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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (103 page)

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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»Pero un día Jamil amaneció con una expresión desalentada en el rostro. Se quejaba de cansancio y de dolor en las piernas. Al tocarle la frente caí en la cuenta de que ardía de fiebre. Me vestí a toda prisa y acudí a mossèn Ferran para buscar un médico. En mi caso, los males solían sorprenderme en los sitios más inhóspitos y, para curarme, he recurrido entonces a pócimas recetadas por quienes ni siquiera sospechaban de la existencia de la medicina. En Pollensa jamás he tenido que acudir a un médico y no supe a quién llamar en este caso. Mossèn Ferran me llevó donde un conocido suyo, médico retirado que hacía muchos años no ejercía su profesión. Con él fuimos a los astilleros y, tras un prolijo examen, diagnosticó una fiebre maligna. El término nos pareció a mossèn Ferran y a mí un tanto impreciso y nos dejó más intranquilos que antes. Jamil había comenzado a delirar y llamaba a su madre en árabe en medio de murmullos entrecortados. El médico nos hizo seña de que saliésemos con él y ya en la entrada del galpón nos dijo que era aconsejable llevar al niño a la clínica de Pollensa para que le hicieran algunos exámenes de laboratorio que establecieran el origen de la fiebre. Había el peligro de una meningitis con las consecuencias ya sabidas. Mossèn era conocido en la clínica porque acudía allí en ocasiones para administrar los últimos auxilios a enfermos en el trance final. Nos despedimos del doctor y partimos en busca del sobrino conductor del taxi que nos trajo a Pollensa. Llevamos a Jamil a la clínica y nos quedamos a la espera del resultado de las pruebas. Una angustia incontrolable comenzó a invadirme. Mosén Ferran trataba de tranquilizarme sin lograrlo y a medida que pasaban las horas mi pánico fue en aumento. Jamás había sufrido algo semejante. Es verdad que la pérdida de amigos entrañables y de mujeres que amé han sido para mí pruebas arrasadoras. Pero siempre, en tales casos, quedaba allá escondida en un rincón de mi ser una zona indemne de donde manaban las fuerzas para seguir adelante. Ahora esto sucedía como si un mecanismo interno se me hubiese desbocado y me impidiese reflexionar y vencer el pánico que me dominaba. Cuando el director de la clínica y su ayudante, una doctora de cabello entrecano y sonrisa amable, vinieron hacia nosotros después de estar un buen rato en la alcoba de Jamil, sentí el impulso de acudir a no sé qué fuerzas sobrenaturales, a no sé qué dioses propicios, para rogarles que preservaran la vida del muchacho. Debieron escucharme tal vez porque las noticias eran alentadoras. La crisis había pasado y no había nada en las meninges. Se trataba de una infección renal, controlable, por fortuna, en esta su primera etapa. Los rayos X habían mostrado un divertículo en los conductos renales y allí se acumulaba la orina originando la infección y la fiebre. Un tratamiento con antibióticos durante un mes terminaría con estos síntomas. No era cuestión de operar todavía, pero más tarde, cuando el niño cumpliera diez o doce años, sí era indicado hacerlo. Debía tener una cara de angustia patética porque la doctora me puso la mano en el hombro y me consoló en un mallorquín cantarino. También ella era-abuela y comprendía mi pánico, pero no tenía por qué preocuparme; era comprensible que los abuelos fuéramos más vulnerables pero en este caso no había lugar a ningún temor. No pude explicarle a la buena doctora cuál era mi relación con Jamil, tampoco mossèn Ferran quiso sacarla de su error. Creo que tanto él como yo nos sentíamos más cerca de la condición de abuelos que la de transitorios responsables del niño.

»Entramos al cuarto y el muchacho se nos quedó mirando con sus grandes ojos y una sonrisa llena de picardía que me llenó de júbilo. "Ya estoy bien —nos dijo—. Me lo dijeron los doctores. Hablaban en mallorquín pero ya lo entiendo. Me van a poner inyecciones y volveremos a pescar muy pronto". Había dicho esto en árabe y volvió hacia mossèn Ferran y lo repitió en español agregando que deseaba aprender bien el mallorquín. Este le dijo que ya habría tiempo para todo. Ahora debía cuidarse para estar bien. Con esto partió a cumplir con sus obligaciones parroquiales y yo me quedé al pie de la cama sentado en una silla que crujía peligrosamente a cada movimiento, despertando en Jamil una risa incontenible. Al caer la noche apareció la doctora que, al verme en animada conversación con el enfermo, me hizo seña de que la esperase afuera mientras le ponía la segunda inyección de antibiótico. Al salir me dijo que era mejor que el niño estuviera tranquilo y durmiera lo más posible. Podía irme sin preocupación de ninguna clase. A la mañana siguiente me encontraría sin duda con un Jamil ya sin fiebre y en plena recuperación. Cuando me asomé para despedirme el muchacho dormía tranquilamente.

