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Authors: Gore Vidal

Tags: #Histórico, Aventuras

En busca del rey (6 page)

BOOK: En busca del rey
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Ayudaron a Ricardo a acostarse; le dieron la mejor cama: en verdad, la única cama de la posada. Blondel le ayudó a quitarse la cota de malla, dejando la espada a su lado; el rey ya estaba dormido cuando lo cubrió con la manta.

Después, Blondel y Guillermo se instalaron frente al fuego y bebieron vino, calentándose las manos. Blondel se preguntó si alguna vez podría librarse del frío que le calaba los huesos. Al menos la sangre volvía a circular, golpeteándole los oídos, encendiéndole las mejillas y las sienes como si pudiera abrirse paso a través de la piel.

Guillermo, junto a él, estiraba las manos frente al fuego, casi a punto de hundirías en las llamas, como Escévola.

—Al fin —suspiró.

—Al fin —dijo Blondel, y deseó que nunca abandonaran esa casa, ese cuarto, ese fuego.

Esa noche Ricardo deliró. Blondel veló junto a él, arropándolo en mantas y capas que pronto eran arrojadas al suelo; de vez en cuando le daba agua. En el cuarto contiguo, Guillermo dormía como un cachorro, acurrucado entre los juncos frente al hogar.

La luz ya se filtraba por las ventanas cuando Ricardo empezó a transpirar y dejó de toser; durmió.

Alguien lo sacudió. Se volvió de lado. Por un momento se asustó. Luego vio que quien lo sacudía era Guillermo. —Despierta, ya es más de mediodía. Blondel se desperezó en el suelo.

—¿Cómo está? —preguntó finalmente.

—Creo que mejor. Ya no desvaría, pero se encuentra muy débil.

—¿Ha dejado de toser? —Casi.

Ricardo yacía de espaldas, mirando las vigas del techo. Tenía la cara pálida y amarilla, y Blondel notó por primera vez que ya no era joven, que esa cara tenía arrugas, y cuando se distendía, reflejaba fatiga y amargura. Ahora no parecía Corazón de León.

—Señor —dijo en voz baja.

El rey volvió la cabeza: venas rojas surcaban los blancos de los ojos. Los labios procuraron adoptar su habitual expresión de mando, pero el esfuerzo fue demasiado grande. —No he dormido bien —dijo al fin, con debilidad y petulancia.

—Lo sé; he estado contigo.

—Entonces ¿eras tú? Bien. Creía…, creía que estaba en otro lugar.

Pasaron varios días antes de que el rey pudiera caminar, y cuando lo hizo parecía un niño: vacilaba, las piernas le resultaban extrañas.

Cuando estuvo suficientemente bien, días más tarde, se reunieron frente al fuego y conversaron, haciendo planes para el viaje a través de Austria y de Francia. Estaban, según les informó el posadero, a pocas millas de Viena. No bien el rey pudiera cabalgar se pondrían en marcha. Por el momento se sentarían, se calentarían al fuego y conversarían.

Blondel recordó una noche en que los ejércitos cristianos estaban acuartelados en Ascalón, a pocas millas de Jerusalén; había transcurrido un año desde entonces. Se habían reunido en la tienda de Ricardo. El rey ocupaba una silla que había pertenecido a un príncipe sarraceno; una silla adornada con piedras preciosas e incrustaciones de oro. Entonces se lo veía triunfante: el rostro colorado a causa del sol y del viento, vigoroso, seguro de la victoria, ya dueño de Acre y el primero entre los príncipes cristianos del lugar. Estaba con Guy de Lusignan y Conrado de Montferrat, y discutían a quién correspondía el gobierno de Jerusalén. Habían discutido acerca del reparto del botín y Ricardo había insistido delicadamente en que él se encargaría de dividirles el tesoro, algo a lo que no habían podido oponerse pero que les cayó muy mal.

