En el blanco (49 page)

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Authors: Ken Follett

BOOK: En el blanco
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Algo había llamado la atención de Toni cuando Caroline se había metido debajo de la mesa de billar para coger a su mascota. Volvió a mirar en aquella dirección y vio la silueta gris mate de una pistola recortada contra la madera oscura del suelo.

Elton también la había visto. Se arrodilló para cogerla.

Toni apretó la bola de billar entre sus dedos.

En el instante en que él se agachó, levantó el brazo bien por encima de la cabeza y arrojó la bola con todas sus fuerzas. Le dio de lleno en la nuca. Elton se desplomó en el suelo, inconsciente.

Toni se cayó de rodillas, física y emocionalmente exhausta. Cerró los ojos un momento, pero tenía demasiadas cosas que hacer para permitirse el lujo de descansar. Cogió la pistola. Steve tenía razón, era una Browning automática de las que el ejército británico repartía a las denominadas fuerzas especiales para misiones clandestinas. Tenía el seguro en el lado izquierdo, por detrás de la empuñadura. Lo puso y luego se metió la pistola en la cintura, por dentro de los vaqueros.

Desenchufó la televisión, arrancó el cable del aparato y lo usó para atar las manos de Elton a la espalda.

Luego le registró los bolsillos en busca de un móvil pero, para su decepción, no llevaba ninguno encima.

08.30

Craig tardó un buen rato en reunir el valor suficiente para volver a mirar la silueta inmóvil de Daisy.

La mera visión de su cuerpo destrozado, aun a cierta distancia, le producía arcadas. Cuando ya lo había sacado todo fuera, intentó enjuagarse la boca con puñados de nieve fresca. Entonces Sophie se acercó a él y le rodeó la cintura con los brazos. Craig la abrazó, dando la espalda a Daisy. Permanecieron así hasta que se le pasaron las náuseas y se sintió con fuerzas para darse la vuelta y comprobar lo que había hecho.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Sophie. Craig tragó en seco. Aquello aún no había terminado. Daisy era solo una de tres, y además estaba su tío Kit. —Será mejor que cojamos su pistola —dijo él. A juzgar por la expresión de Sophie, la idea no le hacía ninguna gracia.

—¿Sabes usarla? —preguntó.

—No puede ser muy difícil.

Sophie parecía contrariada, pero se limitó a decir: —Como quieras.

Craig se lo pensó unos segundos más. Luego cogió la mano de Sophie y se acercaron juntos al cuerpo postrado de Daisy.

Estaba boca abajo, con ambos brazos debajo del cuerpo. Por más que hubiera intentado matarlo, Craig no soportaba verla en semejante estado. Las extremidades inferiores eran lo peor. Los pantalones de piel habían quedado hechos jirones. Una de las piernas se presentaba torcida en un ángulo inverosímil y la otra tenía un corte profundo que sangraba profusamente. Al parecer, la chaqueta de piel le había protegido los brazos y el tronco, pero su cráneo rapado estaba bañado en sangre. No se le veía el rostro, enterrado en la nieve.

Se detuvieron a unos dos metros de distancia.

—No veo la pistola —dijo Craig—. Debe estar debajo del cuerpo.

Se acercaron un poco más.

—Nunca he visto a un muerto —observó Sophie.

—Yo vi a
mamma
Marta en el velatorio.

—Quiero verle la cara.

Sophie soltó la mano de Craig, se apoyó sobre una rodilla y alargó el brazo hacia el cuerpo ensangrentado.

Rápida como una serpiente, Daisy levantó la cabeza, apresó la muñeca de Sophie y sacó de debajo del cuerpo la mano derecha, con la que empuñaba la pistola. Sophie chilló, aterrada.

Craig se sintió como si lo hubiera alcanzado un rayo. —”Joder! —gritó, y saltó hacia atrás. Daisy pegó la boca de la pequeña pistola gris a la suave piel del cuello de Sophie.

