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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

El vuelo de las cigüeñas (30 page)

BOOK: El vuelo de las cigüeñas
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Un gran negro vino a nuestro encuentro. Era Alphonse, el maestro, el «propietario» de los pigmeos de Zoko. Insistió en que nos instalásemos, antes de la llegada de la noche, en un claro próximo, más reducido, en el que había un cobertizo de unos diez metras de largo. Su familia acampaba allí. Yo instalé mi tienda cerca de la suya, mientras mis compañeros se fabricaban unos jergones con hojas de palma. Por primera vez en dos días, dormiríamos en seco.

Alphonse no paraba de hablar de su «feudo», y señalaba a lo lejos cada uno de los elementos del campamento pigmeo.

—¿Y la hermana Pascale? —pregunté.

Alphonse arqueó las cejas:

—¿El dispensario, quiere decir? Está en la otra punta del campamento, detrás de los árboles. No le aconsejo ir allí ahora. La hermana no está contenta.

—¿No está contenta?

Alphonse giró los talones y simplemente repitió:

—Nada contenta.

Los porteadores encendieron fuego. Me acerqué y me senté en el minúsculo taburete hecho con el tronco de un árbol. El fuego crepitaba y desprendía un fuerte olor a hierba mojada. Las ramas verdes, prisioneras de otras, se resistían a ser quemadas. Casi de repente, se hizo de noche. Una noche llena de humedades, de corrientes frías, de gritos de pájaros. Sentí en lo más hondo de mi ser una especie de llamada, una inspiración, algo que tocaba muy de cerca a mi corazón. Levanté la vista y comprendí la nueva sensación. Por encima de nosotros se abría un cielo claro atestado de estrellas. Hacía cuatro días que no había visto el firmamento.

Fue entonces cuando comenzaron a oírse los tambores.

No pude por menos que esbozar una sonrisa. ¡Era algo tan irreal y al mismo tiempo tan previsible! En lo más hondo de la selva oíamos latir el corazón del mundo. Beckés se levantó y gritó:

—«Hay una fiesta aquí al lado, Louis. Tenemos que ir». Detrás de él, Tina se reía y movía acompasadamente los hombros. Un minuto más tarde, estábamos al borde de la explanada.

En la penumbra, podían distinguirse a los niños akas que corrían en todas direcciones. Las niñas, delante de las chozas de tierra, rodeaban su cintura con faldas de rafia. Algunos chicos habían cogido unas lanzas y ensayaron unos pasos de baile, luego se pararon y se echaron a reír. Llegaron mujeres de los bosques vecinos con las caderas rodeadas de hojas y ramas. Los hombres miraban divertidos toda esta animación, fumando cigarrillos que Beckés les había dado. Los tambores tocaban seguido como anunciando lo que iba a suceder.

Alphonse se me acercó, con una linterna de campaña en la mano, y me dijo al oído:

—¿Quiere ver bailar a los pigmeos, patrón? Sígame.

Seguí sus pasos. Se sentó en un pequeño banco, cerca de las chozas, y después puso la linterna en el centro de la plaza. De esta manera, los cuerpos de los pequeños fantasmas pudieron verse con claridad. Su zarabanda rompía la quietud de aquella noche de color de fuego y alegría.

Los akas formaban al bailar dos semicírculos uno frente a otro. A un lado los hombres, y al otro las mujeres. Del grupo de danzantes nos llegaba una sorda melopea: «Aria mama, aria mama…». Sobre aquellas voces entremezcladas, roncas y graves, se imponía a veces un fuerte grito infantil que venía de los espectadores. «Aria mama, aria mama…». Desde mi posición, vi pasar primero a las mujeres. Vientres redondos, piernas flexibles y ramilletes de hojas. Luego, aparecieron los hombres. Iluminados por la luz de la lámpara de petróleo, aquellos cuerpos de color caramelo pasaron al rojo, luego al dorado y, finalmente, a un color más oscuro, como ceniciento. Las rafias de las faldas chocaban unas contra otras, y formaban como un velo cimbreante alrededor de sus caderas. «Aria mama, aria mama…».

