En el camino (10 page)

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Authors: Jack Kerouac

Tags: #Relato

BOOK: En el camino
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Remi se despertó y me vio entrar por la ventana. Su potente risa, una de las risas más potentes del mundo, resonó en mis oídos.

—¡Aaaaah, Paradise! Entra por la ventana siguiendo las instrucciones al pie de la letra. ¿Dónde has estado? Llegas con dos semanas de retraso. —Me dio palmadas en la espalda, le pegó un codazo a Lee Ann en las costillas, se apoyó en la pared y rió y gritó; dio puñetazos en la mesa para que todo Mill City se enterara de mi llegada—. ¡Aaaah! —resonaba por el desfiladero—. ¡Paradise! ¡El único y genuino Paradise! —gritaba.

Yo acababa de pasar por el pequeño pueblo pesquero de Sausalito y lo primero que dije fue:

—Debe haber un montón de italianos en Sausalito.

—¡Debe haber un montón de italianos en Sausalito! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Aaaaah! —se golpeó el pecho, cayó de la cama, casi rodó por el suelo—. ¿Has oído lo que ha dicho Paradise? ¿Que hay un montón de italianos en Sausalito? ¡Aaaah! ¡Venga! ¡Yupiiii! —se puso colorado como un pimiento de tanto reírse—. Me vas a matar, Paradise, eres el tipo más divertido del mundo, y ahora estás aquí, por fin has llegado, entró por la ventana, tú lo has visto, Lee Ann, siguió las instrucciones y entró por la ventana. ¡Aaaah! ¡Jo! ¡Jo! ¡Jo!

Lo más raro era que en la puerta de al lado de Remi vivía un negro llamado señor Nieve, cuya risa, lo juro con la Biblia en la mano, era indudable y definitivamente la risa más potente de todo este mundo. Este señor Nieve empezaba a reírse cuando se sentaba a cenar y su mujer, una vieja también, decía algo sin importancia; entonces se levantaba, aparentemente sufriendo un ataque, se apoyaba en la pared, miraba al cielo, y empezaba; salía dando traspiés por la puerta, se apoyaba en las paredes de las casas de sus vecinos y parecía borracho de risa; se tambaleaba por las sombras de Mill City lanzando un alarido triunfante como si llamase al mismo demonio que debía inducirle a obrar así. No sé si alguna vez consiguió terminar de cenar. Existe la posibilidad de que Remi, aun sin advertirlo, se hubiera contagiado de la risa de este señor Nieve. Y aunque Remi tenía problemas en su trabajo y una vida amorosa difícil con una mujer de lengua muy afilada, por lo menos había aprendido a reírse mejor que casi ninguna otra persona del mundo, y enseguida comprendí que nos íbamos a divertir mucho en Frisco.

La situación era ésta: Remi dormía con Lee Ann en la cama, y yo dormía en la hamaca junto a la ventana. Yo no debía tocar a Lee Ann. En una ocasión Remi soltó un discurso acerca de esto.

—No quiero encontraros jugando cuando creáis que no os estoy mirando. No se puede enseñar una nueva canción al viejo profesor. Es un refrán original mío.

Miré a Lee Ann. Era una chica tremendamente atractiva, una criatura color de miel, pero sus ojos reflejaban odio hacia nosotros. Ambicionaba casarse con un hombre rico. Procedía de un pueblecito de Oregón. Maldecía el día en que había conocido a Remi. En uno de sus espectaculares fines de semana, él había gastado cien dólares con ella, y pensó que había dado con un rico heredero. En vez de eso, estaba colgada en esta casa, y a falta de otra cosa seguía allí. Tenía un empleo en Frisco; tenía que coger diariamente el autobús Greyhound en el cruce. Nunca se lo perdonaría a Remi.

