Read En busca del unicornio Online
Authors: Juan Eslava Galán
Entró en la cámara nuevamente Manolito, tan aficionado a mi persona y tan atento, y me entregó una túnica azul con reflejos de oro, obra morisca de mucho arte, encomendándomela mucho porque era suya y la que usaba en las grandes fiestas y en Pascua y en el día de la Candelaria. Y me hizo saber que antes nunca jamás se la prestara a nadie. Quedé yo tan obligado de tanta gentileza como dudoso de cómo la cobraría. Metíme la túnica, que ofendía mucho las narices de la algalía y aguas de olor, y vi que me llegaba por debajo de las rodillas, lo cual es discreta proporción y largura.
Y calcéme calzas del mismo color y unos zapatos de tafilete crudo que apretaban un algo más de la cuenta y todo ello lo dejé pasar sin decir palabra, siendo tan en contra de mis usos y costumbres, por no parecer rústico y desconsiderado.
De esta guisa adobado me dejé conducir a presencia del Rey nuestro señor. El cual posaba en la sala que llaman del Solio, donde hay una hermosa vidriera de Santiago degollando moros y es esta sala grande a maravilla y muy ancha y techada de pintados artesones moriscos y forrada de historiados paños franceses y brocateles y terciopelos granates de mucho primor y precio. Estaba el Rey nuestro señor sentado en sillón de cuero delante de una ventana baja, a contraluz, y al lado suyo había dos cortesanos que lo servían. Y uno de ellos, calvo y gordo, era su secretario de cartas latinas. Fuime al Rey nuestro señor, hinqué la rodilla en tierra tal como el Condestable me tenía ensayado, advertido y recomendado, y le besé la mano que la tenía muy fría y muy blanca y quedéme en aquella postura hasta que él me mandó levantar con su voz un punto aflautada. Entonces di un par de pasos atrás, quizá diera tres o cuatro más de lo que pedía la buena crianza, queriendo pecar por lo mucho antes que por lo poco y por quitar y excusar de las reales narices la ofensa del mucho perfume y olor que impregnaba mi persona. Sólo que me pareció notar que el Rey nuestro señor también estaba metido en nube de aromados olores, lo que achaqué a un uso de la Corte y en mi corazón disculpé un algo a Manolito de Valladolid que a lo mejor no era tan amujerado como mostraba ser, sino solamente cortesano al uso, y en mi corazón me reproché de rusticidad por el precipitado juicio que hiciera de su persona.
Leyó el secretario de cartas en voz alta la que yo acababa de entregarle de mi señor el Condestable, la cual contenía mayormente diversas noticias de la vida en la frontera del moro y a cómo estaba la medida de cebada y el celemín de harina y la libra de carnero, apuntamientos todos que aquí no hacen al caso, y otros negocios entre el Condestable y el Rey. Y, al final, la carta hablaba de mí, me recomendaba mucho y decía que yo era hombre fidelísimo, de toda confianza y verdadero, y experto mílite y esforzado y sufridor de trabajos más que nadie, y discreto y no sé cuántas cosas más, todas en mi loor y encomio, que escuchándolas decir en presencia de la alta persona del Rey nuestro señor, me subieron la sangre al rostro y me puse colorado. Y el Rey, en notándolo, se rascó la nariz y se sonrió por lo bajo mirando por la ventana por donde yo, en pos de sus ojos, otra vez veía el cielo azul cruzado de blancas palomas. Y luego que el secretario hubo acabado su lectura el Rey me preguntó: "¿Te gusta viajar?", y yo, que nunca me había parado a pensarlo, le contesté: "Sí, mi señor". Y él me dijo: "Pues vas a viajar mucho", y luego levantó la mano que yo corrí a besársela hincando otra vez la rodilla en tierra y en esto se acabó la real audiencia y el secretario me hizo seña que saliera y dejé la sala entre reverencias y andando para atrás y el secretario salió conmigo. Muchas veces me han preguntado luego diversas gentes cómo era el Rey y si se parecía a su retrato que traemos en las monedas y yo a todos he dado pelos y señales y he dado a entender que tuve con él más familiaridad y trato del que en verdad tuve y que me hizo acercar un escabel y sentarme a su lado y me preguntó luego por las cosas de la frontera y por mí y si venía el año bueno de caza y si ya berreaban los venados y se veía hozar el puerco entre las encinas por la parte de Andújar, donde él tenía a mucho sabor cazar, pero ahora tengo que declarar, puesto que he jurado ajustarme a la verdad, que no hablé con el Rey más de lo que queda dicho y que tan breve fue mi comparecencia que no sabría decir si tan alto señor era joven o viejo. Alto sí sé que era y muy membrudo, aunque, a lo que me pareció, de carnes blandas y poco trabajadas, como las del que lleva vida regalada y de no mucho ejercicio. Y del rostro no era feo, mas tampoco guapo, que tenía grande la quijada de abajo y esta tacha le descomponía un tanto el semblante.
