la alimentaste con Tu cuerpo,

recíbela en la mesa de Tu Reino,

te lo rogamos…

Salí de nuevo. La hermana Pascale estaba todavía de pie, salmodiando su plegaria. La cogí por los hombros y la sacudí violentamente para despertarla de su catalepsia mística.

—¡Hermana! —le grité—. ¡Por Dios, despierte!

Se asustó tanto que se escapó de mi abrazo. Luego, al cabo de un minuto, asintió bajando los párpados, y la llevé a la choza.

Encendí la lámpara y la colgué del techo de ramas. Un resplandor lechoso nos cegó. Coloqué una mascarilla en la cara de la hermana, le puse una bata y luego metí sus dedos en unos guantes de caucho. Las manos ya no le temblaban. Volvió sus ojos incoloros hacia la pequeña. Su respiración hinchaba la membrana de papel de la mascarilla. Con gesto rápido, me ordenó que le aproximase el instrumental quirúrgico, y así lo hice. Yo también me había puesto una bata, la máscara y unos guantes. La hermana Pascale cogió una tijera y cortó el vestido de Gomoun, para poner al descubierto el cuerpo.

Una oleada de asco me invadió de nuevo.

El pecho de la pequeña era todo él una herida, minuciosa, extendida, delirante. Uno de sus pequeños pechos estaba prácticamente seccionado. El costado derecho, desde la axila hasta la ingle, había sido abierto y tenía cortes profundos, cuyos bordes, como labios espantosos, estaban ennegrecidos y agrietados. Más arriba, el muñón del hombro mostraba la punta del hueso. Pero lo que más se veía era la herida central, larga y limpia, que atravesaba la parte superior del tórax. Una visión de espanto: la piel, a ambos lados de la herida, parecía palpitar como si el pecho hubiese recobrado una nueva vida, hormigueante, atroz.

Pero todo aquello no era nada comparado con el sexo de la adolescente. La vagina, prácticamente sin vello, estaba abierta de forma desproporcionada hasta el ombligo, y se veían en la profundidad de la herida repliegues parduzcos, de los que salían gusanos e insectos con caparazones brillantes. Estaba a punto de desfallecer, pero comprendí que en lo más hondo de aquel horror había algo más. Tenía ante mí una réplica exacta de una de las fotografías de Böhm. Era el vínculo de unión. Aquel vínculo que estaba siempre allí, entretejido en la carne de los muertos y las tinieblas.

—¿Qué hace usted, Louis? ¡Páseme el gato! —su voz se oía ensordecida por la mascarilla.

Balbuceé a mi vez:

—¿El… gato? —la religiosa asintió. Le di el instrumento. Lo puso cerca de la niña y me ordenó:

—¡Ayúdeme! —ella agarró con las dos manos el borde izquierdo de la herida central, apoyándose con fuerza sobre el hueso del esternón. Con los nervios a flor de piel, hice lo mismo con el borde derecho y, juntos, tiramos cada uno de nuestro lado. Cuando la abertura tuvo ya un buen tamaño, la hermana metió allí el gato, poniendo cuidado en colocar las dos extremidades del aparato en las partes óseas. Luego, activó el instrumento y vi cómo el pequeño pecho se abría, mostrando aquel abismo orgánico.

—¡Agua! —gritó ella. Le di a la misionera una de las botellas. Ella la vertió entera dentro del cadáver. Sin vacilar, la hermana Pascale hundió sus manos en el cuerpo y recogió fragmentos orgánicos de la adolescente. Aparté los ojos. La religiosa vertió algunos centilitros de agua y luego me pidió que orientase mejor la lámpara. Volvió a meter la mano entera en el tórax de la niña. Se acercó tanto que su cara rozaba la herida. Durante algunos segundos, la hermana revolvió aún en las entrañas. De repente, se apartó e hizo saltar el gato de un codazo. Rápidamente las dos partes de la caja torácica se cerraron, como las alas de un escarabajo.

La religiosa reculó, sacudida por un último espasmo. Se quitó la mascarilla. Su piel estaba seca como la de una serpiente. Fijó sus pupilas grises en las mías y murmuró:

—Tenía usted razón, Louis. La niña ha sido operada. Le han extraído el corazón.

40

A las cinco ya estábamos de vuelta en Zoko. La tarde comenzaba a caer. Después de que nos desembarazásemos del barro de los zapatos mojados, la hermana Pascale, sin decir una palabra, preparó té y café. A petición mía, la misionera aceptó redactar un certificado de defunción, que guardé con toda rapidez. No valía gran cosa, porque la hermana Pascale no era médico, pero era un testimonio que se basaba en su palabra.

—Hermana, ¿aceptaría usted responderme a algunas preguntas más?

—Lo escucho.

La hermana Pascale recobró la calma. Yo empecé:

—¿Qué helicópteros centroafricanos pueden aterrizar aquí, en plena jungla?

—No hay más que uno. El de Otto Kiefer, el tipo que dirige la Sicamine.

—¿Piensa usted que los hombres de esta mina son capaces de realizar un acto como este?

—No. Gomoun fue operada por profesionales. La gente de la Sicamine son unos brutos, unos bárbaros.

—¿Cree usted que ellos habrían podido, previo pago, prestar su ayuda en una operación como esta?

—Quizá, es posible. No tienen escrúpulo alguno. Kiefer debía estar en prisión desde hace tiempo. Pero, todo esto, ¿por qué? ¿Por qué atacar a una pequeña pigmea en el corazón de la selva? ¿Y por qué en tales condiciones? ¿Por qué mutilar de esta forma su cuerpo?

