—Me gustan los chicos a los que les gusta trabajar —dijo el hombre.
—He encontrado lo que buscaba —dijo Eddie, pero yo no estaba tan seguro.
—Bueno, no dormiré —decidí. Había demasiadas cosas interesantes que hacer.
Eddie se presentó a la mañana siguiente; yo no. Tenía cama y Major llenaba de comida el frigorífico, y a cambio de esto, yo cocinaba y lavaba los platos. Entretanto, todos nos metíamos en todo. Una noche tuvo lugar una gran fiesta en casa de los Rawlins. La madre se había ido de viaje. Ray Rawlins llamó a toda la gente que conocía diciendo que trajera whisky; después buscó chicas en su libreta de direcciones. La mayor parte de las conversaciones con ellas las mantuve yo. Apareció un montón de chicas. Telefoneé a Carlo para saber lo que estaba haciendo Dean en aquel momento. Dean iría por casa de Carlo a las tres de la madrugada. Yo fui allí después de la fiesta.
El apartamento del sótano de Carlo estaba en una vieja casa de ladrillo rojo de la calle Grant cerca de una iglesia. Se entraba por un callejón, bajabas unos escalones de piedra, abrías una vieja puerta despintada, y entrabas en una especie de bodega hasta llegar a la puerta del apartamento. Éste era igual que la habitación de un santón ruso: una cama, una vela encendida, paredes de piedra que rezumaban humedad, y un improvisado icono que él mismo se había fabricado. Me leyó sus poemas. Uno se titulaba «Desaliento en Denver». Carlo se despertaba por la mañana y oía las «vulgares palomas» arrullarse en la calle junto a su celda; veía los «tristes ruiseñores» agitándose en las ramas y le recordaba a su madre. Una mortaja gris caía sobre la ciudad. Las montañas, las magníficas Rocosas que se podían ver al Oeste desde cualquier parte de la ciudad, eran «papier mâché». El universo entero estaba loco y era un disparate y extremadamente raro. Llamaba a Dean «hijo del arco iris» que soportaba su tormento con el agonizante pene. Hablaba de él como de «Edipo Eddie» que tenía que «raspar el chicle de los cristales de las ventanas». Estaba gestando en su sótano un enorme diario en el que registraba todo lo que sucedía diariamente: todo lo que Dean hacía y decía.
Dean llegó a la hora fijada.
—Todo va bien —anunció—. Voy a divorciarme de Marylou y casarme con Camille y me iré a vivir con ella a Frisco. Pero eso será después de que tú y yo, querido Carlo, vayamos a Texas, nos reunamos con el viejo Bull Lee, ese tipo tan ido al que todavía no conozco y del que ambos me habéis contado tantas cosas, y después me iré a San Francisco.
Entonces iniciaron su tarea. Se sentaron en la cama con las piernas cruzadas mirándose directamente uno al otro. Yo me repantigué en una silla cerca de ellos y contemplé todo aquello. Empezaron con un pensamiento abstracto, lo discutieron; se recordaron mutuamente otro punto olvidado en el flujo de acontecimientos; Dean se excusó pero prometió volver a él y desarrollarlo con cuidado y ofrecer ilustraciones.
—Y precisamente cuando cruzábamos Wazee —dijo Carlo—, quería hablarte de tu pasión por las carreras de coches y fue justo entonces, recuérdalo, cuando me señalaste aquel viejo vagabundo con unos pantalones muy grandes y dijiste que se parecía a tu padre.
—Sí, sí, claro que lo recuerdo; y no sólo eso, sino que por mi parte inicié una sucesión de pensamientos, algo que era auténticamente salvaje y que tenía que contarte, lo había olvidado y ahora acabas de recordármelo… —Surgieron así dos nuevos puntos. Los desmenuzaron. Luego Carlo preguntó a Dean si era honrado y concretamente si estaba siendo honrado con
él
en el fondo de su alma.
—¿Por qué sacas a relucir eso otra vez?
—Hay una última cosa que quiero saber…
—Pero, Sal, el querido Sal, está escuchando, sentado ahí. Se lo preguntaremos a él. ¿Qué piensas tú de eso?
