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Authors: Álvaro Mutis

Tags: #Relatos, Drama

Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero (104 page)

BOOK: Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero
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Desde una gran ventana del estudio del párroco, el cielo nocturno de Mallorca desplegaba esa tenue incandescencia que da a las noches mallorquinas algo que no consigo definir. Si el término no pecara de pedante podría hablarse de un prestigio helénico. Hay en ellas una serenidad por la que corren de repente temblores de presagio, anuncios de una deslumbrada revelación que nunca llega. Es como si el tiempo, sin detenerse, hubiera mudado el ritmo de su curso y nos obsequiara un instante separado de la eternidad. Algo de eso mencioné entonces y todos nos quedamos mirando la noche que nos enviaba desde la ventana, abierta de par en par, una brisa ligera perfumada de yodo y abismos marinos en reposo. Pensé que todos necesitábamos ese intermedio benéfico antes de proseguir con la historia de Jamil, cuyo relato era evidente que comenzaba a costarle al Gaviero un penoso esfuerzo. Como si lo hubiera adivinado, el ama de mossèn Ferran apareció con una espléndida bandeja de
pa amb tomàquet
acompañado de un jamón ue se anunciaba memorable.

—Esta maravilla —comentó Maqroll— merece, mi querido mossèn Ferran, un caldo más serio que el que estamos tomando.

El párroco hizo una seña al ama y ésta regresó poco después con una botella sin etiqueta y unos vasos de cerámica con aspecto medieval. Mossèn sonrió complacido y, sin hacer comentario alguno, nos sirvió él mismo de la botella un vino de oscuro color violeta y aroma a tierra recién arada. No pude menos de elogiar su rusticidad magnífica y mossèn se limitó a comentar:

—Es un vino de la modesta viña que tengo al pie de los montes de Axartel. Lo guardo para mi uso y para disfrute de quienes saben enfrentarse a esa bebida de cruzados sin protesta del paladar.

Tenía razón nuestro anfitrión. Gracias al pan con tomate, el aceite y el delicioso jamón con el que lo acompañamos, pudo bajar con decoro el robusto vino que, en verdad, nos remitió a tiempos del reino de Mallorca. Con parsimonia liquidamos la merienda servida en forma tan oportuna y amable. Reconfortado por el prestigioso producto de la viña de Axartel, el Gaviero reinició su historia.

—La carta de Lina anunciando su arribo llegó tres meses después del restablecimiento de Jamil. Nos informaba que había girado a un banco de Beirut buena parte del producto de sus ahorros y que llegaba a Palma en un carguero que partía del mismo Bremen. El viaje tomaría un par de semanas porque estaba previsto tocar en varios puertos intermedios. El entusiasmo de Jamil, en el primer momento, fue notable. Pero cuando comencé a llevar algunas de mis cosas a un desván destartalado, al otro extremo del edificio, y colgué allí la hamaca que siempre llevo conmigo, para dejar a Jamil con Lina en el espacio que ocupábamos él y yo, el muchacho demostró un sombrío desconcierto que traté de aliviar como pude. Tampoco yo las tenía todas conmigo y la inminente separación de mi compañero de un año largo me iba sumiendo en un desconcierto cada vez más agudo. Nuestras conversaciones sobre el mar, los barcos y las hazañas de navegación de la historia se hicieron más frecuentes e intensas. Era como si Jamil quisiera conservar la mayor cantidad de recuerdos en los que estuviese yo presente.

»Era asombroso lo que el muchacho había aprendido. Tuve que volver a contarle cómo se atraca de noche en Port Swetteham y cómo se va de allí por tierra a Kuala Lumpur; cuál es el régimen de mareas en Saint-Malo; qué datos debe proporcionar un ballenero a las autoridades del puerto en Bergen; a qué velocidad deben mantenerse los motores para entrar a la bahía de Wigtown y atracar frente a Withorn para saludar a Alastair Reid; cuáles son las tres palabras que hay que pronunciar para que se abra la esclusa de Harelbeke; cuáles son las aves que permanecen más tiempo en los mástiles de un velero o en las antenas de un barco de carga; cómo se llamaba el marinero que llevó hasta la barca el cuerpo exánime del capitán Cook; en qué días y ocasiones no es aconsejable decir misa a bordo; cuál es la marca de motores diésel que da mayor rendimiento; cuántos toques de campana hay que dar cuando se lanza un cadáver al mar; qué armas le está permitido llevar a un capitán de altura y en qué condiciones puede éste viajar con su familia; qué medidas deben tomarse antes de abrir las compuertas de una bodega en llamas; qué tan segura es la navegación en el río Mississippi; cuáles son los tres santos que fueron marinos; cuál el barco que se fue primero a pique en la batalla de Tsushima; qué reyes fueron también hombres de mar; cuáles eran las señales hechas con un cuchillo en el mástil de la
Marie Galante
y qué interpretaciones se han aventurado sobre ellas; quién ordena los castigos a bordo: ¿el capitán o el contramaestre?; ¿es verdad que un maquinista zurdo trae mala suerte?; cuántos nudos debe saber hacer un grumete de la marina mercante belga; qué música puede tocarse a bordo y cuál no; qué idioma se habla de preferencia en Tierra del Fuego; cómo se llamaba Pollensa en la Edad Media; ¿Abdul Bashur fue alguna vez marino o sólo fue armador y dueño de
tramp steamers
?; ¿tuve yo alguna vez el mando en un navío?; cuál es la bandera más antigua de las que hoy navegan; cuánto tiempo dura la travesía en verano desde Kamenskoie hasta Seward en Alaska; ¿es verdad que las ballenas se comunican en un lenguaje más complejo que el árabe?; quién es más rico, ¿el dueño de un carguero o el de un ferry regular? Pero, desde luego, la descripción que exigía los mayores detalles era la del paso por el Cabo de Hornos a través del intrincado laberinto de islas que a Jamil le fascinaba. Las descripciones de Valparaíso, Amsterdam, Amberes, Cartagena de Indias y Portsmouth tuve que repetirlas una y mil veces y jamás se cansaba de escucharlas, y ay de que olvidara un detalle antes mencionado porque el reproche era inmediato. La obsesión de recordar con todo detalle mis viajes le llevaba en los últimos días a despertar en medio de la noche para preguntarme de qué calado son los buques que pueden atracar en Nueva Orleans o qué documentos se necesitan para atravesar el Canal de Panamá. Cuando comenzaba a responderle, ya había vuelto a caer en un sueño profundo. Era como si soñara fragmentos de mi vida y la de su padre. A la mañana siguiente, durante el desayuno, el interrogatorio continuaba implacable.

»Cuando recibimos el telegrama de Lina que, desde Barcelona, nos anunciaba su llegada, Jamil se encerró en un mutismo absoluto. El día antes de partir hacia Palma para recibirla, tuve que ir a la ciudad para comprar los pasajes del autobús y separar los lugares. Al regresar me esperaba una sorpresa tremenda; todos los objetos que había acumulado Jamil con tanto cariño habían desaparecido. Le pregunté dónde estaban, me contestó enfurruñado y alzándose de hombros:

»—Están en el fondo del mar, al final del muelle. Allí debieran haber permanecido siempre.

»En esa respuesta estaba su padre de cuerpo entero, con el pudor milenario de los hijos del desierto, celosos de esconder sus sentimientos más profundos y dispuestos a exteriorizar ruidosamente los que apenas los rozan. No supe qué comentar y mi desconcierto lo sumió aún más en su hermetismo. Dos días después partimos hacia Palma. Al llegar, fuimos de inmediato al puerto. En la sala de espera estaba Lina que nos miraba con los ojos llenos de lágrimas. Jamil corrió a abrazarla y ella lo alzó en sus brazos apretándolo contra su pecho sin poder pronunciar palabra. La escena me conmovió hasta sentir un nudo en la garganta. Me acerqué a saludar a Lina cuando dejó a Jamil en el suelo. Ella me abrazó calurosa y por fin pudo decir algo:

»—Cómo ha cambiado. Es todo un hombre —frase que repitió varias veces sin salir de su extrañeza.

»Tomé las dos maletas que traía Lina y llegamos a la estación de autobuses a tiempo justo para tomar el que nos llevaría a Pollensa. El taxi de mossèn Ferran no estaba disponible. Lina se veía cansada y en su rostro habían quedado las huellas de su vida en Bremen. Estaba más delgada. Era fácil reconstruir la fascinante bailarina que debió ser años atrás. Algo le comenté al respecto y sonrió complacida. Durante el viaje, Jamil no cesaba de aturdirla con la atropellada descripción de lo que había vivido y aprendido y de las cosas que sabía de mi vida y andanzas. Cuando llegamos a Pollensa se había quedado dormido en brazos de su madre. Allí nos esperaba mossèn Ferran que nos acompañó hasta los astilleros. Lina subió con Jamil en los brazos y lo acomodó en su camastro. Nos despedimos sin saber muy bien qué decir porque Lina, al recorrer con la vista nuestra habitación, volvió a conmoverse hasta las lágrimas. Me besó en las mejillas y sólo consiguió repetir entre sollozos: "Muchas gracias, muchas gracias, es usted un ángel". No creo que nadie me lo haya dicho antes. Me fui a mi buhardilla pensando que el ángel era esa criatura que dormía con el sosiego de los elegidos.

»A la mañana siguiente Jamil subió a mi desván y se tendió a mi lado en la hamaca. Me dijo que su madre dormía aún y no daba trazas de despertarse por ahora. Le pregunté si estaba feliz y me respondió que sí, pero en sus palabras había un dejo de vacilación. Me miró un momento con fijeza y luego me dijo:

»—Me desperté muy temprano y he estado pensando en que te vas a quedar muy solo cuando nos vayamos y me vas a hacer mucha falta. Pero se me ocurrió una cosa: ¿por qué no te casas con mi mamá y vivimos todos juntos aquí o en el Líbano?

»La idea no era desde luego de Jamil. Estoy seguro de que le vino al escuchar alguna conversación aquí en casa de mossèn Ferran o en el Ancien Café Mogador. Descarté de inmediato que nuestro amigo el párroco hubiera hecho ningún comentario en ese sentido, porque me conoce muy bien y sé de su prudencia y discreción. Lo cierto es que me encontré en un grave predicamento para responderle. Pensé que era mejor dejarle de una vez claras las razones de la imposibilidad de su propuesta. Le expliqué que, en primer lugar, su madre tenía otros proyectos, siempre en vistas a vivir a la sombra de los Bashur pero sin depender de ellos en lo posible. Luego pasé a recordarle cuántas veces habíamos recapitulado mis viajes y andanzas por los cinco continentes y los dieciséis mares y mencionado mi imposibilidad de permanecer por mucho tiempo en un lugar fijo. Si ahora estaba tranquilo en Pollensa, nada aseguraba que esto fuera permanente. Ya volvería a mis correrías y no era eso lo que Lina buscaba para él y para ella, que ya había recorrido más mundo del necesario. Lo único que podía asegurarle era que bien pronto iría al Líbano para visitarlos. Mis lazos con la familia de Abdul continuaban siendo muy estrechos y afectuosos. Entre los planes que comenzaban a madurar en mi cabeza, Beirut figuraba en lugar de preferencia. Al terminar mi explicación vi que dos lagrimones corrían por las mejillas de Jamil. Lo estreché contra mí y permanecimos en silencio. Cuando sentimos ruido en la alcoba donde dormía Lina, el niño descendió de la hamaca y dándome un fugaz beso en la frente me dijo con serenidad de adulto que se conforma con su destino:

»—Yo sé que nadie me contará las cosas que tú me cuentas. Eres mi mejor amigo y no creo que nos volvamos a ver.

»Bien saben ustedes que no existen palabras para describir lo que en una ocasión como ésa sucede dentro de nosotros. Era la despedida de Jamil. La que debía suceder entre los dos, sin testigos ni adioses de última hora. Me quedé tendido en la hamaca repasando mi vida y llegué a la conclusión que en ese momento terminaba mi peregrinar por estos mundos de Dios. Lo que pudiera venir carecía de importancia. Sería un mero durar, es decir, lo más ajeno a mi estrella.

