—¡Mala madre! —le gritó—, has olvidado a Chiara.
—He venido a matarte. Te dije que te iba a matar, y es lo que voy a hacer. ¡Mírame!
—No te atreverás, siempre has sido una cobarde.
—He dicho que me mires.
Se miró al espejo, sacó el revólver de su bolso y, tal como le había enseñado el hombre de la tienda, le apuntó directo al corazón.
¡¡¡PUMMM!!!
Un disparo.
Había oído un disparo.
Era Ella.
Corrió hasta el baño, pero encontró la puerta cerrada. Le dio varias patadas hasta que cedió.
Entonces la vio y su alma se derrumbó.
Estaba tendida, entre los cristales astillados del espejo, sobre un charco de sangre.
—¡ELLAAAAA!
Levantó su desmadejado cuerpo y lo abrazó. Su rostro estaba plácido y en sus labios se dibujaba una tenue sonrisa. Jamás la había visto tan bella.
Empezó a acariciar con la punta del dedo índice su rostro; estaba húmedo. Por su mejilla se deslizaba lenta una gota brillante…
Su primera lágrima.
Lloraba por todo.
Cuando Lívido la amaba, cuando reía, cuando soñaba, cuando escribía, cuando se perdía y encontraba.
Era una sensación nueva que le fascinaba. Tenía mucho llanto contenido; treinta y siete años sin lágrimas.
Ahora podía pensar en su pasado y exorcizar todos sus dolores refugiándose en las lágrimas. Pasaba tardes enteras llorando, y le gustaba. Se tocaba la cara para comprobar que aquella humedad que brotaba de sus ojos era verdad. Un río que limpiaba.
La bala había rebotado en el espejo, hiriéndola. Ahora era sólo una cicatriz en el hombro izquierdo.
¿Habían existido Chiara y Marco? Para ella, definitivamente sí.
¿Dónde estaban?
El tiempo lo diría. Seguiría buscando a su niña hasta el final de sus días, aunque todos se empeñaran en convencerla de que era una utopía. Que aquellos nombres estaban inscritos en el cementerio de San Miniato al Monte y pertenecían a otra historia: la de una escritora que había perdido a sus seres queridos aquel 4 de noviembre de 1966, en el
Alluvione.
Volvía a escribir; las palabras fluían como un río. Lívido le había regalado el viejo diario y ella lo había restaurado. En sus páginas estaba el sueño de su padre…, y el de ella. Las letras la abrazaban. Estaba viva. Podía escribir, podía soñar…
Para Lívido
que me salvó de mí
Llevo dos horas muerta y todavía nadie se ha enterado. Los sirvientes duermen y mi padre no regresa de su viaje a Venecia. ¡Mejor! Con él aquí hubiese sido mucho mas difícil. Me veo tendida sobre una cama regia, de brocados y vaporosas sedas, y parece que sueño. Un cuerpo abandonado a la bienaventuranza del descanso. «La princesa duerme».
Nunca me había visto así, tan tranquila y tan quieta. Sí, se podría decir que soy hermosa; una joven y bella doncella que no entendió la vida. ¿Qué quienes me mataron? No pienso decirlo ahora, sería una solemne estupidez. No leerías la historia y yo quiero que lo sepas todo, palabra por palabra. Esa será mi venganza.
La muerte me ha regalado una palidez nívea que hace juego con las sábanas. Me acerco a mí y observo mi mano, está crispada. Si no fuera por ello, mi cuerpo no delataría ningún sufrimiento. Mi rostro está sereno, mis ojos duermen y en la comisura de mis labios hasta se intuye una sonrisa. Me pregunto si hice bien tragándome el diamante o hubiese sido mejor haber muerto bebiéndome la pócima que Allegra consiguió para mí en el mercado. No se por que pienso ahora en eso, si ya elegí. Dicen que los venenos hacen que la gente se retuerza de dolor y soy, bueno, era, un poco cobarde. Me cuesta hablar en pasado. Es lo que pasa con los que acaban de morir: que al final te haces un lío con los tiempos de los verbos.