Yo me quedaría en casa y escribiría un brillante relato original para un estudio de Hollywood. Remi volaría en un avión estratosférico con el guión bajo el brazo y nos haríamos ricos; Lee Ann iría con él; se la presentaría al padre de un amigo suyo, que era un director famoso íntimo de W. C. Fields. Así que la primera semana permanecí en la casa de Mill City escribiendo furiosamente un siniestro relato sobre Nueva York que creía podría gustarle a un director de Hollywood, pero el problema era que resultó demasiado triste. Remi casi ni pudo leerlo y se limitó a llevarlo a Hollywood unas cuantas semanas después. Lee Ann estaba harta de nosotros y nos odiaba demasiado como para molestarse en leerlo. Pasé muchísimas horas lluviosas bebiendo café y haciendo garabatos. Por fin, le dije a Remi que no podía seguir así; quería un trabajo; dependía de ellos hasta para el tabaco. Una sombra cruzó el rostro de Remi: siempre le entristecían las cosas más divertidas. Tenía un corazón de oro.

Se las arregló para conseguirme el mismo trabajo que él: vigilante de los barracones. Pasé por los trámites necesarios, y ante mi sorpresa los hijoputas me contrataron. El jefe de la policía local me tomó juramento, y me dieron una insignia, una porra, y ya era una especie de guarda jurado. Me pregunté lo que dirían Dean y Carlo y el viejo Bull Lee si me vieran así. Tenía que llevar unos pantalones azul marino a juego con mi chaqueta negra y un gorro de policía; durante las dos primeras semanas tuve que ponerme unos pantalones de Remi. Como Remi era tan alto, y tenía tripa debido a las voraces comidas que se atizaba para matar el aburrimiento, mi primera noche de trabajo parecía Charlie Chaplin. Remi me dio su linterna y su 32 automática.

—¿Dónde conseguiste esta pistola? —le pregunté.

—Cuando venía hacia la costa el verano pasado bajé del tren en North Platte, Nebraska, para estirar las piernas, y la vi en un escaparate, y como es un modelo raro la compré enseguida y volví al tren con el tiempo justo.

Y yo traté de contarle lo que significaba para mí North Platte, y cómo compré whisky con mis compañeros, pero él me dio unas palmadas en la espalda y dijo que era el hombre más divertido del mundo.

Con la linterna para iluminarme el camino, trepé la escarpada ladera sur del desfiladero, llegué a la autopista llena de coches en dirección a Frisco, bajé por el otro lado, casi cayéndome, y llegué al fondo de otra hondonada donde había una pequeña granja junto a un arroyo y donde todas las benditas noches me ladraría el mismo perro. Después había un largo paseo por una carretera plateada y polvorienta entre árboles de California negros como la tinta (una carretera como en
La marca del Zorro
, una carretera como todas las carreteras que se ven en las películas del Oeste de serie B). Solía sacar mi arma y jugar a indios y vaqueros en la oscuridad. Después subía otra colina y allí estaban los barracones. Estos barracones eran el alojamiento temporal de los obreros de la construcción que iban a ultramar. Los hombres que estaban allí esperaban un barco. El destino de la mayoría era Okinawa. Muchos huían de algo, por lo general de la ley. Había rudos hombres de Alabama, tipos escurridizos de Nueva York, toda clase de hombres de todas partes. Y, como sabían muy bien lo horrible que sería trabajar un año entero en Okinawa, bebían. La tarea del vigilante era procurar que no destrozaran los barracones. Nuestro puesto de mando estaba en el edificio principal. Allí nos sentábamos alrededor de un escritorio, sacando nuestras pistolas de sus fundas y bostezando, y los policías veteranos contaban cosas.

Eran unos hombres horribles, hombres con espíritu de policía, exceptuados Remi y yo. Remi sólo trataba de ganarse la vida, y yo igual, pero ellos querían detener a gente y ser felicitados por el jefe de policía local. Incluso decían que si no se detenía por lo menos una persona al mes, nos despedirían. Me atraganté ante la perspectiva de hacer un arresto. Lo que en realidad sucedió fue que yo estaba tan borracho como todos los demás la noche que se armó el follón aquel.

Era una noche en la que el servicio estaba tan bien organizado que sólo tenía que estar allí seis horas (era el único vigilante del lugar); y aquella noche en los barracones parecía que todos se habían emborrachado. Esto se debía a que el barco zarparía por la mañana. Habían bebido como marineros la noche anterior a levar anclas. Estaba sentado en la oficina con los pies encima de la mesa leyendo un libro de aventuras sobre Oregón y el norte del país, cuando de repente me di cuenta que había un gran rumor de febril actividad en la noche normalmente tranquila. Salí. Las luces estaban encendidas en prácticamente todos los malditos barracones del recinto. Los hombres gritaban, se rompían botellas. Tenía que hacer algo o morir. Cogí mi linterna y me dirigí a la puerta más ruidosa y llamé. Alguien abrió unos cuantos centímetros.

—¿Qué coño quieres?

—Soy el vigilante de los barracones —dije— y mi obligación es hacer que os mantengáis lo más tranquilos posible.

Me dieron con la puerta en las narices. Era como una película del Oeste; había llegado el momento de demostrar quien era yo. Llamé de nuevo. Abrieron del todo esta vez.

—Escúchame —dije—. No quiero molestaros pero me quedaré sin trabajo si hacéis tanto ruido.

—¿Y quién eres tú?

—Soy el vigilante de todo esto.

—Nunca te había visto antes.

—Bueno, pero aquí está mi insignia.

—¿Qué estás haciendo con esa pistola de juguete?

—No es mía —me disculpé—. Me la prestaron.

—Toma un trago, y discúlpanos —no me preocupó hacerlo. Tomé dos.

—¿De acuerdo, muchachos? —dije—. ¿Os quedaréis tranquilos? Me meteréis en un lío, ya sabéis.

—No te preocupes, chico —dijeron—. Sigue haciendo la ronda. Y vuelve a por otro trago cuando quieras.

Y fui así de puerta en puerta y enseguida estaba tan borracho como todos los demás. Llegó el amanecer; tenía la obligación de izar una bandera en un mástil de veinte metros, y esa mañana la puse cabeza abajo y me fui a casa a dormir. Cuando volví por la noche los policías profesionales estaban sentados en la oficina con expresiones terribles.

—Oye, chico, ¿qué fue el alboroto de la noche anterior? Hemos recibido quejas de la gente que vive en las casas del otro lado del desfiladero.

—No lo sé —dije—. Ahora todo parece muy tranquilo.

—Es que todos los obreros se han largado. Se suponía que ayer por la noche debías mantener el orden. El jefe está furioso contigo. Y otra cosa, ¿sabes que puedes ir a la cárcel por izar la bandera americana al revés en un mástil del Gobierno?

—¿Al revés? —estaba horrorizado; naturalmente, no me había dado cuenta. Lo hacía mecánicamente cada mañana.

—Así es —dijo un policía gordo que había sido vigilante en Alcatraz durante veintidós años—. Puedes ir a la cárcel por hacer una cosa así. —Los demás asintieron sombríamente. Siempre tenían el culo bien asegurado; estaban orgullosos de su trabajo. Jugueteaban con sus pistolas y hablaban entre ellos. Estaban inquietos por disparar contra alguien. Contra Remi o contra mí.

El policía que había sido vigilante en Alcatraz era un tipo barrigudo de unos sesenta años, jubilado pero incapaz de apartarse del ambiente en el que había pasado toda la vida. Todas las noches venía a trabajar en un Ford del año 35, fichaba puntualmente, y se sentaba en el escritorio. Llenaba trabajosamente el sencillo formulario que todos teníamos que rellenar cada noche; rondas, horas, y cosas así. Después se echaba hacia atrás y contaba cosas:

—Teníais que haber estado aquí hace un par de meses cuando yo y Sledge —que era otro policía, un joven que quiso ser Ránger de Texas y tuvo que contentarse con su empleo actual— detuvimos a un borracho en el barracón G. Chicos, deberíais haber visto cómo corría la sangre. Os llevaré esta noche por allí para que veáis las manchas en la pared. Lo tirábamos de una pared a otra. Primero Sledge le daba un puñetazo, y después yo, y después se fue calmando hasta quedarse muy quieto. Juró matarnos en cuanto saliera de la cárcel; le cayeron encima treinta días. Bueno, ya han pasado
sesenta
y no ha hecho acto de presencia —y esto era lo más importante del relato. Le habían metido tal miedo en el cuerpo que era demasiado cobarde para volver e intentar cargárselos.

El viejo policía seguía recordando con delectación los horrores de Alcatraz:

—Solíamos hacerlos marchar como en el ejército para llevarlos a desayunar. Ni uno perdía el paso. Todo iba como un reloj. Tendríais que haberlo visto. Fui guardián allí durante veintidós años. Nunca tuve ningún problema. Aquellos tipos sabían cómo nos las gastábamos. Muchos son poco duros con los prisioneros, y por lo general son los que se meten en líos. Ahora escúchame, te he estado observando y me pareces un poco
indolente
—(seguramente, quería decir indulgente)— con los hombres —levantó su pipa y me miró con dureza—. Se aprovechan de eso, ya sabes.

Lo sabía. Le dije que no tenía madera de policía.

—Sí, pero éste es el trabajo que has
solicitado
. Tienes que elegir uno u otro camino si quieres llegar a alguna parte. Es tu obligación. Lo has jurado. No se puede jugar con cosas así. Hay que mantener la ley y el orden.

No sabía qué decir; tenía razón, pero yo lo único que quería era escurrirme y desaparecer en la noche y ver lo que andaba haciendo la gente por todo el país.

El otro policía, Sledge, era alto, musculoso, con el pelo negro cortado al cepillo y un tic nervioso en el cuello; como un boxeador que siempre anda golpeándose la palma de la mano con el puño. Iba disfrazado como un antiguo Ránger de Texas. Llevaba el revólver muy bajo con una canana llena de municiones, y también llevaba una pequeña fusta, y tiras de cuero colgando por todas partes, como si fuera una cámara de tortura ambulante: zapatos relucientes, chaqueta muy grande, sombrero llamativo, en fin, todo menos las botas. Siempre me estaba enseñando llaves: me cogía por la entrepierna y me levantaba con toda facilidad. En lo que se refiere a fuerza yo también hubiera podido lanzarle contra el techo con idéntica facilidad, y lo sabía perfectamente; pero nunca quise que lo supiera por temor a que me desafiara a una pelea. Estoy seguro de que era mejor tirador; yo nunca he tenido pistola. Me asustaba hasta cargarla. Él tenía unos deseos desesperados de detener a alguien. Una noche en que estábamos los dos de servicio apareció con la cara congestionada y enloquecida.

—Les he dicho a unos cuantos que se estuvieran tranquilos y siguen haciendo ruido. Se lo he dicho dos veces. Siempre les doy un par de oportunidades. Pero nunca tres. Ven conmigo y los arrestaremos.

—Bueno, déjame que les dé una tercera oportunidad —le dije—. Hablaré con ellos.

—Nada de eso, jamás doy a un hombre más de dos oportunidades.

Suspiré. Allí fuimos los dos. Llegamos al barracón del lío. Sledge abrió la puerta y ordenó que salieran todos en fila. Yo estaba confuso. Todos nos pusimos colorados. Así son las cosas en América. Todo el mundo hace lo que se supone que debe de hacer. ¿Qué importaba que unos cuantos hombres hablaran en voz alta y bebieran de noche? Pero Sledge quería demostrar algo. Se aseguró de mi presencia por si acaso los otros se le echaban encima. Podrían haberlo hecho. Eran todos hermanos, todos de Alabama. Regresamos con ellos al puesto de mando. Sledge iba delante y yo detrás.

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