—Esa última cosa —dije— es la que no puedes alcanzar, Carlo. Nadie puede alcanzar esa última cosa. Vivimos con la esperanza de atraparla de una vez por todas.
—No, no, no, tú estás diciendo tonterías, pura mierda de primera calidad, estupideces románticas de Wolfe —dijo Carlo.
—Yo no quería decir nada de eso —dijo Dean—, pero dejemos que Sal piense lo que quiera, y de hecho, ¿no crees tú, Carlo, que hay cierta dignidad en el modo en que está sentado ahí observándonos? Es un loco que ha atravesado el país… No, Sal no lo dirá, el viejo Sal no lo dirá.
—Es que no hay nada que decir —protesté yo—. No entiendo adónde queréis ir o qué intentáis conseguir. Sé que resulta excesivo para cualquiera.
—Todo lo que dices es negativo.
—Entonces, ¿qué estáis intentando conseguir?
—Díselo.
—No, díselo tú.
—No hay nada que decir —añadí y me reí. Cogí el sombrero de Carlo. Me lo eché sobre los ojos—. Quiero dormir —dije.
—Pobre Sal, siempre quiere dormir —no respondí y ellos reanudaron su conversación.
—Cuando me pediste prestada aquella moneda para pagar el pollo…
—No, tío, los chiles. ¿Recuerdas?, era en la Estrella de Texas.
—Me estaba confundiendo con el martes. Cuando me pediste prestada aquella moneda dijiste, y ahora escucha, dijiste: «Carlo, ésta es la última vez que te engaño», como si realmente quisieras decir que yo me había puesto de acuerdo contigo en que no habría más engaños.
—No, no, no, yo no quise decir eso… y ahora piensa atentamente si quieres, amigo mío, en la noche en que Marylou lloraba en la habitación, y cuando me volví hacia ti y te indiqué con una sinceridad extra añadida al tono que los dos sabíamos que ella fingía, pero tenía cierta intención, es decir, por medio de mi interpretación mostré que… pero espera un momento, no era eso.
—¡Claro que no es eso! Porque te olvidas de que… Pero no te acuso. Sí, eso fue lo que dije…
Y así siguieron toda la noche. Al amanecer me desperté y estaban intentando resolver el último de los problemas de la mañana.
—Cuando te dije que tenía que dormir por culpa de Marylou, es decir, porque tenía que verla esta mañana a las diez, no utilicé un tono perentorio con relación a lo que acababas de decir tú sobre lo innecesario que era dormir, sino sólo,
sólo
, tenlo en cuenta, debido a que de un modo absoluto, simple, elemental y sin condición alguna, necesito dormir ahora, quiero decir, tío, que los ojos se me están cerrando, que los tengo rojos, y que me pican, y que estoy cansado, y que no puedo más…
—¡Pobre chico! —dijo Carlo.
—Tenemos que dormir ahora mismo. Vamos a parar la máquina.
—¡La máquina no se puede parar! —gritó Carlo a viva voz. Cantaban los primeros pájaros.
—En cuanto levante la mano —dijo Dean—, dejaremos de hablar, los dos aceptaremos simplemente y sin discusiones que tenemos que dejar de hablar y nos iremos a dormir.
—No se puede parar la máquina así.
—¡Alto a esa máquina! —dije, y ellos me miraron.
—Has estado despierto todo el tiempo escuchándonos. ¿En qué pensabas, Sal?
Les dije que pensaba que eran unos maniáticos increíbles y que me había pasado la noche entera escuchándoles como si fuera un hombre que observa el mecanismo de un reloj más alto que el Paso de Berthoud y, sin embargo, está hecho con las piezas más pequeñas, como el reloj más delicado del mundo. Sonrieron y señalándoles con el dedo, dije:
—Si seguís así os vais a volver locos, pero entretanto no dejéis de mantenerme informado de lo que pase.
Salí y cogí un tranvía hasta mi apartamento, y las montañas de «papier mâché» de Carlo se alzaban rojas mientras salía el enorme sol por la parte este de las llanuras.
