Tras sufrir un grave accidente, Ella no vuelve a escribir. Derrotada y perdida, emprende un viaje a Firenze en busca de una fascinante historia que le contó su padre y que quiere convertir en novela. En su afán por sentirse viva, crea un enigmático y silencioso personaje, La Donna di Lacrima, que recibe en un soberbio ático de la via Ghibellina a hombres que le cuentan su vida y adoran su cuerpo y su silencio. Nadie reconocerá en ésta a la solitaria y triste escritora que restaura libros y visita cada tarde a las siete la antigua librería del Mercato Nuovo donde otro ser, un librero tan solitario y misterioso como ella, la espera.
Ella, que todo lo tuvo
es una conmovedora historia, profunda, desgarradora y llena de sensualidad y simbolismos, Ángela Becerra explora los abismos de la soledad, la fragilidad del ser humano y su incesante lucha por encontrar la felicidad y el verdadero sentido de la vida.
Ángela Becerra
Ella, que todo lo tuvo
ePUB v1.0
Mística & Enylu29.04.12
Título original:
Ella, que todo lo tuvo
Ángela Becerra, 2009.
Editor original: Mística/Enylu
ePub base v2.0
A mis hermanas y hermanos,
unidos por el amor y la sangre
Me lo invento todo, con el fin de que todo ello me invente.
J. M. C
OETZEE
¿Cómo saciar esta hambre, cómo acallar este
silencio y poblar su vacío?…
¿Cómo escapar a mi imagen?
Sólo en mi semejante me trasciendo. Sólo su sangre da fe de otra existencia.
O
CTAVIO
P
AZ
Y nada será tuyo, salvo un ir hacia donde no hay dónde.
A
LEJANDRA
P
IZARNIK
Otra vez. Un ejército de hormigas amarillas, con aquel olor dulzón, subía hacia ella en cuatro rigurosas filas indias. «¡Maldita sea! —gritó su madre al verlas—. ¡LUCIAAAA, CLARAAAA, rápido, que se comen a la niña!»
Los ojos desbordados de Ella observaban desde la cuna el ir y venir desesperado de sus hermanas y su madre. Lucía y Clara acababan de sumergir las patas de la pequeña cuna en cuatro ollas llenas de agua. Al cabo de unos minutos, una espesa sopa de hormigas ahogadas flotaba en los cuatro recipientes. De nuevo se salvaba de ser devorada por la plaga ambarina.
Llevaba 365 días soñando el mismo sueño, pero esta vez no estaba ni en su cama ni en Cali, La oscura pesadilla se le había colado por la ventanilla del coche en el que viajaba a Roma con su marido y la pequeña Chiara. Aunque luchó con toda la fuerza de sus párpados por no dormirse, al final su conciencia se había diluido en las arrugadas tinieblas del sueño.
La despertó un golpe seco, brutal, y el sonido enloquecido de un aletear rojo. En el aire, el corazón de su marido escapaba con furia de su cuerpo. Lo atrapó con sus manos y sintió entre los dedos la tibia humedad de sus últimos latidos. Después, un dolor helado en la garganta, el
Réquiem
de Mozart aún aullando en el amasijo de hierros retorcidos, aquel
Confutatis
a coros que tanto amaban, y ese olor a muerte chamuscada enmudeciéndola, sepultándola.
Negro, negro, negro.
No supo cuánto tiempo pasó. El ulular de la sirena reventaba sus tímpanos. Trató de levantar los brazos pero eran dos hierros inertes. Sentía cristales pulverizados entre los dientes. Oía voces lejanas dando órdenes. Quiso abrir los ojos pero sus párpados habían quedado sellados por una cortina negra, viscosa y compacta. De repente lo recordó todo, la noche cerrada, aquella niebla helada que no le dejaba ver, el vidrio empañado, la maldita somnolencia que la dominaba, y un vacío intenso ocupó su abdomen: CHIARA, ¿dónde estaba su pequeña? Trató de llamarla pero su voz se había astillado. Y él, ¿dónde estaba Marco?
Negro, negro, negro.
La luz sobre sus iris. De nuevo la conciencia y el dolor absoluto.
—Bienvenida a la vida, señora —le dijo un rostro desconocido.
Chiara, Marco, necesitaba preguntar por ellos. Sus labios trataron de pronunciar sus nombres.
—Doctor —dijo el enfermero—, creo que la paciente quiere decirnos algo.
—No hemos podido contactar con ningún familiar. ¿Quiere que avisemos a alguien?
