En el Laberinto (29 page)

Read En el Laberinto Online

Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

BOOK: En el Laberinto
7.78Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Tonterías. Te has puesto en medio. Siempre andas estorbando...

—¿Estorbando? ¡Eres tú el que siempre se cruza en mi camino! Dividimos la ciudad en dos mitades; si te quedaras en tu mitad como acordamos, no me encontrarías en medio.

—¡Eso te gustaría! —dijo Roland, burlón—. Que Rega y yo nos quedemos en nuestro lado a morirnos de hambre mientras tú y la zorra de tu hermana engordáis...

—¿Engordar? ¿Qué dices? —Paithan había empezado a hablar en elfo, como solía hacer cuando se exasperaba... y últimamente tenía la impresión de emplearlo casi continuamente—. ¿Y dónde crees que conseguimos la comida?

—No lo sé, pero pasas mucho tiempo en esa ridícula Cámara de la Estrella, o como sea que la llames. —Roland, terco e irritado, no se apeó del uso del lenguaje humano.

—Sí, cultivo alimento, ahí. A oscuras. Aleatha y yo vivimos de hongos. Y no llames así a mi hermana.

—¡Te creo muy capaz! ¡Os creo capaces a los dos! Y a tu hermana la llamaré exactamente lo que es: una zorra intrigante...

—¿Una qué? —inquirió una voz adormilada desde las sombras.

Roland enmudeció, y se volvió hacia donde había sonado la voz.

—¡Oh, hola, Thea! —Paithan recibió a su hermana sin entusiasmo—. No sabía que estuvieras aquí.

Una elfa apareció bajo el eterno resplandor del sol de Pryan. Por su expresión lánguida, se adivinaba que acababa de despenar de una siesta. A juzgar por la mirada de sus azules ojos, el descanso había estado lleno de dulces sueños. Llevaba el cabello rubio ceniza algo revuelto y parecía haberse vestido apresuradamente, pues sus ropas estaban levísimamente desarregladas. Las ropas y los encajes parecían desear una enérgica mano varonil que los acabara de poner en su sitio... o que lo quitara todo para empezar otra vez desde el principio.

Aleatha sólo permaneció a la luz unos instantes, lo suficiente como para que iluminara sus cabellos. Después, se retiró de nuevo a la sombra que extendía la altísima muralla de la ciudadela que cerraba la plaza. El fiero sol hería su pálida tez y le producía arrugas. Con gesto displicente, se apoyó en la muralla y observó a Roland con aire divertido; bajo sus pestañas largas y soñolientas refulgían dos zafiros azules.

—¿Qué ibas a llamarme? —inquirió de nuevo, cuando se aburrió por fin de oírlo balbucear y farfullar.

—Sabes muy bien lo que eres —logró articular Roland, al cabo.

—No, no lo sé. —Aleatha abrió los ojos durante una fracción de segundo, lo suficiente para absorber al humano con ellos; después, como si el esfuerzo fuera demasiado agotador, bajó de nuevo las pestañas y despidió al humano—. Pero ¿por qué no vienes a verme al jardín del laberinto a la hora del vino y me lo cuentas?

Roland murmuró por lo bajo que antes la vería en el infierno y abandonó el lugar con gesto mohíno.

—No deberías burlarte así de él, Thea —dijo Paithan cuando Roland ya no podía oírlos—. Los humanos son como perros salvajes. Cuando uno los azuza, sólo consigue...

—¿Hacerlos más salvajes? —apuntó Aleatha con una sonrisa.

—A ti tal vez te resulte muy divertido jugar con él, pero eso hace muy difícil la convivencia —comentó Paithan a su hermana.

Emprendió el regreso hacia la parte principal de la ciudadela atravesando el sector humano de la ciudad. Aleatha se puso en marcha a su lado, con paso pausado.

—Me gustaría que lo dejaras en paz —añadió Paithan.