Al atardecer me vi implicado en aquella excursión a las montañas y no vi a Dean ni a Carlo durante cinco días. Babe Rawlins consiguió que su jefe le dejara un coche para el fin de semana. Cogimos unos trajes y los colgamos de las ventanillas y partimos hacia Central City; Ray Rawlins al volante, Tim Gray dormitando detrás y Babe delante. Era mi primera visita al interior de las Rocosas. Central City es un antiguo pueblo minero que en otro tiempo fue llamado la Milla Cuadrada Más Rica del Mundo, pues los buscadores que recorrían las montañas habían encontrado allí una auténtica veta de plata. Se hicieron ricos de la noche a la mañana y construyeron un pequeño pero hermoso teatro de ópera entre las cabañas escalonadas en la pendiente. Habían actuado en él Lilian Russel, y otras estrellas de la ópera europea. Después, Central City se había convertido en una ciudad fantasma, hasta que unos tipos enérgicos de la Cámara de Comercio del Nuevo Oeste decidieron hacer revivir el lugar. Arreglaron el teatro de ópera, y todos los veranos actuaban en él las estrellas del Metropolitan. Eran unos grandes festejos para todos. Venían turistas de todas partes, incluso estrellas de Hollywood. Subimos las pendientes y nos encontramos con las estrechas calles atestadas de turistas finísimos. Recordé al Sam de Major. Major tenía razón. El mismo andaba por allí sonriéndoles a todos en plan de hombre de mundo y diciendo «Oh» y «Ah» ante todo lo que veía.
—Sal —gritó, cogiéndome del brazo—, fíjate en esta vieja ciudad. Piensa en lo que era hace cien… ¿qué digo cien?, sólo ochenta o setenta años atrás; ¡y tenían ópera!
—Claro, claro —dije imitando a uno de sus personajes—, pero
también
están aquí.
—¡Los hijos de puta! —soltó. Pero siguió divirtiéndose con Betty Gray colgada del brazo.
Babe Rawlins era una rubia emprendedora. Conocía una vieja casa de mineros en las afueras del pueblo donde podríamos dormir aquel fin de semana; lo único que teníamos que hacer era limpiarla. También podríamos celebrar allí una gran fiesta. Era una vieja cabaña con el interior cubierto por varios centímetros de polvo; tenía un porche y un pozo en la parte de atrás. Tim Gray y Ray Rawlins se arremangaron la camisa y empezaron a limpiarla; un trabajo duro que les llevó toda la tarde y parte de la noche. Pero tenían un cubo lleno de botellas de cerveza y todo marchó perfectamente.
Por mi parte, iba a ir a la ópera aquella misma tarde con Babe colgada del brazo. Llevaba un traje de Tim. Hacía unos pocos días que había llegado a Denver como un vagabundo; y ahora iba todo estirado dentro de un traje muy elegante, con una rubia guapísima y bien vestida al lado, saludando con la cabeza a gente importante y charlando en el vestíbulo bajo los candelabros. Me preguntaba lo que diría Mississippi Gene si pudiera verme.
La ópera era
Fidelio
. «¡Cuánta tiniebla!», gritaba el barítono en el calabozo bajo una imponente losa. Lloré. También veo la vida de ese modo. Estaba tan interesado en la ópera que durante un rato olvidé las circunstancias de mi loca existencia y me perdí entre los tristes sonidos de Beethoven y los matizados tonos de Rembrandt del libreto.
—Bueno, Sal, ¿qué te ha parecido la producción de este año? —me preguntó orgullosamente Denver D. Doll una vez en la calle. Estaba relacionado con la asociación de la ópera.
—¡Cuánta tiniebla! ¡Cuánta tiniebla! —dije—. Es absolutamente maravillosa.
—Lo que tienes que hacer ahora es conocer a los artistas —continuó con un tono oficial, pero felizmente se olvidó enseguida de ello con la precipitación y desapareció.
