En el blanco (3 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: En el blanco
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—¡Michael! —llamó a voz en grito para hacerse oír a través de la pantalla del casco—. ¡Soy Toni Gallo, del laboratorio!

Un destello de lucidez iluminó sus ojos inyectados de sangre. Abrió la boca y masculló algo.

—¿Qué? —gritó Toni, y se acercó más.

—No hay cura —dijo él. Y entonces vomitó. Un chorro de liquido negro brotó de su boca, salpicando la pantalla del casco de Toni, que saltó hacia atrás y gritó aterrada, aunque sabía perfectamente que el traje la protegía.

Alguien la apartó, y Ruth Solomons se agachó junto a Michael.

—El pulso es muy débil —dijo la médica. Abrió la boca de Michael y, con sus dedos enguantados, limpió parte de la sangre y el vómito que le obstruían la garganta . —¡Necesito un laringoscopio, deprisa!

Segundos después, un ATS entró corriendo con el instrumento requerido. Ruth lo introdujo en la boca de Michael, despejándole la garganta para que pudiera respirar mejor.

—Traed la camilla de aislamiento, cuanto antes.

Ruth abrió su maletín médico y sacó una jeringa ya cargada, con morfina y un coagulante sanguíneo, supuso Toni. Ruth hundió la aguja en el cuello de Michael y accionó el émbolo. Cuando sacó la jeringa, Michael empezó a sangrar copiosamente por el pequeño orificio.

Toni se sentía abrumada por el dolor. Recordó a Michael caminando por el Kremlin, sentado en su casa bebiendo té, conversando animadamente sobre sus grabados ... y la visión de aquel cuerpo, más muerto que vivo, se le hizo más dolorosa y trágica aún.

—Vale —dijo Ruth—.Vamos a sacarlo de aquí.

Los dos ATS levantaron a Michael y lo trasladaron hasta una camilla envuelta en una tienda de plástico transparente. Deslizaron al enfermo por la apertura circular situada en un extremo de la camilla, la sellaron y cruzaron el  jardín de Michael empujando la camilla.

Antes de subir a la ambulancia, tenían que descontaminarse a sí mismos y la camilla. Uno de los hombres del equipo de Toni ya había sacado una tina de plástico poco profunda, similar a una piscina inflable para niños. La doctora Solomons y los ATS se turnaron para introducirse en la tina y dejarse rociar con un poderoso desinfectante que destruía cualquier virus oxidando su proteína.

Toni observaba, consciente de que cada segundo que pasaba reducía las posibilidades de supervivencia de Michael, pero también de que el procedimiento de descontaminación debía respetarse escrupulosamente para prevenir otras muertes. Le consternaba el hecho de que un virus mortal hubiera salido de su laboratorio. Nunca había ocurrido algo así en toda la historia de Oxenford Medical. Poco consuelo le brindaba ahora el saber que estaba en lo cierto al reaccionar como reaccionó ante la desaparición de los fármacos, y que sus compañeros se equivocaban al restarle importancia. Su misión era impedir que ocurrieran aquella clase de cosas y había fallado. ¿Moriría el pobre Michael a consecuencia de ello? ¿Morirían más personas?

Los ATS subieron la camilla a la ambulancia. La doctora Solomons se subió también de un salto a la parte trasera del vehículo, con su paciente. Cerraron las puertas de la ambulancia apresuradamente, arrancaron a toda velocidad y se perdieron en la noche.

—Mantenme al corriente de lo que pase, Ruth —dijo Toni—. Puedes llamarme directamente al intercomunicador. La voz de Ruth empezaba a perderse en la distancia. —Ha entrado en coma —anunció.

Añadió algo más, pero ya estaba fuera de cobertura, y las palabras llegaron indescifrables a los oídos de Toni antes de que su voz se apagara por completo.

Toni se sacudió para quitarse de encima aquella lúgubre apatía. Tenían mucho trabajo por delante. —Vamos a hacer limpieza —dijo.

Uno de los hombres cogió un rollo de cinta amarilla que llevaba impresas las palabras «Peligro biológico. No cruzar la línea» y empezó a rodear con ella toda la propiedad, incluyendo la casa, el cobertizo, el jardín y el coche de Michael. Por suerte, las casas más cercanas estaban lo bastante lejos como para no constituir motivo de preocupación. Si Michael hubiera vivido en un bloque de apartamentos con conductos de ventilación colectivos, habría sido demasiado tarde para descontaminar la zona.

Los demás sacaron de la furgoneta rollos de bolsas de basura, fumigadores repletos de desinfectante, cajas de paños de limpieza y grandes bidones de plástico blanco. Había que pulverizar y limpiar cada palmo de superficie. Los objetos difíciles de limpiar o de valor, como las joyas, se aislarían en los bidones y se llevarían al Kremlin, donde se esterilizarían en el interior de un autoclave mediante vapor de alta presión. Todo lo demás se aislaría en bolsas dobles y se destruiría en el incinerador de desechos clínicos situado debajo del laboratorio NBS4.

