Read El vuelo de las cigüeñas Online
Authors: Jean-Christophe Grange
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco
Beckés llevó el equipaje a las casas. Tina había desaparecido en la noche. Pagué al negro y le hice una última pregunta:
—Las cigüeñas, esos pájaros negros y blancos, ¿llegan hasta aquí?
El negro abrió los brazos y señaló la llanura entera:
—¿Las cigüeñas? Llegan hasta aquí mismo. Estamos en el centro de su territorio. Dentro de algunos días habrá millares en la llanura, cerca del río, al lado de las casas… Por todas partes. ¡No pueden moverse sin tropezar unas con otras!
Mi viaje había terminado. Había llegado a mi destino final: el de las cigüeñas, el de Louis Antioche, el de Otto Kiefer, el último eslabón de la red de diamantes. Me despedí del hombre, cogí mi bolsa de viaje y luego entré en la casa. Era bastante grande, amueblada con mesas bajas y sillones de madera. Beckés me indicó mi habitación, al fondo del pasillo, a la derecha. Entré en aquel antro. En el centro había un alto y amplio mosquitero que caía sobre la cama. Desde los pliegues del tul me llegaron unas palabras: «¿Vienes, Louis?».
Todo estaba a oscuras, pero reconocí la voz de Tina.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté casi sin aliento.
—Te espero.
Y se echó a reír. Veía sus dientes blanquísimos a través de la tela de tul. Le devolví la sonrisa y luego me metí dentro del mosquitero. Comprendí que el destino, una vez más, me concedía una tregua.
En seguida, y con gestos rápidos, le quité el vestido. Sus dos pechos saltaron como torpedos de ébano. Su piel se estremecía. Aquellos muslos redondeados se abrieron ante el imperio que yo profanaba. Una voz, por encima de mí, habló en sango, luego unas largas manos me cogieron y se apoderaron de mis caderas.
Su cuerpo estaba tenso, atento, lleno de músculos y de gracia. Disfrutaba de su dulzura y de su fuerza a voluntad, como si la cosa no fuera con ella. Tina supo tratarme. Se apoderó de mí con movimientos desconocidos, profundos y lancinantes. Sus manos desvelaron mis secretos y encontraron los puntos más sensibles de mi carne. Concentrado en ella, empapado de sudor y fuego, paseaba mis labios por sus negras axilas, por su boca de dientes violentos, por sus pechos duros y vibrantes. De repente, mucho antes de lo que esperaba, una oleada abrupta brotó dentro de mí y una explosión de placer, lindante con el dolor, llenó todo mi cuerpo. En ese momento, una riada de imágenes se precipitó por mi cabeza como para disolverme el alma. Vi el cuerpo de Gomoun, infestado de insectos, la garganta quemada de Sikkov, el rostro de Marcel, cubierto de sangre, el mosquitero de mi infancia del que salían llamas y ruidos crepitantes. Unos segundos más tarde todo había desaparecido. El placer inundaba mis venas, con su sabor anticipado a muerte.
Tina aún no había acabado. Recorrió mi piel con su dulce lengua fluorescente hasta que su cuerpo arqueado fue dominado por una especie de rabia animal. Una explosión de perfumes surgió entonces, aromas acres y deliciosos, como el mismo olor del placer agudo de la joven. Tina se dio la vuelta, se estiró y se cubrió con las sábanas, como una flor en plenitud, embargada por su propio néctar.
Aquella noche no dormí. En las treguas que Tina me concedía no dejaba de reflexionar. Pensaba en la lógica secreta de mi destino, en el incesante aumento de emociones, de sensaciones, de vivencias que se me ofrecían a medida que mi vida se volvía violenta y peligrosa. Había una extraña simetría: los cielos de tormenta, la amistad de Marcel, las caricias de Sarah o de Tina encontraban su eco en la crueldad de la estación de Sofía, en la violencia de los territorios ocupados y en el cuerpo profanado de Gomoun. Todos estos hechos constituían las dos orillas de un mismo camino, que me llevaba, a mi pesar, al límite de la existencia. Allí donde un hombre ya no puede aguantar más, allí donde se acepta la muerte porque se presiente, más allá de la consciencia, que ya se sabe bastante. Sí, aquella noche, bajo el mosquitero, admití la posibilidad de que podía morir.
