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Authors: H.P. Lovecraft

Tags: #Terror

En busca de la ciudad del sol poniente (7 page)

BOOK: En busca de la ciudad del sol poniente
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Se encontraba ahora en una llanura débilmente iluminada cuya principal característica era la existencia de grandes peñascos y de numerosas madrigueras. En general, los gules se mostraron respetuosos, aun cuando uno de ellos intentara pellizcarle y los demás le miraran apreciativamente evaluando su delgadez. Mediante pacientes gruñidos y quejidos, hizo algunas preguntas acerca de su desaparecido amigo, y supo por ellos que se había convertido en un gul de cierta importancia, y que habitaba en los abismos más próximos al mundo vigil. Un gul viejo y de color verdoso se ofreció a llevarle a la residencia actual de Pickman; así que, pese a su repugnancia natural, siguió a aquella criatura por una madriguera espaciosa y se arrastró tras ella durante horas y horas en una negrura de moho corrompido. Al fin salieron a una llanura oscura, sembrada de incongruentes reliquias de la tierra —viejas lápidas, urnas rotas y grotescos fragmentos de monumentos funerarios— por lo que Carter presintió con cierta emoción que probablemente se hallaban más cerca que nunca del mundo vigil, desde que bajara los setecientos peldaños que conducen de la caverna de fuego a las Puertas del Sueño Profundo.

Allí, encima de una lápida de 1768 robada del Cementerio de Granary de Boston, estaba sentado el gul que antaño fuera el pintor Richard Upton Pickman. Mostraba desnudo su cuerpo gomoso, y había adquirido de tal modo la fisionomía de los gules que sus rasgos humanos eran ya apenas perceptibles. Pero todavía recordaba un poco de inglés y pudo conversar con Carter por medio de gruñidos y monosílabos, aunque recurriendo a cada momento a la algarabía de los gules. Cuando supo que Carter deseaba llegar al bosque encantado, para ir de allí a Celephais, ciudad de Ooth-Nargai situada más allá de los Montes de Tanaria, se mostró escéptico; porque estos gules del mundo vigil no actúan en los cementerios del Alto país de los sueños (los ceden a los vampiros de pies rojos que habitan en las ciudades muertas), y además se interponen muchos peligros entre los riscos donde viven y el bosque encantado, uno de los cuales es el terrible reino de los gugos.

En tiempos pasados, los gugos, velludos y gigantescos, habían construido en aquel bosque unos círculos de piedra donde celebraron extraños sacrificios a los Dioses Otros y a Nyarlathotep, el caos reptante, hasta que una noche, una de estas abominaciones llegó a oídos de los dioses de la tierra, quienes los desterraron a las cavernas inferiores. Sólo una gran losa de piedra con una argolla de hierro comunica el abismo de los gules terrestres con el bosque encantado, y los gugos tienen miedo de abrirla a causa de una maldición. Era muy poco probable que un soñador mortal pudiera cruzar el reino subterráneo de los gugos y salir por aquella losa, ya que los soñadores mortales constituían en un principio su alimento predilecto, existiendo todavía entre los gugos leyendas que hablan de la exquisita carne de tales soñadores, a pesar de que su confinamiento ha reducido su dieta a los lívidos, seres repulsivos que mueren al contacto con la luz y que viven en las cuevas de Zin, donde brincan con sus largas patas como canguros.

Así que el gul que había sido Pickman aconsejó a Carter que abandonara el abismo en Sarkomand, ciudad desierta del valle que se abre bajo la meseta de Leng, cuyas negras escaleras salitrosas, custodiadas por leones alados, conducen desde la tierra de los sueños a las simas inferiores; o que regresara al mundo vigil a través de un cementerio y empezara la búsqueda de nuevo a partir de los setenta peldaños del Sueño Ligero, de las Puertas del Sueño Profundo y del bosque encantado. Sin embargo, el explorador no siguió este itinerario porque no sabía el camino de Leng a Ooth-Nargai; y además, tenía pocas ganas de despertar, no fuera a olvidar todo lo que había aprendido en este sueño. Sería desastroso para su empresa olvidar los rostros augustos y celestiales de aquellos marineros del norte que traficaban con el ónice en Celephais, los cuales, siendo hijos de dioses, le señalarían el camino hacia la inmensidad fría y, por consiguiente, hacia Kadath donde moran los Grandes Dioses.

