—Lo siento, pero me es muy difícil estar de acuerdo con usted. No puede comparar la desaparición de un ser querido con la de un libro.
—Cuando no tenemos ningún afecto a nuestro alrededor, terminamos magnificando aquello que por lo menos nos obliga a levantar cada mañana. Nos enamoramos del verdugo que nos ha esclavizado: sobredimensionamos su valor sólo para sobrevivir. Créame, hay personas que prefieren morir por una cosa material antes que por alguien; no podemos juzgarlas.
De repente se quedaron en silencio. Los dos sabían que, cada uno a su manera, tenían razón. El mundo estaba lleno de soledades.
—Profesor…
—Dígame.
—¿Usted cree que el diario al que pertenecía la página que me tradujo aún existe?
—Necesita encontrarlo, ¿verdad?
—Quizá.
—No puedo asegurarle nada. Podría existir o haber desaparecido hace muchos años. En todo el tiempo que llevo restaurando libros, nunca me he encontrado con nada que se le parezca, aunque entre tantos inclasificables podría existir, ¿por qué no?
—Ya sé que es mucho pedir, pero… ¿le importaría que echara un vistazo a todo lo que tiene almacenado?
—Le puede llevar meses y lo más seguro es que no encuentre nada.
—No importa; mi tiempo ha dejado de ser importante. Me podría gastar toda la vida entre estos muros y nadie se daría cuenta. Nadie me echaría de… —Ella dejó de hablar y pensó: «"Echar de menos"… qué expresión más extraña. Debería ser "echar de mucho", dependiendo del dolor que cause esa ausencia, de lo mucho que duele. "Echar de mucho"… muchos momentos vividos y sentidos, "echar de mucho" instantes en los que se HA SIDO con mayúsculas», algo que en el fondo nunca había conocido.
La voz del profesor Sabatini interrumpió su monólogo interior.
—Existe un inventario que puedo dejarle…
—¿Cómo dice?
—Si lo desea, puede ojear los sumarios donde están asentados estos libros, siempre y cuando no se lo diga a nadie: no está permitido. Aunque hubiera dado la vida por varios, desafortunadamente yo no soy el dueño de ninguno. Sólo soy su guardián.
Ella fue repasando las estanterías. Todos podían ser aquel diario donde presentía que estaba la fuente del sentir. Páginas que recogían una verdad REAL, no las que ella había ido inventando en sus novelas. Una secuencia de papeles escritos de puño y, letra de un ser que había amado, que atesoraba lágrimas lloradas, alegrías reídas, caricias sentidas, amor, dolor, frustraciones, sueños… vida VIVIDA.
—Profesor…
La voz del joven que la había recibido los interrumpió.
—Siento molestarlo, pero en el taller ha surgido una urgencia. Uno de los manuscritos ha hecho una violenta reacción a los líquidos.
—Si me disculpa…
Haciendo caso a la llamada de su ayudante, Mauro se apartó de la escritora y subió de prisa las escaleras. Antes de desaparecer, añadió.
—Siéntase como en su casa.
Ella se quedó sola, envuelta en historias vestidas de barro y olvido.
¿Y si el destino por una sola vez fuera bueno y le regalara la posibilidad de encontrarlo? «Sería como encontrar una aguja en un pajar», le había dicho el profesor. Una aguja que tal vez le serviría para remendar su vida hecha jirones, su vida jamás vivida. Ahora que nada tenía, tenía toda la muerte del mundo para encontrarla. Nada se lo impedía. La iba a buscar.
El olor húmedo del lugar le dio escalofríos. Volvía a sentir las voces ahogadas de los libros, los desorientados fantasmas del naufragio. Todos gemían perdidos, como en la librería del Mercato Nuovo. Todos la llamaban a gritos pidiéndole ser rescatados de aquel sótano.
No esperó a tener el inventario. ¿Cómo iba a saber la manera como lo habían clasificado?
Empezó desde abajo. Extraía un libro, lo ojeaba y lo dejaba. Otro… y nada. Y otro, y otro, y otro… Los minutos caían en el suelo formando un charco de horas perdidas.
Las nueve de la noche, las diez, las once…
No había ido. La
donna
enigmática que cada tarde a las siete visitaba su librería llevaba días sin ir y Lívido se sentía triste.
Su sombra lo calmaba; esa presencia lenta y silenciosa unía, aunque sólo fuera por pocas horas, su existencia fragmentada y fracasada.
Hacía ya tiempo que no arañaba ninguna ilusión y de pronto una tarde cualquiera había entrado aquella desconocida que parecía tan perdida como él, y su alma la había identificado como una persona más a la que el destino había olvidado. Otro ser desposeído de la fortuna de sentirse plenamente vivido.
¿Por qué se le daba tan bien identificar el lenguaje mudo de la desgracia? ¿Cómo era posible que el silencio vacío igualara tanto las solitudes ajenas? Ella era como él. Él era como ella. Estaba seguro.