—¡Pero es la única fuente de entretenimiento que tengo en este lugar tan horrible! —Protestó Aleatha y miró a su hermano; una mueca levemente ceñuda emborronó la delicada belleza de su rostro—. ¿Qué te sucede, Pait? Antes no me regañabas así. Te juro que cada vez te pareces más a Cal. Te comportas como una solterona gruñona...

—¡Basta, Thea! —Paithan la asió por la muñeca y la obligó a mirarlo—. No hables así de ella. Ahora, Calandra ha muerto y nuestro padre, también, y todos vamos a morir y...

Aleatha se desasió y usó la mano para abofetear el rostro de su hermano.

—¡No digas eso!

Paithan se frotó la mejilla, ardiente, y contempló a Aleatha con aire tétrico.

—Pégame todo lo que quieras. Thea, pero eso no cambiará las cosas. Al final, nos quedaremos sin comida. Cuando eso suceda... —se encogió de hombros.

—Saldremos a buscar más —dijo ella. Dos manchas rojas, como si tuviera fiebre, ardían en sus mejillas—. Ahí fuera hay toda la comida que queramos: hortalizas, frutas...

—Y titanes —añadió Paithan secamente.

Aleatha se remangó la larga falda, cuyo borde empezaba a notarse un poco deshilachado, y se adelantó a su hermano con un paso mucho más rápido que el que había llevado hasta entonces.

—Se han ido —respondió, volviendo la cabeza.

Paithan tuvo dificultades para llegar a su altura.

—Eso fue lo que dijo el último grupo antes de salir. Y ya sabes qué sucedió.

—No, no lo sé —replicó Aleatha, avanzando a toda prisa por las calles vacías.

—Claro que sí. —Su hermano la alcanzó por fin—. Tú oíste los gritos. Todos los oímos.

—¡Fue un truco! —Aleatha alzó el rostro—. Un truco para engañarnos, para hacernos quedar aquí. Probablemente, los demás están ahí fuera saciándose de... de todo tipo de comidas maravillosas y riéndose de nosotros,.. —A pesar de sus esfuerzos, le tembló la voz—. Cook dijo que allí fuera había una nave. Ella y sus hijos la encontraron y se marcharon volando de este lugar espantoso...

Paithan abrió la boca para discutir, pero volvió a cerrarla. Aleatha conocía la verdad. Sabía perfectamente qué había sucedido aquella noche terrible. Ella y Roland, Paithan, Rega y Drugar, el enano, reunidos en la escalinata, habían presenciado con zozobra cómo Cook y los demás abandonaban la seguridad de la ciudadela y penetraban en la remota selva. Fue el vacío y la soledad lo que los impulsó a dejar la seguridad de los muros de la ciudadela. Eso y el constante discutir, las peleas sobre la menguante reserva de alimentos. La antipatía y la desconfianza habían dado paso al temor y al odio.

Ninguno de ellos había visto u oído indicios de los titanes, aquellos gigantes aterradores que vagaban por Pryan, desde hacía mucho tiempo. Todos —excepto Paithan— se habían convencido de que las monstruosas criaturas se habían marchado. Paithan, en cambio, sabía que aún seguían allí; lo sabía porque había leído un libro que había encontrado en una biblioteca polvorienta de la ciudadela.

El libro era un manuscrito elfo, redactado en un estilo y con unos términos muy anticuados y en desuso, y estaba ilustrado con numerosas imágenes, razón que había impulsado a Paithan a escogerlo.

En la biblioteca había otros libros escritos en aquel elfo antiguo, pero tenían más texto que ilustraciones; sólo con verlos, le entraba sueño.

Una especie de divinidades que se llamaban a sí mismas «sartán» eran quienes, según ellas, habían llevado a elfos, humanos y enanos a aquel mundo.

Su hermana Calandra habría tachado todo aquello de «tonterías heréticas».

El mundo de Pryan, el mundo de fuego, era presuntamente uno de cuatro mundos distintos.

Paithan no podía dar crédito a ello, aunque había encontrado un diagrama del supuesto «universo»: cuatro esferas flotando en el aire como si un prestidigitador las hubiera lanzado a lo alto y se hubiera marchado, dejándolas suspendidas allí. ¿Por qué clase de estúpidos los estaban tomando?

