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Authors: Ken Follett

En el blanco (41 page)

BOOK: En el blanco
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06.15

Miranda permaneció inmóvil durante mucho tiempo. Le aterraba pensar que Daisy podía volver en cualquier momento, pero se sentía incapaz de hacer nada al respecto. En su imaginación, aquella mujer entraba en la habitación a grandes zancadas con sus botas de motorista, se arrodillaba en el suelo y miraba debajo de la cama. Casi podía ver su rostro despiadado, el cráneo rapado, la nariz torcida y los ojos oscuros, tan tiznados de perfilador negro que parecían amoratados. El mero recuerdo de aquel rostro era tan aterrador que a veces Miranda cerraba los ojos con todas sus fuerzas hasta que empezaba a ver destellos.

Fue el pensar en Tom lo que la obligó a pasar a la acción. Tenía que proteger a su hijo de once años. Pero ¿cómo? Ella sola no podía hacer nada. Estaba dispuesta a enfrentarse a los desconocidos y defender la vida de los chicos con la suya propia, pero eso de nada serviría: la apartarían de en medio corno a un saco de patatas. A las personas civilizadas no se les daba muy bien ejercer la violencia; eso era precisamente lo que las convertía en personas civilizadas.

La respuesta a su pregunta seguía siendo la misma. Tenía que encontrar un teléfono y pedir ayuda. Eso significaba que debía llegar como fuera hasta el chalet de invitados. Teñí a que salir de su escondite bajo la cama, abandonar la habitación y bajar las escaleras sin ser vista, con la esperanza de que ninguno de los intrusos la oyera desde la cocina ni saliera al vestíbulo. Por el camino tenía que coger alguna prenda de abrigo y un par de botas. Iba descalza, y lo único que llevaba sobre la piel era un camisón de algodón. Sabía que no podía salir a la calle vestida de aquella manera, en plena ventisca y con una capa de nieve de medio metro de espesor. Luego tendría que rodear la casa, cuidando de mantenerse bien alejada de las ventanas, hasta llegar al chalet. Una vez allí, cogería el móvil que había dejado en su bolso, junto a la puerta.

Intentó hacer acopio de fuerzas. ¿De qué tenía tanto miedo? «La tensión», pensó. La tensión era lo que más la aterraba. Pero no duraría mucho tiempo. Medio minuto para bajar las escaleras; un minuto para ponerse una chaqueta y unas botas; dos minutos, a lo sumo tres, para avanzar por la nieve hasta el chalet. Menos de cinco minutos en total.

Un sentimiento de indignación se apoderó de ella. ¿Cómo se atrevía aquella gentuza a darle miedo de caminar por su propia casa? La ira le infundió valor.

Temblando, se deslizó de debajo de la cama. La puerta de la habitación estaba abierta. Asomó la cabeza, comprobó que no había nadie en los alrededores y salió al descansillo. Le llegaban voces desde la cocina. Miró hacia abajo.

Había un perchero al pie cíe la escalera. La mayor parte de las prendas de abrigo y botas de la familia se guardaban en el vestidor del pequeño recibidor trasero, pero su padre siempre dejaba las suyas en el vestíbulo. Desde arriba, Miranda alcanzaba a ver su viejo anorak azul colgado del perchero y las botas de goma forradas de piel que le mantenían los pies calientes mientras sacaba a Nellie. Con aquello tendría bastante para no morir congelada mientras se abría camino por la nieve hasta el chalet. No tardaría más de unos segundos en ponérselo todo y escabullirse por la puerta delantera.

Si lograba reunir el valor suficiente, claro.

Empezó a bajar las escaleras de puntillas.

Las voces de la cocina se hicieron más audibles. Al parecer estaban discutiendo. Reconoció la voz de Nigel:

—¡Pues vuelve a mirar, joder!