—¡Quieto ahí, chico! —gritó. Craig frenó en seco.

Daisy daba la impresión de llevar puesta una gorra de sangre. Una de las orejas se le había desgajado casi por completo de la cabeza, y colgaba grotescamente de un fino jirón de piel, pero su rostro seguía intacto y exhibía una expresión de puro odio.

—Con lo que me has hecho, debería pegarle un tiro en el vientre y dejar que vieras cómo se desangraba hasta morirse, chillando de dolor.

Craig se estremeció.

—Pero necesito tu ayuda —prosiguió Daisy—. Si quieres salvar la vida de tu novia, harás todo lo que te diga sin pestañear Como vea que dudas una fracción de segundo, me la cargo.

Craig supo que la amenaza iba en serio.

—Ven aquí —ordenó.

No tenía elección. Se acercó a Daisy.

—Arrodíllate.

Obedeció.

Daisy volvió su mirada cargada de odio hacia Sophie.

—Y ahora, pequeña zorra, voy a soltarte el brazo, pero ni se te ocurra alejarte, o te meteré una bala en el cuerpo. Ganas no me faltan, créeme. —Soltó el brazo de Sophie, que hasta entonces había sujetado con la mano izquierda, pero siguió presionando el cañón de la pistola contra la piel de su cuello. Luego pasó el brazo izquierdo por encima de los hombros de Craig—. Cógeme la muñeca, chico.

Craig sujetó la muñeca de Daisy, que colgaba por encima de su hombro.

—Tú, niñata, ven y ponte debajo de mi brazo derecho.

Sophie cambió de postura lentamente y Daisy pasó el brazo derecho por encima de sus hombros, sin dejar de apuntarle a la cabeza.

—Ahora quiero que me levantéis del suelo y me llevéis hasta la casa. Pero con cuidadito. Creo que me he roto una pierna. Si me zarandeáis puede que me duela, y si me retuerzo de dolor puede que apriete el gatillo sin querer. Así que... despacito y buena letra. ¡Arriba!

Craig asió con más fuerza la muñeca de Daisy y se incorporó lentamente. Para aligerarle la carga a Sophie, rodeó la cintura de Daisy con el brazo derecho. Poco a poco, se levantaron los tres.

Daisy respiraba con dificultad a causa del dolor, y estaba pálida como la nieve que cubría el suelo a su alrededor. Pero cuando Craig la miró de reojo se topó con sus ojos, observándolo fijamente.

Una vez que lograron incorporarse, Daisy ordenó:

—Adelante, despacito.

Craig y Sophie echaron a andar sosteniendo entre ambos a Daisy, que iba arrastrando las piernas.

—Apuesto a que os habéis pasado la noche escondidos en algún sitio —insinuó—. Qué os traíais entre manos, ¿eh?

Craig no contestó. No podía creer que desperdiciara el aliento metiéndose con ellos.

—Dime, machote —insistió en tono socarrón—, le has metido el dedo en el coñito, ¿verdad? ¿Eh, cabroncete? Apuesto a que sí.

Oyéndola hablar de aquella manera, Craig sintió vergüenza de sus propios sentimientos. Daisy había logrado mancillar una experiencia preciosa con la que ambos habían disfrutado sin la menor sombra de culpa. La detestó por estropearle el recuerdo. Lo que más deseaba en el mundo era dejarla caer al suelo, pero estaba seguro de que apretaría el gatillo si lo hacía.

—Esperad —ordenó Daisy—. Parad un momento.

Se detuvieron, y Daisy apoyó parte de su peso en la pierna izquierda, la que no estaba torcida.

Craig observó su rostro demacrado. Los ojos tiznados de negro se habían cerrado de dolor.

—Descansaremos aquí un ratito y luego seguiremos —anunció.

Toni salió del granero, aun a sabiendas de que podía ser vista. Según sus cálculos, quedaban dos integrantes de la banda en la casa, Nigel y Kit, y uno de los dos podía asomarse a una ventana en cualquier momento. Pero tenía que arriesgarse. Atenta al sonido de la bala que llevaba su nombre, caminó lo más deprisa que pudo, abriéndose paso por la nieve hasta el chalet de invitados. Lo alcanzó sin percances y dobló rápidamente la esquina para evitar que la vieran.

Había dejado a Caroline buscando a sus hámsters entre lágrimas y a Elton atado debajo de la mesa de billar, con los ojos vendados y la boca amordazada, para asegurarse de que no acababa convenciendo a Caroline, que parecía andar más bien escasa de luces, de que lo desatara en cuanto recobrase el conocimiento.

Toni rodeó el chalet y se acercó a la casa principal por uno de sus costados. La puerta trasera estaba abierta, pero no entró. Primero quería hacer un reconocimiento desde el exterior. Avanzó sigilosamente, pegada al muro trasero del edificio, y se asomó desde fuera a la primera ventana que encontró.

Al otro lado del cristal quedaba la despensa. Seis personas se hacinaban en su interior, atadas de pies y manos pero erguidas: Olga, Hugo -que parecía estar completamente desnudo-, Miranda, su hijo Tom, Ned y Stanley. Una oleada de felicidad la invadió cuando vio a este último. Solo entonces se dio cuenta de que, de un modo inconsciente, había temido por su vida. Contuvo la respiración cuando se fijó en su rostro magullado y ensangrentado. Luego él la vio a ella, y sus ojos se abrieron en un gesto de sorpresa y alegría. No parecía estar malherido, comprobó Toni con alivio. Stanley abrió la boca para hablar, pero Toni se le adelantó llevándose un dedo a los labios. Stanley cerró la boca y asintió a modo de respuesta.

Avanzó hasta la siguiente ventana, la que daba a la cocina. Había dos hombres sentados de espaldas a la ventana. Uno de ellos era Kit. No pudo evitar compadecerse de Stanley por tener un hijo capaz de hacerle algo así a su propia familia. Los dos hombres tenían la vista puesta en un pequeño televisor en el que estaban dando noticias. La pantalla mostraba un quitanieves despejando una autopista a la luz del alba.

Toni se mordisqueó el labio mientras pensaba. Si bien ahora tenía un arma, podía resultarle difícil controlar a dos hombres a la vez. Pero no tenía alternativa.

Mientras dudaba, Kit se levantó y Toni se apartó rápidamente de la ventana.

08.45

—Se acabó —dijo Nigel—. Están limpiando las carreteras. Tenemos que largarnos ahora mismo.

—Me preocupa Toni Gallo —repuso Kit.

—Pues lo siento por ti. Si seguimos esperando, no llegaremos a tiempo.

Kit consultó su reloj de muñeca. Nigel tenía razón.

—Mierda —masculló.

—Cogeremos el Mercedes que está aparcado fuera. Ve a por las llaves.

Kit salió de la cocina y subió corriendo al piso de arriba. Entró en la habitación de Olga y revolvió los cajones de ambas mesillas de noche sin dar con las llaves. Cogió la maleta de Hugo y vació su contenido en el suelo, pero no oyó el característico tintineo de un juego de llaves. Respirando aceleradamente, hizo lo mismo con la maleta de Olga, en vano. Solo entonces se fijó en la americana de Hugo, colgada en el respaldo de una silla. Encontró las llaves del Mercedes en uno de sus bolsillos.

Volvió corriendo a la cocina. Nigel estaba mirando por la ventana.

—¿Por qué tarda tanto Elton? —preguntó, y en su voz había ahora una nota de alarma.

—No lo sé —contestó Nigel—. Procura no perder la calma.

—¿Y qué coño le ha pasado a Daisy?

—Sal fuera y arranca el motor —ordenó Nigel—. Y limpia la nieve del parabrisas.

