El Wendigo (6 page)

Read El Wendigo Online

Authors: Algernon Blackwood

BOOK: El Wendigo
11.78Mb size Format: txt, pdf, ePub

De la descripción que más adelante redactó con todo detalle este estudiante de teología, se desprende que, en lo que contó al principio, había omitido diversos detalles de suma importancia. Confiesa que, ante la presencia sólida y real de su tío, cara a cara, no tuvo el valor de mencionarlos. De este modo, los componentes de la expedición entendieron, al parecer, que Défago había sufrido un ataque de locura agudo e inexplicable durante la noche, en el cual se creyó «llamado» por alguien o por algo, y que se había internado por la espesura sin provisiones ni rifle, exponiéndose a una muerte horrible por frío y hambre si ellos no llegaban a tiempo. Por lo demás, «a tiempo» quería decir «inmediatamente».

En el curso del día siguiente —salieron a las siete, dejando a Punk en el campamento con el encargo de que tuviera comida y lumbre siempre preparadas—, Simpson contó bastantes cosas más sin sospechar que, en realidad, era su tío quien se las estaba sonsacando. Para cuando llegaron al lugar donde comenzaba el rastro, junto al escondrijo de la canoa, Simpson había contado ya que Défago habló de «algo que él llamaba Wendigo», que había llorado durante el sueño, y que él mismo había creído notar un olor raro en el campamento, y que había experimentado ciertos síntomas de excitación mental. Asimismo, admitió haber experimentado el efecto turbador de «aquel olor extraordinario, acre y penetrante como el de los leones». Y cuando se encontraban a menos de una hora del Lago de las Cincuenta Islas, dejó caer otro detalle, que más adelante calificó de estúpida confesión debida a su estado de histerismo. Dijo que había oído al guía desaparecido «pidiendo ayuda». Omitió las extrañas palabras que éste había proferido, sencillamente por no repetir aquel absurdo lenguaje. Además, al describir cómo las pisadas del hombre, en la nieve, se iban convirtiendo gradualmente en una réplica en miniatura de las huellas profundas del animal, se calló intencionadamente que tanto las zancadas del uno como las del otro eran de dimensiones completamente increíbles. Le pareció oportuno llegar a un término medio entre su orgullo personal y la absoluta sinceridad, y decidir en cada caso lo que debía y lo que no debía contar. Sí mencionó, pues, el tinte encendido de la nieve, por ejemplo, y no se atrevió a contar, en cambio, que tanto el cuerpo como el lecho del guía habían sido arrastrados hacia afuera de la tienda...

El resultado fue que el doctor Cathcart, que se consideraba a sí mismo como un hábil psicólogo, le explicó con claridad y exactitud que su mente, influida por la soledad, el aturdimiento y el terror, habían sucumbido frente a una tensión excesiva, provocando esas alucinaciones. No por elogiar su conducta dejó de señalar, dónde, cuándo y cómo se había extraviado su mente.

El resultado fue que su sobrino, hábilmente halagado, se creyó, por una parte, más perspicaz de lo que era en realidad, y más tonto por otra, al ver cómo quitaban importancia a sus declaraciones. Como tantos otros materialistas, su tío había sabido utilizar con sagacidad el argumento de la insuficiencia de datos para enmascarar el hecho de que los datos aducidos le resultaban a él totalmente inadmisibles.

—El hechizo de estas inmensas soledades —decía— es muy nocivo para la mente; es decir, siempre que ésta posea una elevada capacidad de imaginación.

Y lo ha sido para ti exactamente igual que lo fue para mí cuando tenía tu edad.

El animal que merodeaba por vuestro pequeño campamento era indudablemente un alce, ya que el bramido de un alce puede tener a veces una calidad muy peculiar. El color que creíste ver en las huellas fue, evidentemente, una ilusión óptica provocada por tu estado de excitación. Las dimensiones de las huellas, ya tendremos ocasión de comprobarlas cuando lleguemos. En cuanto a las voces que te pareció oír, naturalmente, fueron alucinaciones muy corrientes que se suelen producir por la misma excitación mental... excitación que resulta perfectamente excusable y que ha sido, si me lo permites, maravillosamente dominada por ti en esas circunstancias. En cuanto a lo demás, tengo que decir que has obrado con gran valor, porque el terror de sentirse uno perdido en esta espesura no es ninguna bagatela; de haber estado yo en tu lugar, creo que no me habría portado ni con la mitad de juicio y decisión que tú. Lo único que encuentro particularmente difícil de explicar es... es ese... ese condenado olor.

—Me puso enfermo, te lo aseguro —declaró su sobrino—; estuve a punto de marearme.

La imperturbable serenidad de su tío, debida tan sólo a su habilidad psicológica, le impulsaba a adoptar una actitud ligeramente retadora. ¡Era tan fácil explicar con términos eruditos unos hechos de los que uno no había sido testigo presencial!

—Era un olor salvaje y terrible. Así es únicamente como podría describirlo —concluyó, sosteniendo la mirada reposada y fría de su tío.

—Lo que me maravilla —comentó éste—, es que, en semejantes circunstancias, no hayas experimentado nada peor.