¿Significaba aquello que alguien se disponía a registrar la casa de nuevo? Se dio la vuelta y echó a correr, subiendo los peldaños de dos en dos. Justo cuando llegó al descansillo, oyó pasos de botas en el vestíbulo. Daisy.

De nada serviría volver a esconderse debajo de la cama. Si Daisy iba a inspeccionar la casa por segunda vez, se aseguraría de no pasar por alto ningún posible escondrijo. Miranda entró en la habitación de su padre. Solo había un sitio en el que podía esconderse: el desván. Cuando tenía diez años, lo había convertido en su refugio. Todos los niños de la casa lo habían hecho en algún momento de sus vidas.

La puerta del armario ropero estaba abierta.

Miranda oyó los pasos de Daisy en el descansillo.

Se arrodilló, entró en el armario gateando y abrió la portezuela que daba al desván. Entonces se dio la vuelta y cerró la puerta del armario ropero. Luego reculó hasta el desván y cerró la portezuela.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que había cometido un grave error. Daisy había registrado la casa un cuarto de hora antes, y seguro que había visto la puerta del armario abierta. ¿Se acordaría de eso ahora, y se daría cuenta de que alguien la había cerrado en su ausencia? ¿Y sería lo bastante lista para deducir por qué?

Oyó los pasos de Daisy en el vestidor. Contuvo la respiración mientras registraba el cuarto de baño. De pronto, las puertas del armario ropero se abrieron de par en par. Miranda se mordió el pulgar para no gritar de miedo. Se oyó el frufrú de las prendas rozándose entre sí mientras Daisy hurgaba entre los trajes y camisas de Stanley. La portezuela era difícil de ver, a menos que uno se arrodillara y mirara por debajo de la ropa colgada. ¿Sería Daisy tan meticulosa?

Hubo un largo silencio.

Luego los pasos de Daisy se alejaron hacia el dormitorio.

Miranda se sintió tan aliviada que tuvo ganas de romper a llorar, pero se contuvo. Debía ser valiente. ¿Qué estaba pasando en la cocina? Recordó el agujero en el suelo. Gateó lentamente hasta allí para echar un vistazo.

Hugo tenía un aspecto tan lamentable que Kit casi sintió lástima por él. Era un hombre bajito y rechoncho con pechos protuberantes, pezones peludos y un abultado vientre que le colgaba por encima de los genitales. Las delgadas piernas que sostenían aquel cuerpo rollizo le hacían parecer un muñeco mal diseñado. Su desnudez resultaba aún más bochornosa por el contraste que ofrecía respecto a su imagen habitual. En circunstancias normales, Hugo aparentaba ser un hombre desenvuelto y seguro de sí mismo, vestía prendas elegantes que lo favorecían y flirteaba con el aplomo de un galán, pero ahora parecía un pobre diablo muerto de vergüenza.

La familia estaba apiñada a un lado de la cocina, junto a la puerta de la despensa y lejos de todas las salidas: Kit, su hermana Olga envuelta en un salto de cama de seda negra, el padre de ambos con los labios hinchados a causa del puñetazo que Daisy le había propinado y el mando de Olga, Hugo, tal como su madre lo había traído al mundo. Stanley se había sentado y sujetaba a Nellie, acariciándola para tranquilizarla, temeroso de que le pegaran un tiro si atacaba a los intrusos. Nigel y Elton permanecían de pie al otro lado de la mesa, y Daisy estaba registrando el piso de arriba.

Hugo dio un paso al frente.

—En el cuartito de la lavadora hay toallas y todo eso —dijo. Desde la cocina se podía acceder a dicha habitación, contigua al comedor—. ¿Puedo ir a buscar algo con lo que taparme?

Justo entonces, Daisy volvió a entrar en la cocina.

—Prueba con esto —dijo, y lo azotó en la entrepierna con un paño de cocina. Kit recordaba lo mucho que aquello podía doler de sus tiempos de estudiante, cuando se dedicaba a hacer el ganso con sus compañeros en los vestuarios. Hugo lanzó un grito involuntario y se dio la vuelta. Daisy volvió a azotarlo, esta vez en las nalgas. Hugo se acurrucó en un rincón y Daisy se echó a reír. No podía haberlo humillado más.

