El vuelo de las cigüeñas (38 page)

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Authors: Jean-Christophe Grange

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Policíaco

BOOK: El vuelo de las cigüeñas
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Un fracaso total. Y el tiempo corría sin parar. Disimulé mi decepción:

—Muy bien, doctora. Le doy las gracias por la confianza que ha depositado en mí.

—No se merecen. He visto de todo en mi vida, pero lo que usted me ha contado hoy lo supera todo con creces.

—Le daré todas las claves… cuando las tenga, claro.

—Cuídese. Le telefonearé mañana.

Colgué. No había obtenido nada. Había que esperar.

Todavía no era de día cuando el timbre del teléfono volvió a sonar. Descolgué. Miré el reloj de la mesilla de noche. Eran las 5.24 de la mañana. «Dígame», mascullé.

—¿Louis Antioche?

Era una voz grave con un fuerte acento oriental.

—¿Quién me llama?

—Itzhak Delter, el abogado de Sarah Gabbor.

Salté de la cama.

—Le escucho —le dije ya más claramente.

—Le telefoneo desde Bruselas. Creo que usted llamó ayer a la embajada. Desea ver a Sarah Gabbor, ¿no es así?

—Exactamente.

El hombre carraspeó. Su voz sonó como la caja de un contrabajo.

—Tiene que comprender que, tal como están las cosas, eso es muy difícil.

—Tengo que verla.

—¿Puedo preguntarle cuáles son los lazos que le unen a la señorita Gabbor?

—Lazos personales.

—¿Es usted judío?

—No.

—¿Cuánto tiempo hace que conoce a Sarah Gabbor?

—Un mes, más o menos.

—¿La conoció en Israel?

—En Beit-She'an.

—¿Cree usted que tiene informaciones importantes que darnos?

—Creo que sí.

Mi interlocutor se tomó un tiempo para reflexionar. Luego largó una gran parrafada:

—Señor Antioche, este asunto es complejo, muy complejo. Nos mete a todos en un aprieto. Hablo del Estado de Israel, pero también de otros gobiernos implicados. Estamos convencidos de que la acción desconsiderada de Sarah Gabbor no es más que la punta del iceberg. Una parte de una trama mucho más importante, de envergadura internacional.

¿«Acto desconsiderado» para calificar una bala de una Glock en la frente? Delter tenía sentido del eufemismo. El abogado prosiguió:

—Las policías de estos países trabajan sobre el caso. Por ahora, toda la información es confidencial. No puedo prometerle a usted que vaya a ver a la señorita Gabbor. Pero puedo decirle que será beneficioso que venga a Bruselas para que hablemos. Por teléfono no podemos hablar de todo esto.

Cogí un bloc de notas:

—Dígame su dirección.

—Estoy en la embajada de Israel, rue Joseph II, número 71.

—Repítame su nombre.

—Itzhak Delter.

—Señor Delter, seamos claros. Si puedo ayudarle, lo haré sin vacilar. Pero con una condición: tener la seguridad de poder ver a Sarah Gabbor.

—Esa decisión no es cosa nuestra. Pero nos esforzaremos por obtener la autorización. Si los investigadores estiman que este encuentro puede ayudar en el caso, no habrá problemas. Creo que todo depende de su colaboración y de la información que tenga usted…

—No, abogado. Si doy, quiero que me den. Primero, Sarah. Después, mi testimonio. Estaré en Bruselas a mediodía.

Delter hizo con los labios un ruido que parecía el zumbido de un reactor.

—Lo esperamos.

Unos minutos más tarde ya me había duchado, afeitado y vestido. Me puse el traje Hackett de las grandes ocasiones, gris sedoso, con botones de nácar. Reservé un coche de alquiler y llamé un taxi para que me llevase al concesionario.