El médico acercó su oreja a los labios de Ella y oyó unas silabas ininteligibles.
—Tranquilícese. —Al ver la imagen desesperada de la paciente, acarició sus cabellos—. Seguro que podrá decirnos lo que quiere.
Los ojos delirantes de Ella buscaban asirse con urgencia a las palabras.
—Lleva una semana con nosotros y no hemos encontrado ningún documento que la identifique. El coche se incendió, se ha salvado de milagro.
—…mi ni-ña… —susurró Ella.
El médico volvió a inclinarse. Ahora la voz de la paciente se oyó con nitidez.
—¿Cómo está mi niña?
—¿Usted viajaba con alguien?
—¿Y mi marido? Dígame cómo están ellos.
—Señora, no había nadie más. Cuando la encontraron, usted estaba sola.
Negro, negro, negro.
Había pasado un lento y doloroso año. Un año removiendo cielo y tierra; preguntando, rastreando, buscando con desespero y esperanza. Agarrándose con fuerza a un hilo de imposibles. Un año de investigaciones, informes y expedientes policiales, párrafos oscuros, callejones sin salida. Días eternos de incredulidades, incertidumbres y falsas pistas; de apariciones carroñosas en telediarios basura, periódicos amarillistas y emisoras reventadas de audiencia. Un año en el que lentamente se fue desvaneciendo la espera hasta hacerse un fantasma. Un año que la dejó íngrima, en un silencio largo y afilado que la mataba sin prisas.
La acompañaba un conejito de peluche maltrecho y degollado, un muerto en vida como ella, el otro sobreviviente: el peluche de Chiara.
Jamás había derramado una lágrima. Ni siquiera aquel dolor sordo logró el pseudomilagro de romperla. Era como si su río interior hubiera nacido seco. Vivía una aridez desértica, de tierra cuarteada: una desolación milenaria.
A partir del accidente, de sus dedos no volvió a nacer ninguna sílaba: muertos los sueños, muerta la palabra. Vivía embalsamada en su dolor, sonámbula despierta, pisoteando residuos de sueños desaparecidos que ya jamás volvería a tener. Culpándose hasta decapitarse el alma.
Sentía el peso de una nada omnipresente, esa levedad de muerte en vida convertida en un amasijo de huesos y músculos podridos, indiferentes a cualquier orden, que la arrastraban sin piedad al agujero negro sin permitirle siquiera oler su propia descomposición. Todos sus sentidos quedaban suspendidos en la vaguedad de su absoluto desconcierto. ¿Por qué a ella? ¿Por qué?
Se negó hasta la saciedad a hablar con su familia a pesar de la continua insistencia de los funcionarios de la embajada colombiana en Italia. Impidió a su madre y a sus hermanas que viajaran y se acercaran a compadecerla y consolarla. Era demasiado tarde. Llevaba demasiado tiempo resolviendo sola sus tristezas. ¿Quién de ellas le había preguntado a sus dieciséis años, cuando de verdad las necesitó, cómo se sentía en esa cárcel edificada por su padre que le destruyó su adolescencia, obligándola a desaparecer un día sin dar explicaciones cuando aún le faltaba saber lo que era en realidad la vida? Su padre había sido la negación de su alegría. El gran verdugo de sus palabras recién nacidas y de todo cuanto su imaginación ansiaba alcanzar en forma de escritura. Sus ojos de inquisidor siniestro se clavaban en ella siempre justicieros. Se había erguido como el juez de sus actos y deseos con esa presencia gélida y amarga que dejaba a su paso frustración e incomprensión, un terror negro y la eterna inseguridad de pisar suelo firme. Ésa era su gran herencia, la única.
Por eso había huido con su música a otra parte. Con ese enjambre de palabras zumbonas que bullían por salir de aquel panal sin miel. Sola, infinitamente sola, cayéndose y levantándose, empujándose y dándose ánimos cuando ninguno se los daba. No, ahora ya no era el momento de abrir su alma a nadie, ni siquiera a su madre. Su dolor era lo único que le quedaba, su patrimonio, aquello que la acercaba al mundo de sus muertos… o desaparecidos, lo que la obligaba a seguir con vida.
—Señora —el enfermero la interrumpió—. Hoy no ha hecho sus ejercicios. De seguir así, me temo que su pierna no volverá a la normalidad.
—Por favor, déjeme sola.
—Tengo una carta para usted. La enviaron desde Colombia a través de la embajada. Un mensajero me ha pedido que se la entregue.
Ella pareció no oír.
