El tiempo se le había convertido en otra herida. Una lesión que le inhabilitaba el alma. Transcurría lento y goteante. Un día, dos días, tres semanas, diez… Tic, tac, tic, tac…, en todas partes la imagen de Chiara, de Marco… Tic, tac, tic, tac…, la aberración del silencio flotando en medio de otras risas y otras voces. Su existencia chamuscándose en el infierno de la nada. Ningún vínculo con lo que llamaban vida. La escritura: un papel en blanco, una mortaja.
La pierna, que durante meses había estado completamente inerte, comenzaba a despertar. De vez en cuando sentía la sangre corriendo a tropezones por sus venas, un río de lava aprisionada con ganas de fluir, buscar y encontrar, pero la ignoraba. Sentía una sordera carnal, una repulsión a todo lo que sonara a continuar. Volver a caminar era enfrentarse con la vida, y no quería.
La carta de su madre la había dejado completamente indiferente, ni siquiera le dolió enterarse de la muerte de su padre. No podía sentir nada. De todo lo leído, sólo una cosa la seguía intrigando: el paquete. Llevaba semanas guardado en el armario, en el mismo sitio en el que lo había dejado el enfermero; seguía sin abrir. Para verlo sólo tenía que dar algunos pasos. ¿Y si lo abría?
Decidió intentar llegar hasta él. Al tratar de hacerlo, cayó. Durante varios minutos quedó tendida en el suelo sin modular una sílaba. Así se la encontró el hombre que le llevaba la cena.
—¡Dios mío, debería haber llamado! ¿Cómo pudo tratar de hacerlo sin ayuda? ¿Se ha hecho daño?
Pulsó el timbre e inmediatamente entraron dos enfermeros y la levantaron.
—¿Qué le ha pasado? ¿Se encuentra bien?
—Creo que intentaba llegar al armario —dijo el empleado, aún con la bandeja en la mano.
—No ha sido nada —contestó Ella.
—¿Quiere que le alcance algo?
—No.
Llegó a Firenze en plena noche de invierno y lluvia. En la estación de Santa Maria Novella, esta vez no la esperaba nadie. Decenas de viajeros multicolores se peleaban por tomar el único taxi que quedaba.
Diez años después, volvía a la ciudad que idolatraba y que más le había dado. Firenze, una lágrima rodando lenta sobre un paisaje de tristeza. Los eternos cipreses desde los montes con sus miradas estoicas viendo pasar los siglos. Su aroma de pasado perenne, sus calles dormidas, exhaustas de turistas ebrios de arte; el duelo a muerte de campanas los domingos. Firenze, ventanas verdes gritando silencios y pasados, un canto de reflejos serpenteando húmedo en las aguas del Arno. Y Ella, más sola que siempre, que nunca.
¿Qué había ido a buscar? ¿Por qué había hecho caso a su madre cuando era la ciudad que ahora más le dolía?
Allí había conocido a Marco; en esa misma estación en la que acababa de apearse. Sólo verlo supo que su vida había cambiado. Su silueta errante, licuada en la espesa cortina de agua, le regaló la primera página de un maravilloso libro. Aquel gesto lento —sus manos desplegando un paraguas negro como si nada pasara mientras sus cabellos se pegaban a su cara y el agua lo lavaba— marcó el presagio de una gran sinfonía. Al pasar a su lado, le había ofrecido protegerse del torrencial aguacero y de la furiosa ventisca que amenazaba con llevárselo todo, y ella aceptó sin pensarlo dos veces, presa de una locura nueva. La había tomado por la cintura, como si la conociera de toda la vida, y en el largo camino hacia el hotel el paraguas había volado, dejándolos indefensos. Después, sus conversaciones los habían llevado a una sola sonrisa, a un beso largo, empapado de agua y gloria, y a una noche infinita en la que se amaron en plena terraza de su hotel con el Ponte Vecchio como testigo mudo y sus pieles desnudas nadando en el placer mientras la ciudad se ahogaba en llanto.
En realidad, por más vueltas que le daba tratando de disfrazar su regreso, volvía a Firenze a dejarse morir…
Essere andato via per morire.
Cuando llegó al Lungarno Suites la recibió Fabrizio, el viejo conserje de toda la vida.
—¡
Mamma mia,
pero si es la
signara
Ella!, nuestra
carissima
huésped. ¡Cuántos años sin verla! Pensé que se había olvidado de nosotros. No sabe el revuelo que se armó cuando nos anunció su venida. Le hemos reservado la suite de siempre. Notará que hemos hecho pequeñas remodelaciones. Ya sabe, hay que adecuarse a las nuevas tendencias.
Al notar que la escritora cojeaba ligeramente apoyándose en un bastón, le preguntó:
—¿Qué le ha pasado?
Ella no contestó. Su mirada fue suficiente para que el hombre no insistiera.
—¿Desea que le traiga una silla de ruedas?
—Fabrizio, por favor…, ¿quiere que me sienta inválida?