Blondel recordaba vivamente esa noche. Había sido el momento culminante de la carrera de Ricardo en Palestina. Acababa de tomar Acre, y en poco tiempo conquistaría Jerusalén y arrojaría a Saladino al desierto. La victoria lo había vuelto arrogante y jovial: nadie se atrevía a contradecirlo. Una vez, había empujado a un barón al suelo por sugerir un ataque distinto del que él ya había decidido. Trataba a todo el mundo con altivez, con una indiferencia distante y burlona; a todos salvo a Blondel, a quien seguía tratando con gentileza; era su trovador y su amigo.

Esa noche, mientras hablaban del botín, Conrado estaba sentado a la mesa, bebiendo vino italiano. Guy de Lusignan, un hombre callado, rubicundo y fornido, escuchaba y hacía pocos comentarios. Blondel estaba sentado en un rincón de la tienda, la viola en el regazo, esperando a que la reunión llegara a su fin para poder tocar para el rey. Hablaron durante horas y luego riñeron; Conrado amenazó con retirar sus tropas y Ricardo se rió y dijo que encarecía al señor de Montferrat que se dignara retirar sus tropas: así simplificaba el problema del botín. Conrado abandonó la tienda en un arrebato de cólera, seguido por Guy de Lusignan. Ricardo rió, ordenó vino, y Blondel tocó para él. Poco tiempo después asesinaron a Conrado, y poco después el ataque de Ricardo a Jerusalén fracasó.

Ricardo hablaba de esto frente al fuego. Si hubiera tomado Jerusalén… ah, qué diferentes serían las cosas. Habría sido más grande que el Sacro Emperador Romano; sin embargo, en lugar de eso se había visto en la obligación de concertar una tregua de tres años con Saladino, y después, en razón de los problemas entre Juan y Longchamp en Inglaterra, no había tenido oportunidad de romper esa tregua y apoderarse de Jerusalén, pues se vio en la obligación de volver a casa.

Distraídamente, Blondel mencionó a los prisioneros sarracenos y Ricardo frunció el ceño, y Blondel se enfureció consigo mismo por haberlos mencionado. El ejército de Ricardo había capturado casi tres mil prisioneros; después, para asombro de los otros príncipes cristianos —que no eran fáciles de asombrar—, Ricardo hizo ejecutar a todos los prisioneros.

—Era necesario —afirmó, frunciendo el ceño frente al fuego, estudiando las formas de las llamas amarillo rojizas—. No podíamos mantener tantos prisioneros, y sin duda no podíamos liberarlos. No me quedaba otra posibilidad; además, la Iglesia perdonó el hecho: eran sólo paganos. —Pero Blondel advirtió que el rey estaba perturbado y se preguntó por qué, pues Ricardo era un soldado y un hombre curtido por la guerra; tal vez existía en los hombres un instinto para la preservación de la vida que, si no era tan fuerte como el instinto de matar, al menos siempre estaba presente para equilibrar la destrucción: una necesidad de afirmar, por un hecho tan objetivo como un acto de misericordia, la importancia del gesto personal frente al generalizado e inevitable conocimiento de la muerte.

Como admitiéndolo, Ricardo prosiguió:

—A los nuestros los mataban: ellos nunca tomaban prisioneros. Hice lo que ellos hacían. Hice lo que todos los generales, desde Alejandro hasta mi, se han visto forzados a hacer tarde o temprano. Además, ¿qué importa el mes, la hora de la muerte de un hombre? ¿O su modo de morir? Sub specie aeternitatis… —Citó de repente y titubeó, interrumpiéndose; preguntándose si habría demostrado algo, si habría enunciado una idea original con sus pocos latines. Luego prosiguió—: Sí, nada de eso tendrá importancia entonces. Dentro de cien años, normandos, sarracenos y Plantagenets estarán todos muertos, y generales diferentes harán nuevas guerras en tierras diferentes, y nosotros seremos un puñado de polvo en tumbas de piedra o disperso en los montes de Palestina. ¿A quién le importará, entonces, si Ricardo mató a dos mil prisioneros sarracenos? Y si les importa, ¿en qué puede afectarnos? Fueron ejecutados un jueves; algunos habrían muerto en batalla aquella misma semana, otros más aquel mismo mes, muchos más aquel mismo año, y en cincuenta años la mayor parte habría muerto de enfermedad. Tal vez fue mi misión dar a sus muertes una fecha común. Fui el instrumento de una muerte rápida. Dios me hizo rey y el destino, que está en las manos de Dios, me envió a ese país: no soy más responsable, pues, de la muerte de esos sarracenos que ellos de mi nacimiento. —Se interrumpió y dijo, volviéndose a Blondel—: ¿Piensas alguna vez en la muerte?