—¿Me permite que se la abra?
—Tírela.
El hombre hizo caso omiso y decidió abrirla mientras le aconsejaba.
—No es bueno que permanezca tan aislada. Debería dejarse ayudar… ¿Por qué no intenta volver a escribir?
—La escritura me abandonó.
—Pero usted puede ir en su busca… Conozco un músico que perdió una mano y…
Ella lo interrumpió:
—¿No entiende? No sólo es que ella me dejó, es que yo también la abandoné. No hay posibilidad de encuentro.
—Perdone si la ofendo, pero usted no es la única persona que ha perdido a un ser querido. La vida debe continuar.
—¿Por qué? ¿Para qué? ¿Por qué todos lo dicen? Eso es una frase hecha. ¿Sabe lo que es la pérdida? No tener a nadie por quien luchar, nadie con quien discutir cosas tan tontas y superfluas como si el día amaneció gris o soleado, qué libro vale la pena leer, qué hacen en la tele, qué cena preparar; preguntar y no obtener respuesta. Despertarse sin objetivo alguno. Sentir la presencia invisible del ser amado en todos sus objetos, en todos los lugares, y no poder acceder a él de ninguna manera porque su cuerpo ha desaparecido.
El hombre desplegó la carta y la dejó en la mesilla junto a la ventana. Antes de salir, volvió a preguntar:
—¿Está segura de que no hará los ejercicios?
Ella negó con la mirada y clavó los ojos en el papel rayado que descansaba abierto con la letra inconfundible de trazos largos y oblicuos de su madre.
Cuando la puerta estaba a punto de cerrarse, el enfermero volvió sobre sus pasos.
—Olvidé decirle: ha llamado la señora Miriam de la embajada, dice que con la carta también llegó un paquete, pero olvidó enviárselo. ¿Le digo algo?
—No.
Cuando el hombre se alejó, cogió la carta, la arrugó entre sus dedos y la lanzó a la papelera. Una hora después, mientras observaba a lo lejos la piscina en la que otros convalecientes —algunos paralizados de por vida— volvían a reír entre el chapoteo feliz de aquellos que por fin lograban mover un dedo, evocó las carcajadas de Chiara. Esas cascadas de frescura en las que se sumergía feliz cada mañana. Su fragancia de inocencia blanca revoloteando como una mariposa recién nacida. No podía ni imaginarla siquiera: se le rasgaba el alma. Llorar… cuánto hubiera dado por llorar y desatar por fin ese nudo que la ahogaba.
El sol, zarandeado por el viento, desgarró la hilera uniforme de cipreses que delimitaba el jardín hasta colarse de lleno en su habitación, iluminando con su luz dorada la papelera. La carta arrugada la llamaba. La recuperó y alisó con sus manos.
Mi queridísima hija:
Ya no sé cuántas cartas te he escrito. La bondadosa señora de la embajada me confirma que todas han sido entregadas y tú las has devuelto sin leer. Esta va acompañada de un paquete con algunas cosas que ojalá puedan servirte para paliar tu honda pena.
¡Han sido tantos años sin saber de ti! Lloré todas las lágrimas que tuve cuando desapareciste de nuestras vidas sin dejar rastro. No sabes cómo enloquecimos tratando de encontrarte. Tu padre murió convencido de que habías fallecido; tal vez ésa fuera la única manera de sobrevivir a tu ausencia. No alcanzas a imaginar cuánto te quería. Aunque su desmesurado amor en algunos momentos te ahogara, sólo buscaba tu bien. No pienses que a estas alturas de mi vida esté tratando de disculparlo. Es la verdad, te amaba muchísimo, quizá de aquella forma tan obsesiva y agobiante porque te le parecías demasiado. Sí, eras el calco de lo que hubiese querido ser y las obligaciones de su orfandad prematura le impidieron.
Cuando nos comunicaron la noticia de tu terrible accidente, tus hermanas y yo ignorábamos que estuvieras en alguna parte de este mundo, que hubieras formado una familia y, menos aún, que hasta hubieses hecho abuela a esta triste vieja en la que me he convertido. Hemos pasado de la inmensa alegría de volver a saber de ti a la honda tristeza de imaginar cuánto debes de estar sufriendo.
¿Por qué no dejas que nos acerquemos? ¿Cómo pudimos hacerte tanto daño sin darnos cuenta? ¿Tienes idea de cuánto te amamos? Tus hermanas quieren ayudarte. Aunque ya sabes lo costoso que sería para nosotros viajar hasta allá, empeñaríamos lo que fuera, haríamos lo que hiciera falta con tal de hacerte compañía y abrazarte.