Simpson comprendió que estas palabras quedaban a mitad de camino entre la verdad y la interpretación que de ella hacía su tío.

Y así, por último, llegaron al pequeño campamento y encontraron la tienda plantada aún. Tanto la tienda como los restos del fuego y el papel clavado en la estaca, estaban intactos. El escondrijo, en cambio, improvisado de mala manera por manos inexpertas, había sido descubierto y saqueado por las ratas almizcleras, los visones y las ardillas. Los fósforos estaban esparcidos por el agujero; en cuanto a las provisiones, habían desaparecido hasta la última miga.

—Bueno, señores, aquí no hay nadie —exclamó sonoramente Hank, según era costumbre suya—; ¡tan cierto como el sol que nos alumbra! Pero saber dónde se ha metido, que el diablo me lleve si lo sé.

La presencia del estudiante de teología no fue entonces obstáculo para su lengua, aunque por respeto al lector se hayan de moderar las expresiones que utilizó.

Propongo —añadió— que empecemos ahora mismo a buscarle y que registremos hasta el infierno, si es necesario.

El destino de Défago, probablemente fatal, abrumaba a los tres expedicionarios y les llenaba de una espantosa aprensión, sobre todo después de haber visto los vestigios de su estancia allí. La tienda, sobre todo, con el lecho de ramas de bálsamo aplastado aún por el peso de su cuerpo, parecía sugerirles vivamente su presencia. Simpson, como si notara vagamente que sus palabras podían ponerse en tela de juicio, intentó explicar algunos detalles.

Ahora estaba mucho más tranquilo, aunque fatigado por el esfuerzo de tantas caminatas. El método de su tío para explicar —para «desechar» más bien— sus terroríficos recuerdos, contribuyó también a tranquilizarle.

—Y ésa es la dirección que tomó al echar a correr —dijo Simpson a sus dos compañeros, apuntando por donde había desaparecido el guía aquella madrugada de claridades grises—. Por allá, en línea recta. Corría como un ciervo, por entre los abedules y los cedros...

Hank y el doctor Cathcart se miraron.

—Y seguí el rastro unas dos millas en la misma dirección —prosiguió, con algo de su antiguo terror en la voz—; después, a eso de unas dos millas o así, las huellas se detienen... ¡se terminan!

—Que fue donde usted oyó que le llamaba y notó el mal olor y todo lo demás —exclamó Hank con una volubilidad que traicionaba su profundo pesar.

—Y donde tu excitación te dominó hasta el extremo de provocar toda clase de ilusiones —añadió el doctor Cathcart en voz baja, aunque no tanto que su sobrino no lo oyera.

La tarde no había hecho más que empezar. Habían caminado deprisa, y todavía les quedaban más de dos horas de luz. El doctor Cathcart y Hank comenzaron inmediatamente la búsqueda. Simpson estaba demasiado cansado para acompañarles. Le dijeron que ellos seguirían las marcas de los árboles y, en cuanto les fuera posible, las pisadas también. Entre tanto, lo mejor que podía hacer él era cuidar del fuego y descansar.

Al cabo de unas tres horas de exploración, ya oscurecido, los dos hombres regresaron al campamento sin novedad. La nieve reciente había borrado todas las huellas, y aunque habían seguido los árboles marcados hasta donde Simpson emprendió el camino de regreso, no descubrieron el menor indicio de ser humano... ni de animal alguno. No había huellas de ninguna clase: la nieve estaba impoluta.

Era difícil decidir qué convenía hacer, aunque la realidad era que no se podía hacer nada más. Podían quedarse y continuar buscando durante semanas y semanas sin demasiadas probabilidades de éxito. La nieve de la noche anterior había destruido su única esperanza. Se sentaron alrededor del fuego para cenar. Formaban un grupo sombrío y desalentado. Los hechos, efectivamente, eran bastante tristes, ya que Défago tenía esposa en Rat Portage y lo que él ganaba era el único medio de subsistencia para el matrimonio.

Ahora que se sabía la verdad en toda su descarnada crudeza, parecía inútil tratar de seguir disimulándola. A partir de ese momento, hablaron con franqueza de lo que había sucedido y de las posibilidades existentes. No era la primera vez, incluso para el doctor Cathcart, que un hombre sucumbía a la seducción singular de las Soledades y perdía el juicio. Défago, por otra parte, estaba bastante predispuesto a una eventualidad de ese tipo, ya que a su natural melancolía se sumaban sus frecuentes borracheras que a menudo le duraban varias semanas. Algo debió de ocurrir en la excursión —no se sabía qué—, que bastó para desencadenar su crisis. Eso era todo. Y había huido. Había huido a la salvaje espesura de los árboles y los lagos, para morir de hambre y de cansancio. Las posibilidades de que no consiguiera volver a encontrar el campamento eran abrumadoras. El delirio que le dominaba aumentaría sin duda, y era completamente seguro que había atentado contra sí mismo, apresurando de esta forma su destino implacable. Podía incluso que a estas horas hubiera sobrevenido ya el desenlace final. Por iniciativa de Hank, su viejo camarada, esperarían algo más y dedicarían todo el día siguiente, desde el amanecer hasta que oscureciese a una búsqueda sistemática. Se repartirían el terreno a explorar. Discutieron el proyecto con todos los pormenores. Harían lo humanamente posible por encontrarlo.