Según el libro, Pryan era un mundo tropical, de vegetación exuberante, cuyos soles, localizados en el centro del planeta hueco, brillaban constantemente; aquel mundo, de acuerdo con el libro, tenía que proveer de luz y alimento a los otros tres.

Respecto a la primera, Paithan no tuvo reparos en aceptar que tenía más luz de la que podía desear. La comida era otro cantar. Era cierto que la jungla rebosaba de ella, si uno estaba dispuesto a enfrentarse a los titanes para conseguirla. ¿Y cómo se suponía que iba a mandarla a esos otros mundos, en cualquier caso?

«Arrojándosela, supongo», pensó para sí, bastante divertido ante la idea de arrojar frutos de
pua
al universo. Realmente, aquellos sartán debían de tomarlos a todos por idiotas, si esperaban que se tragaran aquella historia.

Los sartán habían construido aquella ciudadela y, según el libro, habían construido muchas más. A Paithan, aquella idea le resultó intrigante. Casi le resultaba creíble. Había visto brillar las luces en el cielo. Y los sartán decían haber llevado a elfos, humanos y enanos para que vivieran con ellos en las ciudadelas.

Paithan también aceptó aquella parte de la historia, sobre todo porque podía constatar con sus propios ojos que en otro tiempo, gente como él había habitado aquella ciudad. Había edificios construidos en el estilo que gustaba a los elfos, con profusión de adornos y volutas y columnas inútiles y ventanas en arco. También había casas destinadas a albergar humanos: sólidas, bajas y poco vistosas. Incluso había túneles bajo tierra para los enanos. Paithan lo sabía porque Drugar lo había llevado allá abajo en una ocasión, poco después de su llegada a la ciudad, cuando los cinco todavía se hablaban entre ellos.

La ciudadela era muy hermosa y práctica y el redactor de aquel libro parecía desconcertado ante el hecho de que no hubiera funcionado como estaba previsto. Habían estallado guerras; elfos, humanos y enanos («las razas mensch» los llamaba «autor») habían renunciado a vivir en paz y habían empezado a luchar entre ellos.

Paithan, en cambio, lo entendía perfectamente. En aquel momento, sólo quedaban en la ciudad dos elfos, dos humanos y un enano... y ni siquiera podían entenderse entre los cinco. Podía imaginar cómo serían las cosas en esa época... fuera cuando fuese.

La población mensch (Paithan empezó a odiar el término) había aumentado a un ritmo alarmante. Incapaces de controlar su creciente número, los sartán (que Orn les arrugara las orejas y cualquier otra parte del cuerpo que tuviera a bien) habían creado a unos seres temibles llamados titanes, los cuales, al parecer, tenían que actuar como niñeras de los mensch y trabajar en las ciudadelas.

La luz que surgía de la Cámara de la Estrella de la ciudadela era tan brillante que cualquier común mortal que mirara hacia ella quedaba ciego, de modo que los sartán crearon a los titanes sin ojos.

Para compensar la discapacidad (y para controlarlos mejor), los dotaron de facultades telepáticas, de modo que los titanes podían comunicarse mediante el mero pensamiento. Sus creadores también les proporcionaron una inteligencia muy limitada (seres tan grandes y poderosos podrían haber resultado una amenaza, de haber sido más listos) y los iniciaron en la magia de las runas, o algo parecido.

Paithan no era muy amante de la lectura y se había saltado los párrafos más aburridos.

Al parecer, el plan había dado resultado. Los titanes rondaban por las calles, y elfos, humanos y enanos estaban demasiado intimidados por la presencia de los monstruos como para enfrentarse entre ellos.

Todo iba a pedir de boca pero ¿qué había sucedido después de aquello? ¿Por qué los mensch habían abandonado las ciudades para aventurarse en la jungla? ¿Cómo habían quedado fuera de control los titanes? ¿Y dónde estaban ahora aquellos sartán y qué se proponían hacer con todo aquel caos?