Los redobles de tambor aumentaron. El hombre que lo tocaba estaba totalmente tenso, como un arco a punto de dispararse. Aporreaba el tambor con el cuello estirado como un águila. Reprimí un escalofrío. Sus ojos, absolutamente blancos, brillaban en la noche. Alphonse se echó a reír: «Un ciego. Solamente puede hacerlo así un ciego, el mejor de los músicos». Poco después se le unieron otros. El ritmo aumentó, se llenó de ecos y de contrapuntos, hasta llegar a formar un canto a la tierra, vertiginoso e irresistible. Surgieron otras voces que se sumaron y se entrelazaron sobre el fondo de la misma canción: «Aria mama, aria mama». Todo se hizo mágico como una fluorescencia sonora bajo el cielo estrellado.

Las mujeres pasaron de nuevo por delante de la lámpara. Iban en fila india. Cada una de ellas apoyaba las manos en la cintura de la precedente y caminaban así, siguiendo la cadencia de la música. Parecían dejarse acariciar y poseer por el ritmo. Sus cuerpos pertenecían a las trepidaciones de los tambores, como un eco pertenece al grito que lo produce. Habían llegado a ser una resonancia total, una pura vibración de la carne. Los hombres volvieron. En cuclillas, con las manos en el suelo, iban y venían como un péndulo, de pronto convertidos en animales, en espíritus, en elfos…

—¿Qué festejan? —le pregunté a Alphonse, gritando para hacerme oír por encima de los tambores.

Alphonse me miró con el rabillo del ojo. Su cara se confundía con la oscuridad.

—¿Una fiesta? Un duelo, querrá usted decir. Una familia del sur ha perdido a una de sus hijas. Y ahora bailan con sus hermanos de Zoko. Es la costumbre.

—¿De qué murió?

Alphonse meneó la cabeza y me gritó en el oído:

—Fue horrible, patrón. Absolutamente horrible. A Gomoun la atacó un gorila.

Un velo de sangre parecía cubrir la realidad.

—¿Qué sabes del accidente?

—Nada. Fue Boma, el más viejo de la aldea, quien la descubrió. Gomoun no había vuelto aquella noche. Los pigmeos organizaron su búsqueda. Temían que la selva se vengase.

—¿Se vengase?

—Gomoun no respetaba la tradición. No quería casarse. Quería seguir estudiando con la hermana Pascale, en Zoko. A los espíritus no les gusta que se burlen de ellos. Por eso un gorila la atacó. Todo el mundo lo sabe: la selva se ha vengado.

—¿Qué edad tenía Gomoun?

—Quince años, creo.

—¿Dónde vivía exactamente?

—En una aldea del sudoeste, cerca de las minas de Kiefer.

El martilleo de los tambores enraizaba en mi mente. El ciego estaba desatado, hundiendo su mirada lechosa en la oscuridad. Le grité a Alphonse:

—¿Es todo lo que puedes decirme? ¿No sabes más?

Alphonse hizo un gesto de contrariedad. Sus dientes blancos brillaron en su boca rosada. Con la mano rechazó mi insistencia.

—Déjalo correr, patrón. Esta historia es desgraciada, muy desgraciada.

El «maestro» hizo ademán de levantarse. Lo cogí del brazo. El sudor me caía a chorros por la cara.

—Piénsalo bien, Alphonse.

El negro explotó:

—¿Qué más quieres, patrón? ¿Que vuelva el gorila? Le arrancó los brazos y las piernas a Gomoun, sabes. El gorila destruyó todo a su paso. Los árboles, las lianas, la tierra. ¿Tú quieres que te oiga? ¿Quieres que nos despachurre a nosotros también?

El m'baka se levantó de un salto y cogió la linterna con gesto furioso.