Después de muchas súplicas, el gul consintió en guiar a su huésped hasta el interior de las murallas que circundan el reino de los gugos. Había una posibilidad de que Carter consiguiera cruzar sigilosamente aquel reino crepuscular, erizado de rocas dispuestas en círculo. A la hora en que estos seres gigantescos roncan saciados en sus habitáculos no le sería imposible llegar a la torre central, coronada por el signo de Koth, de donde arranca la escalera que conduce a la losa de piedra del bosque encantado. Pickman accedió incluso a prestarle tres gules para que le ayudaran a levantar con una palanca la losa de piedra; pues los gugos se muestran algo asustadizos ante los gules, huyendo a menudo de sus cementerios colosales cuando les ven celebrar allí algún festín.

También aconsejó a Carter que se disfrazara de gul: que se afeitara la barba que se había dejado crecer (los gules no tienen), que se revolcara desnudo en el moho verdoso para adquirir el adecuado aspecto de cadáver medio corrompido, y llevara su ropa hecha un lío como si fuera una presa arrebatada de la tumba. Llegarían a la ciudad de los gugos a través de las madrigueras correspondientes y saldrían a un cementerio situado no lejos de la Torre de Koth. Debían evitar, sin embargo, una gran caverna que había junto al cementerio, ya que ésta era la boca de las criptas de Zin, donde los vindicativos lívidos acechan a los habitantes del abismo superior que vienen a cazarlos para devorarlos. Los lívidos intentan salir cuando los gugos duermen, y atacan a los gules con tanta gana como a los gugos, porque no saben distinguirlos. Son muy primitivos y se comen unos a otros. Los gugos tienen apostado un centinela en un angosto recodo de la cripta de Zin, pero con frecuencia se queda amodorrado, y algunas veces es sorprendido por alguna facción de lívidos. Aunque los lívidos no pueden vivir bajo una luz verdadera, pueden, sin embargo, soportar durante algunas horas la penumbra crepuscular de los abismos.

Así, Carter reptó por las interminables madrigueras acompañado de tres serviciales gules, portadores de una lápida sepulcral que pertenecía a un tal Coronel Nepemiah Derby, fallecido en 1719 que habían sacado del cementerio municipal de Charter Street, de Salem. Cuando salieron otra vez a la luz crepuscular, se encontraron en un bosque de enormes monolitos, cubiertos de líquenes, los cuales alcanzaban tal altura que casi no se podía divisar su extremo superior. Eran lápidas del cementerio de los gugos. A la derecha de la abertura por donde habían salido a rastras, y entre los colosales sepulcros, se veía un grandioso panorama de ciclópeas torres cilíndricas que se elevaban a una altura inconcebible en la atmósfera gris de las entrañas de la tierra. Era la gran ciudad de los gugos, cuyas puertas tienen treinta pies de altura. Los gules vienen aquí a menudo porque el cadáver enterrado de un gugo puede alimentar a toda la comunidad durante casi un año. Aunque la empresa tenga sus peligros, es preferible echar mano de los gugos a tener que afanarse en las tumbas de los hombres para obtener mezquinos resultados. Carter comprendía ahora la presencia de aquellos huesos gigantescos que había advertido en el valle de Pnoth.

Frente a ellos, y nada más salir del cementerio, se elevaba una escarpa completamente vertical en cuya base se abría una caverna inmensa.