»Lina subió con Jamil y se quedó mirándome sin decir palabra. Había entendido todo como sólo una mujer puede entenderlo, por instinto y con la alta sabiduría del corazón femenino. Durante los días que pasó en Pollensa pude confirmar y enriquecer mi primera impresión sobre ella. Pertenecía a esa raza en extinción de los seres que toman sobre sí, con entera independencia y estoica sencillez, los deberes y penas que les trae la vida, sin quejarse y sin tratar de que pesen sobre los demás. Sería necio negar ahora que, con frecuencia, pasaba durante esos días por mi mente la idea de que hubiera sido Lina una de esas mujeres que, como Flor Estévez o como Ilona Grabowska, poseía todas las condiciones y cualidades para compartir a mi lado lo que me restara de vida. Pero en alguna parte debe estar escrito con letras indelebles que ese "reino que estaba para mí" no me sería dado.

»Aún me esperaba otra sorpresa. Lina me informó que el pequeño carguero tunecino que la llevaría de Palma hasta Beirut, pasando por Alejandría y Chipre, traía como capitán a Vincas Blekaitis, el inolvidable y viejo amigo de Abdul y mío, del que hacía varios años había perdido el rastro. Lo encontró por pura casualidad al tocar La Rochelle el barco que la trajo de Bremen. Vincas, que la conocía de los tiempos de Bizerta, se emocionó tanto al encontrarla que le insistió en que viniera con él ya que Palma estaba en su itinerario. Ella le explicó que tenía prisa por ver a su hijo, pero quedaron en que subirían en Palma al barco de Vincas para viajar con él al Líbano. En efecto, pocos días después nos llegó el anuncio del arribo de Vincas a Palma. El taxi de Mosén Ferran nos llevó allí el día indicado. Al llegar, fuimos derecho al puerto. Desde la barandilla de estribor, donde vigilaba la operación de carga, Vincas nos hacía señas con los brazos en alto. Descendió a toda prisa por la escalerilla y vino hacia nosotros dando exclamaciones en todos los idiomas que conocía. Alzó a Jamil y lo sostuvo en los brazos mirándolo con asombro:

»—Miren en lo que se ha convertido el hijo de Jabdul —el bueno de Vincas nunca consiguió pronunciar bien el nombre de nuestro lamentado Abdul—. Todo un grumete. ¿Qué aprendiste con Maqroll? A ver, dime.

»—Muchas cosas —le respondió Jamil intrigado con la barba rojiza del lituano.

»—No lo dudo —comentó éste—. También yo he aprendido con él muchas cosas. Vamos al puerto para arreglar tus papeles.

»Así lo hicimos y en esas diligencias nos detuvieron hasta caer la tarde. Cuando todo estuvo listo, Vincas nos llevó al barco que saldría a la medianoche. Jamil miraba incrédulo todos los detalles del puente de mando adonde fuimos para que viera los instrumentos y palancas que tocaba maravillado. Bajamos, luego, al pequeño camarote que Vincas les había asignado. Jamil subió de inmediato a la litera superior y decretó en forma terminante:

»Aquí dormiré yo. Mi madre abajo. Así debe ser ¿verdad? —y me miró como buscando mi aprobación.

»Le respondí que en efecto así debía ser. Vincas me hizo seña de que saliera con él, mientras Lina y el niño ponían en orden sus cosas. Subimos a cubierta y Blekaitis me hizo un caluroso elogio tanto del hijo como de Lina. Le comenté en pocas palabras lo que había sido mi experiencia de vivir con Jamil en Pollensa y en los ojos casi incoloros del lituano se asomó esa honda simpatía, afectuosa condición de la que tanto Abdul como yo habíamos recibido pruebas abundantes e inolvidables. Le expliqué que no quería demorar al taxista, sobrino de mi amigo, hasta la medianoche y que ya debía partir. Bajamos al camarote para despedirme de los viajeros. Lina me abrazó largamente sin decir palabra y Jamil se echó a llorar encogido en su litera. No quise alargar ese momento y salí sin pronunciar palabra. Vincas me acompañó hasta el auto. Allí me tomó del brazo en un apretón afectuoso y farfulló algunos sonidos ininteligibles mirándome fijamente a los ojos. Regresó al barco con paso apresurado y escuché que decía en su lengua natal: "Tantas cosas, tantas cosas". Se despidió agitando la mano en alto, pero sin volver a mirarme. Subí al taxi y partimos de inmediato a Pollensa.

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