Los pigmeos bailaban aún. Ahora imitaban a una oruga gigante. El tambor del ciego aceleró su ritmo. Mi corazón estaba a punto de estallar. La serie de asesinatos, con nombres y fechas, estaba grabada en mi mente con letras de sufrimiento. Agosto de 1977, Philippe Böhm; abril de 1991, Rajko Nicolitch; septiembre de 1991, Gomoun. Estaba seguro de que el corazón de la joven había sido robado. De repente, recordé un detalle. Alphonse había dicho:

—El gorila destruyó todo a su paso. Los árboles, las lianas, la tierra.

Veinte días antes, en el bosque de Sliven, el gitano que había descubierto a Rajko había precisado: «La víspera debió de haber una fuerte tormenta, porque en ese rincón del bosque todos los árboles habían caído y sus ramas estaban totalmente destrozadas».

¿Cómo no lo había comprendido antes? Los ladrones de corazones viajaban en helicóptero.

38

A las cinco se hizo de día. En la selva resonaban gritos apagados. No había dormido en toda la noche, porque alrededor de las dos, los akas acabaron su ceremonia y yo me quedé allí, en la oscuridad y el silencio del cobertizo de palmas, mirando cómo las últimas brasas desprendían su resplandor rosa en la noche. No tenía ningún miedo. Tan solo una fatiga agobiante y una extraña sensación de calma, casi de seguridad. Como si caminase muy cerca del cuerpo de un pulpo gigante cuyos tentáculos no podrían nunca alcanzarme.

Cayeron los primeros chaparrones del día. Primero fue un ligero martilleo, luego una lluvia mucho más recia, más regular. Me levanté y me encaminé hacia Zoko.

Delante de las chozas había ya fuegos encendidos. Vi a algunas mujeres que reparaban una larga red, destinada sin duda a la caza diaria. Atravesé la plaza, y poco después descubrí, detrás de las chozas, una amplia construcción de cemento en cuya fachada había una cruz blanca. Estaba rodeada de jardines y tenía un huerto. Me dirigí a la puerta, que estaba abierta. Un gran hombre negro me cerró el paso, con gesto hostil.

—¿Se ha despertado ya la hermana Pascale? —le pregunté.

Antes de que el hombre me pudiese responder, se oyó una voz que venía del interior.

—Pase, no tenga miedo —era una voz autoritaria, que no toleraba ninguna discrepancia. Entré.

La hermana Pascale no llevaba velo. Iba simplemente vestida de negro, con un jersey y una falda a juego. Tenía el pelo corto, gris y crespo. Su rostro, a pesar de las numerosas arrugas, tenía esa atemporalidad de las piedras y los ríos. Unos ojos azules y fríos miraban con la dureza del acero. Tenía anchas espaldas y unas manos inmensas. A primera vista, comprendí que la mujer estaba preparada para enfrentarse con los peligros de la selva, las enfermedades contagiosas y los bárbaros cazadores.

—¿Qué quiere? —me preguntó sin mirarme.

Estaba sentada y untaba pacientemente con mantequilla unas rebanadas de pan que mojaba en un tazón de café.

La habitación estaba prácticamente vacía. Había únicamente un fregadero y una nevera pegados a la pared del fondo. Un cristo de madera, colgado en la misma pared, paseaba su mirada de supliciado.

—Me llamo Louis Antioche —le dije—. Soy francés. He recorrido miles de kilómetros para obtener respuestas a algunas preguntas. Creo que usted podría ayudarme.

La hermana Pascale seguía untando las rebanadas. Eran de pan blando, húmedo, a duras penas conservado. Vi su blancura inmaculada, que parecía allí, en plena selva, un tesoro increíble. La hermana sorprendió mi mirada.

—Perdone. Soy una maleducada. Siéntese, por favor. Y comparta conmigo el desayuno.

Cogí una silla. Me echó una ojeada que no expresaba más que indiferencia.

—¿De qué se trata?