Quedé, pues, como digo, en manos del secretario de cartas latinas que me llevó a una su cámara que allí cerca estaba, a la que dicen la de las Piñas por unas que tiene labradas y pintadas con mucho primor en el techo, y allí había un catrecillo sin armar y dos mesas grandes muy llenas de papeles y tinteros y unos anaqueles con libros y más papeles y en el muro frontero un paño bordado. Abrió la ventana, que entraran luz y moscas, se fue a donde estaba la pared del paño y me lo señaló y me dijo: "¿Conoces qué animal es éste?" Y lo que se veía en el bordado era una doncella de luengos cabellos rubios y labios bermejos que estaba ricamente vestida de brocados y sedas muy finos y sentada en medio de un verde prado de pintadas flores. Y a un lado de la doncella había un grande león, no en actitud fiera sino como si le rindiera pleitesía a la niña, y era cosa maravillosa de ver cómo la belleza da mansedumbre a las fieras, y al otro lado de la doncella había un caballo blanco, en todo caballo con las equinas proporciones que a su clase corresponden si no fuera porque, de en medio de la frente, donde "Alonsillo" tenía un lucero, a éste le salía un larguísimo cuerno, todo derecho como huso e igualmente blanco.
Y el animal que el señor secretario me estaba señalando era aquel caballo.
Y el secretario volvió a preguntarme: "¿Conoces qué animal es éste?" Y yo, no queriendo parecer rústico, no sabía qué responderle porque en mi vida había visto un caballo tan guarnecido de cuerno, y aunque pensaba que era alguna adivinanza o chascarrillo, le respondí honradamente: "Paréceme, señor, que es un caballo si no fuera por ese como cuerno que tiene en medio de la frente". Y él se me quedó mirando gravemente y movió un poco la cabeza como si pesara las palabras que iba a decirme y luego me dijo: "Caballo es, amigo mío, pero de una clase de caballos como nunca se ha visto por nuestros reinos ni creo que nunca se vea en tierra de cristianos. Su nombre es el unicornio por ese cuerno que le ves en la frente en el que reside su maravillosa virtud. Estos caballos unicornios pacen en los pastizales de África, más allá de la tierra de los moros, donde nunca llegaron cristianos fuera de los mercaderes del Preste Juan si es que tal hubo. El Rey nuestro señor quiere que tú y otros vayáis allá y le traigáis uno de estos cuernos". "Un cuerno", dije yo en mi asombro, y el secretario me preguntó: "¿Es una pregunta o una opinión?" Y yo le contesté: "Es una pregunta". "Bien —dijo él—, pues sí: es un cuerno. El Rey lo necesita para que sus boticarios saquen de él ciertos polvos de virtud que son muy salutíferos y necesarios para el buen servicio del Rey nuestro señor. Pero de esto importa mucho que no sepa nadie ni una palabra ni qué embajada lleváis, sino que iréis bajo capa de otro negocio que se os explicará".
Así fue cómo me vi embarcado en la busca del unicornio.