Toni pidió a uno de los hombres que la ayudara a limpiar el vómito negro de Michael de su traje y que la rociara con líquido desinfectante. Hubo de reprimir el impulso de quitarse el traje mancillado.

Mientras los hombres limpiaban, ella se dedicó a inspeccionar la casa en busca de alguna pista sobre el porqué de todo aquello. Tal como temía, Michael había robado el fármaco experimental porque sabía o sospechaba que se había infectado con el Madoba-2. Pero ¿qué había hecho para exponerse al virus?

En el cobertizo había una vitrina de cristal con un extractor de aire acoplado, en lo que parecía una improvisada cabina de seguridad biológica. Toni apenas se había fijado en ella antes porque Michael había acaparado toda su atención, pero ahora se percató de que había un conejo muerto en su. interior. Parecía haber muerto de la misma enfermedad que había contraído Michael. ¿Habría salido del laboratorio?

Junto al conejo había un cuenco de agua con una etiqueta que ponía «Joe». Era un detalle significativo. El personal del laboratorio rara vez ponía nombres a las criaturas con las que trabajaba. Se mostraban amables con los sujetos de sus experimentos, pero no se podían permitir el lujo de encariñarse con animales a los que debían sacrificar. Sin embargo, Michael había dado una identidad a aquel animal y lo trataba como a una mascota. ¿Acaso su trabajo le generaba un sentimiento de culpa?

Toni salió del cobertizo. Un coche patrulla estaba aparcando junto a la furgoneta. Los había estado esperando. De acuerdo con el Plan de actuación para incidentes graves que ella misma había desarrollado, los guardias de seguridad del Kremlin habían llamado a Inverburn, a la jefatura de la policía regional escocesa, para notificarles la activación de la alerta roja. Habían venido a comprobar hasta qué punto había realmente una crisis.

Toni también había sido policía. De hecho, hasta hacía dos años, no había sido otra cosa. Durante la mayor parte de su carrera había sido la niña mimada del cuerpo: había ascendido rápidamente en la jerarquía policial, sus superiores la exhibían ante los medios de comunicación como el nuevo prototipo del policía moderno y todas las quinielas la señalaban como la primera mujer llamada a ocupar el puesto de inspector jefe de policía en Escocia. Fue entonces cuando tuvo un enfrentamiento con su jefe a raíz de un tema delicado, el racismo en el cuerpo. Él sostenía que el racismo no estaba institucionalizado en la policía, mientras que ella afirmaba que los agentes ocultaban de modo sistemático los incidentes racistas, lo que equivalía a institucionalizar el racismo. La discusión se filtró a un periódico, Toni se negó a retractarse de algo en lo que creía, y finalmente se vio obligada a presentar la dimisión.

En aquel entonces, vivía con Frank Hackett, otro agente de policía. Llevaban juntos ocho años, aunque nunca se habían casado. Cuando Toni cayó en desgracia, él la abandonó. Aún no se había recuperado del golpe.

Dos jóvenes agentes, un hombre y una mujer, salieron del coche patrulla. Toni conocía a la mayor parte de los policías locales de su propia quinta, y algunos de los veteranos se acordaban de su difunto padre, el sargento Antonio Gallo, inevitablemente conocido por todos como Tony el Español. Sin embargo, no reconoció a ninguno de los dos agentes.

Jonathan, ha llegado la policía —dijo por el micrófono del intercomunicador—. Por favor, ¿podrías descontaminarte y salir a hablar con ellos? Tú solo diles que hemos comprobado el hurto de un virus del laboratorio. Ellos llamarán a Jim Kincaid, y yo le pondré al corriente de todo en cuanto llegue.

El comisario Kincaid era el responsable de la llamada QBRN, la brigada especial para incidentes químicos, biológicos, radiológicos y nucleares. Había trabajado con Toni en la elaboración del plan de seguridad. Entre ambos, pondrían en marcha una respuesta meticulosa y discreta a la crisis desatada.

Toni pensó que, cuando Kincaid llegara, le gustaría poder ofrecerle alguna información sobre Michael Ross. Entró en la casa. Michael había convertido una de las habitaciones en su estudio. En una mesita auxiliar descansaban tres fotografías enmarcadas de su madre: en la primera era una esbelta adolescente enfundada en un jersey ceñido, en la segunda una madre feliz que sostenía a un bebé muy parecido a Michael, y en la tercera tendría ya sesenta y tantos años y posaba para la cámara con un orondo gato blanquinegro sobre el regazo.

Toni se sentó al escritorio de Michael y leyó sus mensajes de correo electrónico, aporreando el teclado torpemente con sus manos enguantadas. Había encargado un libro titulado Etica animal en Amazon. También había preguntado por cursos universitarios sobre filosofía moral. Toni consultó el historial de su navegador de Internet y descubrió que había visitado recientemente páginas relacionadas con los derechos de los animales. Era evidente que le inquietaban las implicaciones morales de su trabajo. Pero al parecer nadie en Oxenford Medical se había percatado de que no se encontraba a gusto.