La escena daba vergüenza ajena, y Kit se sintió ligeramente asqueado.

—Deja de hacer el imbécil —reprendió Nigel a Daisy en tono irritado—. Quiero saber dónde se ha metido la otra hermanita... Miranda, se llama. Ha debido salir sin que nos diéramos cuenta. ¿Dónde está?

—La he buscado por todas partes dos veces —señaló Daisy—. No está en la casa.

—Puede que se haya escondido.

—Y puede que sea la mujer invisible, no te jode, pero yo no la encuentro.

Kit sabía dónde estaba Miranda. Segundos antes había visto a Nellie ladear la cabeza y erguir una de sus orejas negras. Alguien había entrado en el desván, y solo podía ser su hermana. Se preguntó si Stanley también se habría fijado en la reacción de Nellie. Miranda no suponía una gran amenaza, encerrada allí arriba sin teléfono y con un camisón por único atuendo, pero aun así Kit deseó que se le ocurriera algún modo de advertir a Nigel.

—A lo mejor ha salido —aventuró Elton—. Ese ruido que hemos oído debía de ser ella.

Había una nota de exasperación en la réplica de Nigel:

—En ese caso, ¿cómo es que no la has visto cuando has salido a mirar?

—¡Porque ahí fuera no se ve una mierda! —El tono autoritario de Nigel empezaba a molestar a Elton.

Kit supuso que el ruido de fuera lo habría hecho alguno de los chicos jugando. Se había oído un golpe seco y luego un grito, como si una persona o un animal se hubiera dado con la puerta trasera. Era posible que un ciervo se hubiera tropezado con la puerta, pero los ciervos no gritaban, sino que emitían mugidos similares a los del ganado. Tampoco era descabellado suponer que el viento había arrojado a un pájaro grande contra la puerta y que este había lanzado un graznido similar a un grito humano. Sin embargo, para Kit el principal sospechoso seguía siendo el hijo de Miranda, el joven Tom. Tenía once años, la edad perfecta para escabullirse por la noche y jugar a los espías.

De haber mirado por la ventana y haber visto las pistolas, ¿qué habría hecho Tom? En primer lugar habría buscado a su madre, pero no la habría encontrado. Luego habría despertado a su hermana, o quizá a Ned. En cualquier caso, no había tiempo que perder. Tenían que reunir al resto de la familia antes de que alguien lograra hacerse con un teléfono. Pero Kit no podía hacer nada sin delatarse, así que se sentó y aguardó con la boca cerrada.

—No llevaba puesto más que un camisón —observó Nigel—. No puede haber ido lejos.

—Vale, pues vamos a mirar en los demás edificios —sugirió Elton.

—Espera un segundo. —Nigel frunció el ceño—. Hemos buscado en todas las habitaciones de la casa, ¿verdad?

—Sí, ya te lo he dicho —contestó Daisy.

—Les hemos quitado el móvil a tres de ellos: Kit, el enano en pelotas y la hermana marimandona. Y estamos seguros de que no hay más móviles en la casa —prosiguió Nigel.

—Aja —asintió Daisy, que había aprovechado para buscar teléfonos móviles mientras registraba las habitaciones.

—Entonces será mejor que miremos en los demás edificios —concluyó Nigel.

—De acuerdo —repuso Elton—. Está el chalet de invitados, el granero y el garaje, eso ha dicho el viejo.

—Mira en el garaje primero. Habrá teléfonos en los coches.

Luego ve al chalet y al granero. Reúne al resto de la familia tráelos aquí. Asegúrate de quitarles los móviles. Los tendremos a todos aquí bajo control durante una hora o dos, y luego nos largaremos.