Aunque cada vez que le abría la puerta le había hecho creer que desaparecía, para que se moviera a sus anchas por la librería, en realidad la vigilaba desde lejos y cuando la oía marchar se lanzaba a la aventura de sentirla en cada uno de los libros repasados por sus manos. Todos los objetos que tocaba quedaban impregnados de un intenso perfume a incienso, que él bebía despacio como si fuese un néctar; paladeando la estela de su presencia ingrávida, imaginando su vida, perfilando sus quehaceres o nohaceres, porque incluso hasta el más desgraciado tenía la obligación de gastar su tiempo en alguna cosa, aunque esa cosa fuera perder los días macerando su nada cotidiana.
Un día pensaba que era un ama de casa incomprendida, otro una profesora de filosofía y letras. A veces creía que se trataba de una turista que había perdido el tren y arrastraba sus pies con el vagabundeo de una hoja otoñal desorientada, posándose en cualquier rincón, picoteando el asfalto sin decidir quedarse en ningún sitio, desanclada de todo.
Había decidido que era mejor no hablarle; no acercarse a ella. Imaginar otra vida distinta a su amortajada rutina de agujas precisas deslizándose por un tablero esférico lleno de estúpidos números. El monocorde tic tac sin pausas que le iba deshaciendo. Quería creer que todos, incluso él, el anodino Lívido, podía ser Dios por un instante, protagonista de una fascinante historia salida de la mente de un ser inteligente que lo cogería de la mano y lo pasearía por páginas donde la vida se vivía intensamente. ¿Qué importaba que aquello fuera falso si al final, de tan nítido y sentido, acababa saliéndose del libro convertido en una realidad con alma? Porque existían otras realidades, no como la de él o la que intuía de ella, que parecían arrastrar la negación de ser y acababan transformadas en espectros de sueños sin hacer.
Iba a soñar que era, que existía. Viviría en la imaginación porque en la realidad le había sido imposible. Iba a convertirse en palabras; en un párrafo interesante de un libro interesante. Un personaje, más que una persona. Un protagonista de algo, más que un ser secundario de esa trama insulsa que vivía. Y ella estaba allí para vivir su fantasía.
Sí, había decidido soñarse. Soñarse con ella, con la desconocida de las tardes.
Antes de volver a su escritorio se acercó al mueble donde guardaba los incunables y abrió el cajón que contenía su más preciado tesoro. Allí estaba, envuelto entre los pliegos del papel con los que aquella noche de noviembre, tras rescatarlo de las aguas enfangadas y ponerlo a secar junto a la chimenea, lo había guardado. Llevaba mucho tiempo sin mirarlo, ¿treinta años tal vez? Sospechaba que su valor era incalculable, no por a quien hubiese pertenecido ni por los cientos de años de existencia, sino por lo que contenían sus palabras. Le había costado mucho interpretarlo, pero cuando entendió lo que se escondía dentro había llorado. Sí, llorado. Él, que ni siquiera había tenido lágrimas para Antonella, había sentido el dolor ajeno, el amor dolido de otros en carne propia. Allí estaba una historia sublime y tal vez la persona que lo había escrito, sin saberlo, había muerto por ella.
¿Y si dejaba que la desconocida del bastón lo ojeara? ¿Y si la espiaba en su próxima visita para ver la reacción en su cara limpia y lejana?
Cerró el cajón y trasladó aquel tomo al rincón donde ella solía merodear; el lugar en el que día tras día iba dejando libros de diversos autores con el único propósito de irla descubriendo a través de sus gustos literarios. De tanto observarla, ahora ya sabía los que más le gustaban: Tolstoi, Kafka, Joyce, Flaubert, Hawthorne, Wolf, Goethe, Rousseau…
Esta vez, lo que iba a dejarle no se parecía en nada a todo aquello. Aquel diario era otra cosa: sentimiento en estado puro. Escritor anónimo. Historia verdadera. Dolor vivido.
Su rostro, su inmaculado e impenetrable rostro… ¿le dejaría traslucir lo que sentía su alma?
Buscaba lo imposible entre las columnas de libros hinchados de hongos y lo peor de todo es que no sabía por qué buscaba. Suponía que lo hacía porque no quería llegar al hotel y encontrarse consigo misma. Ella frente a ella, sin ruidos ni distracciones, en un tú a tú que no la llevaba a nada; teniendo que continuar viva sin saber por qué ni para qué. Quizá era simple y llanamente cobardía, falta de coraje de arrojarse a la muerte. ¿Seguía el juego que la vida le había marcado tan sibilinamente?
Buscaba una historia que le regalara vida… Pero ¿vida, para qué? ¿Para vivirla sola? ¡Qué cosa más ridícula! No quería estar en el mundo, pero tampoco quería marcharse. Así de estúpido era el ser humano; así de estúpida era ella. Renegaba de la vida y sin embargo estaba casi segura de que si por alguna circunstancia le dieran a elegir entre vivir o morir, elegiría vivir. Miedo, puro miedo.