Me quedaban más de treinta mil francos del pacto con Böhm, a los que había que sumar mi renta mensual de veinte mil francos, que había cobrado en agosto y septiembre. En total, setenta mil francos que me permitirían organizar los viajes necesarios para arrinconar al «doctor». Además, disponía todavía de numerosos bonos de hoteles y billetes de avión en primera clase, fácilmente canjeables.

Cuando cerré la puerta de mi casa, una descarga de adrenalina recorrió todo mi cuerpo.

48

A las nueve de la mañana conducía por la autopista del norte en dirección a Bruselas. Por el cielo desfilaban una manchas oscuras, nubes filamentosas como anunciadoras de un mal presagio. Poco después, el paisaje comenzaba a cambiar. Aparecieron unos edificios de ladrillos rojos, como costras de sangre que se dibujaban en el campo. Tenía la impresión de entrar en los estratos interiores de una tristeza grisácea y sin retorno. La desesperanza parecía reinar allí, entre la hierbas de los prados y la vías férreas. A mediodía pasé la frontera. Una hora más tarde estaba en Bruselas.

La capital belga me pareció una ciudad triste y sin brillo. Un París en pequeño, diseñado por un artista malhumorado. Encontré la embajada sin dificultad. Era un inmueble de arquitectura moderna de hormigón gris y balcones rectilíneos. Itzhak Delter me esperaba en el vestíbulo.

Se parecía a su voz. Era un coloso de un metro noventa que apenas cabía en su traje impecable. Mostraba un rostro macizo, con mandíbulas agresivas y pelo rubio cortado a cepillo. Aquel hombre hacía pensar más en un soldado vestido de civil que en un hábil abogado con experiencia en asuntos diplomáticos. Mucho mejor. Prefería tratar con un hombre de acción. No perderíamos el tiempo en charlas inútiles.

Después de un cacheo en toda regla, me hizo pasar a un pequeño despacho decorado de forma anodina. Me rogó que me sentase. Rehusé. Hablamos así algunos minutos, de pie uno frente al otro. El abogado me sacaba una cabeza, pero yo me sentía muy seguro de mí mismo, concentrado en mi rabia y en mis secretos. Delter me dijo que había obtenido una autorización para ver a Sarah Gabbor. Le expliqué a mi vez que disponía de algunas claves que podían aclarar el asunto de los diamantes y así exculpar a la joven en tanto que cómplice directo de los traficantes.

Escéptico, Delter quiso interrogarme antes de ir a la prisión. Rehusé contestarle. El hombre apretó los puños y los huesos de sus mandíbulas se movieron por debajo de la piel. Al cabo de algunos segundos, Delter se relajó y sonrió. Dijo con voz profunda:

—Es usted un tipo duro, Antioche. Vámonos. Mi coche está abajo. Tenemos que estar a las dos en la prisión de Ganshoren.

Por el camino, Delter me preguntó si yo era el amante de Sarah. Eludí la pregunta. De nuevo me preguntó si era judío. Negué con la cabeza. Esta idea parecía obsesionarle. Delter no hizo más preguntas. Me explicó que Sarah Gabbor era una «cliente» muy difícil. No quería hablar con nadie, ni siquiera con él, su abogado. Admitió también que cuando supo que yo estaba en Bruselas, ella le había manifestado su deseo de verme. Reprimí un estremecimiento. Era claro que, a pesar de todo, nuestra relación amorosa aún duraba.

El arrabal oeste de Bruselas habría podido llamarse
De Profundis
. Aquel fue un viaje al corazón de la tristeza y del aburrimiento. Las casas pardas componían una extraña amalgama de órganos, oscuros y brillantes, como petrificados en su sangre coagulada.

—Hemos llegado —dijo Delter, y se detuvo delante de un vasto edificio con un portal enmarcado por columnas cuadradas de granito. Dos mujeres montaban guardia armadas con metralletas. Por encima de ellas se veía grabado en la piedra: «Tribunal de mujeres».