De repente, se oyó un ruido. A los pocos segundos, el mismo sonido, ligero y obstinado, se repitió, como una miríada de ecos en el aire de la mañana. Era un castañeteo, un ruido sordo que conocía muy bien. Miré el reloj. Eran las seis. La luz del día penetraba débilmente a través de las persianas. Tina aún dormía. Fui a la ventana, entreabrí las laminillas de vidrio de la persiana y luego miré fuera.
Allí estaban, apacibles y grises, erguidas sobre sus delgadísimas patas. Como movidas por un soplo, se extendían por toda la llanura, rodeaban las chozas, se concentraban en las orillas del río o caminaban a lo largo de las junqueras. Comprendí que había llegado el momento.
—¿Te vas? —susurró Tina.
A manera de respuesta, volví al mosquitero y le besé la cara. Sus trenzas en punta se destacaban sobre la almohada y sus ojos brillaban como luciérnagas en la penumbra. Su cuerpo se confundía con la oscuridad. Era como si el deseo hubiese encontrado su exacto lugar aquella noche. Anónimo y secreto, pero lleno de vértigos para aquel que supiese recibirlo. Nunca sufrí tanto por no poder pasar mis manos por aquel cuerpo tan voluptuoso para sentir una piel que multiplicaba las dulces trampas del placer, sus formas y repliegues seductores.
Me levanté y me vestí. Metí en el bolsillo el pequeño dictáfono después de haber comprobado su funcionamiento. Cuando me colgué la pistolera, Tina se aproximó y me rodeó con sus largos brazos. Comprendí que estábamos representando una escena eterna: la de la partida del guerrero, repetida durante milenios en todas las latitudes, en todas las lenguas.
—Métete en el mosquitero —murmuré—. Nuestros olores aún están ahí. Búscalos y consérvalos, pequeña gacela. Que permanezcan para siempre en tu corazón.
Tina no comprendió el sentido de mis palabras en un primer momento. Luego su rostro se iluminó y me dijo adiós en sango.
Fuera, un sol de fuego quemaba aquella húmeda mañana. La hierba brillaba y la atmósfera jamás me había parecido tan pura. Millares de cigüeñas se desplegaban por el horizonte hasta perderse de vista. Blanco y negro, negro y blanco. Estaban delgadas, desplumadas, cansadas, pero parecían felices. Diez mil kilómetros más tarde, habían llegado a su destino. Estaba solo, solo frente a la última etapa, solo frente a Kiefer, el muerto viviente que conocía las últimas piezas de aquella pesadilla. Comprobé, una vez más, el cargador de la Glock 21 y emprendí la marcha. La casa del checo se destacaba, claramente, sobre las aguas del río.
Sin hacer ruido, subí los escalones de la galería. Cuando entré en la habitación central, descubrí a la mujer m'bati que roncaba acurrucada en un sofá de madera. Su ancha cara aparecía sumida en un sueño pesado. Tenía las mejillas marcadas por largas escarificaciones, que brillaban con las primeras luces del día. Alrededor de ella, en el suelo, dormían unos niños cubiertos por mantas agujereadas.
Un pasillo se abría a la izquierda. Me extrañó el parecido de esta casa con la que acababa de abandonar. Kiefer y yo habitábamos la misma casa. Avancé con precaución. A lo largo de las paredes trepaban cientos de lagartos que me miraban fijamente con sus ojos secos. Había allí un hedor insoportable. El olor a humedad, que desprendía el río, saturaba la atmósfera. Avancé un poco más. Mi intuición me decía que el checo se alojaba en la misma habitación que yo tenía en la otra casa: la última a la derecha, al fondo del pasillo. La puerta estaba abierta. Dentro, todo estaba sumido en la penumbra. Bajo un mosquitero alto, se destacaba una cama, aparentemente vacía. En una mesa baja había frascos translúcidos y una jeringuilla. Di algunos pasos más en aquel sepulcro.
—¡Eh! ¿Qué vienes tú a hacer aquí?