Continuó ojeando páginas y páginas. De pronto, el perfume amargo de los libros la llevó a evocar una imagen: la del librero. Un ser extraño. Un fantasma transparente y pálido de cuyo cuerpo emanaba un frío glacial: la exhalación de un atardecer agotado. El personaje perfecto para un libro.
¿Qué pasaba con aquel hombre insípido que cada tarde le abría la puerta y desaparecía?
Acercó su cara al descuajaringado libro. Olía a él: al librero. Lo repasó página a página, husmeando cada pliegue hasta bebérselo todo. Era igual al que se exhibía en la vitrina de la antigua librería. ¿Por qué le intrigaba tanto ese hombre, si era lo más anodino que había visto en su vida?
¿Por qué pensaba en él?
La madrugada le llegó en la galería subterránea sin encontrar lo que buscaba. La pierna le ardía de dolor y su estómago bramaba. Miró el reloj: eran las cinco de la madrugada. Decidió abandonar la búsqueda; era una locura creer que ella sola podría encontrarlo. Las filas de libros convertidos en ladrillos de cemento no se acababan nunca. Y cada uno que ojeaba la atrapaba. Subió las escaleras abriéndose paso entre los espectros de los
Angeli del Fango
que aún deambulaban tratando de salvar libros.
La sede del
Gabinetto Letterario
estaba desierta. Una luna ciega se movía más allá de las tinieblas. La nieve volvía a caer a destajo sobre su cuerpo: copos grandes abrazándola con su manto blanco. Cruzó el patio y al abrir el portal el chirrido destemplado de las bisagras la despidió. Fue caminando sin rumbo por las calles vacías mientras su abrigo se vestía de estrellas. Se acordó del hombre con el cual había cruzado unas palabras semanas atrás y lo fue buscando de manera inconsciente. Cruzó el ponte Santa Trinita y continuó por la via Tornabuoni. No quería llegar aún al hotel, no tenía sueño. Tras cada pisada la nieve fresca crujía creando una sinfonía blanda y cadenciosa. La oscuridad crecía ante sus ojos: ni un solo cuerpo, ni una sola alma.
De repente, del portal menos pensado apareció el vagabundo.
—¡
Bella signara,
pero si es usted! Éstas no son horas de andar por la calle.
—Lo estaba buscando.
—¡No me diga! ¿A mí? ¿A este pobre harapiento? Permítame que no me lo crea.
—No se haga la víctima. Lo considero mucho más inteligente que eso.
—Cuénteme, ¿le seduce este mundo de espectros nocturnos?
—Me seduce la inteligencia. Y usted, señor, lo es.
—La palabra inteligente hoy está muy devaluada, ¿no le parece?
—Depende. Para mí inteligente es aquel que sabe elegir su camino en la vida y es consecuente con ello. Usted eligió ser vagabundo por encima de cualquier credo y lo cumple a rajatabla.
—No crea que ha sido fácil.
—No lo creo en absoluto. Hubiese sido más cómodo para usted ser… ¿empresario, tal vez?
—
Ma che cosa dice!
Empresario: ansias, poder, éxito, dinero, estrés… y,
dopo,
envidia. La envidia es el sentimiento que más abunda entre los exitosos.
—¿A qué se dedicaba?
—A cantar.
—¿Cantar? ¿Me toma el pelo?
—¿Le parece que cantar no es una profesión?
—Lo siento. ¡Claro que lo es! Es que no sé cuándo habla en serio.
—Empecé cantando lo que nadie cantaba: arias imposibles, en unos tonos que otros no se atrevían a interpretar. Soy… es decir, fui tenor.
—¿Y?
—Cuando estaba en lo más alto de mi carrera profesional, en plena gira de
Tristán e Isolda,
me enamoré de Isolda, la soprano. Algo típico en esta profesión… Bueno, y también en otras.
Ay… l'amore, l'amore…
El problema era que mi esposa era mi manager, ¿lo comprende?
Ella asintió.
—Mi mujer hizo lo imposible por hundirnos, a mí y a mi pobre amada, y claro, por arruinarme. Y lo consiguió. Vaya si lo consiguió. En el fondo, se lo agradezco. Me sacó de un mundo mezquino y cruel. Si tuviera dinero, ahora se lo daría todo por el gran favor que me hizo.
—¿Y adónde fue a parar su voz?
—Debajo de un puente.
—¿Qué me dice?
—Si quiere escucharme, cada noche declamo
La divina comedia
en los arcos, bajo el Ponte Vecchio.
—La habitación del hotel donde me hospedo tiene vistas a ese puente.
—¿De veras? Pues mañana, que será viernes, asómese. Recitaré para usted. Para la
signora…
El hombre esperó a que ella completara la frase.
—Señora… sin nombre —añadió ella—. ¿Recuerda? Como usted. El no saber nuestros nombres no impidió que volviésemos a hablar. ¿No fue lo que me dijo aquella madrugada?
—De acuerdo,
signora
sin nombre. ¿Qué prefiere escuchar,
Inferno, Purgatorio
o
Paradiso?
Lo dejo a su elección…
Al ver que Ella no contestaba, continuó: