En el Laberinto (31 page)

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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: En el Laberinto
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—No, claro que no —respondió pues, desdeñosamente, mientras se secaba los ojos y se sorbía la nariz—. No estoy llorando —añadió con una risilla— Me ha entrado algo en el ojo, ¿Cuánto,.., cuánto tiempo llevas aquí? —inquirió con tono ligero, despreocupado.

El enano soltó un gruñido.

—El suficiente—murmuró, y Aleatha no tuvo modo de concretar qué quería decir con ello.

Entre los humanos, Drugar recibía el apodo de Barbanegra, que le cuadraba perfectamente. Su barba era larga y tan tupida y abundante que apenas alcanzaba a distinguirse la boca y uno nunca sabía si estaba serio o sonriente. Sus brillantes ojos negros, que refulgían bajo unas cejas pobladas y despeinadas, no ofrecían ninguna pista de sus pensamientos o de sus emociones,

—Tú lo amas y él te quiere. ¿Por qué, pues, os dedicáis a haceros daño con estos juegos?

—¿Yo? ¿Amarlo, yo? —Aleatha emitió una nueva risilla—. No seas ridículo, Drugar. Lo que dices es imposible. Roland es un humano, ¿verdad? Y yo, una elfa. Es como si le pidieras a un gato que amara a un perro.

—No es imposible. Yo lo sé muy bien —replicó el enano.

Sus ojos oscuros se cruzaron con los de ella y, al instante, los dos apartaron la mirada. Drugar fijó la suya en el seto, sombrío y silencioso.

«¡Madre santa!», pensó Aleatha, muda de sorpresa. Aunque Roland no la quisiera (y, en aquel momento, estaba totalmente convencida de que el humano no sentía amor por ella y nunca lo sentiría), allí tenía a alguien que sí la amaba.

Aunque lo que había visto en aquellos ojos anhelantes no era mero amor. Era mucho más. Casi adoración.

De haberse tratado de cualquier otro, elfo o humano, Aleatha se lo habría tomado a broma, habría aceptado su enamoramiento como un tributo y habría colgado aquel amor como un trofeo más de su colección. Sin embargo, la sensación que tuvo en aquel momento no fue de triunfo ante una nueva conquista. Lo que sintió fue pena, una profunda lástima.

Si Aleatha se mostraba a menudo insensible, era porque le habían roto tantas veces el corazón que había decidido encerrarlo en una caja y ocultar la llave. Todos aquellos a los que había querido en su vida la habían abandonado. Primero, su madre; después, Calandra y su padre. Incluso el petimetre de Durndrun —un verdadero zopenco, pero un zopenco adorable— había conseguido hacerse matar por los titanes.

Y, si una vez se había sentido atraída por Roland (Aleatha tuvo buen cuidado de formular el pensamiento en pasado), era porque el humano no había mostrado nunca el menor interés por encontrar la llave de la caja que contenía su corazón, lo cual hacía el juego más seguro y divertido. La mayor parte del tiempo.

Pero esta vez no se trataba de un juego. Drugar no bromeaba. El enano estaba solo; tan carente de compañía como ella. Más, incluso, pues todo su pueblo, toda la gente a la que había querido, todos los que habían significado algo para él, habían muerto, destruidos por los titanes. Drugar no tenía nada. No le quedaba nadie.

La pena quedó barrida por la vergüenza. Por primera vez en mi vida, Aleatha no encontraba palabras. No necesitaba decirle que su amor era imposible: Drugar era consciente de ello. La elfa no tenía que preocuparse de que el enano fuera a convertirse en un latoso. Seguro que no volvería a mencionar el asunto. Lo sucedido momentos antes había sido un accidente; Drugar había abierto la boca para reconfortarla. En adelante, el enano estaría prevenido. Ella no podía evitar que se sintiera herido.

El silencio se hizo sumamente incómodo. .Aleatha bajó la cabeza y dejó que el cabello le cayera en torno al rostro, ocultándolo de la vista del enano y ocultando a éste de la suya. Sus dedos hurgaron en los pequeños agujeros del encaje del chal.

«Drugar, —deseó decirle—. Soy una persona horrible. No valgo nada. Tú no me has visto nunca como soy en realidad. Por dentro soy repugnante. ¡Verdaderamente repugnante!»

Tragó saliva y empezó a decir:

—Drugar, yo...

—¿Qué es eso? —gruñó el enano de pronto, al tiempo que volvía la cabeza.

—¿Qué es qué? —preguntó ella, incorporándose del banco con un respingo. La sangre afluyó a su rostro. Lo primero que pensó fue que Roland había regresado furtivamente y los había estado espiando. De ser así, él sabría... ¡Ah!, eso sería intolerable...

—Ese sonido —contestó Drugar frunciendo el entrecejo—. Como si alguien tarareara una tonada. ¿No lo oyes?

