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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (52 page)

BOOK: En el Laberinto
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—El muy estúpido se ha quedado atascado ahí arriba —explicó Rega con tono gélido—. Tiene miedo de bajar.

—No es verdad —replicó Paithan, malhumorado—. No llevo el calzado adecuado, eso es todo. Resbalaría.

—¿Estás segura de que no es No?

—Sí, no es No; Quiero decir que no, no es... ¡Basta ya! —Rega empezaba a sentirse aturdida—. Tenemos que bajarlo de ahí. ¿Conoces algún hechizo?

—¡Uno de maravilla! —Respondió el anciano al instante—. Como los trucos de
Operación Trueno.
¡Eso es! Prendemos fuego a las patas de la silla y, cuando se consuman...

—Me parece que eso no funcionará —protestó Paithan en voz alta.

El anciano replicó con un resoplido:

—Claro que sí. La pata arde en llamas y, muy pronto, la silla se queda sin un apoyo y... ¡bruuum!, se derrumba.

—Ve a buscar a Roland —dijo Paithan en tono resignado—. Y llévate a ése —añadió, con una mirada ceñuda al anciano.

—Vamos, señor —dijo Rega. Tratando de contener la risa, la humana condujo al anciano, entre las protestas de éste, fuera de la Cámara de la Estrella—. Sí, la verdad es que me gustaría prender fuego a la silla. Ni siquiera me importaría quemar a Paithan. Pero será en otra ocasión, quizá. ¿No te gustaría ayudar al Señor Xar en los preparativos de la fiesta...?

—¡Una fiesta! —Al anciano se le iluminó la expresión—. ¡Me encantan las buenas fiestas!

—¡Y daos prisa! —La voz de Paithan se quebró de pánico—. ¡La máquina empieza a ponerse en marcha! ¡Creo que la estrella empezará a brillar muy pronto!

Como había dicho Paithan, últimamente Aleatha pasaba la mayor parte del tiempo en el laberinto, con Drugar. Y, tal como había prometido, no había comunicado a nadie su descubrimiento. Tal vez lo habría hecho, si se hubieran portado bien con ella; Aleatha rara vez se tomaba la molestia de guardar un secreto. Pero los demás, incluido Roland (sobre todo, él), seguían tan idiotas e inmaduros como siempre.

—Paithan está enfrascado en esa estúpida máquina —contó la elfa a Drugar mientras se adentraban en el laberinto—. Y Rega está enfrascada en intentar apartar a Paithan de la estúpida máquina. En cuanto a Roland, quién sabe qué andará haciendo... ¡Bah!, ¡y a quién le importa! —Añadió con desdén—. Por mí, pueden quedarse todos con ese repugnante Señor Xar. Tú y yo sí que hemos conocido una gente interesante, ¿verdad, Drugar?

El enano asintió. Siempre estaba de acuerdo con todo lo que ella decía y estaba más que dispuesto a acompañarla al laberinto cada vez que ella quisiera.

Ya habían estado allí por la mañana, cuando la máquina de la estrella estaba en funcionamiento, pero, como había anunciado Drugar, aquella gente de niebla no se presentó. Aleatha y el enano esperaron mucho tiempo, pero no apareció nadie. El mosaico de la estrella radiante del anfiteatro permaneció desierto.

Aleatha, aburrida, deambuló en torno al mosaico y lo contempló detenidamente.

—Fíjate, Drugar —dijo, al tiempo que hincaba la rodilla—. Este dibujo es idéntico al de la puerta de la ciudad, ¿no?

Drugar se inclinó para examinarlo. Sí, el mismo símbolo. Y en el centro de las runas había un espacio vacío, igual que en el signo mágico de la puerta de la muralla.

Drugar se llevó los dedos al amuleto que colgaba de su cuello. Cuando había colocado el amuleto en el espacio vacío del símbolo mágico, la puerta se había abierto. Notó los dedos helados y un temblor en la mano. Rápidamente, se apartó del mosaico y miró a Aleatha, temiendo que se hubiera dado cuenta de su reacción y se le hubiese ocurrido la misma idea.

Pero la elfa ya había perdido el interés. La gente inmaterial no estaba presente y el lugar, por tanto, le resultaba aburrido. Había expresado su deseo de marcharse, y Drugar no puso la menor objeción a escoltarla.

Ese mismo día por la tarde, los dos regresaron al lugar. La luz de la máquina de la estrella estaba encendida y despedía un fulgor deslumbrante. Esta vez, la gente de niebla deambulaba de nuevo por el escenario del anfiteatro.

Aleatha se sentó y observó sus movimientos con una mezcla de frustración y alegría, tratando de captar sus voces.

—Están hablando —comentó—. Veo cómo mueven la boca. Y mueven las manos al hablar, como para ayudarse a dar forma a las palabras. Es gente de carne y hueso, estoy segura, ¿pero dónde están? ¿Y de qué hablan? ¡Resulta tan irritante no poder averiguarlo!