Anunciaron nuestra llegada. Unos segundos más tarde, una mujer de unos cincuenta años vino a nuestro encuentro. Su rostro mostraba un extraño y malicioso aire de recelo. Se presentó: «Odette Wilessen, directora de la prisión». Con un fuerte acento flamenco, me repitió, fijando en mí sus ojos de pájaro de mal agüero:

—Sarah Gabbor ha manifestado el deseo de verlo. Está incomunicada hasta nueva orden, pero el señor Delter y el juez de instrucción piensan que sería positivo que usted la viese. Es una detenida difícil, señor Antioche. No quiero complicaciones. Espero que sepa comportarse.

Dimos algunos pasos y luego llegamos a un pequeño jardín.

—Espérenme aquí —ordenó Odette Wilessen. Después desapareció.

Esperamos cerca de una fuente de piedra. Aquel ambiente, silencioso y tranquilo, parecía el de un convento. Nada de lo que se veía hacía presagiar que nos encontrábamos en un establecimiento penitenciario. Estábamos rodeados de construcciones grises, de arquitectura clásica, sin barrotes en las ventanas. La directora volvió acompañada por dos guardias vestidas de azul, que le sacaban por lo menos veinte centímetros. Odette Wilessen nos rogó que la siguiésemos. Fuimos por un camino bordeado de árboles hasta la puerta, que se abrió en cuanto llegamos.

Entramos en el edificio y, al fondo de un largo pasillo, apareció una alta valla acristalada. Unos anchos barrotes de color azul cielo cruzaban el vidrio grueso y sucio. Comprendí por qué la prisión era invisible hasta ese momento. Era un edificio dentro de otro edificio. Un bloque de piedra lleno de puertas metálicas y cerrojos. Nos acercamos. A una señal de la directora, del otro lado una mujer accionó el cierre automático. Se oyó el ruido del mecanismo. Entonces entramos en otro espacio cerrado, sombrío, punteado por luces de neón blancas y cegadoras.

El pasillo continuaba. Una pintura azul claro lo recubría todo: las rejas, que cerraban las estrechas ventanas, las paredes y, a media altura, las cerraduras, los paneles metálicos… Allí, la luz del día no entraba más que a duras penas, y las macilentas lámparas de neón debían de alumbrar día y noche. Seguimos a los guardias. Reinaba un silencio pesado y total, opresivo.

Al final del pasillo había que girar a la derecha y meter otra llave para abrir una nueva puerta. Cruzamos por delante de otra cuya parte superior era de cristal. Vimos unas mujeres que se afanaban sobre unas pequeñas máquinas de coser. Sus miradas se fijaron en mí. A mi vez las observé unos segundos, luego bajé la vista y seguí mi camino. Sin darme cuenta, me había detenido para escrutar a aquellas presas, para leer en ellas la huella de sus delitos, como si esto fuese una marca de nacimiento que hubiese estigmatizado su rostro. Varias puertas de este tipo se sucedieron y detrás de ellas se desarrollaban otras actividades, como informática, cerámica, marroquinería…

Continuamos. A través de los barrotes desconchados pude ver un poco de luz gris y apagada. Unas paredes negruzcas enmarcaban un patio descubierto, con el pavimento agrietado, atravesado por una red de voleibol. El cielo de plomo parecía un muro suplementario. Allí, unas mujeres iban y venían, cogidas del brazo y fumando cigarrillos. Una vez más, sus ojos me envolvieron. Sus pupilas estaban heridas, humilladas, afligidas. Eran pupilas oscuras y profundas, traspasadas por la persistencia de un deseo entremezclado de odio. «Vamos», dijo una de las guardias. Itzhak Delter tiró de mi brazo. Otras cerraduras, otros ruidos se sucedieron.

Finalmente, llegamos al locutorio. Era una sala grande, más sombría todavía, y más sucia. El espacio estaba dividido en dos, en el sentido longitudinal, por una barrera de cristal cuyas cantoneras de madera y mesitas tenían un siniestro color como de canastilla de bebé. Al arquitecto de la prisión sin duda debió de parecerle sensato añadir ese toque delicado en la construcción del bunker. Nos detuvimos en el umbral de la sala. Odette Wilessen se volvió hacia mí:

—Esta entrevista es algo excepcional, señor Antioche, se lo repito. Sarah Gabbor es una mujer peligrosa. Nada de tonterías, señor, nada de tonterías.