—Sí…

—No, es decir, claro que sí, ¿pero piensas de veras en ella, la consideras, examinas el pensamiento hasta que te da vueltas la cabeza?

Blondel asintió, comprendiendo, sorprendido de que Ricardo se hubiera entregado alguna vez a esas reflexiones.

—Sí, he pensado en ella, he comprendido que no había modo de eludirla.

—La enfermedad me está volviendo filósofo —gruñó entonces Ricardo—. Es mejor luchar sin pensarlo, y matar a tres mil hombres si hace falta: cualquier cosa es mejor que ese pensamiento. —Se dio una palmada en la pierna—. Estas carnes pronto se separarán del hueso sin necesidad de que yo me detenga a pensarlo.

Entonces empezaron a hablar de trovadores.

Ricardo se recuperaba a ojos vistas; pronto se encontraría en condiciones de volver a cabalgar. El dueño de la posada, un hombre cordial, había recibido sin comentarios las instrucciones de Blondel de que no mencionara la presencia de los tres caballeros; Blondel le dio explicaciones que juzgó convincentes, y se sintieron tan seguros como era posible estando tan cerca de Viena.

Una tarde, mientras Guillermo dormía y Ricardo ayudaba a los criados a reparar un asador roto, Blondel fue a caminar por el pueblo.

Visitó la iglesia y no le gustó: demasiada luz y color. Todo era más brillante que en las iglesias inglesas y normandas. Prefería la intimidad, la promesa del misterio en las iglesias oscuras y cavernosas de su patria, pese a que era, en cuanto a estética, un clasicista. Mientras permanecía en el pórtico, un sacerdote, el mismo con quien había hablado el primer día, se acercó y le preguntó por sus amigos.

Blondel le contó que uno había estado enfermo.

El sacerdote asintió comprensivamente.

—Una enfermedad común en esta región. La gente a menudo muere de fiebre y tos. Sois franceses, ¿verdad?

Blondel dijo que si.

—Yo soy de Artois, y mis amigos de París. Estamos al servicio de Felipe Augusto.

—Un noble rey cristiano —dijo píamente el sacerdote. Era un hombrecito rechoncho con las manos tersas y rollizas, rosadas y pecosas—. Y sin duda habéis luchado contra el infiel. ¡Ah, cómo os envidio! Más de una vez he solicitado a mi obispo permiso para ir allí, para hacer algo por nuestra causa, pero, ay, también aquí me necesitan. Cada cual debe servir como el destino le señala. —El sacerdote se miró las manos con ternura, como si admirara la suavidad de su piel.

Blondel se excusó; había oído ya quejas semejantes, y no siempre de sacerdotes.

Atravesó la plaza. El cielo era pálido, incoloro, y el viento apenas agitaba el frío del aire. Unas pocas personas vendían y compraban en el mercado. Se detuvo junto a la fuente y observó a las mujeres que partían con piedras la superficie del hielo y sacaban agua. Los delfines dejaban caer gotas de agua por las bocas atoradas de hielo.

Blondel estaba observando a las mujeres cuando de pronto notó que había alguien detrás de él. Se volvió con lentitud; no quería mostrarse sorprendido. Detrás había siete hombres armados. Hacía un rato que estaban en la plaza: Blondel no había oído ruido de caballos. Uno de ellos se acercó y le preguntó, en francés, adónde se dirigía.