Y a continuación se pusieron a hablar de la curiosa forma en que el pánico de la Selva había atacado al infortunado guía. A Hank, a pesar de estar familiarizado con esta clase de relatos, no le agradó el giro que había tomado la conversación. Intervino poco, pero ese poco fue revelador. Admitió que se contaba, por aquella región, la historia de unos indios que «habían visto al Wendigo» merodeando por las costas del Lago de las Cincuenta Islas en el otoño del año anterior, y que éste era el verdadero motivo de la aversión de Défago a cazar por allí. Hank, indudablemente, estaba convencido de que, en cierto modo, había contribuido a la muerte de su compañero, ya que era él quien le había persuadido para que fuese allí.

—Cuando un indio se vuelve loco —explicó, como hablando consigo mismo—, se dice que ha visto al Wendigo. ¡Y el pobre Défago era supersticioso hasta los tuétanos!...

Y entonces Simpson, sintiendo un ambiente más propicio, contó todos los hechos de su asombrado relato. Esta vez no omitió ningún detalle; refirió sus propias sensaciones y el miedo sobrecogedor que había pasado. Únicamente se calló el extraño lenguaje que había empleado el guía.

—Pero, sin duda, Défago te había contado ya todos esos pormenores acerca de la leyenda del Wendigo —insistió el doctor—. Quiero decir que él habría hablado ya sobre todo esto, y de esta suerte imbuyó en tu mente la idea que tu propia excitación desarrolló más adelante.

Entonces Simpson repitió nuevamente los hechos. Declaró que Défago se había limitado a mencionar el nombre de la bestia. Él, Simpson, no sabía nada de aquella leyenda y, que él recordara, no había leído jamás nada que se refiriese a ella. Incluso le resultaba extraño el nombre aquél.

Naturalmente, estaba diciendo la verdad, y el doctor Cathcart se vio obligado a admitir, de mala gana, el carácter singular de todo el caso. Sin embargo, no lo manifestó tanto con palabras como con su actitud: a partir de entonces mantuvo la espalda protegida contra un árbol corpulento, reavivaba el fuego cuando le parecía que empezaba a apagarse, era siempre el primero en captar el menor ruido que sonara en la oscuridad circundante —acaso un pez que saltaba en el lago, el crujir de alguna rama, la caída ocasional de un poco de nieve desde las ramas altas donde el calor del fuego comenzaba a derretirla— e incluso se alteró un tanto la calidad de su voz, que se hizo algo menos segura y más baja. El miedo, por decirlo lisa y llanamente, se cernía sobre el pequeño campamento y, a pesar de que los tres preferían hablar de otras cosas, parecía que lo único de que podían discutir era de eso: del motivo de su miedo. En vano intentaron variar de conversación; no encontraban nada que decir. Hank era el más honrado del grupo: no decía nada. Con todo, tampoco dio la espalda a la oscuridad ni una sola vez. Permaneció de cara a la espesura y, cuando necesitaron más leña, no dio un paso más allá de los necesarios para obtenerla.

VII

Una muralla de silencio los envolvía, toda vez que la nieve, aunque no abundante, sí era lo suficiente para apagar cualquier clase de ruido. Además, todo estaba rígido por la helada. No se oía más que sus voces y el suave crepitar de las llamas. Tan sólo, de cuando en cuando, sonaba algo muy quedo, como el aleteo de una mariposa. Ninguno parecía tener ganas de irse a dormir. Las horas se deslizaban en busca de la medianoche.

—Es bastante curiosa la leyenda ésa —observó el doctor, después de una pausa excepcionalmente larga y con la intención de interrumpirla, más que por ganas de hablar—. El Wendigo es simplemente la personificación de la Llamada de la Selva, que algunos individuos escuchan para precipitarse hacia su propia destrucción.

—Eso es —dijo Hank—. Y cuando lo oyes, no hay posibilidad de que te equivoques. Te llama por tu propio nombre.

Siguió otra pausa. Después, el doctor Cathcart volvió tan súbitamente al tema prohibido, que pilló a los otros dos desprevenidos.

—La alegoría es significativa —dijo, tratando de escrutar la oscuridad que le rodeaba—, porque la Voz, según dicen, recuerda los ruidos menudos del bosque: el viento, un salto de agua, los gritos de los animales, y cosas así. Y una vez que la víctima oye eso... ¡se acabó! Dicen que sus puntos más vulnerables son los pies y los ojos; los pies, por el placer de caminar, y los ojos, porque gozan de la belleza. El infeliz vagabundo viaja a una velocidad tan espantosa, que los ojos le sangran y le arden los pies.

Other books

Gone Bitch by Steve Lookner
The Spy's Reward by Nita Abrams
Still Me by Christopher Reeve
Killer Country by Mike Nicol
A man who cried by Yelena Kopylova
15 - The Utopia Affair by David McDaniel
Ella, The Slayer by A. W. Exley