No tengo palabras de agradecimiento con Miriam Bolívar, la amable secretaria del embajador de Colombia en Roma, quien se ha tomado tu caso con mucho cariño. Ha sido un ángel con nosotras. A través de sus cartas nos hemos ido enterando de tu larga convalecencia, de tu lesión en la pierna tal vez agravada por tu problema de infancia. No sé si recuerdas los primeros años en los que no querías salir de casa por no tener que ponerte aquellos aparatos que te hacían parecer poliomielítica… Tu pie luchaba por mantenerse dentro y nosotros por enderezarlo. Lo conseguimos. De patito feo pasaste a convertirte en un hermoso cisne de andar celestial y paso firme.
Me cuentan que escribes desde hace años (siempre supe que te saldrías con la tuya). ¿Sabes?, aún conservo tus primeros cuentos, ¡eran tan ingenuos y bellos! Nunca te lo dije; ¿no te parece ridículo que habiendo podido hacerlo con un beso y un abrazo, te lo diga por carta treinta años después? No quería que te hicieras ilusiones y que tu futuro fuera tan precario como el nuestro. Deseaba algo mejor para ti. Siempre vi a tu padre frustrado, haciendo de escribiente en la plaza de Caycedo con su vieja Olivetti cansada de escribir cartas de amor ajenas, desahucios, minutas y amenazas. Llevaba en su mirada de cristal opaco la herida de su propio vacío. No, yo no quería eso para ti. Ahora ya sé que los destinos son únicos, que entre éstos y los seres humanos existe una unidad indisoluble, un vínculo muy difícil de romper. Tú terminaste abriéndote camino, te dejaste llevar por tu libre albedrío, y fíjate… te convertiste en lo que querías.
Me han dicho que publicas con otro nombre. ¿Acaso te avergüenzas del tuyo? No me cabe duda de que tu padre hubiese estado orgulloso de que llevaras el suyo.
También me cuentan que a raíz del accidente no has querido volver a escribir, que comes muy mal y pasas las horas y los días delante de una ventana con tus ojos perdidos en la nada.
Mi amor, debes cuidarte. Tienes que seguir viviendo; yo, que he tenido varias pérdidas, quiero decirte que la vida, a pesar de todo, se yergue por encima de nosotros desplegando todo su esplendor, nos cuestiona continuamente, hurga en lo más hondo de nuestros anhelos tratando de que tomemos conciencia de nuestra verdadera esencia. Seguro que dentro de ti hay algo grande para dar. El escritor no se hace, tiene una vida subterránea a la vida, va por dentro. La gramática y los sueños son su alma. Tienes un don, no lo condenes a la muerte.
¿Recuerdas la historia que, cuando eras pequeña, cada noche nos pedías a tu padre y a mí que te contáramos? ¿Aquella que al vernos tan pobres nunca creíste que hubiera existido? A raíz de enterarme de que vivías en Italia, he vuelto a pensar en ella.
Es increíble saberte tan cerca de tus antepasados. Jamás imaginé que una de mis hijas pudiera volver al lugar de donde partieron mis abuelos. Tal vez terminaste en Italia porque una parte de ti lo pedía. La sangre urgía regresar al manantial de donde partió.
No sé si ya has estado en Firenze. Si todavía no has ido, deberías hacerlo. Estoy convencida de que te alegrará el alma. ¿No era la ciudad que ansiabas conocer?
Allí te espera más que todo el arte, tu pasado remoto. Encuentra aquello de lo que tanto te hablé. Estoy convencida de que mi madre no mentía. Via Lungarno Acciaiuoli, el palazzo Bianchi. Te he hecho un paquete con todo lo que encontré de aquella historia. Es muy poco, casi nada; apuntes que tomaba tu padre en las horas muertas en la plaza. Hay un amigo suyo, Nicéforo Vallejo, que me entregó lo que encontró en su mesa el día que le dio el infarto. Perdona si no te doy más datos, son los únicos que me quedan. Hay una historia maravillosa por contar. Estoy convencida de que el destino quiere que tú la escribas.
Si me contestaras, aunque sólo fuera una línea, me harías inmensamente feliz. Si no lo hicieras, quiero que sepas que siempre estarás en mi corazón. Hija mía, el tiempo pasa volando; no desperdicies ni un solo segundo. La vida está al alcance de tus sentidos. Déjate ir…
Con amor infinito,
TU MAMÁ