»Al día siguiente, muy de mañana, me presenté en la clínica. Había pasado una noche de perros y nuestro cubículo se me antojó de una desolación insoportable. Tal como me lo había predicho la doctora, la fiebre había cedido y Jamil seguía durmiendo en una serenidad envidiable. Me senté en una salita de espera que había en el piso bajo, junto a la entrada, y allí permanecí durante varias horas visitado por las imágenes que me despertaba el lugar y que estaban todas relacionadas con la sala de urgencias del siniestro doctor Pascot. Hacia el mediodía vino una enfermera a decirme que podía subir a ver a mi nieto. Dejé que siguieran en el equívoco porque me pareció inútil sacarlos de su error. Encontré a Jamil mirando una revista de tiempos de la segunda guerra. Me acerqué a besarlo en la frente y lo encontré fresco y sin huella de fiebre. "Ya los aviones no son así", me comentó intrigado mostrándome una escuadrilla de Stukas con la cruz gamada en el fuselaje. Le expliqué que ahora las turbinas habían reemplazado a las hélices. En seguida me sometió a un nutrido interrogatorio sobre la diferencia entre turbinas y hélices. Mis explicaciones lo dejaron poco convencido y menos cuando traté de dibujarle un esquema de turbina; allí fue ya el escepticismo completo sobre mis conocimientos de aeronáutica. Cuando le trajeron la comida bajé a un cafetucho cercano para comer algo. A mi regreso me esperaba la doctora en el vestíbulo. Me dijo que podía llevarme a casa a Jamil esa misma tarde después de que le administraran la inyección. A la salida me darían la fórmula para ordenar algunas medicinas que debía tomar el niño durante dos semanas más y durante una debería guardar cama o, por lo menos, no salir ni hacer ejercicio que pudiera cansarlo. Cuando llegó la hora indicada, Jamil se vistió y lo cargué en mis brazos para llevarlo hasta los astilleros. Eso no le gustó y trató de caminar pero la doctora le explicó que por ahora no debería hacerlo. Cuando pedí la cuenta me dijeron que ya la había saldado mossèn Ferran».

—Con lo que nuestro amigo gana en los astilleros —repuso el clérigo restándole importancia al asunto— no puede pagar ni siquiera la primera inyección que le pusieron a Jamil. Sospecho que el viaje a Port Vendres se llevó todas sus magras economías.

Maqroll sonrió mientras asentía con indulgencia y prosiguió con su relato:

—La convalecencia de Jamil fue larga y en un par de ocasiones me produjo aún cierta inquietud. A los pocos días no había argumento ni autoridad que lo convenciera de que no podía salir a pescar y permanecía un buen rato cabizbajo y sombrío. Alguna vez llegó a quejarse de dolor en la cintura y en la cabeza. Consulté con la doctora y me dijo que no hiciera caso; se trataba de secuelas naturales después de la crisis pasada. A menudo mossèn Ferran me relevaba de mis funciones de enfermero y le contaba a Jamil historias de la Biblia y de los Evangelios. Nuestro joven se mostraba más bien indiferente a estas furtivas lecciones de historia sagrada.

—Debo aclarar que no fue del todo así, mi querido Maqroll —explicó el párroco—. Yo me había dado ya cuenta de que Jamil había recibido, seguramente por intermedio de su madre, ciertos principios fundamentales de moral coránica que hallaron en el niño un terreno de cultivo más propicio que ninguna otra doctrina. Pensé entonces que, por ahora, era mejor que Jamil fuera un buen mahometano y no un cristiano tibio. Por eso no insistí mucho. En cambio, lo que sí absorbía su atención en forma casi hipnótica eran las historias relacionadas con las Cruzadas. La muerte de san Luis Rey de Francia en Túnez le llenaba los ojos de lágrimas. También le entusiasmaba por cierto la gesta de Saladino.

—Cuando trataba de continuar con los episodios de las Cruzadas —comentó Maqroll—, Jamil me decía: «Tú no las cuentas tan bien como mossèn Ferran. Él parece que hubiera estado allí». Asentía con una leve herida en mi orgullo de narrador, pero regocijado a la vez de ver el interés del muchacho en una época que tanto me atrae.

Nos quedamos callados durante un momento. La evocación de Jamil, hecha por sus dos protectores y amigos, había ido adquiriendo una tal intensidad que teníamos la impresión de que, de un momento a otro, el hijo de Abdul iba a presentarse ante nosotros nimbado con la fugaz fosforescencia de las aguas de la bahía. Maqroll rompió el silencio con su voz de tonos bajos recorrida, en ocasiones, por cierto escalofrío de nostalgia y pena.