Aleatha lo captó por fin. Una especie de tarareo, como había dicho el enano. El sonido no resultaba desagradable. De hecho, era dulce y tranquilizador y le evocó el recuerdo de su madre cantándole una nana. Exhaló un suspiro. Una cosa era segura: quien canturreaba de aquella manera no era Roland, pues éste tenía una voz como un rallador de queso.

—Qué curioso —comentó mientras se alisaba la falda y se llevaba las yemas de los dedos a los ojos para comprobar que había borrado cualquier asomo de lágrimas—. Supongo que deberíamos ir a ver de dónde procede.

—Sí—dijo Drugar, con los pulgares por dentro del cinturón. El enano aguardó cortésmente a que Aleatha abriera la marcha por el camino, sin atreverse a caminar a su lado.

A la elfa le enterneció su delicadeza y, al llegar a la verja, se detuvo y se volvió hacia él, Con una sonrisa que no tenía nada de coqueteo, sino de entendimiento entre dos personas solitarias, inquirió:

—Drugar, ¿te has adentrado mucho en el laberinto?

—Sí —repuso el enano, bajando la vista.

—Me encantaría internarme en él alguna vez. ¿Querrías llevarme? Sólo a mí. A los demás, no —se apresuró a añadir Aleatha cuando vio que el enano empezaba a torcer el gesto.

Drugar la miró con cautela, como si pensara que la elfa bromeaba. Su rostro se relajó.

—Sí, te llevaré —asintió. Sus ojos adquirieron un brillo poco común—. Ahí dentro hay cosas extrañas que merece la pena ver.

—¿De veras? —Aleatha olvidó el canturreo fantasmagórico—. ¿Cuáles?

El enano se limitó a mover la cabeza en gesto de negativa.

—Pronto oscurecerá —apuntó— y no llevas ninguna luz. No podrás encontrar el camino de vuelta a la ciudadela. Tenemos que marchamos.

Drugar sostuvo la verja hasta que Aleatha hubo cruzado la entrada; después, la cerró. Se volvió hacia la elfa, hizo una torpe reverencia y murmuró algo en voz baja, probablemente en la lengua de los enanos, porque Aleatha no entendió nada. Aun así, sus palabras le sonaron a una especie de bendición.

Tras esto, Drugar dio media vuelta y se alejó.

Aleatha notó un leve pálpito de inusual calidez en su corazón, encerrado en su caja.

CAPÍTULO 22

LA CIUDADELA

PRYAN

Subiendo los peldaños de dos en dos, presa de una gran agitación, Paithan ascendió la escalera de caracol que conducía a la torre más alta de la ciudadela y penetró en una gran estancia a la que había puesto el nombre de Cámara de la Estrella.
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Desde allí pudo ver —y oír— por sí mismo que su máquina estelar (casi la consideraba propiedad suya, al haber sido su descubridor) había experimentado un cambio de algún tipo, y maldijo a Roland por haberle privado de observar el cambio mientras se producía.

A Paithan también lo sorprendía bastante —y le producía una considerable alarma— que fuera Rega quien le había enviado el mensaje acerca de la máquina. Los humanos no se sentían cómodos entre la maquinaria. En general, desconfiaban de los artilugios mecánicos y, cuando tenían que habérselas con ellos, solían romperlos. Y Rega, en concreto, había demostrado ser peor que la mayoría.

Aunque al principio había fingido interés por la máquina y la había contemplado con admiración mientras Paithan le enseñaba
sus características
más destacadas, más tarde había desarrollado gradualmente una aversión irracional a aquel aparato maravilloso. Rega se quejaba del tiempo que él pasaba en aquella sala y acusaba al elfo de interesarse más por la máquina que por ella.

—¡Oh Pait!, eres tan obtuso —le había dicho Aleatha en una ocasión—. Está celosa, es evidente. Si esa máquina tuya fuera otra mujer, Rega ya le habría arrancado el cabello a tirones.

Paithan se había tomado a broma el comentario. Rega era demasiado juiciosa como para sentir celos de un montón de relucientes mecanismos metálicos, aunque fuera el artilugio mecánico más complejo que había visto en su vida, imponente con aquellas piedras refulgentes llamadas «diamantes» y aquellos objetos creadores de arco iris llamados «prismas» y otras maravillas. Esta vez, sin embargo, Paithan empezaba a pensar que su hermana quizá tenía razón y por eso había, subido los peldaños de dos en dos.

Tal vez Rega había roto la máquina.

Abrió la puerta de un empujón, entró precipitadamente en la Cámara de la Estrella... y volvió a salir de inmediato. Dentro de la estancia reinaba una luz cegadora que le impidió ver nada. Acurrucado en una sombra que formaba la puerta abierta, se frotó los ojos doloridos. Después, entreabriéndolos ligeramente, intentó distinguir qué estaba sucediendo pero sólo alcanzó a apreciar los hechos más evidentes: su máquina producía una luz multicolor, vertiginosa, al tiempo que chirriaba, giraba, emitía un tictac... y parecía canturrear.