—Quiero saber cómo murió la pequeña Gomoun.

—¿Café? ¿O prefiere té?

—Té, por favor.

Hizo una señal a un muchacho, que estaba sentado a la sombra, y le habló en sango. Unos segundos después, yo respiraba el fuerte aroma de un té Darjeeling sin marca. La hermana Pascale volvió a tomar la palabra:

—Así que le interesan los akas.

—No —le respondí, al tiempo que soplaba sobre el té—. Me interesan las muertes violentas.

—¿Por qué?

—Porque varias víctimas desaparecieron de la misma manera, en esta selva, y en otros lugares.

—¿Estudia a los animales salvajes?

—A los animales, sí, en cierta manera.

Oíamos el constante ruido de la lluvia justo encima de nuestras cabezas. La hermana Pascale mojó otra rebanada de pan. El pan tierno se ablandó al contacto con el café. Con un golpe seco de sus mandíbulas, la hermana atrapó el extremo de la rebanada que amenazaba con caer. No dejaba traslucir ninguna extrañeza ante mis preguntas, solo una sorda ironía bajo sus palabras. Intenté romper este juego del doble sentido.

—Hermana, seamos claros. No me creo ni una palabra de esta historia del gorila. No tengo ninguna experiencia en la selva, pero sé que los gorilas son poco frecuentes en esta región. Creo que la muerte de Gomoun es una más de una serie de crímenes específicos que actualmente investigo.

—Joven, no sé de qué me habla. Antes tendría que explicarme quién es usted y lo que le ha traído aquí. Estamos a más de ciento cincuenta kilómetros de Bangui. Tuvo que andar cuatro días para llegar a este agujero de la selva. Imagino que usted no es ni un hombre del ejército francés, ni un ingeniero de minas, ni siquiera un prospector independiente. Si quiere mi colaboración, le aconsejo que se explique.

En pocas palabras le resumí todas mis indagaciones. Le hablé de las cigüeñas y de los «accidentes» que habían jalonado mi ruta. Le hablé de la muerte de Rajko, hecho trizas por un oso salvaje. Le recordé el ataque fatal de un gorila a Philippe Böhm. Le describí las circunstancias de estas desapariciones y se las comparé con la de Gomoun. Nada dije del robo de los corazones, ni tampoco del sistema montado para llevarse los diamantes. Intentaba atraer la atención de la hermana sobre todas estas coincidencias.

La misionera me miró fijamente con sus ojos azules e incrédulos. La lluvia continuaba golpeando la chapa del techo.

—Su historia no se sostiene, pero lo escucho. ¿Qué quiere preguntarme?

—¿Qué sabe usted sobre la muerte de Gomoun? ¿Vio usted el cuerpo?

—No. Está enterrada a varios kilómetros de aquí. Gomoun pertenecía a una familia nómada que viajaba hacia el sur.

—¿Le dijeron algo sobre el estado del cuerpo?

—¿Realmente hay que hablar de eso?

—Es esencial.

—Gomoun tenía un brazo y una pierna arrancados. Su torso estaba cubierto de heridas, de desgarros; el pecho abierto, y la caja torácica, destrozada. Los animales salvajes habían comenzado a devorar sus órganos.

—¿Qué animales?

—Los facoceros, animales salvajes sin duda. Los akas me hablaron de huellas de garras en el cuello, los senos y los brazos. ¿Cómo saberlo? Los pigmeos enterraron a la pequeña en su campamento; luego abandonaron el lugar para siempre jamás, como manda la tradición.

—¿El cuerpo no tenía otras huellas de mutilación?

La hermana Pascale tenía aún la taza de café entre las manos. Vaciló, luego aflojó la presión que ejercía sobre la porcelana. Vi que sus manos temblaban ligeramente. Bajó la voz y dijo:

—Sí… —Vaciló un momento y prosiguió—. Su sexo estaba exageradamente abierto.

—¿Quiere usted decir que fue violada?

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