Un estremecimiento helado me paralizó. La voz venía de detrás del mosquitero. Pero apenas era una voz. Más bien un susurro, un silbido lleno de saliva y ruidos secos, que con esfuerzo lograba articular palabras inteligibles. Supe que esta voz me acompañaría hasta la tumba. Añadió:
—Nada se puede contra un hombre que ya está muerto.
Me aproximé. Mi mano temblaba sobre la culata de la Glock como la de un niño miedoso. Finalmente, pude distinguir a aquel hombre que se ocultaba detrás del tul del mosquitero. Una sensación de repugnancia se apoderó de mí. La enfermedad había deteriorado totalmente a Kiefer. No tenía carne, sino solo una piel fofa replegada sobre los huesos. Tampoco tenía cabellos, ni cejas, ni resto alguno de pelo. Aquí y allá, en la frente, en el cuello, en el antebrazo, tenía manchas negruzcas, costras secas que sobresalían. Llevaba una camisa blanca, llena de manchas oscuras, y estaba allí, sentado en su cama, como si fuese un hombre situado al otro lado de la muerte.
No podía distinguir los rasgos de su cara. Presentía solamente las órbitas de los ojos, dos cuévanos dentro de los cuales centelleaban unos ojos color de azufre. Solamente una cosa aparecía claramente: los labios, negros y secos, sobre su piel sin barba. Dejaban ver unas encías hinchadas, más negras todavía. En el fondo de este orificio brillaba una dentadura irregular y amarillenta. Era esta atrocidad la que hablaba.
—¿Tienes un pitillo?
—No.
—¡Cabrón! ¿Qué coño pintas tú aquí?
—Yo… tengo que hacerle unas preguntas.
Kiefer soltó una breve carcajada. Un reguero de baba parduzca se deslizó por su camisa. Ni siquiera se inmutó. Volvió a hablar, ahora con más dificultad:
—Sé quién eres. Eres el cabronazo que está metiendo sus sucias narices en nuestros negocios desde hace dos meses. Te hacía en el otro lado de África, en Sudán.
—Tuve que cambiar de planes. Me había vuelto demasiado previsible.
—Y has llegado hasta aquí en busca del viejo Kiefer. ¿No es así?
No le respondí. Con un gesto discreto, encendí la grabadora. La respiración de Kiefer era grave, como si recorriera crestas de saliva. Parecía el grito de un insecto a punto de ahogarse en un charco. Pasaron unos segundos. Por fin, Kiefer habló:
—¿Qué quieres saber, chaval?
—Todo —respondí.
—¿Y por qué tendría yo que abrir la boca?
Le contesté en voz baja:
—Porque eres un tipo duro, Kiefer. Y como todos los duros, respetas ciertas reglas. Las del combate, las del vencedor. Maté a un hombre en Sofía, un búlgaro. Trabajaba para Böhm. Maté a otro en Israel, Miklos Sikkov, otro esbirro. Sacudí a M'Diaye, en Mbaïki, y me contó lo que tú le obligaste a escribir hace quince años. Le rompí los dientes a Clément, y te he seguido hasta aquí, Kiefer. Desde todos los puntos de vista, te he ganado. Conozco el sistema de los diamantes y las cigüeñas. También sé que andáis buscando las piedras desaparecidas desde abril. Sé como está organizada vuestra red. Sé que matasteis a Iddo Gabbor en Israel porque había descubierto vuestros planes. Sé bastantes cosas, Kiefer, y esta mañana estás en el punto de mira de mi arma. El tráfico de diamantes se acabó. Max Böhm murió y tú mismo no durarás mucho tiempo. He ganado Kiefer, y por eso, hablarás.
La respiración entrecortada de Kiefer resonaba como un silbido apagado. En la oscuridad, se podría creer que Kiefer roncaba. O por el contrario, que acechaba como una serpiente con su silbido torvo. Por fin susurró:
—Muy bien, chaval. Hagamos un trato tú y yo.