No pudo evitar solidarizarse con él. Cada vez que veía un beagle o un hámster encerrado en una jaula, deliberadamente inoculado con alguna enfermedad que los científicos estaban estudiando, sentía una punzada de compasión. Pero entonces recordaba la muerte de su padre. Le habían diagnosticado un tumor cerebral a los cincuenta y pocos años y había muerto sumido en la perplejidad, la humillación y el dolor. La enfermedad que había acabado con su vida podía llegar a curarse algún día gracias a los experimentos realizados con cerebros de monos. En su opinión, la investigación con animales era una triste necesidad.

Michael conservaba sus documentos personales perfectamente ordenados en un archivador de cartón: facturas, garantías, extractos bancarios, manuales de instrucciones. En una carpeta titulada «Asociaciones» Toni encontró el comprobante de su ingreso en una organización llamada Amigos de los Animales. Todo empezaba a encajar.

El trabajo palió su angustia. Siempre se le habían dado bien las tareas de investigación. Abandonar la policía había sido un duro golpe. Era agradable volver a echar mano de sus antiguas habilidades y comprobar que conservaba su olfato.

En un cajón encontró la libreta de direcciones y la agenda de Michael. En esta última, las dos últimas semanas aparecían en blanco. Cuando se disponía a abrir la libreta de direcciones, una ráfaga de luz azul llamó su atención desde la calle, y al mirar por la ventana vio un Volvo gris con lanzadestellos en el techo. Dio por sentado que sería Jim Kincaid.

Toni salió a la calle y pidió a un miembro de su equipo que la descontaminara. Luego se quitó el casco para hablar con el comisario. Sin embargo, el hombre que salió del Volvo no era Jim. Cuando la luz de la luna incidió en su rostro, Toni vio que se trataba del comisario Frank Hackett, su ex. Se llevó un buen chasco. Aunque había sido él quien había puesto fin a su relación, Frank siempre se comportaba como si fuera el gran perjudicado.

Toni decidió mostrarse tranquila, amistosa y profesional.

Frank Hackett se apeó del coche y avanzó hacia ella.

—Por favor, no cruces la línea —le advirtió ella—. Ya salgo yo.

No bien lo había dicho se dio cuenta de que había metido la pata. El era el agente de policía y ella la civil, así que para Frank lo lógico sería que él diera las órdenes, no al revés. Su gesto ceñudo indicó a Toni que había acusado el golpe. Intentando mostrarse más amable, añadió:

—¿Cómo estás, Frank?

—¿Qué ha pasado aquí?

—Al parecer, un técnico del laboratorio ha contraído un virus. Acabamos de llevárnoslo en una ambulancia de aislamiento. Estamos descontaminando su casa. —¿Dónde está Jim Kincaid?

—De vacaciones.

—¿Dónde? —Toni tenía la esperanza de poder localizar a Jim y hacer que volviera para hacerse cargo de aquella crisis.

—En Portugal. Su esposa y él tienen un apartamento en multipropiedad allí.

«Lástima», pensó Toni. A diferencia de Frank, Kincaid tenía experiencia en accidentes biológicos.

—No sufras —dijo Frank, como si le hubiera leído el pensamiento. Sostenía un grueso fajo de fotocopias—. He traído el protocolo. —Aquel era el plan que Toni y Kincaid habían consensuado, y era evidente que Frank se lo había estado leyendo mientras esperaba—. Lo primero que hay que hacer es aislar la zona —añadió, mirando a su alrededor.

Toni ya había aislado la zona pero no dijo nada. Frank necesitaba afirmarse.

Llamó a dos agentes uniformados que esperaban en el coche patrulla.

—¡Eh, vosotros dos! Llevad el coche hasta la entrada de la propiedad y no dejéis pasar a nadie sin consultármelo.

—Buena idea —apuntó Toni, aunque en realidad no serviría de nada hacerlo.

Frank consultaba el protocolo.

—Luego tenemos que asegurarnos de que nadie abandone la escena.

Toni asintió.

—No hay nadie aquí excepto los miembros de mi equipo, y todos llevan puestos trajes de seguridad biológica.

—No me gusta este protocolo. Pone a un puñado de civiles al frente de la escena del crimen.

—Qué te hace pensar que estás ante una escena del crimen?

Alguien ha robado muestras de un fármaco.

Sí, pero no las robó de aquí.

Frank hizo caso omiso de su observación.

—Por cierto, ¿cómo se las arregló vuestro hombre para contraer el virus? Todos vosotros usáis esos trajes en el laboratorio, ¿no?

Eso es algo que la consejería de Salud Pública deberá determinar —contestó Toni en tono evasivo—. De nada sirve especular.

—¿Había algún animal aquí cuando llegasteis?

Toni dudó unos segundos, y eso fue cuanto necesitó Frank, que si por algo era un buen policía era porque no se le escapaba una.

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