Read Ella, Drácula Online

Authors: Javier García Sánchez

Tags: #Histórico, #Terror, #Drama

Ella, Drácula (3 page)

BOOK: Ella, Drácula
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—A partir de ahora serás mudo, János, y sordo. Quiero, y escucha bien lo que te digo, quiero que nadie conozca tu voz mientras estemos aquí. ¿Lo has entendido?

Él, obediente, afirmó con la cabeza, intuyendo el temor de su madre, aunque no entendía nada. Por su carácter taciturno y tímido no iba a suponerle ningún esfuerzo aparentar que era de aire. Si querían que callase, lo haría. Si querían que no viese, no vería. Si querían que no oyera nada, pensaría en sus cosas o se taparía los oídos.

Ya aquella noche, en Varannó, János empezó a poner en práctica lo que su madre le rogase encarecidamente. Porque los gritos, lejanos y espaciados, siguieron oyéndose hasta bien entrada la madrugada.

Lo último que recordaba de aquella noche, cuando ya de nuevo el sueño le vencía, fue a su madre rezando en voz queda. Nunca antes la había oído rezar, o al menos no fuera del sagrado recinto de una iglesia. ¿Por qué rezaba su madre, tumbada junto a él en su jergón?

A la mañana siguiente, como sucede con los niños, que olvidan con rapidez aquello que poco antes les impresionase sobremanera, János preguntó nuevamente a su madre por los gritos oídos horas antes. Lo hizo mientras desayunaba su mendrugo de pan duro mojado en leche. No vio que allí también estaba Kata. Ésta intercambió unas breves frases con su madre. Al poco Kata se le acercó, preguntándole si no tenía en mente lo que su madre le había dicho la noche anterior. Luego Kata le cogió con dulzura por las mejillas y, mirándole fijamente a los ojos, volvió a repetirle que nada debía mirar, ni mucho menos decir o preguntar. Que se mantuviese lo más alejado posible de las habitaciones superiores, las de la Condesa, así como de los lavaderos. Aquéllos no eran lugares para un chiquillo, afirmó. Él debía jugar por el patio del castillo y, si hacía frío, quedarse en las cocinas o en la habitación en la que se hallaban en ese momento. János quiso protestar, pero Kata, ante la mirada de aquiescencia de su madre, le tapó la boca con una mano y le dijo, pronunciando lentamente las palabras:


Gyermek csendes

«Niño silencioso». Eso le pedían, eso parecían exigirle en tono de súplica aquellas dos mujeres que tanto le querían. De ellas nada debía temer. Siempre fue un niño respetuoso, y ahora no iba a contrariar a quienes, en un mundo de gentes rudas, le daban protección y afecto. En realidad todo aquello era para él como un excitante juego. Se le demandaba que fuese como una pluma, como un objeto. Sólo se veía incapaz de cumplir una parte de aquel tácito pacto con su madre y Kata: sabía que su innata curiosidad le impediría dejar de estar alerta. Mirar, aunque fuese de lejos. Oír, aunque fuera tras los muros o puertas entornadas. ¿Cómo podría evitar eso? Pero no iba a discutirlo ahora con esas mujeres en cuyas caras se reflejaba la preocupación y hasta la angustia por algo que a él se le antojaba incomprensible.

Las siguientes horas transcurrieron sin sobresaltos. Alguien importante iba a visitar a la Condesa. Quizá su marido, que llegaba del fragor de alguna batalla para tomarse unas jornadas de respiro. Por aquella época a la Señora del castillo pudo verla tan sólo en una ocasión, mientras él jugaba en el patio con otros chiquillos. Estaba asomada a una de las ventanas de su inmensa alcoba. Miraba hacia ninguna parte, hacia la lejanía de los bosques que circundaban Varannó. Estaba más pálida que de costumbre y ni siquiera parecía parpadear, pese a la fuerte brisa que nada más aparecer ella en la balconada se había levantado.