El Secretario Real no me dijo más. Tan sólo me recomendó mucha discreción y secreto, porque importaba grandemente al servicio del Rey nuestro señor que nadie supiera lo que íbamos a buscar a la tierra de los negros. Me hizo saber que partiríamos de allí a cuatro días, miércoles, en que él confiaba juntar cuantas cosas eran cumplideras y necesarias a nuestro negocio y que si alguien me preguntaba había de decir que el servicio del Rey nos llevaba al moro de Granada para asentar unas treguas con el sultán y que ése, y no otro, era el motivo de que su majestad hubiera requerido a un criado del Condestable, a cuyo cargo es sabido que estaba la frontera y linde del moro. Con esto me despidió y me dio diez maravedís para mis necesidades, lo que no era poco, cuando mi yantar y cama y el pesebre de "Alonsillo" ya quedaba salvos y horros en el alcázar mientras allí estuviese.
Aquel día por la tarde me vino recado del secretario del Rey que fuera al convento que dicen de San Francisco y preguntase allí por fray Jordi de Monserrate, el cual ya estaba enterado de quién era yo y me estaría aguardando. Fui, pues, para las caballerizas, ensillé a "Alonsillo", que se alegró mucho de verme otra vez, aunque luego le quedara un punto de recelo porque ya se había aficionado a la buena cebada y creería que lo sacaba de aquellas granjerías para meterlo otra vez por leguas y caminos. Salimos del alcázar por su puente de tablas y fuime dando un paseo por la apacible ribera del río, luciendo talle y apostura, la mano en el pomo del estoque, levantando capa por detrás, que sentíame mirado por las lavanderas que allí se juntan y alguna habría entre ellas en edad de suspirar. Y así me llegué, subida una cuesta que entre árboles se hace, al dicho convento, donde el fraile portero se hizo cargo de "Alonsillo" y llamó a un lego que me acompañara y el lego me introdujo en un patio umbrío porticado de columnas donde manaba una amena fuentecica y de allí, por un corredor oscuro, salimos a un fresco emparrado que daba al huerto de los frailes, grande y asomado al hondón del río. Y a lo lejos se veía un fraile gordo tocado con un gran sombrero de paja, que se inclinaba sobre las matas. El lego me lo señaló y me dijo: "Aquél es fray Jordi de Monserrate", y sin decir más se volvió a sus menesteres. Con lo que yo me fui para donde el fraile del sombrero estaba, rodeando la veredilla y la alberca. Cuando le llegó mi sombra, que caminaba delante de mí, se enderezó el fraile y se enjugó el sudor de la frente con la manga de la remendada saya y mostrándome una mata de cierta planta, que acababa de segar, me dijo: "¡La humilde verbena!: tisana para llagas y heridas que nos vendrá muy bien en tierra de infieles.
A lo mejor también abunda por allí, pero yo, por si acaso, ando haciendo provisión de ella. También purifica la sangre y embellece la piel". Sonrió un poco mirándome y añadió: "Y a los mozos como tú les alegra el vino y les dice si son amados de sus damas o no. ¡Verbena con miel! ¡También yo la caté cuando era joven!" Dijo esto y rióse y le tembló la papada y el vientre, que el fraile era un punto gordo y mofletudo y colorado, de estos que tienen la sangre espesa y son más inclinados al humor y al yantar que a los otros tropiezos de la humana condición. Y yo abría la boca para decir quién era pero él me contuvo con un gesto y dijo: "Juan de Olid, criado del Condestable de Castilla y ahora oficial del Rey". "¿Oficial del Rey?", pregunté yo, que no sabía nada de aquella súbita privanza. Y el fraile asintió risueño con cara de estar muy enterado del asunto y me dijo: "Tú eres el que mandará a los ballesteros que han de escoltar la embajada". "¿Y sabéis el destino de la tal embajada?", torné a preguntar yo. Y él me sonrió y se me quedó mirando, como si midiera si me lo había de decir o no, y al fin dijo: "Buscar el unicornio". Y como me lo dijo con el mismo tono con que se dice coge la cesta porque vamos a buscar espárragos trigueros, me tranquilizó mucho y cobré confianza para preguntarle por el unicornio y si sería bestia de difícil caza. Fray Jordi no dijo nada sino que me hizo seña que lo siguiera y me llevó a una cámara alta donde los frailes tenían su escritorio y allí había más libros de los que un hombre letrado podría leer en toda su vida.