Los gules dijeron a Carter que debían evitarla a toda costa, ya que era la entrada a los impíos subterráneos de Zin, donde los gugos cazan a los lívidos en la oscuridad. Y en efecto, aquella advertencia se vio muy pronto justificada, porque en el momento en que un gul comenzaba a arrastrarse hacia las torres para ver si habían calculado bien la hora de descanso de los gugos, en la oscuridad de la caverna fulguró un par de ojos rojizos y amarillentos, y luego otro, lo que indicaba que los gugos tenían un centinela menos y que los lívidos poseen realmente una gran agudeza olfativa. Así que el gul regresó a la madriguera e hizo señas a sus compañeros para que guardaran silencio. Era mejor no interrumpir a los lívidos; había una posibilidad de que se retiraran pronto, ya que sin duda estarían cansados después de haber luchado con el gugo centinela de los negros subterráneos. Al poco rato saltó a la luz gris del crepúsculo un ser del tamaño de un caballo pequeño, y Carter se sintió enfermo al ver el aspecto de aquella bestia obscena y malsana, cuyo rostro resultaba bastante humano, pese a la ausencia de nariz, de frente y de otros detalles importantes.

En ese momento, otros tres lívidos saltaron fuera de la caverna y se unieron al primero, y un gul susurró a Carter en voz casi imperceptible que aquella ausencia de rasguños que mostraban era mala señal. Indicaba que no habían luchado con el gugo centinela, de modo que aún conservaban toda su fuerza y ferocidad, y que así permanecerían hasta que encontraran y devoraran alguna víctima. Resultaba muy desagradable ver aquellos animales inmundos y desproporcionados, que no tardaron mucho en ser una quincena, hozando por el suelo y dando saltos de canguro bajo la luz crepuscular, en esa atmósfera brumosa traspasada de titánicas torres e inmensos monolitos. Pero aún más desagradable fue oírles cuando empezaron a hablar con las toses y sonidos guturales que constituyen el lenguaje de los lívidos. Y aunque eran horripilantes, no lo eran tanto como lo que surgió en ese momento por detrás de ellos, de manera asombrosamente repentina.

Era una zarpa de unas tres cuartas de anchura, provista de formidables garras. Después apareció otra; y después, un brazo enorme de negro pelaje al que se unían ambas zarpas con dos cortos antebrazos. Luego brillaron dos ojos rosados, apareciendo a continuación la cabeza bamboleante del gugo centinela que había despertado. Tenía el tamaño de un barril aquella cabeza; y los ojos sobresalían unas dos pulgadas a cada lado, protegidos por unas protuberancias óseas cubiertas de pelo encrespado. Pero lo que le daba a esta cabeza un aspecto particularmente terrible era la boca. Aquella boca de enormes colmillos amarillos recorría la cabeza de arriba abajo, abriéndose verticalmente y no de forma corriente.

Pero antes de que el infortunado gugo acabara de salir de la gruta y enderezara sus siete metros de altura, los arteros lívidos se habían abalanzado sobre él. Carter temió por un momento que diera la alarma y despertase a los suyos, pero un gul le susurró que los gugos no tienen voz y que se comunican por medio de gestos faciales. La batalla que a continuación tuvo lugar fue inenarrable y atroz. Los venenosos lívidos acometían febrilmente por todos lados al medio incorporado gugo, mordiéndole y destrozándole con sus mandíbulas, e hiriéndole cruelmente con sus duras y afiladas pezuñas. Durante la lucha, los lívidos carraspeaban y tosían con excitación, gritando cuando la enorme boca vertical del gugo hacía presa en alguno de ellos, de suerte que el fragor del combate habría despertado ya, con toda seguridad, a todos los demás gugos de no haber sido porque el cada vez más debilitado centinela había ido retrocediendo, trasladando así la batalla cada vez más adentro de la caverna. De este modo, el tumulto desapareció pronto de la vista y se sumergió en la negrura, y sólo algún eco infernal y esporádico indicaba que la lucha proseguía.

Entonces el más avispado de los gules dio la señal de avanzar, y Carter siguió a sus tres compañeros. Salieron del laberinto de monolitos y entraron en las calles oscuras y fétidas de aquella horrenda ciudad, cuyas torres circulares de ciclópea mampostería se elevan hasta perderse de vista. Caminaron con paso vacilante y silencioso por aquel tosco pavimento rocoso, mientras oían con aprensión los apagados y abominables resoplidos que salían de las inmensas entradas, indicando que los gugos dormían la siesta. Temiendo que aquella hora de descanso estuviera a punto de terminar, los gules apretaron el paso; pero aun así, el trayecto no resultó corto, ya que son enormes las distancias en aquella ciudad de gigantes. Finalmente llegaron a una plaza, ante la cual se alzaba una torre mucho más grande que las demás. Encima de la puerta de esta torre destacaba un monstruoso bajorrelieve que representaba un símbolo aterrador aun para quien ignorara su significado. Era la torre central que ostentaba el signo de Koth, y aquellos inmensos peldaños que se vislumbraban en la oscuridad de su interior eran el arranque de la gran escalera que conducía al Alto País de los Sueños y al bosque encantado.