No me dolió. He de decir que los primeros segundos fueron incómodos y angustiosos, pues la sensación de ahogo me produjo un pánico ciego que me pedía abrir la boca y con mis dedos extraer la piedra cuanto antes; pero ya era tarde. En medio de mi desesperación, me dio por imaginar aquel hermosos diamante azul en la oscuridad de mi garganta y sentí pena porque no lo vería nunca más. El corazón empezó a irme muy deprisa, y de repente se paró. Después, todo fue fácil. Bucear hacia el abismo sin resistirse. ¿Qué dónde quedó la última carta? La quemé. Ahora me arrepiento, ya nadie sabrá lo que decía a no ser que yo lo cuente. Y eso lo resolveré más adelante. Algo bueno tenía que tener la muerte; te da la potestad de decidir sobre casi todo. Ahora que ya no estoy, sé que mi historia, la que voy a contarles, tendrá principio, mitad y final.
Este novela nació en Firenze, en un helado invierno de 2004, mientras saboreaba un dry martini en el Harry's Bar. La puerta se abrió y una ráfaga de viento helado trajo a una enigmática mujer. Durante unos minutos me dediqué a observarla, y mientras lo hacía emergió de la nada esta historia. Tuve la convicción de que su vida era triste y que andaba perdida y resignada a su ostracismo. Aunque quizá nunca lo sepa, quiero darle las gracias porque durante años fue mi inspiración y acompañó mi solitario trayecto de escritura.
Quiero agradecer al Istituto per l'Arte e il Restauro Palazzo Spinelli de Firenze, en especial a la profesora Antonella Brogi, por hacerlo todo tan fácil y enseñarme el maravilloso arte de restaurar.
Al profesor Maurizio Copedé, responsable del Cabinetto Scientifico Letterario G. P. Vieusseux y una de las primeras autoridades mundiales en restauración de libros, por abrirme sus puertas, resolver mis dudas y compartir conmigo sus recuerdos del Alluvione de 1966.
A todo el personal del Lungarno Suites, donde viví dos profundos meses de aprendizaje.
Al hotel Sant Cugat H&R, donde durante meses cuidaron y protegieron mi silencio, y estuvieron pendientes de que me sintiera a gusto. Sin ese encierro hubiera sido imposible vivir intensamente la historia y llegar al final.
A Maika y Marían Bakaikoa, maravillosas sicólogas y amigas, que me ayudaron a desatar el nudo y me aconsejaron y acompañaron en todo el trayecto.
A mi hermana Cili, que a pesar de lo inmisericorde de la hora, las seis de la mañana, escuchó cada día y a larga distancia mis interminables lecturas y dudas, y me infundió ríos de amor, animo y fuerza.
A mi hermana Patri, por regalarme siempre su amor y su alegría y levantarme cuando caigo.
A mi hermana María del Socorro, la amorosa madre de todos sus hermanos.
A mi hija Ángela, que convirtió en una inmensa lágrima azul esta historia. Gracias por tu maravillosa cubierta, Angie.
A mi hija María, por leerme con vehemencia, y con sus sensibles ojos de cineasta, convertir mis palabras en fotogramas de una gran película.
Y por último y primero, a Joaquín, mi compañero de vida y sueños… por TODO.
ÁNGELA BECERRA
, Cali, Colombia, 1957. Estudia diseño publicitario y comunicación y, hasta 1988, trabaja en agencias de publicidad de Cali y Bogotá, primero como redactora y más tarde como directora creativa. En dicho año llega a España y trabaja en Barcelona, donde desde entonces reside, consiguiendo numerosos premios por sus múltiples trabajos creativos. Pero la pasión más íntima y profunda de Ángela siempre ha sido escribir. Por esa razón, en abril de 2000 y en pleno éxito profesional, deja sus veinte años de carrera publicitaria para dedicarse de lleno a trabajar en su pasión. Su primera obra publicada fue Alma abierta (2001), un libro de poemas escrito a golpes de luces y sombras.