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Authors: H.P. Lovecraft

Tags: #Terror

En busca de la ciudad del sol poniente (5 page)

BOOK: En busca de la ciudad del sol poniente
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El capitán, después de atracar, invitó a Carter a su propia casa, situada en las orillas del lago de Yath, en la cima donde terminan todas las cuestas del pueblo; y su mujer y la servidumbre sacaron sabrosos y extraños manjares para delectación del viajero. Y en los días que siguieron estuvo Carter indagando en todas las tabernas y lugares públicos donde se reunían los recolectores de lava y los escultores, por si alguno de ellos había oído algún rumor o conocía algún relato sobre el Ngranek; pero no encontró a nadie que hubiera subido a las más elevadas alturas ni que hubiera contemplado el rostro esculpido. El Ngranek era un monte muy difícil, pues no tiene más que un valle maldito a su espalda; por otra parte, no había ninguna certeza de que las descarnadas alimañas de la noche fueran exclusivamente imaginarias.

Cuando el capitán zarpó de nuevo para Dylath-Leen, Carter se alojó en una antigua taberna abierta en un callejón escalonado de la parte primitiva del pueblo. Esta taberna, construida de ladrillo, se parecía a las ruinas que había en la orilla más alejada del lago de Yath. En ella trazó sus planes para escalar el Ngranek y revisó todos los datos que le habían proporcionado los recolectores de lava sobre los caminos que mejor conducían allá. El tabernero era un hombre muy viejo y había oído muchas historias, por lo que le fue de gran ayuda. Incluso condujo a Carter a una de las habitaciones superiores de aquella antigua casa, y le mostró un tosco dibujo que un viajero había trazado sobre el yeso de la pared, en los viejos tiempos en que los hombres eran más audaces y no tenían tanto miedo a escalar las cumbres del Ngranek. El bisabuelo del viejo tabernero le había oído contar a su bisabuelo que el viajero que grabó aquel dibujo en la pared había subido al Ngranek y había visto el rostro de piedra, dibujándolo allí para que otros lo pudieran contemplar; pero Carter no se quedó convencido, puesto que aquellos toscos trazos estaban hechos con negligencia y rapidez, y quedaban casi ocultos bajo una multitud de siluetas diminutas del peor gusto, llenas de cuernos, y alas, y garras, y colas enroscadas.

Finalmente, habiendo conseguido toda cuanta información podía recogerse de las tabernas y lugares públicos de Baharna, Carter alquiló una cebra, y una mañana temprano tomó el camino que bordea la orilla del lago Yath, internándose después hacia la zona donde se eleva el rocoso Ngranek. A su derecha se elevaban onduladas colinas, se veían apacibles huertas y limpias casitas de piedra que le recordaban muchísimo los fértiles campos que flanquean el Skai. Al atardecer se hallaba ya cerca de las arcaicas ruinas desconocidas que se alzan en la ribera más alejada del Yath, y aunque los recolectores de lava le habían aconsejado que no acampara allí por la noche, ató la cebra a una rara columna que había ante un muro derruido y echó su manta en un rincón resguardado, al pie de unas esculturas cuyo significado nadie había podido descifrar. Se envolvió con otra manta, porque en Oriab las noches son frías, y, en una ocasión en que le despertó la sensación de que le rozaban la cara las alas de algún insecto, se cubrió la cabeza completamente y durmió en paz, hasta que le despertaron los pájaros magah de los lejanos bosquecillos resinosos.

El sol acababa de aparecer por encima de la gran ladera donde se extendían leguas enteras de primordiales basamentos de ladrillo, paredes desmoronadas y ocasionales columnas rotas y pedestales fragmentados hasta la desolada ribera del Yath; y Carter buscó con la mirada su cebra. Grande fue su consternación al ver al animal tendido junto a la extraña columna en que la había atado, y más grande aún fue su inquietud al descubrir que estaba muerta y que le habían chupado toda la sangre por medio de una herida singular que mostraba en el cuello. Le habían revuelto su equipaje y le habían desaparecido algunas baratijas brillantes; y por todo el polvo del suelo se veían las huellas enormes de unos pies palmeados, a las que de ningún modo pudo encontrar explicación. Los consejos de los recolectores de lava le vinieron a la cabeza, y se preguntó entonces qué clase de cosa sería la que le había rozado la cara durante la noche. Luego se echó al hombro el equipaje y emprendió la marcha hacia el Ngranek, aunque no sin sentir un escalofrío al ver de cerca, cuando cruzaba las ruinas, el chato portal de una entrada que se abría en la fachada de un viejo templo, y cuyos peldaños descendían hasta unas tinieblas imposibles de escudriñar.

El camino subía ahora cuesta arriba por una comarca más agreste y boscosa en la que sólo se veían cabañas, carboneras y campamentos de recolectores de resina. Todo el aire parecía embalsamado por la fragante resina y los pájaros magah cantaban alegremente, haciendo centellear sus siete colores al sol. Hacia el atardecer, llegó a otro campamento de recolectores de lava, que ya llegaban de regreso, con sus pesados sacos al hombro, desde la falda del Ngranek. Aquí acampó él también, y escuchó las canciones y los relatos de los hombres, y les oyó hablar atemorizados de un compañero que habían perdido. Había trepado este hombre demasiado arriba, con el fin de alcanzar una mole de finísima lava que había divisado, y al caer la noche no había regresado con sus compañeros. Cuando fueron a buscarle, al día siguiente, sólo encontraron su turbante; pero no hallaron señal alguna entre los riscos de que se hubiera despeñado. No lo buscaron más, porque el más viejo de todos ellos dijo que era inútil. Aunque se duda mucho de la existencia de las descarnadas alimañas de la noche, y algunos las tienen por puramente fabulosas, se dice también que jamás se recupera cosa alguna que caiga en su poder. Carter entonces les preguntó si las descarnadas alimañas de la noche chupaban la sangre, si les gustaban los objetos brillantes y si dejaban huellas de pies palmeados, pero ellos movieron negativamente la cabeza y parecieron alarmarse por aquellas preguntas. Cuando vio lo taciturnos que se habían vuelto, no les preguntó más y se fue a dormir a su manta.

Al día siguiente se levantó a la vez que los recolectores de lava y se despidió, ya que ellos se marchaban hacia el oeste y él tomaba la dirección opuesta a lomos de una cebra que les había comprado. Los más viejos dijeron que sería mejor que no trepara demasiado arriba del monte Ngranek, pero aunque él les agradeció el consejo sinceramente, no se dejó disuadir lo más mínimo. Creía que iba a encontrar allí a los dioses de la desconocida Kadath y que obtendría de ellos indicaciones para llegar a la encantada y maravillosa ciudad del sol poniente. Hacia mediodía, después de un largo ascenso, llegó a las aldeas abandonadas de los montañeses que un día habitaron junto al Ngranek y esculpieron imágenes en su fina lava. Aquí habían vivido hasta los tiempos del abuelo del tabernero, época en que empezaron a notar que su presencia no era grata. Sus nuevas casas habían sido construidas en zonas cada vez más elevadas de la montaña, y cuanto más arriba edificaban, más gente desaparecía al amanecer. Por último, decidieron que era mejor marcharse todos, ya que a veces se veían en la oscuridad cosas nada tranquilizadoras; así que, finalmente, bajaron todos hacia el mar y se instalaron en Baharna, donde ocuparon un barrio muy viejo y enseñaron a sus hijos el antiguo arte de esculpir figuras, lo que siguen haciendo hasta hoy. Fue de estos descendientes de los desterrados del Ngranek de quienes Carter había recogido las más interesantes historias sobre este monte, cuando anduvo indagando por las antiguas tabernas de Baharna.

A medida que Carter, pensando en estas cosas, se aproximaba al Ngranek, la agreste mole desnuda parecía hacerse más elevada y brumosa. En lo más bajo de su ladera crecían los árboles diseminados; algo más arriba era arbustos raquíticos lo que había; y en las alturas, sólo la roca tremenda y desnuda se alzaba espectral en el cielo para mezclarse con el hielo y las nieves eternas. Carter contempló las grietas y escarpas de aquellas rocas sombrías, y no le pareció muy grata la empresa de escalarlas. En algunos lugares se veían corrientes de lava petrificada y montones de escoria apilados en pendientes y cornisas. Hace noventa evos, antes de que los dioses vinieran a danzar sobre el agudo pico, aquella montaña había hablado el lenguaje del fuego y había rugido con la voz de los truenos interiores. Ahora se erguía silenciosa y siniestra, conservando en su cara oculta aquel gigantesco semblante secreto del que se hablaba con temeroso respeto. Y había cuevas en aquel monte cuyas tinieblas, jamás disipadas desde los tiempos más remotos, acaso estuvieran vacías y solitarias, o tal vez —si la leyenda decía verdad— albergaran horrores de formas insospechadas.

Hasta el pie del Ngranek, el suelo ascendía cubierto de escasos robles y de fresnos desmedrados, sembrado de fragmentos rocosos, de lava y de antiguas cenizas. Encontró allí Carter los restos carbonizados de muchos fuegos de campamento, pues los recolectores de lava acostumbraban sin duda a detenerse allí, y varios altares rudimentarios, construidos ya para propiciarse a los Grandes Dioses, ya para conjurar a los seres —quizá sólo soñados— que habitan en los elevados desfiladeros y en el dédalo de grutas del Ngranek. Al atardecer, Carter alcanzó el montón de cenizas más lejano de todos y acampó allí para pasar la noche. Ató la cebra a una rama y se envolvió bien en las mantas antes de quedarse dormido. Y durante toda la noche estuvo ululando un voonith lejano al borde de alguna charca oculta, pero Carter no sintió miedo alguno ante aquel espantoso ser anfibio, pues le habían asegurado que ninguno de los seres de esta especie se atreve a acercarse siquiera a la falda del Ngranek.

A la clara luz de la mañana siguiente, comenzó Carter el largo ascenso. Llevó su cebra hasta donde el útil animal pudo llegar, y la ató a un fresno raquítico, cuando la pendiente se hizo demasiado pronunciada. A partir de aquí subió él solo. Primero atravesó el bosque, en cuyos calveros cubiertos de maleza abundaban las ruinas de antiguos poblados. Después recorrió los duros campos donde crecían diseminados unos arbustos anémicos. Lamentó que los árboles se fueran distanciando, ya que la pendiente era muy pronunciada y en general le producía vértigo. Por fin empezó a distinguir toda la comarca que se extendía a sus pies por dondequiera que mirara. Vio las cabañas deshabitadas de los escultores, los bosquecillos de árboles resinosos y los campamentos de los que recogían la resina, los grandes bosques donde anidaban y cantaban los prismáticos magahs, e incluso la lejanísima línea de la ribera del Yath, junto a la cual se alzan las antiguas ruinas prohibidas cuyo nombre no se recuerda. Prefirió no mirar a su alrededor, y siguió trepando, hasta que los matorrales se hicieron cada ves más ralos, y no encontró otra cosa donde agarrarse que una yerba de tallos robustos.

Después, el suelo se hizo aún más pobre. De vez en cuando aparecían grandes trechos donde afloraba la roca desnuda y algún nido de cóndor oculto entre las grietas. Finalmente ya no hubo sino roca pura, y de no haber estado tan áspera y erosionada, difícilmente habría podido seguir adelante. Sus prominencias, rebordes y remates le ayudaron mucho, y le resultó alentador descubrir de cuando en cuando alguna señal dejada por los recolectores de lava al arañar toscamente la roca, sabiendo por ellas que seres humanos normales y corrientes habían estado allí antes que él. Un poco más arriba, la presencia del hombre se evidenciaba en unos asideros para pies y manos que habían sido practicados a golpe de piqueta allí donde se hacían necesarios, y en las pequeñas canteras y excavaciones efectuadas donde se había descubierto una rica veta de mineral o una corriente de lava. En un lugar se había tallado artificialmente una estrecha cornisa que se apartaba bastante de la línea principal de ascenso para dar acceso a un filón especialmente rico. Una o dos veces se atrevió Carter a mirar alrededor, y se quedó pasmado ante el inmenso paisaje que se dominaba desde aquella altura. Toda la isla, desde donde se encontraba él hasta la costa, se extendía a sus pies. Al fondo distinguía las terrazas de piedra de Baharna y el humo de sus chimeneas, misterioso y distante; y aún más allá, el ilimitado Mar Meridional henchido de secretos.

Hasta entonces había ido subiendo en zigzag, de modo que la vertiente esculpida de la montaña permanecía oculta a sus ojos. Carter vio entonces una cornisa que ascendía a la izquierda, y le pareció que ésa era la dirección que él debía tomar. Echó hacia allá con la esperanza de que el camino continuase sin interrupción, y diez minutos más tarde comprobó que, efectivamente, no se trataba de un callejón sin salida, sinó de una empinada senda que conducía a un arco, el cual, si no estaba bruscamente cortado y no se desviaba, le llevaría en unas pocas horas de ascensión a aquella desconocida vertiente sur que domina los desolados precipicios y el maldito valle de lava. La comarca que apareció ante él por esta dirección era más desolada y salvaje que las tierras que hasta entonces había atravesado. La ladera de la montaña era también algo diferente, pues se veía perforada de extrañas hendiduras y cuevas como no había visto hasta ahora en la ruta que acababa de dejar. Unos por debajo de él y otros por encima, todos estos enormes agujeros se abrían en las paredes verticales, de forma que eran absolutamente inalcanzables al hombre. El aire era frío ahora, pero tan difícil resultaba la escalada que no hizo caso. Sólo le preocupaba su creciente enrarecimiento, y pensó que quizá fuera la dificultad de respirar lo que trastornaba la cabeza de otros viajeros suscitando aquellas absurdas historias de alimañas descarnadas y nocturnas, con las que pretendían explicar la desaparición de los que trepaban por aquellos senderos peligrosos. No le habían impresionado mucho los relatos de los viajeros, pero traía consigo una buena cimitarra por si acaso. Todos los demás pensamientos perdían importancia ante su deseo de ver aquel rostro esculpido que podía proporcionarle por fin la pista de los dioses que reinan sobre la desconocida Kadath.

Por último, en medio del frío glacial de las regiones superiores, desembocó de lleno en la cara oculta del Ngranek y, en las simas infinitas que se abrían a sus pies, vio los desolados precipicios y abismos de lava que señalaban el lugar donde en tiempos remotos se había desencadenado la cólera de los Grandes Dioses. Desde allí se divisaba también en dirección sur una vasta extensión de terreno; pero ahora era una tierra desierta, sin campos de labranza ni chimeneas de cabañas, y parecía no tener fin. En esta dirección no se veía el mar ni aun en la lejanía, pues Oriab es una isla grande. Las negras cavernas y las extrañas grietas seguían siendo numerosas en aquellos cortes verticales, pero ninguna era accesible al escalador. Por encima de estas aberturas descollaba una gran masa prominente que impedía ver la parte superior de la montaña, y Carter temió por un momento que resultase infranqueable. Encaramado en una roca insegura batida por el viento, en difícil equilibrio a varias millas por encima del suelo, entre el vacío y una desnuda pared de piedra, conoció Carter el medio que hace esquivar a los hombres el flanco oculto del Ngranek. Si el camino quedaba interceptado, la noche le sorprendería allí acurrucado todavía, y el amanecer no le encontraría ya. .

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