Babe y yo volvimos a la cabaña minera. Me quité la ropa uniéndome a los otros en la limpieza. Era un trabajo tremendo. Roland Major estaba sentado en mitad de la habitación delantera que ya estaba limpia y se negaba a ayudar. En una mesita que tenía delante había una botella de cerveza y un vaso. Cuando pasábamos a su alrededor con cubos de agua y escobas, rememoraba:
—¡Ah! Si alguna vez vinierais conmigo, beberíamos Cinzano y oiríamos a los músicos de Bandol, eso sí que es vida. Y después, por los veranos, Normandía, los zuecos, el viejo y delicioso Calvados. ¡Vamos, Sam! —dijo a su invisible camarada—. Saca el vino del agua y veamos si mientras pescábamos se ha enfriado bastante— y era Hemingway puro.
Llamamos a unas chicas que pasaban por la calle:
—Ayudadnos a limpiar esto. Todo el mundo queda invitado a la fiesta de esta noche —se unieron a nosotros. Contábamos con un gran equipo trabajando. Por fin, los cantantes del coro de la ópera, en su mayoría muy jóvenes, aparecieron y también arrimaron el hombro. El sol se ponía.
Terminada nuestra jornada de trabajo, Tim, Rawlins y yo decidimos prepararnos para la gran noche. Cruzamos el pueblo hasta el hotel donde se alojaban las estrellas de la ópera. Oíamos el comienzo de la función nocturna.
—¡Perfecto! —dijo Rawlins—. Entraremos a coger unas navajas de afeitar y unas toallas y nos arreglaremos un poco.
También cogimos peines, colonia, lociones de afeitar, y entramos en el cuarto de baño. Nos bañamos cantando.
—¿No es increíble? —seguía diciendo Tim Gray—. Estamos usando el cuarto de baño y las toallas y las lociones de afeitar y las máquinas eléctricas de las estrellas de la ópera.
Fue una noche maravillosa. Central City está a más de tres mil metros de altura: al principio uno se emborracha con la altura, luego te cansas y sientes una especie de fiebre en el alma. Nos acercamos a las luces del teatro de la ópera mientras bajábamos por la estrecha calleja; después doblamos a la derecha y visitamos varios antiguos saloons con puertas batientes. La mayoría de los turistas estaban en la ópera. Empezamos con unas cuantas cervezas de tamaño extra. Había un pianista. Más allá de la puerta trasera se veían las montañas a la luz de la luna. Lancé un grito salvaje. La noche había llegado.
Corrimos de regreso a la cabaña minera. Todo continuaba preparándose para la gran fiesta. Las chicas, Babe y Betty, cocinaban judías y salchichas, y después bailamos y empezamos con la cerveza para entonarnos. Rawlins y Tim y yo nos relamíamos. Cogimos a las chicas y bailamos. No había música, sólo baile. El lugar se llenó. La gente empezó a traer botellas. Corríamos a los bares y regresábamos también corriendo. La noche se hacía más y más frenética. Me habría gustado que Carlo y Dean estuvieran aquí (después comprendí que estarían fuera de lugar e incómodos). Eran como el hombre del calabozo y las tinieblas, el
underground
, los sórdidos
hipsters
de América, la nueva generación
beat
a la que lentamente me iba uniendo.
Aparecieron los chicos del coro. Empezaron a cantar «Dulce Adelina». También cantaban frases como: «Pásame la cerveza» y «¿Qué estás haciendo por ahí con esa cara?», y también daban grandes gritos de barítono de «Fi-de-lio».
—¡Ay de mí! ¡Cuánta tiniebla! —canté yo. Las chicas estaban aterradas. Salieron al patio trasero y se nos colgaron del cuello. Había camas en las otras habitaciones, las que no habían sido limpiadas, y yo tenía a una chica sentada en una y hablaba con ella cuando de pronto se produjo una gran invasión de jóvenes acomodadores de la ópera, que sin más agarraron a las chicas y se pusieron a besarlas sin los adecuados preámbulos. Adolescentes, borrachos, desmelenados, excitados… destrozaron la fiesta. A los cinco minutos todas las chicas se habían ido y comenzó una especie de fiesta de estudiantes con mucho sonar de botellas y ruido de vasos.