Comenzó entonces un ascenso interminable, completamente a oscuras. Era casi imposible subir, debido al tamaño monstruoso de los peldaños tallados por los gugos, que medían lo menos un metro de altura. Carter no pudo calcular, ni aun aproximadamente, el número de peldaños que subió, porque no tardó en sentirse tan rendido de cansancio que los elásticos e infatigables gules se vieron obligados a ayudarle. Durante el ascenso, les acechaba el constante peligro de ser descubiertos y perseguidos, porque si bien los gugos no se atreven a levantar la losa de piedra del bosque por miedo a la maldición de los Grandes Dioses, tal maldición no afecta para nada a la torre y a la escalera, de manera que los lívidos que tratan de refugiarse allí suelen ser cazados por los gugos, aunque lleguen al último tramo de la escalera. Tan fino es el oído de los gugos que, de haber estado despiertos, habrían oído perfectamente el roce de los pies desnudos y de las manos de quienes subían; y, desde luego, habría sido cuestión de poco tiempo que los gigantes —acostumbrados a las cacerías de lívidos en la cripta de Zin en completa oscuridad— dieran alcance a la débil y torpe presa que ahora ascendía por las ciclópeas escaleras. Era desesperante pensar que los silenciosos gugos no pueden ser oídos y que si llegaban a descubrirles caerían de repente sobre ellos, cogiéndoles desprevenidos en la oscuridad. En aquel extraño lugar, ni siquiera les detendría el tradicional temor que sienten hacia los gules, ya que en él gozaban de una ventaja manifiesta. Existía, además, el peligro eventual de tropezarse con los venenosos lívidos, que a veces se introducen en la torre durante la hora de sueño de los gugos. Si éstos durmiesen ahora mucho tiempo y los lívidos regresaran pronto de su combate en la caverna, el olor de Carter y sus acompañantes atraería irremisiblemente a estos seres nauseabundos y hostiles, en cuyo caso era preferible ser devorados por los gugos.

Luego, después de trepar durante una eternidad, oyeron una tos allá arriba, en la oscuridad, y la situación dio un giro inesperado y gravísimo. Evidentemente, se trataba de un lívido, o tal vez de varios, que se había debido extraviar en el interior de la torre antes de que llegaran Carter y sus guías, y estaba igualmente claro que el peligro era inminente. Tras un segundo de dudas angustiosas, el gul que iba en cabeza empujó a Carter a un rincón y dispuso a sus compañeros convenientemente, con la vieja lápida en alto para dejársela caer al enemigo en cuanto se pusiera a tiro. Los gules pueden ver en la oscuridad, así que la situación no era tan desesperada como lo habría podido ser si Carter se hubiera encontrado solo. Un momento después, un ruido de pezuñas les hizo saber que al menos una de las bestias lívidas bajaba dando saltos, y los gules que sostenían la lápida la enarbolaron para intentar un golpe desesperado. Fue entonces cuando surgieron dos ojos rojizos y amarillentos, a la vez que la jadeante respiración del lívido se hacía audible por encima del ruido de sus patas. Al saltar la sucia bestia al peldaño inmediatamente superior de donde estaban los gules, lanzaron éstos la vieja lápida con fuerza prodigiosa, de suerte que sólo se oyó un estertor agónico, antes de que la víctima cayese hecha un amasijo inmundo. Parecía no haber más bestias de aquellas allí dentro; y después de guardar silencio un momento, los gules dieron una palmada a Carter como señal de que podían proseguir la marcha. Como antes, se vieron obligados a ayudarle, y Carter se alegró de dejar aquel lugar de muerte donde el cadáver grotesco del lívido yacía invisible en la oscuridad.

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