Atenazado por la enfermedad y bajo la amenaza de mi arma, Kiefer intentaba parecer todavía un tipo duro. El checo anunció sus bazas. En su amargura, dejó traslucir un ligero acento eslavo:
—Si sabes tantas cosas, debes de saber que me llaman el «Tío Granada». Debajo de la sábana, muy cerca de mí, tengo una granada calentita, a punto de estallar. Una de dos: o yo te lo cuento todo esta mañana y, en señal de agradecimiento, tú me matas justo después; o no tienes huevos para hacerlo, y en ese caso yo hago saltar por los aires a los dos. Ahora mismo. Me ofreces una bonita ocasión de acabar con todo esto, chaval. Aquí solo, esto me está resultando demasiado duro.
Tragué saliva. La lógica infernal de Kiefer me enervaba. A pocos días de su muerte, ¿por qué quería suicidarse obligándome a usar la Glock? Contesté:
—Te escucho, Kiefer. Cuando llegue el momento, mi mano no temblará.
El moribundo se rió. Unas flemas negras resbalaron por sus labios.
—Muy bien. Agárrate, porque historias como la que te voy a contar no se oyen todos los días. Todo comenzó en los años setenta. Yo era uno de los hombres de confianza de Bokassa. En esta época no me faltaba trabajo. Entre los ladrones y los ministros, era todo un caos total. Yo llevaba a cabo mis misiones siniestras y luego me embolsaba lo que me correspondía. Me daba la gran vida. Pero Bokassa se estaba volviendo loco. Se produjo el golpe de los dos Martine, lo de las orejas cortadas, luego la sed de poder… Todo había tomado un cariz bien feo…
»En la primavera de 1977, Bokassa me propuso una misión. Debía acompañar a Max Böhm. Yo conocía un poco al suizo. Un tipo muy eficaz, solo que le daba por ir haciendo justicia No quería ensuciarse las manos, pero estaba pringado hasta las cejas en los chanchullos del café y de los diamantes. Aquel año, Böhm había descubierto un filón de diamantes, más allá de Mbaïki.
Intervine, movido por la sorpresa:
—¿Un filón?
—Sí. En la selva, Böhm había sorprendido a unos aldeanos que encontraban unos diamantes soberbios, cerca de los pantanos. Hizo venir a un geólogo que él conocía, un afrikáner, para comprobar el descubrimiento y comenzar las obras de explotación. Böhm era un tipo legal, pero Bokassa desconfiaba de él. Se le había metido en la cabeza que el suizo quería puentearlo. Y me confió a mí la dirección de la expedición, con Böhm y el geólogo, un tipo que se llamaba Van Dötten.
—La expedición PR 154.
—Exactamente.
—¿Y luego?
—Todo pasó como estaba previsto. Bajamos hacia el sur, más allá de la SCAD. A pie, por el agua, por el barro, con una decena de porteadores. Llegamos al filón. Böhm y el marica aquel hicieron los análisis.
—¿El marica?
—Van Dötten era homosexual. Era una gran zorra aquel afrikáner, adoraba a los pequeños obreros… ¿Necesitas que te haga un dibujo, chavalín?
—Continúa, Kiefer.
—Los dos hombres trabajaron durante varios días. Localizaciones, extracciones, análisis. Todo confirmaba las primeras impresiones de Böhm. El filón rebosaba diamantes. Diamantes de una calidad excepcional. Pequeños, pero absolutamente puros. Van Dötten preveía incluso un rendimiento increíble. Aquella noche bebimos a la salud de la mina y de nuestra recompensa. Un pigmeo apareció entonces, no supimos de dónde. Traía un mensaje para Max Böhm. Así ocurre en la selva. Los akas son los correos. El suizo leyó la carta y cayó de bruces en tierra. Su piel estaba hinchada como un neumático. Le había dado un ataque al corazón. Van Dötten le arrancó la camisa y le hizo masajes cardíacos. Yo cogí la hoja de papel y la leí. Le comunicaban la muerte de su esposa. Yo no sabía que Böhm estuviese casado. Su hijo comprendió todo en seguida. Se puso a decir tonterías, gimoteando, como el chiquillo que era. No tenía nada que hacer allí, con aquellas tempestades de mosquitos y las charcas llenas de sanguijuelas.