Con un gesto de su mentón, Odette Wilessen me señaló la dirección que debía seguir a lo largo de los compartimentos. Avancé solo por delante de celdas vacías. El corazón me palpitaba cada vez más fuerte a medida que cruzaba los cristales de las puertas. Repentinamente, creí ver dentro de una celda una sombra. Me volví atrás y sentí que las piernas no me sostenían. Me derrumbé en una silla, delante de la puerta. Del otro lado, Sarah me miraba, con un rostro más cerrado que nunca.

49

Sarah llevaba ahora el pelo corto. Su melena rubia se había transformado en un bonito corte cuadrado, delicado y liso. Su rostro, bajo la luz de neón, había palidecido. Pero sus pómulos salientes hacían más deseables la dulzura de sus ojos. Era la misma flor salvaje, hermosa y tenaz que había conocido entre las cigüeñas. Cogió el telefonillo para poder hablar conmigo desde dentro.

—Tienes mal aspecto, Louis.

—Tú estás magnífica, Sarah.

—¿Quién te hizo esa cicatriz en la cara?

—Un recuerdo de Israel.

Hizo un gesto de desgana:

—Eso te pasa por meterte donde no te llaman.

Llevaba una camisa azul, amplia, con las mangas abiertas. Deseaba abrazarla, perder mis labios en los contornos de su cuerpo, devorar sus curvas duras y a la vez ligeras. Hubo un momento de silencio. Luego le pregunté:

—¿Cómo estás, Sarah?

—Ya ves.

—Me alegro de verte.

—¿A esto le llamas verme? Nunca has tenido mucho sentido de la realidad…

Pasé la mano por la mesilla para comprobar que no había micrófonos ocultos.

—Cuéntame todo, Sarah. Cuéntame qué pasó desde tu desaparición en Beit-She'an.

—¿Has venido para sonsacarme?

—No, Sarah. Todo lo contrario. Me han autorizado a verte porque he prometido darles información que permita exculparte.

—¿Qué les vas a decir?

—Todo aquello que demuestre que has tenido un papel menor en el tráfico de diamantes.

Ella se encogió de hombros.

—Sarah, he venido a verte. Pero también a preguntarte cosas. Me debes la verdad. La verdad nos puede salvar, a ti y a mí.

Se echó a reír y me lanzó una mirada glacial. Lentamente sacó del bolsillo un paquete de cigarrillos. Encendió uno, y después empezó a hablar:

—Todo lo que está ocurriendo es culpa tuya, Louis. Métete bien esto en la cabeza. Todo, ¿entiendes? La última noche, en Beit-She'an, cuando tú me hablaste de las anillas de las cigüeñas, recordé algunas cosas a las que no había prestado atención. Después de la muerte de Iddo puse en orden todas sus cosas. Primero su habitación, pero también su laboratorio, como él llamaba a aquel cobertizo en el que cuidaba a las cigüeñas. Al mover algunos muebles, encontré una trampilla en el suelo, en la que estaban ocultas cientos de anillas metálicas llenas de sangre. Entonces no le presté ninguna atención a aquella cosa asquerosa. Sin embargo, por respeto a su memoria y a su pasión de ornitólogo, dejé la bolsa de tela con las anillas en la trampilla. Luego olvidé este detalle.

«Mucho más tarde, cuando me explicaste tu idea sobre los mensajes colocados en las patas de las cigüeñas, una luz se hizo en mi mente. Me acordé de la bolsa de Iddo y comprendí: Iddo había descubierto lo que tú buscabas. Por eso compró armas y desaparecía días enteros. Cada día mataba unas cuantas cigüeñas y recuperaba las anillas.

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