Él dio un nombre falso y respondió que iba de regreso a Artois. Por encima del hombro del oficial vio la cara pálida y redonda del sacerdote, observándolo.

El oficial le hizo más preguntas: ¿cuánto hacia que estaba allí?, ¿con quién?, ¿por qué habían permanecido tanto tiempo en ese pueblo? Blondel respondió con calma a todas las preguntas, sorprendido de su sangre fría. Claro que hacia dos días que venia preparándose para una situación como ésta. Lo único que le inquietaba era esa multitud de mujeres con los ojos fijos en él y la expresión virtuosa en la cara del sacerdote. Luego, el oficial le preguntó cortésmente si el hombre que había estado enfermo no era por casualidad Ricardo, el rey de Inglaterra.

—Claro que no. —Hasta logró reírse—. Somos caballeros franceses.

—Pero tengo razones para creer que tu compañero es Ricardo. Si lo admitieras ahora mismo, todos nos ahorraríamos muchos problemas.

—Pregúntaselo a él —dijo Blondel, echándose a caminar. El oficial lo detuvo.

—Preferimos preguntarte a ti —dijo. Entonces Blondel comprendió. No se atrevían a presionar a Ricardo; probablemente, el duque les había prohibido que lo tocaran. La única alternativa era lograr que él o Guillermo confesasen—. Sugiero que entremos en la iglesia —dijo el oficial, y Blondel fue conducido a la iglesia; el sacerdote los recibió con una leve inclinación y los condujo por una angosta escalera que descendía a una cripta húmeda y helada. Les encendió una antorcha y luego, con otra inclinación, se despidió. Sin una palabra, uno de los hombres le quitó a Blondel la capa y la túnica y otro le sujetó las manos a una argolla del muro. La piel del pecho se le contrajo al contacto con el aire frío. Uno de los hombres le pasó un látigo al oficial y Blondel se preguntó, atontado, dónde habrían conseguido un látigo con tanta rapidez. ¿Lo habían llevado todo el tiempo? ¿O se lo había facilitado el sacerdote?

—¿Tu compañero es el rey Ricardo? —preguntó con voz suave el oficial.

—No —respondió Blondel, y esperó largo rato a que el látigo cayera. Al cabo de un momento silbó en el aire; luego, con un chasquido, cayó sobre su espalda. Las piernas le cedieron y quedó suspendido de las manos sujetas. El látigo volvió a caer, esta vez demasiado rápido: brillantes estrellas de dolor restallaron detrás de sus ojos. Cerró los ojos con firmeza, para impedir que el dolor le penetrara, si era posible, para que el dolor se pareciera más a un sueño, fuera menos real. Ahora el látigo parecía azotarle la espalda regularmente, lacerándolo con tal fuerza que el centro de la espalda perdió toda sensibilidad y sólo donde el extremo del látigo serpenteaba como una lengua pudo sentir el dolor ardiente e insoportable. Al cabo de un rato su cuerpo cedió y quedó colgando flojamente, aferrándose apenas al resbaladizo borde de la conciencia. Lo que habían sido constelaciones de estrellas rutilantes ahora se convertían en franjas de luz borrosa. Y en alguna parte, más allá de la luz, una voz seguía repitiendo: «¿Es ese hombre el rey?».

Al fin, sólo para acallar los gemidos del látigo en el aire, susurró:

—Sí, es el rey.

Por unos instantes no sintió nada. Luego advirtió que unos hombres lo sujetaban. Abrió los ojos y vio que lo apeaban de un caballo. Estaban frente a la posada; como no podía caminar, lo arrastraron adentro y lo dejaron caer al suelo, donde permaneció tendido, inmóvil, feliz de encontrarse solo. La túnica empezaba a pegársele a la espalda al secarse la sangre; sentía un intenso dolor cada vez que se movía, pero sabia que tenía que hacerlo; se incorporó apoyándose sobre un codo.

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