El conserje la acompañó a la habitación. Una vez quedó sola, sacó del bar una botella de vodka, abrió la puerta de la terraza y, como una marioneta sin dueño, se dejó caer en una de las sillas abandonándose a la lluvia y al licor. Los reflejos de las luces nocturnas agitaban las aguas del río en una danza sin música. Ni una sola alma deambulaba por sus orillas. Era la primera vez que veía el Ponte Vecchio durmiendo su ancianidad en los brazos inmateriales de la noche.
Un frío longitudinal la envolvió hasta anestesiarle los huesos. La música sonaba…
…lascia la spina,
cogli la rosa;
tu vai cercando,
il tuo dolor…
La
Opera proibita…
«Deja la espina,
coge la rosa,
arrincona el dolor…»
Maldita sea. Le faltaba la valentía de matarse y también la de continuar viviendo. ¿Por qué era tan difícil seguir?
¿Quién le había dicho que tenía la vida por delante? La buscaba y no la encontraba. Sí, había alguien. Unos ojos, unos labios, unas manos, pero no era la vida; era la muerte desperezándose obscena delante de ella, acercándose, metiéndole la mano en el escote, seduciéndola. Una caricia suavísima, un dolor punzante, leve, de alas y garras. ¿Cómo trascender a esa enajenación mortal y volver a escribir, a vivir? Abrazarse por fin al gran objeto amado. ¿Adónde se habían ido las palabras?
La despertó el ruido del hombre de la limpieza, que, al no percatarse de su presencia, empezaba a aspirar. Se miró a sí misma y se dio asco. Se había bebido media botella de vodka y la cabeza le dolía a rabiar. Le pidió que volviera más tarde y colocó el cartel de «No molestar» en el pomo de la puerta. Después, cerró las cortinas y en la oscuridad total se estiró en la cama a tratar de no pensar. Un tren de imágenes atroces y sangrientas la obligó a revivir aquel paisaje de muerte. Flashes de gritos, risas y cristales, el antes y el después en una loca secuencia. No podía apearse. Algo quería matarla dejándola viva. Los latidos de la sangre en la sien la obligaron a levantarse.
Se tomó el cóctel de analgésicos que solía preparar cuando sufría una de sus migrañas críticas y se duchó sin prisas, dejando que el agua helada atravesara su cabeza hasta reblandecerla. Horas más tarde, cuando el dolor cedió, se dedicó a ordenar en el armario el poco equipaje que traía, guardando en el último rincón el paquete enviado por su madre, que el enfermero finalmente le había entregado, y que aún continuaba cerrado. Aunque imaginaba lo que contenía, se resistía a abrirlo.
Salió a la calle con aquel punto de inconsciencia que le dejaba la sobredosis de calmantes, mezclándose entre las hojas muertas de transeúntes perdidos y la soledad verde del río. Atravesó la piazza degli Uffizi, pasó por delante de la Signoria y se alejó por la via del Proconsolo sin tener muy claro qué calle tomar. Sentía que la pierna le pedía clemencia, pero la ignoraba. Fue vagando sin rumbo, avanzando y retrocediendo, colgándose de gestos ajenos, voces y sonidos, algo que la trajera a la conciencia; tratando de cubrir el agujero de soledad que le crecía en el alma como un tumor maligno.
De pronto, se encontró delante del Mercato Nuovo y el inconfundible olor ácido de libros viejos la hizo detenerse: su agudísimo olfato continuaba vivo. Provenía de una librería antigua; en el escaparate, un antiquísimo ejemplar abierto colocado sobre un atril llamó su atención. Las páginas que se exhibían estaban incompletas. Párrafos enteros carcomidos por siglos de intemperies habían desaparecido. Ese libro se le parecía: estaba tan maltrecho e incompleto como ella. Echó un vistazo al interior de la tienda y no vio a nadie. En la densa penumbra se adivinaba un gran pasillo con una escalera de madera que desembocaba en la antesala de un segundo piso. Columnas de estanterías subían hasta perderse en la oscuridad apilando miles de volúmenes decrépitos y enfermos. Nunca se había detenido a pensar que los libros también enfermaban de soledad y abandono.
Decidió entrar. Subió el peldaño que la separaba de la puerta y se encontró con un letrero: «Por favor, pulsar el timbre.» Llamó varias veces pero nada se movió. Cuando estaba a punto de marcharse, una sombra larga y quebrada se proyectó sobre las escaleras. Un hombre de mediana edad, inexplicablemente blanco y de ojos abismales, se fue acercando y con desgana quitó el seguro de la puerta. Su cuerpo arrastraba una dignidad modosa, de niño obediente, pero también la dilatada negrura de la soledad. Parecía que hubiese elegido el tedio como destino.