—Vale.

Mientras se daba la vuelta, Kit vio por el rabillo del ojo el frasco de perfume, que descansaba sobre la mesa en su doble envoltorio. Instintivamente, lo cogió y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.

Luego salió fuera.

Toni se asomó furtivamente por la esquina de la casa y vio a Kit saliendo por la puerta trasera. Le dio la espalda y se encaminó a la fachada principal. Toni lo siguió y vio cómo abría el Mercedes familiar de color verde.

Aquella era la oportunidad que estaba esperando.

Sacó la pistola de Elton de la cinturilla de los vaqueros y le quitó el seguro. El cargador estaba lleno, lo había comprobado antes. Sostuvo el arma dirigiéndola hacia arriba, tal como le habían enseñado en la academia.

Respiró hondo. Sabía lo que estaba haciendo. El corazón le latía como si fuera a salírsele del pecho, pero tenía el pulso firme. Entró en la casa.

La puerta trasera conducía a un pequeño recibidor. Desde allí, una segunda puerta permitía acceder a la cocina propiamente dicha. La abrió de golpe e irrumpió en la habitación. Nigel estaba asomado a la ventana, mirando hacia fuera.

—¡Quieto ahí! —gritó.

Nigel se dio la vuelta.

Toni le apuntó directamente con el arma.

—¡Manos arriba!

El parecía dudar.

Llevaba una pistola en el bolsillo de los pan talones. Toni reconoció el bulto que sobresalía con tamaño y forma idénticos al de la automática que ella sostenía.

—Ni se te ocurra sacar la pistola —le advirtió. Lentamente, Nigel alzó las manos. —¡Al suelo, boca abajo! ¡Venga!

Nigel se arrodilló, con las manos todavía en alto. Luego se tendió en el suelo y abrió los brazos en cruz.

Toni tenía que quitarle el arma. Se acercó a él, empuñó la pistola con la mano izquierda y pegó el cañón a su nuca.

—Le he quitado el seguro y estoy un poquito nerviosa, así que no hagas tonterías —avisó. Luego se apoyó sobre una rodilla y alargó la mano hacia el bolsillo de sus pantalones.

Nigel se movió muy deprisa.

Rodó hacia un lado al tiempo que levantaba el brazo derecho para golpearla. Toni se lo pensó una milésima de segundo antes de apretar el gatillo, y para entonces ya era tarde. Nigel la hizo perder el equilibrio y cayó de lado. Para frenar el golpe, apoyó la mano izquierda en el suelo y dejó caer el arma.

Nigel le asestó una violenta patada que la alcanzó en la cadera. Toni recuperó el equilibrio y se levantó lo más deprisa que pudo, adelantándose a Nigel, que acababa de ponerse de rodillas. Le propinó un puntapié en la cara y su adversario cayó de espaldas, llevándose ambas manos a la mejilla, pero no tardó en recuperarse. Ahora la miraba con una mezcla de ira y odio, como si no acabara de creer que le hubiera devuelto el golpe.

Toni cogió rápido la pistola y le apuntó. Nigel frenó en seco.

—Vamos a intentarlo de nuevo —dijo—. Esta vez, saca tú el arma... muy despacito.

Nigel hundió la mano en el bolsillo.

Toni alargó el brazo con el que sostenía el arma.

—Y, por favor, dame una excusa para volarte la tapa de los sesos.

Nigel sacó el arma.

—Tírala al suelo.

Nigel sonrió.

—¿Alguna vez has disparado a alguien?

—Que la tires al suelo, he dicho.

—No creo que lo hayas hecho.

Estaba en lo cierto. Toni había recibido el entrenamiento necesario para utilizar armas de fuego y las había llevado encima en determinadas operaciones, pero nunca había disparado a nada que no fuera una diana. La mera idea de abrir un agujero en el cuerpo de otro ser humano le resultaba repugnante.

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