—¿Rega? —exclamó desde detrás de la puerta.

Llegó hasta sus oídos un sollozo sofocado.

—¿Paithan? ¡Oh, Paithan!

—Sí, soy yo. ¿Dónde estás?

—¡Estoy..., estoy aquí dentro!

—¡Vamos, sal de ahí! —dijo él con cierta exasperación.

—¡No puedo! —gimoteó ella—. Hay tanta luz que no veo nada. Tengo miedo de moverme. Yo... ¡tengo miedo de caer en el agujero!

—No puedes caer por ningún «agujero», Rega— Ese diamante, lo que tú llamas roca, está encajado en él.

—¡Ya no! ¡La roca se ha movido, Paithan! ¡Lo he visto! Uno de esos brazos lo ha levantado. Dentro del agujero había una especie de fuego ardiente y la luz era tan brillante que no podía mirar, y luego se ha empezado a abrir el techo de cristal...

—¡Se ha abierto! —Exclamó el elfo—. ¿Cómo ha sido? ¿Los paneles se deslizaban unos sobre otros como una flor de loto gigante? ¿Como en la ilustración de...?

Rega le informó, con chillidos casi incoherentes, de lo que podía hacer con su ilustración y sus flores de loto. Por último, con un estallido de nervios, exigió a Paithan que la sacara de allí de una vez por todas.

En aquel preciso instante, la luz se apagó. El murmullo cesó. La sala quedó oscura y silenciosa. La oscuridad y el silencio se extendieron por toda la ciudadela, por todo el mundo. Al menos, ésa fue la impresión que produjo.

Pero, en realidad, no reinaba tal oscuridad. Nada tenía que ver con aquella extraña «noche» que se extendía sobre la ciudadela por alguna razón desconocida, ni con la ausencia de luz de Abajo. Porque, aunque cayera la noche sobre la ciudadela, la luz de los cuatro soles de Pryan continuaba bañando la Cámara de la Estrella, convertida en una isla en un mar de niebla negra. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la luz normal del día, en contraste con la cegadora luz irisada de unos momentos antes, Paithan estuvo en condiciones de entrar en la cámara.

Encontró a Rega aplastada contra una pared con las manos sobre los ojos. Dirigió una mirada rápida y nerviosa en torno a la cámara. Desde el momento en que entró, supo que la luz no se había apagado definitivamente; sólo estaba descansando, por así decirlo. El mecanismo situado sobre el hoyo del suelo (él lo llamaba «el pozo») continuó su tictac. Los paneles del techo estaban cerrándose. Extasiado, se detuvo a contemplar la escena. ¡El libro estaba en lo cierto! Los paneles de cristal, cubiertos de extrañas imágenes, empezaban a cerrarse como los pétalos de una flor de loto. Y se percibía una atmósfera de expectación, de espera impaciente. La máquina vibraba de vida.

Paithan estaba tan excitado que casi se lanzó a examinarla, pero primero debía ocuparse de Rega. Corrió hasta ella y la tomó entre sus brazos con suavidad. La mujer se agarró a él como si fuera a caerse, con los ojos cerrados con fuerza.

—¡Ay! ¡No me claves los dedos! —Se quejó el elfo—. Ya te tengo. Ya puedes mirar —añadió con más suavidad. Rega era presa de un temblor incontrolable—. La luz se ha apagado.

Rega entreabrió los párpados con cautela, echó una ojeada, vio los paneles del techo en movimiento y, al momento, cerró los ojos otra vez.

—Rega, mira—la animó Paithan—. Es fascinante.

—No —replicó ella con otro estremecimiento—. No quiero. Yo... ¡Sácame de aquí!

—Si te tomaras la molestia de estudiar la máquina, querida, le perderías el miedo.

—Eso es lo que trataba de hacer, Paithan. Estudiarla —dijo Rega con un sollozo—. Estuve mirando esos condenados libros que siempre andas leyendo y vine..., entré aquí a la hora del vino para... para echar un vistazo... —prosiguió entre hipidos—.

Tú estabas tan... tan interesado en esa máquina que pensé que te complacería que
yo...

—Y así es, querida, así es —le aseguró Paithan mientras le acariciaba los cabellos—. Entraste y echaste un vistazo. Dime querida, ¿tocaste algo?

Ella abrió los ojos con un destello de odio. Paithan notó cómo se ponía tensa entre sus brazos.

—Crees que esto es obra mía, ¿verdad?

—No, Rega. Bien, tal vez no a propósito, pero...

—¡Pues no he sido yo! ¡No he hecho nada! ¡Odio esa máquina!

Acompañó sus palabras de una fuerte pisada.

Un mecanismo se movió como un péndulo, y el brazo que sostenía el diamante sobre el pozo empezó a girar con un chirrido. Rega se arrojó a los brazos de Paithan.

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