Paithan no tenía las respuestas, ya que el libro terminaba precisamente allí.

El elfo se sentía frustrado. A pesar de sus opiniones, la historia le había interesado y quería saber cómo había terminado, pero el libro no lo explicaba. Daba la impresión de que el autor se proponía hacerlo, pues el libro tenía más páginas, pero todas éstas estaban en blanco.

No obstante, Paithan había leído suficiente como para saber que los titanes habían sido creados en las ciudadelas, de modo que parecía más que probable que se sintieran atraídos a ellas. Sobre todo, porque los titanes no dejaban de preguntara todo el que encontraban (antes de machacarle los sesos) cosas como «¿Dónde está la ciudadela?». Una vez que la encontraran, difícilmente querrían salir de ella.

Eso era lo que había vaticinado ante los demás.

—Yo me quedo aquí, dentro de las murallas. Los titanes aún siguen ahí fuera, ocultos en la jungla, esperándonos. Haced caso de lo que os digo —los previno.

Y había tenido razón. Sus aciagos presagios se habían cumplido. A veces, Paithan despertaba en plena noche bañado en un sudor frío y creyendo oír los gritos de agonía procedentes de la jungla, más allá de las murallas.

Paithan se había negado a acompañar a Cook y los demás. Y, como él se negaba, Rega —hermana de Roland y amante de Paithan—también se había negado. Y, como Rega se quedaba, Roland había decidido hacer lo mismo. O quizá la verdadera causa de su decisión había sido saber que Aleatha, la hermana de Paithan, se proponía no abandonar a éste. Nadie estaba seguro de las razones de Aleatha para quedarse, salvo que tenía mucho cariño por su hermano y que le habría costado un esfuerzo terrible abandonarlo.

En cuanto a Drugar, el enano, estaba allí porque el grupo que se disponía a partir había dejado muy claro que no lo querían con ellos.

Tampoco era especialmente bien acogido entre los que se quedaban, pero nunca se habrían atrevido a decírselo en voz alta ya que el enano era quien los había salvado de ser devorados por el dragón.
{28}
En cualquier caso, el enano hizo lo que le vino en gana y se mantuvo en una gran reserva, sin apenas cambiar palabra con ninguno de los demás.

Con todo, al parecer, Drugar coincidía en su opinión con Paithan; el áspero enano no había mostrado el menor deseo de abandonar la ciudadela y, cuando habían empezado los gritos angustiosos, se había limitado a acariciarse la barba y asentir con la cabeza, como si lo esperase.

Paithan reflexionó sobre todo aquello y, con un suspiro, pasó el brazo por los hombros de su hermana.

—¿Qué andabais haciendo tú y Roland en la plaza? —preguntó ésta. El cambio de tema quería indicar que lamentaba haberle pegado—. Cuando os he visto desde la muralla parecíais un par de idiotas, saltando y gritándole al cielo.

—Una nave... —contestó Paithan—. Una nave descendió... Salió de la nada...

—¿Una nave? —Aleatha abrió los ojos como platos; de puro perpleja, olvidó que estaba desperdiciando su belleza en un simple hermano—. ¿Qué clase de nave? ¿Por qué no se ha quedado? ¡Oh, Paithan, quizá regrese y nos saque de este lugar tan horrible!

—Quizá —dijo él. Personalmente, tenía sus dudas, pero no quería desanimar sus esperanzas y ganarse otro bofetón—. Respecto a por qué no se han quedado... bien, Roland no opina igual, pero yo juraría que los ocupantes de la nave estaban luchando contra un titán. Sé que parece una locura, que la nave era pequeña, pero estoy seguro de lo que vi. Y vi también otra cosa. Vi a un hombre que parecía Haplo.

Other books

After the Flag Has Been Folded by Karen Spears Zacharias
Problems by Jade Sharma
Miami Noir by Les Standiford
Last Spy Standing by Marton, Dana
Secret Daughter by Shilpi Somaya Gowda
Snarl by Celina Grace
Real Time by Jeanine Binder
Scat by Carl Hiaasen