—Esa es mi siguiente pregunta, hermana. ¿Hay manera de conocer el HLA de los habitantes de Zoko?

La hermana Pascale fijó en mí sus pupilas:

—¿El grupo de los tejidos orgánicos, quiere decir?

—Exactamente.

La religiosa vaciló, se pasó la mano por la frente, y luego murmuró:

—Oh, Dios mío…

—Respóndame, hermana. ¿Hay alguna manera?

—Pues sí…

Se levantó.

—Sígame.

La misionera cogió una linterna y se dirigió a la puerta. La seguí. Fuera era ya totalmente de noche y la lluvia no paraba. A lo lejos, se oía el ruido de un grupo electrógeno. La hermana Pascale sacó unas llaves y abrió la puerta de una sala aneja al dispensario. Entramos.

Un fuerte olor a sustancias antisépticas dominaba la habitación, que no debía de medir más de cuatro metros por seis. Había dos camas a la derecha, en la oscuridad. En el centro estaban dispuestos instrumentos de análisis. Un aparato de rayos X, un chaleco antirradiaciones y un microscopio. A la derecha había un ordenador en una mesa, entre un lío de cables y cajas gris claro. La luz de la linterna se paseaba por este complejo informático, dotado de varias unidades de CD-ROM. No creía lo que estaba viendo: había allí una base de datos colosal. Reparé también en un escáner, que permitiría memorizar imágenes y luego integrarlas en la memoria informática. Pero lo más curioso de todo era sin duda el teléfono celular conectado al ordenador. Desde su choza, la hermana Pascale podía comunicarse con el mundo entero. El contraste entre esta sala de cemento bruto, situada en el corazón de la selva, y los instrumentos tan sofisticados me dejó lleno de estupor.

—Hay muchas cosas que usted ignora, Louis. La primera es que no estamos aquí en una misión perdida de África. Al contrario. El dispensario de Zoko es una unidad piloto, cuya eficacia probamos con la ayuda de una organización humanitaria.

—¿Qué organización? —le pregunté.

—Mundo Único.

Me quedé sin aliento. Mi corazón se puso a latir de forma violenta.

—Hace tres años, nuestra congregación se puso en contacto con Mundo Único. Esta organización quería implantarse en África y beneficiarse de nuestra experiencia en el continente. Propusieron dotarnos de material moderno, formación técnica para nuestras hermanas y medicamentos según nuestras necesidades. Debíamos simplemente estar en contacto con el centro de Ginebra, darles los resultados de nuestros análisis y recibir alguna que otra vez a alguno de sus médicos. Nuestra madre superiora aceptó este acuerdo unilateral. Fue en 1988. A partir de ese momento, todo ocurrió muy deprisa y los presupuestos fueron aprobados con toda rapidez. La misión de Zoko fue totalmente equipada. Vino gente de Mundo Único y me explicaron cómo utilizar todo el material.

—¿Qué tipo de gente?

—No creían en Dios, pero tenían fe en la humanidad, tanto como nosotras.

—¿En qué consiste su material?

—Son, sobre todo, instrumentos de análisis, para realizar radiografías y reconocimientos médicos.

—¿Qué reconocimientos?

La hermana Pascale esbozó una sonrisa amarga. Era como una herida en su cara. Luego murmuró:

—Ni siquiera yo lo sé, Louis. Me limito a extraer sangre y a hacer biopsias a la gente.

—Pero ¿quién hace los análisis?

La misionera vaciló, luego suspiró, bajó los ojos y dijo:

—Él —señalaba el ordenador—. Pongo las muestras en un escáner programado, que es el que efectúa los diferentes análisis. Los resultados se integran directamente en el ordenador, que realiza la ficha analítica de cada individuo.

—¿A quién le han hecho este tipo de exámenes?

—A todo el mundo. Es por su bien. ¿Comprende?

Moví la cabeza, con gesto cansado, y después le pregunté:

—¿Adonde van los resultados?

—Al centro de Mundo Único en Ginebra. Regularmente, gracias a un módem y a un teléfono móvil, ellos consultan la base de datos del ordenador y realizan las estadísticas pertinentes sobre el estado de salud de los pigmeos de Zoko. Vigilan los posibles riesgos de epidemias, la evolución de los parásitos y cosas así. Es fundamentalmente un método preventivo. En un caso urgente, pueden enviarnos medicamentos con toda rapidez.

La perfidia del sistema me horrorizaba. La hermana Pascale tomaba las muestras orgánicas con toda inocencia. Después, el ordenador hacía las pruebas médicas siguiendo un programa específico. El programa analizaba así, entre otras cosas, el grupo HLA de cada pigmeo. En seguida, estos análisis llegaban a la sede de Mundo Único en Ginebra. Los habitantes de Zoko eran una perfecta reserva humana, de la cual se conocían con precisión las características de los tejidos orgánicos. Sin duda, todo ocurría de la misma manera en Sliven, en Balatakamp, cuyos habitantes estaban así bajo control. Y la misma técnica debía de repetirse en cada campamento de Mundo Único, que dominaba así un espantoso vivero de órganos.

—¿Cuál es su relación personal con Mundo Único?

—Ninguna. Yo les paso los pedidos de medicamentos por ordenador. De la misma forma, archivo las vacunaciones hechas y los cuidados dispensados. Me comunico también, de vez en cuando, con un técnico que lleva, a través del módem, claro, el mantenimiento del material.

—¿No ha hablado nunca con los responsables de Mundo Único?

—Nunca.

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