Drugar jugueteó de nuevo con el amuleto, en silencio.

No obstante, las palabras de la elfa quedaron grabadas en la mente del enano. Poco a poco, éste empezaba a ver a la gente de niebla como lo hacía Aleatha: como seres reales. Poco a poco, fue observando detalles de las figuras vaporosas y creyó reconocer a algunos de los enanos del día anterior. Para él, todos los elfos y humanos eran iguales y no tenía modo de saber si eran o no los mismos de otras veces. Pero de los enanos —de uno de ellos en particular—, Drugar estaba seguro de haberlos visto anteriormente.

Ese enano en particular era un comerciante de cerveza. Así se lo indicó a Drugar el trenzado de su barba, que denotaba el gremio al que pertenecía, y la jarrita de plata. Ésta, colgada de una cinta de terciopelo anudada en torno al cuello, era utilizada para ofrecer a los clientes una degustación de su producto. Y, según todos los indicios, su cerveza era buena. El enano parecía un individuo acomodado, a juzgar por sus ropas. Elfos y humanos lo saludaron con respeto, entre reverencias y gestos de cabeza. Algunos humanos incluso hincaron la rodilla para hablar con él de modo que sus ojos quedaran a la misma altura (una cortesía que Drugar no había imaginado posible en el trato entre un humano y un enano; aunque, a decir verdad, Drugar no había tenido muchas relaciones con humanos o elfos a lo largo de su vida, algo que siempre había agradecido).

—He decidido llamar a ese elfo de ahí «maese Gorgo» —comentó Aleatha. Ya que la gente de niebla no le decía nada, la elfa había empezado a hacer comentarios sobre las figuras. Había comenzado a darles nombres y a imaginar las relaciones que existían entre ellas. En realidad, le encantaba colocarse justo al lado de alguno de los seres vaporosos y hacer comentarios acerca de él con el enano.

—Una vez conocí a un maese Gorgo. Tenía unos ojos tan saltones como los de este pobre hombre. Aunque éste viste bien; mucho mejor que Gorgo, que no tenía el menor gusto en ropas. Y la mujer que está con él... es espantosa. Fíjate cómo se agarra a él: no debe de ser su esposa. Parece que ahí están de moda los vestidos con escote pronunciado pero, si yo tuviera sus pechos, llevaría la ropa abrochada hasta la barbilla. Y vaya humanos tan atractivos tenemos por aquí. Fíjate cómo van y vienen con entera libertad, como si fueran los dueños del lugar. Esos elfos tratan a sus esclavos humanos con demasiada despreocupación. Fíjate bien, Drugar, ahí está ese enano de la jarrita de plata. Es el mismo que vimos ayer. ¡Y está hablando con maese Gorgo! Y ahí se acerca un humano para unirse a la conversación. Creo que lo llamaré Rolf. Una vez tuvimos un esclavo con ese nombre, que...

Pero Drugar había dejado de prestar atención. Con la mano en el amuleto, dejó el banco que había ocupado hasta entonces y, por primera vez, se aventuró entre aquella gente que parecía tan real y era tan falsa, que hablaba tanto y permanecía tan silenciosa.

—¡Drugar! ¡Por fin estás aquí, entre nosotros! —Aleatha soltó una carcajada y se puso a dar vueltas en una animada danza que hinchó las faldas en torno a su cuerpo—. Qué divertido, ¿verdad? —La elfa interrumpió la danza y frunció los labios con gesto enfurruñado—. Pero sería más divertido si fueran de carne y hueso. ¡Ah, Drugar, a veces preferiría que no me hubieras traído aquí! El lugar me gusta, pero me produce tanta nostalgia... ¿Qué estás haciendo, Drugar?

El enano no respondió. Se arrodilló en el centro de la estrella radiante, se quitó el amuleto que colgaba en torno a su cuello y colocó el objeto en el espacio vacío del centro del símbolo mágico, igual que había hecho en la puerta de la ciudad.

Escuchó un grito de Aleatha, pero el sonido llegaba lejano, muy lejano, y Drugar ni siquiera estuvo seguro de haberlo captado...

Una mano le dio una palmada en la espalda.

—¡Tú, señor! —dijo una voz resonante, en el idioma de los enanos. Una jarrita de plata se balanceó ante la nariz de Drugar—. Creo que eres forastero en nuestra hermosa ciudad. Y bien, señor, ¿te apetece probar la mejor cerveza de todo Pryan?

CAPÍTULO 38

EL LABERINTO

La mañana siguiente, Haplo despertó curado y descansado y permaneció un buen rato tumbado, sin moverse, pendiente de los sonidos del Laberinto. Mientras había estado atrapado en aquel lugar, lo había aborrecido. El Laberinto le había arrebatado todo lo que había amado en su vida. Pero también le había proporcionado todo cuanto había amado. Hasta aquel instante, el patryn no se había dado cuenta de ello; sólo ahora alcanzaba a comprenderlo.