Me ofreció asiento en un estrado muy manchado de tinta que había al lado del ventanal plomado, por donde entraba la luz del huerto. Tomó un libro de los anaqueles y lo abrió por un folio que estaba señalado con una cinta. Lo puso sobre la tabla del escritorio, delante de mí. "Esta es la palabra de Dios en el Antiguo Testamento", me dijo señalándome unas letras hebreas que no entendí.
""R.em" —leyó— ésa es la palabra que designa al unicornio, aunque las Escrituras de los Setenta se llama "monokeros", palabra griega que es tanto como decir "unicornis". Muy ilustres autores antiguos y Padres de la Iglesia se han ocupado de este animal, entre ellos San Gregorio y San Isidoro. Yo llevo meses escudriñando en los textos todo lo que se sabe de él por interés del Rey y obediencia a mi superior", explicó. Hizo una pausa y prosiguió: "El unicornio no se puede cobrar vivo porque, de cualquier forma, muere pronto en cautividad; además sería peligroso más que apresar un león porque es muy feroz y nada puede resistir a su cornada, ni broquel ni adarga doblada. Le gustan las palomas y suele sestear a la sombra de los árboles donde ellas se posan. Su mayor enemigo es el elefante, al que vence y mata atravesándolo con su cuerno. Un cuerno largo y retorcido que aguza contra las piedras como el cochino de monte afila sus colmillos. Pero nosotros lo cazaremos con una virgen, si Dios ayuda".
"¿Con una Virgen?", pregunté yo, pensando que quería decir con una imagen de Nuestra Señora. "Con una virgen de carne y hueso —continuó fray Jordi—, con una doncella intacta, que no haya conocido varón. —Y luego añadió como para sí—: Si es que el Canciller real encuentra alguna en todo el reino de Castilla". Dejó el libro en su lugar y tomó otro menos voluminoso que también tenía cierto pasaje señalado con una cinta. Lo abrió y leyó por donde marcado estaba: "Plinio certifica que el unicornio huele a la doncella y va a posar su cabeza terrible en el regazo de la niña: entonces se deja cautivar fácilmente porque abandona su habitual fiereza y la torna en mansedumbre. El cuerno del unicornio es el remedio universal contra el veneno; el ungüento de su hígado es mano de santo en las heridas". Fray Jordi guardó silencio un momento y seguía discurriendo la yema de su dedo índice por el pergamino del libro, aunque no leía.
Había levantado la cabeza y miraba distraído por la ventana del huerto.
El sol empezaba a bajar, allá a lo lejos, y los muros del alcázar real, al otro lado de los barrancos, parecían dorarse y brillar como joya bruñida. "También tiene otras virtudes el cuerno —prosiguió—, apuntala la virilidad desfalleciente de los hombres poderosos en el otoño de sus vidas y les devuelve los ardores de la juventud". Bajó la voz sin dejar de mirar el lento atardecer y prosiguió: "En las boticas de Oriente se venden polvos de unicornio por remedio de virtud, pero el Rey los ha probado y no le sirven. Es posible que no sean legítimos o que sean molimiento de colmillo de elefante. No hay seguridad de que en toda la Cristiandad haya un cuerno de unicornio verdadero fuera de los tres que hay en la iglesia de San Marcos de Venecia. El Canciller real les ha escrito a los venecianos y hasta les ha mandado un embajador, pero ellos perjuran que los dichos cuernos no están ya allí. Parece que el único modo de hacerse con él es yendo a África y cazando al monstruo. Ese es el mandado que nos encomienda el Rey nuestro señor".