—Cierta madrugada, mientras velaba el sueño de Jamil en cuya serenidad se manifestaba la franca recuperación de sus fuerzas, se me presentó de repente una especie de certeza imposible de expresar en palabras. La idea de que alguna vez tuviera que separarme de él se me antojaba como una probabilidad inconcebible. Jamás alguien había formado parte tan honda y definitiva de mi existencia como esa criatura que se abría paso en el mundo con la mirada de sus grandes ojos alertas, visitada de una gracia y de una intuición de la vida y sus meandros que rayaba en lo asombroso. Al mismo tiempo, otra voz comenzaba a dejarse oír allá dentro de mí para decirme que el destino de Jamil estaba al lado de Lina y de la familia de su padre, que muy pronto su madre vendría por él en cumplimiento de una ley más vieja que los efímeros pasos del hombre sobre la Tierra. Pensé con envidia en el privilegio de que iba a disfrutar la bella Warda Bashur al asistir al crecimiento y desarrollo de su sobrino en tantos aspectos semejante a su hermano Abdul. Por un breve instante estas dos voces estuvieron en pugna. Jamil partiría con Lina y así estaba escrito desde siempre. Acudí a mi vieja costumbre de aceptar los designios de poderes que hablan desde una tiniebla inescrutable. El dolor que había subido hasta mi pecho dejándome inmóvil al pie del niño se fue aplacando hasta esfumarse dejándome en ese estado de resignada postración que ha acabado por serme tan familiar qué a menudo pienso que es ya mi condición natural. Sabía que, luego, la nostalgia regresaría a hacer su trabajo acostumbrado para recordarme una felicidad que no era para mí. De eso sé un largo trecho.

»El médico amigo de mossèn Ferran vino un día a ver a Jamil y recomendó que regresara a su vida normal y siguiera una dieta de poca sal, muchos líquidos y todo el sol que pudiera tomar sin hacerse daño. Volvimos, pues, a nuestra vida de antes con sus largas jornadas de pesca, exploración de los acantilados en busca de tesoros arrojados por el mar y tardes de lectura, ya fuera en nuestra habitación o ya aquí en la biblioteca de nuestro amigo Ferran. Jamil sabía ya escribir su nombre y descifrar algunos titulares del periódico de Palma que llegaba a la parroquia. Al mismo tiempo, intenté enseñarle rudimentos de escritura árabe, pero nos faltaban textos en los cuales practicar. Pasaron así varios meses y paulatinamente, sin que mencionáramos el hecho, flotaba en el ambiente la certeza de que Lina vendría por Jamil. En sus cartas había un acento menos pesimista y, en una ocasión, me pidió escribir a Warda Bashur para decirle que muy pronto tendría reunida la suma que le iba a permitir viajar al Líbano y vivir allí con relativa independencia. Jamil recibía estas noticias con una mezcla de ansiedad por ver a su madre y de temor por dejar su vida presente y enfrentarse con la nueva en la tierra de su padre. A menudo lo sorprendí mirándome fijamente mientras dejaba caer la caña de pescar entre sus rodillas. Era evidente que el muchacho esperaba que yo le dijese algo sobre el inmediato porvenir que le inquietaba. Por fin, un día se resolvió a hablar del asunto:

»—Tú vendrás a vernos al Líbano, ¿verdad? No está muy lejos y has ido antes muchas veces.

»—Sí —le contesté, un tanto confuso por lo repentino de la pregunta—, es un camino que conozco muy bien porque lo hice a menudo en compañía de tu padre. Claro que iré a verte y a ver a tus tíos y tías por quienes siento mucho cariño, sobre todo por tu tía Warda, que es una persona que quiero mucho.

»—¿Y allá también podremos pescar juntos?

»—Claro que sí —le respondí tratando de no mostrar hasta dónde me turbaban sus palabras—. La bahía es mucho más grande y hay muchos barcos y mucho tráfico marítimo, pero muy cerca hay lugares como éste donde podremos pescar sin problemas. Para entonces serás sin duda un marino hecho y derecho, no lo dudo.

»—La única persona que me puede enseñar esas cosas eres tú, Maqroll. ¿Quién ha conocido el mar mejor que tú? No creo que mi padre supiera tanto —esto me lo decía con la seriedad de quien desea convencerse a sí mismo de estar en lo cierto.

»—No, Jamil —le repuse ya más sereno—, estás equivocado. Nadie supo del mar y de los barcos como tu padre. Abdul podía, a mucha distancia, calcular el tonelaje de un navío y casi nunca se equivocaba adivinando dónde había sido construido. Llegó a indicar también la marca de los motores por la forma como sonaban. Y ¿sabes una cosa? Estoy seguro que tú también llegarás a tener facultades semejantes.

»El muchacho se quedó pensativo y por su rostro pasaban sombras de duda y desconcierto. No imaginaba cómo, lejos de mí, podía adquirir tales aptitudes marineras. Tenía del Líbano una idea aproximada. Lo veía como un país de montañas y pensaba que su familia habitaba tierra adentro en medio de picos nevados. Cuando le mencionaba la costa libanesa y le hablaba de Trípoli, que desde luego pronunciaba en árabe: Tarabulus esh Sham, de Sidón y de Acre, puertos cargados de historias y de milenios de prestigio marítimo, Jamil mostraba una sorpresa inusitada, como si por primera vez escuchara hablar de esos lugares.

»Durante los últimos meses de su estadía en Pollensa, Jamil parecía extremar sus cuidados conmigo. No sabía cómo expresar su afecto y no lograba conciliar el deseo de ver a su madre y su curiosidad por lo que le esperaba, con el apego que sentía por mí y por la vida vivida a mi lado. Se sentía en cierta manera culpable por abandonarme y no sabía cómo manifestármelo. De allí su atención y diligencia hacia todo lo que tenía que ver conmigo».

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