Acorazada en su gorguera, recordaba a una estatua que yaciese olvidada en aquel muro de piedra. El corpiño de lino blanco realzaba su figura, y las mangas anchas, a la húngara, ahora eran mecidas por el viento. Su largo cabello negro, que según decían fue casi rubio pero se lo hacía teñir con agua de ceniza, y de camomila para aclarárselo, así como con azafrán ocre, quedaba recogido en una redecilla engarzada de perlas de Venecia, a modo de rombos, que parecía sujetarle el pensamiento. Apenas se distinguía su falda de terciopelo granate, en la que se anudaba una especie de delantal, característico de las nobles húngaras. Tiesa la barbilla sobre la gola, parecía querer horadar el aire. De tanto en tanto lanzaba una mirada hacia los adarmes del castillo, pero no mostraba interés alguno por la presencia de los centinelas apostados allí. Era una emperatriz expectante en mitad de las almenas.

Esperaba la noche.

Eso llegaría a entenderlo János mucho después. Entonces sólo se sentía impresionado por la imponente silueta de aquella mujer que caminaba como si levitase, y en la que en todos y cada uno de sus movimientos había un poso de feroz orgullo. Incluso cuando había visitas ilustres, ella les otorgaba algo que más parecía afectada resignación e indomable austeridad en el trato que cortesía, lo que hubiese sido normal.

Al poco János la vio salir al galope aquel día, montada en su inseparable
Visar
. De nuevo iba a los bosques. Nadie sabía cuándo pensaba volver. Nadie osaba preguntárselo.

De Erzsébet se comentaba que sólo temía los espacios cerrados y la oscuridad, de ahí que constantemente estuviese rodeada de candelabros encendidos. También se decía que era más valiente que muchos hombres, y que de joven fue mordida por un lobo al que ella misma había alcanzado con una flecha. Creyéndolo muerto se acercó a él, apoyando una rodilla en el suelo, junto al animal. Pero, así se contaba, en un último estertor, el lobo giró su hocico y le mordió ligeramente en una mano. Sin vacilar, la joven Erzsébet sacó su cuchillo y lo degolló de un tajo al tiempo que lo maldecía. Luego, como si estuviese consternada por lo que acababa de hacer, y sin preocuparse aún por su herida, acercó su rostro al lobo y le dijo:


Te vagy enyém baty, bocsánát… Voltál hüyle

«Perdóname, hermano. Fuiste tonto…».

Ésa era la leyenda, según averiguaría János años más tarde, de algo que sucedió en los bosques que rodeaban el castillo de Ecsed, cuando la Señora era aún casi una niña y ya salía a cazar en compañía de sus primos. Nadie creyó mucho en tal anécdota, pero a sovoz se rumoreaba que en esas escapadas solitarias de Erzsébet, ella iba a lamentarse por haber acuchillado a aquel lobo ya indefenso y moribundo. Tampoco nadie comentó nunca nada respecto a su herida. Si le había dejado marcas, las disimulaba bajo sus pulseras. Quizá, de llevarlas, estaban inscritas en su sangre.

Ella era húngara y eso significaba algo. En los antiguos húngaros, también llamados magiares, de los que descendían Erzsébet y los Báthory, ya latía algo que, muy por encima de la simple inclinación a la guerra o su innata proclividad a la maldad, mas tenía que ver con un recóndito y nunca plenamente saciado deseo de venganza. Habría que buscar en los albores del milenio para dar con las claves de ese sentimiento. Los primitivos magiares eran antaño un pueblo de jinetes nómadas, y su origen era ugrofinés, de un lado, y turco de otro. También se les emparentaba con los hunos y los avaros. Fueron continuamente hostigados por los feroces pechenegos, a su vez aliados de los búlgaros, constante terror y quebradero de cabeza de Bizancio, que nunca pudo acabar con ellos. Los magiares serían expulsados de sus asentamientos entre el Volga y el Danubio, junto al mar Negro, pero ello no les impidió hacer devastadoras incursiones por Panonia, Moravia y Bohemia, llegando incluso hasta la Italia septentrional y el sur de Francia. Más tarde se atrevieron a atacar zonas de Sajonia, de Alsacia y de Lotaringia. Fueron una auténtica plaga para todas aquellas tierras que pisaron, provocando indecibles desmanes. No sería hasta el año 900 cuando atacaron con decisión el territorio bávaro. La peor afrenta que sufrieron sucedió en el
anno domini
de 904. Los bávaros, dando signos de desear una paz duradera, invitaron a una embajada húngara, entre la que iban los guerreros más prominentes de este pueblo, incluido su caudillo Chussal. Primero les ofrecieron un pingüe banquete en el que los emborracharon y luego, se dice, los aniquilaron sin piedad en una espantosa matanza. Algunos años tardaron en reponerse de tamaña felonía. En Occidente tan pronto buscaban su alianza como se enfrentaban a ellos, pero los húngaros, desde la vil emboscada de 904, ya no se fiaban de nadie, procurando cometer rapiñas y saqueos donde les era posible. El obispo Luitprando escribió de ellos que, para difundir cada vez más el miedo, se bebían la sangre de los degollados. Y Regino, abad de Prüm y de Tréveris, los mencionó como los «nuevos hunos», ostentadores de
cruentam ferocitatem
y de
beluino furori
, cruel ferocidad y furor de bestias, afirmando después que se trataba de gentes que no vivían a la manera de los hombres, sino como el ganado. El obispo Widukind llegó más lejos, a tenor de testimonios que se le habían descrito, asegurando que devoraban, a modo de remedios medicinales, los corazones de sus prisioneros partidos en pedacitos. De esa estirpe provenía Erzsébet y los fundadores de su familia.

De la Condesa también se comentaba que, hasta hacía unos pocos años, era en extremo puntillosa en cuanto hiciese referencia a la belleza. Prueba de ello lo constituía algo que cuantos hidalgos y cortesanos pasaran por esa ruta se detenían a admirar: el artesonado de los salones de ese castillo de Varannó lucía traviesos cupidos pintados con lapislázuli y polvo de oro. Allí, en las cúpulas silentes, entre telarañas, grietas y goteras, en su carnal y aéreo apelmazamiento, los cupidos aparecían estáticos y boquiabiertos con sus diminutos arcos y sus flamantes liras, con sus rostros rollizos que sugieren inocencia, aunque sus labios destilen voluptuosidad. Anualmente se retocaban con motivo de Pentecostés. Otro tanto sucedía con el gran jardín circundado por un pórtico que había en el interior del castillo, en el que varias mujeres se afanaban sobre los arriates intentando recuperar unos lirios marchitos, y en los que lucían, en una época como ésta, de climatología favorable, sendos manojos de azules vincapervincas y, a un lado, verdinegras aspidistras. Pero ahora, al decir de todos, la Señora se mostraba casi de continuo desabrida, imbuida en una suerte de enigmática ausencia, hosco el ademán, penetrante la mirada, granítico su posible pensamiento.

Fue dos jornadas más tarde de aquella noche en la que tanto se asustase al oír gritos y lloros cuando János, en un pasillo, escuchó que el tullido Ficzkó hablaba con ademán enérgico con un campesino que no hacía más que agachar la cabeza en señal de sometimiento y apretar su gorra contra el pecho. Al parecer era el padre de una de las cuatro muchachas que llevaron al castillo en el carromato. Preguntaba por ella, y Ficzkó le dijo en tono amenazante que la chica estaba bien y que dejase de preocuparse si no quería tener complicaciones. Eso dijo. Complicaciones. Pero como el hombre insistiese, Ficzkó, dando muestras de gran agitación, le explicó que su hija ya no estaba allí. ¿Dónde, pues?, preguntó el estupefacto padre. Ficzkó dijo que seguramente estaría en el castillo de Pistyán, lugar al que al romper el alba había partido junto a las otras tres chicas. La Condesa pensaba ir allí en breve y necesitaría sus servicios. Como el hombre siguiese inquiriendo, Ficzkó le susurró algo al oído y esto pareció tranquilizarlo. Le dio unas monedas, gesto que el campesino agradecería con una sentida y desmadejada reverencia.

János sintió entonces una mano que le cogía por el pescuezo y creyó desmayarse de la impresión. Era Kata, que le sorprendía haciendo algo que él había prometido no realizar. Poniéndole las manos en los hombros volvió a recordarle:


Gyermek csendes
… —Y luego le siseó unas frases al oído.

János se hizo hombre al escuchar aquello. Ya nunca lo olvidaría. A partir de ese momento empezaron a creer que el hijo de la lavandera se había vuelto sordomudo.

Y, no obstante, ya entonces, el niño János se preguntaba: ¿quién, quién podrá saber de mi pena y de mi miedo? Aun ahora, tras haberse hecho hombre ejerciendo durante casi medio siglo el sacerdocio, seguía preguntándoselo.

PISTYÁN

Las piedras lo saben. Y los árboles. Y los objetos que había en aquellas estancias.

Lo saben porque lo vieron, aunque carezcan de memoria y no puedan explicarlo. Aunque estén exentos de razón. De tenerla, sin duda, la habrían perdido al ver aquello.

También lo saben las oquedades, los muros o grietas de esas piedras y paredes, ennegrecidos y ásperos por el paso del tiempo y en los que fue creciendo su capa de muérdago como si de vello se tratase. Aun así, se erizaría la piel de aquellos muros. Esas leves arterias de lo inanimado, a su modo, lo saben. Cada hueco con resquicios de moho, cada minúscula arista o fractura en la roca que protege maternalmente el polvo acumulado. Los para siempre estáticos besos de la humedad aposentada allí durante años y que todo lo erosiona en su abrazo a tiempo perdido, también lo saben.

En eso piensa János Pirgist, sacerdote de la orden de los franciscanos, viejo y enfermo, cuando se desespera en soledad y no puede contar a nadie su secreto. Porque no le creerían, porque dirían que está loco, pese a que mucha gente supo, pero calló. La mayoría ya habrán muerto llevándose, también ellos, su parte del secreto a las tumbas. ¿Descansan en paz esos seres que algún día vieron, oyeron, supieron?

Él no ha tenido paz desde entonces, y teme que ahora, cuando ya presiente cercano el final de su periplo por la vida, dure éste meses o unos pocos años, tampoco pueda hallarla en el más allá.

Porque un número considerablemente elevado de personas sabían, por haber visto u oído. Sobre todo oído. Eso es lo que le llena de desazón, desconocer si sabrá dejar un testimonio ajustado a la espantosa realidad que a él le tocó vivir. Y si los otros no se atrevieron nunca a hablar, ateridos por el pánico del recuerdo, como le sucedió a su propia madre, quien murió siendo muy joven y pocos años después de aquellos sucesos, o a Katalyn Benieczy, la lavandera, quien vivió completamente trastornada desde aquella época, acabando sumida en la folía, o, en su mayor parte por ser analfabetos y no saber siquiera escribir, él, ¿logrará hacerlo ahora en estas hojas de pergamino sobre las que su puño va deslizándose de izquierda a derecha, con irregular pulso, y en las que procura escribir con la pulcra y diminuta letra carolina que le enseñaron sus maestros?

Se consuela pensando que lo saben las ramas de los árboles que circundaban el castillo y los bosques próximos, pese a que desde entonces ya haya cambiado el paisaje, transformándose en crujiente limo y hojarasca putrefacta, alfombra de lo antaño vivo que va germinando, modesta pero tenaz, entre la hierba ensimismada. Y las hojas, y las hijas de éstas, y las hijas de las hijas de éstas, con sus nervaduras perfectas y simétricas cuyo perfil dibuja delicadamente el sol, lo saben. Y los helechos, y las bayas de los abetos, también lo saben.

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