No era un mal plan, pensó Kit. En cuanto lograran reunir a toda la familia en una misma habitación, sin ningún teléfono cerca, el peligro habría pasado. Nadie llamaría a su puerta el día de Navidad por la mañana —ni el lechero, ni el cartero, ni la furgoneta de reparto de los supermercados Tesco, ni la de Majestic Wine—, así que nadie sospecharía lo que estaba pasando Podían tomarse un respiro y sentarse a esperar la salida del sol

Elton se puso la chaqueta y miró por la ventana, inspeccionando la nieve con ojos escrutadores. Siguiendo su mirada, Kit se dio cuenta de que, a la luz de las lámparas exteriores, apenas se vislumbraban el chalet y el granero al otro lado del patio. Seguía nevando con ganas.

—Yo miraré en el garaje. Que se vaya Elton al chalet —propuso Daisy.

—Será mejor que nos demos prisa —observó este—.Ahora mismo puede haber alguien llamando a la policía.

Daisy se metió la pistola en el bolsillo y cerró la cremallera de su chaqueta de piel.

—Antes de que os vayáis, encerremos a estos cuatro en algún sitio donde no den la lata.

Fue entonces cuando Hugo se abalanzó sobre Nigel.

El ataque sorprendió a propios y extraños. Al igual que sus compinches, Kit había dado por sentado que Hugo no suponía ninguna amenaza para ellos. Pero había saltado hacia delante con furia y golpeaba a Nigel en el rostro una y otra vez con ambos puños. Había elegido un buen momento, pues Daisy acababa de guardar el arma y Elton ni siquiera había llegado a sacar la suya, así que Nigel era el único que tenía una pistola en la mano, pero estaba tan ocupado intentando esquivar sus puñetazos que no podía usarla.

Nigel retrocedió tambaleándose y se golpeó con la encimera. Hugo fue hacia él como una fiera, golpeándolo en el rostro y el cuerpo al tiempo que gritaba algo ininteligible. Le asestó bastantes puñetazos en pocos segundos, pero Nigel no soltó el arma.

Elton fue el primero en reaccionar. Se fue hacia Hugo e intentó apartarlo de Nigel. Al estar desnudo resultaba difícil cogerlo, y por más que lo intentara no lograba inmovilizarlo, pues sus manos resbalaban sobre los hombros de Hugo, que no paraba de moverse.

Stanley soltó a Nellie, que ladraba furiosamente, y la perra atacó a Elton mordiéndole las piernas. Había visto pasar muchos inviernos y sus dientes ya no tenían la fuerza de antes, pero toda ayuda era poca.

Daisy intentó sacar la pistola, pero el cañón del arma se enganchó con el forro del bolsillo. Olga cogió un plato y se lo arrojó desde el otro extremo de la cocina. Daisy esquivó el golpe, pero el plato la alcanzó de refilón en el hombro.

Kit dio un paso adelante para inmovilizar a Hugo, pero se contuvo.

Lo último que quería era que la familia se hiciera con el control de la situación. Por mucho que le hubiera consternado descubrir la verdadera finalidad del robo que él había planeado, su máxima prioridad era salvar el pellejo. Habían pasado menos de veinticuatro horas desde que Daisy había estado a punto de ahogarlo en la piscina, y sabía que si no pagaba al padre de esta el dinero que le debía se enfrentaría a una muerte tan atroz como la que podía causar el virus encerrado en aquel frasco de perfume. Intervendría para defender a Nigel contra su propia familia si tenía que hacerlo, pero solo como último recurso. Mientras pudiera, seguiría haciéndoles creer que nunca había visto a Nigel hasta aquella noche. Permaneció al margen, sintiéndose impotente y dividido por dos impulsos de signo contrario.

Elton rodeó a Hugo con ambos brazos y lo estrechó con fuerza. Este forcejeó con energía, pero era más pequeño que su adversario y no estaba en forma, por lo que no logró zafarse Elton lo levantó del suelo y retrocedió, alejándolo de Nigel

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