Sin pronunciar una sola palabra, la dejó entrar. Al pasar por su lado, Ella sintió el estremecedor frío que desprendía aquel cuerpo alargado y lúgubre, y su piel se erizó. Ignoraba por qué había insistido tanto con el timbre. Una vez dentro, fue recorriendo con la mirada los maltrechos lomos de los libros, acariciándolos con los dedos sin atreverse a tomar ninguno. Cada estantería semejaba el corredor de un hospital desierto en el cual se acumulaban enfermos que agonizaban sin que nadie se dignara hacerles caso. Tratados de historia, filosofía y ciencias políticas vivían los estertores de la muerte. Manuales de urbanidad y buenas costumbres de otros siglos yacían sobre capas de polvo y telarañas. Novelas de suspense, de intrigas, de amor, se extendían desarticuladas sobre las mesas como cuerpos mutilados. Capítulos enteros desaparecidos, comienzos perdidos, finales sin inicios. Páginas sin dueño, palabras rotas, frases inconclusas, apellidos sin nombre. Los protagonistas salidos de las páginas deambulaban como fantasmas revueltos; condes, doncellas, juristas, cardenales, huérfanos, metafísicos, papas, geógrafos, alquimistas, cortesanas, sabios, donjuanes… todos se miraban sin reconocerse, aullando perdidos entre aquellas paredes, buscando descansar en paz.
No supo cuánto tiempo transcurrió mientras leía lo que a su paso encontraba. Sin darse cuenta, la noche se había filtrado por las rendijas de las ventanas inundando de sombras la librería. Nadie encendió ninguna luz. La oscuridad era total. Buscó con la mirada al librero de los ojos sin fondo pero no lo encontró; se había evaporado, dejándola inmersa en aquel océano de palabras sin dueño.
No podía quitarse de la cabeza la conmovedora imagen de aquellos libros lacerados. La figura fantasmal de aquel hombre, su blancura de cristal a punto de romperse, sus ojos despeñados, su mirada desvestida y dilatada, aquel helaje que desprendía su cuerpo; el silencio sacro que exudaban esas paredes repletas de sueños rotos y almas perdidas. Había sentido lo mismo la primera vez que su madre la había llevado a la cripta donde descansaban los huesos de su abuela. El silencio de los muertos era distinto a los demás silencios; se erguía altivo y solemne infundiendo un respeto cargado de miedo e incertidumbre.
De pronto, aquella situación había despertado en ella todas las inquietudes. El corazón empezó a latirle con fuerza cuando cayó en cuenta de que lo que acababa de vivir había sido detallado por ella en la página que había escrito antes del accidente. ¿Cómo era posible?
Sacó del armario el ordenador que permanecía cerrado desde el fatídico día y lo puso en marcha. En la pantalla apareció el rostro sonriente de Chiara y sintió una punzada en el alma. Sobre uno de su iris destacaba la carpeta que contenía la novela. Doscientas veinticinco páginas cuyo ritmo y música auguraban un final feliz. Allí estaba aún la última frase que había guardado la noche antes del accidente. Marco le había dicho que sería su mejor novela; Marco ya no estaba para decirle nada. ¿Cómo iba a saber ahora que estaba viva?
Trató de escribir una línea pero no le salió ni una sílaba. El cursor palpitaba hambriento en la pantalla…
¿Qué le estaba diciendo todo aquello?
Tenía que volver a la librería.
No sabía a ciencia cierta lo que buscaba ni por qué lo hacía, pero necesitaba salir. Eran las dos de la madrugada y la humedad de la noche creaba sobre la ciudad de la flor de lis una atmósfera densa, de espectros alargados como estelas de humo y ecos viejos, donde todo cobraba vida: Savonarola aullaba entre las llamas, Lorenzo de Medici se paseaba triunfal entre los sabios, el cuerpo inerte de Simonetta Vespucci atravesaba con su belleza de
rosa sfogliata
las calles mojadas, Benvenuto Cellini arrastraba la cabeza de la medusa de su Perseo, Brunelleschi imaginaba su cúpula en un cielo estrellado, y ella estaba allí, con todos y sin nadie. De cuerpo presente. Rompiendo con su bastón y su andar pausado los fantasmas ajenos, mientras los suyos le pisaban los talones. Todo dormía menos su insomnio, que la había puesto en pie cuando el sueño amenazaba devorarla.
A medida que pasaban los días, notaba que su pierna respondía a sus súplicas, regalándole de vez en cuando la posibilidad de olvidarse del apoyo. Caminaba despacio; ella, que siempre había estado acostumbrada a devorar las calles con su andar urgente, ahora tenía que degustarlas a la fuerza a paso lento, lentísimo.
De pronto, de las sombras surgió una lumbre, una serpiente esfumada y, detrás, un hombre ceniciento y deshilachado, de cabellos muertos y ojos vivos, le pidió una moneda a cambio de una rosa marchita. Tiró su cigarrillo al suelo y un polvillo de fuego se desprendió creando un arco rojo. Mientras le entregaba la flor, el desconocido la miró fijamente.
—Señora… —le dijo—, se le nota en los ojos una inmensa cicatriz.
Ella lo miró interrogante y, sin saber por qué, le contestó.
—Es lo único que me queda.
—Pero aún no ha sanado, le supura. Póngale un parche, que por ese agujero se le puede escapar la vida… y créame, quedarse sin vida y viva es lo peor que le puede suceder.
«Sin vida y viva»… A Ella le dieron ganas de beberse un café en su compañía. Eso era lo que necesitaba: COMPAÑÍA, alguien que le quitara ese envoltorio mortecino, pero a los vagabundos nadie los invitaba… ¿o sí?