La tribu de pobladores que lo había acogido cuando era un chiquillo, después de la muerte de sus padres... Haplo no recordaba los nombres, pero podía ver sus rostros bajo la pálida luminosidad grisácea que apenas era una leve claridad en las densas sombras, pero que constituía la luz diurna en el Laberinto. No había vuelto a pensar en aquella gente desde hacía mucho tiempo, desde el día en que se había marchado. Los había apartado de sus pensamientos entonces, como suponía que ellos lo habrían apartado de los suyos. Pero ahora sabía que no era así. Los hombres que habían rescatado al chiquillo asustado quizá pensaban en él, todavía. La anciana que lo había acogido y alimentado aún debía de preguntarse dónde estaba y qué había sido de él. El joven que le había enseñado el arte de grabar las runas en las armas quizá sentía interés todavía por saber si sus enseñanzas habían resultado provechosas.

En aquel momento, Haplo habría ofrecido una fortuna por poder reunirse con ellos, hablar con ellos y darles las gracias.

—Me enseñaron a odiar —musitó, prestando atención al rumor de los animalillos y a los trinos de los pájaros. Era la primera vez que reparaba en ellos; en realidad, no podía decir que los hubiera olvidado. Acarició las mandíbulas del perro, que dormitaba con la cabeza sobre el pecho de su amo—. Nunca me enseñaron a amar.

Se incorporó bruscamente hasta quedar sentado. El perro, perturbada su paz, se levantó, bostezó, se estiró y salió corriendo en persecución de unas ardillas ocupadas en buscar provisiones. Marit estaba acostada aparte de Haplo y su grupo, y a distancia, también, de los otros patryn. Dormía como Haplo la recordaba, enroscada en el mismo ovillo apretado. Él evocó las noches a su lado, con los cuerpos enredados, el vientre apretado contra su espalda y acunándola entre los brazos con aire protector, y se preguntó qué habría sentido durmiendo con ella y su hija, la niña entre ellos, abrigada, protegida, amada...

Con gran sorpresa y desconcierto, notó que los ojos se le llenaban de lágrimas. Apurado y casi irritado consigo mismo, las enjugó rápidamente.

Oyó quebrarse un palo a su espalda.

Empezó a darse la vuelta pero, antes de que terminara el gesto, Hugh
la Mano
ya se había incorporado de un salto y hacía frente a Kari.

—Está bien, Hugh —dijo Haplo en idioma humano, al tiempo que se ponía en pie—. Kari nos ha hecho saber que se acercaba.

Así era. Kari había pisado el palo a propósito, advirtiéndoles cortésmente de su proximidad.

—¿Esos que llamas mensch no necesitan dormir? —Preguntó la patryn a Haplo—. Mi gente ha observado que tu amigo ha pasado despierto toda la noche.

—Ellos no tienen magia rúnica que los proteja —explicó Haplo con la esperanza de que no se sintiera ofendida—. Hemos soportado muchos peligros. El mensch... es decir, los dos mensch —Haplo se acordó de incluir a Alfred— se sienten nerviosos, como es lógico, en un lugar tan extraño y aterrador como éste.

«¿Y por qué han venido a este lugar tan extraño y aterrador?» La pregunta casi asomó en los labios de Kari. Haplo escuchó las palabras con la misma claridad que si las hubiese oído en voz alta. Pero no le correspondía a ella interrogarlo sobre aquellos extremos. La patryn dirigió una mirada conmiserativa a Hugh, cambió unas palabras con Haplo en su idioma y le entregó una hogaza de pan duro.

—¿Qué te ha dicho? —quiso saber
la Mano,
siguiendo con una mueca ceñuda a la patryn mientras ésta se alejaba.

—Dice que debes de correr más rápido que un conejo; de lo contrario, no habrías vivido tanto —respondió Haplo con una sonrisa.

Hugh no lo encontró divertido. Lanzó una mirada sombría a su alrededor.

—Me sorprende que nada viva mucho tiempo en este lugar. Estos bosques producen una sensación nefasta. Me alegraré cuando salgamos de ellos.

Contempló malhumorado la masa de pan descolorido que Haplo tenía en las manos y preguntó si aquello era el desayuno. Haplo asintió.

—No me apetece.

Con la pipa en la boca, el asesino se dirigió hacia el arroyo.

Haplo volvió la vista hacia el lugar donde Marit había pasado la noche. La mujer ya estaba despierta y se aplicaba a la primera cosa que hacían todos los patryn por la mañana: comprobar el estado de las armas habituales y preparar otras nuevas. En aquel momento estaba revisando una lanza de grandes dimensiones con una punta de piedra en la que había grabado numerosas runas. Era un arma de calidad; muy probablemente, regalo de algún patryn de aquel grupo. Haplo recordó al que había acudido al encuentro de Marit la noche anterior. Sí, el hombre llevaba una lanza parecida.

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