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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

En el Laberinto (47 page)

BOOK: En el Laberinto
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Haplo exhaló un suspiro, dio media vuelta y empezó a ascender los riscos. Casi había alcanzado la cima cuando lo alcanzó el viento, golpeándolo como un puño.

El viento surgió de la nada, como si el Laberinto hubiera llenado los pulmones y expulsara todo el aire de golpe. El impacto hizo tambalearse a Marit. Hugh, junto a ella, maldijo y se frotó los ojos, medio cegado por el polvo que levantaba el huracán. Haplo trastabilló, incapaz de mantener el equilibrio.

Encima de ellos, Alfred lanzó un grito sofocado. El viento se apoderó del sartán flotante. Agitando brazos y piernas furiosamente, Alfred se vio arrojado a increíble velocidad contra la montaña.

El único capaz de moverse fue el perro, que salió disparado tras el sartán y trató de atrapar con las mandíbulas los faldones de su levita.

—¡Cógelo! —Gritó Haplo—. Tráelo a...

Pero, antes de que pudiera terminar, el viento lo golpeó por la espalda y lo derribó al suelo.

Al captar la urgencia de la voz de su amo, el perro dio un gran salto. Sus colmillos se cerraron sobre la tela. Alfred descendió un poco pero, entonces, la tela se desgarró. El perro rodó por el suelo en un ovillo de patas. El viento hizo rodar al animal una y otra vez. Alfred salió impulsado de nuevo pero, instantes después, se detuvo bruscamente. Su cuerpo, sus ropas, se habían enredado en las ramas de uno de los árboles achaparrados. El viento lo agitó y lo azotó con frustración, pero el árbol se negó a soltarlo.

—¡Que me aspen! —Exclamó Hugh
la Mano,
limpiándose los ojos de arena—. ¡Las ramas se han estirado para agarrarlo!

Alfred quedó colgado del árbol, desvalido e impotente, mirando a su alrededor con perplejidad. El viento extraño había dejado de soplar tan de improviso como se había levantado, pero en la atmósfera quedaba una sensación siniestra, una cólera hosca.

El perro se apresuró a plantarse debajo de Alfred en actitud protectora. El sartán empezó a cantar y mover las manos otra vez.

—¡No! —gritó Haplo mientras se ponía en pie precipitadamente—. ¡No te muevas! ¡No hagas ni digas nada! ¡Sobre todo, nada de magia!

Alfred se quedó inmóvil.

—Es la magia —murmuró Haplo; después, masculló un juramento en voz casi inaudible—: Cada vez que usa su condenada magia. Pero, ¿qué será de él si no lo hace? ¿Cómo podrá atravesar el Laberinto sin recurrir a ella? Aunque, pensándolo bien, tampoco podrá sobrevivir con toda su magia. Todo es inútil. Inútil. Tienes razón —dijo a Marit con tono amargo—, soy un estúpido.

Ella podría haberle respondido: «El árbol lo ha salvado. Tú no lo has visto pero yo sí. He visto cómo lo cogía. Alguna fuerza está trabajando
a favor
nuestro. Algo trata de ayudarnos. Hay esperanza, Si no otra cosa, hemos traído esperanza».

Pero no dijo nada. No estaba segura de que fuera esperanza lo que deseaba.

—Supongo que tendremos que bajarlo de ahí —refunfuñó Hugh.

—¿Para qué? —exclamó Haplo, descorazonado—. Lo he traído aquí para morir. Todos vamos a morir aquí, gracias a mí. Excepto tú. Y eso tal vez sea aun peor. Tú te verás obligado a seguir viviendo...

Marit se acercó a él y, con un gesto impulsivo, alargó la mano para consolarlo. Cuando se dio cuenta de lo que estaba haciendo, se detuvo, confusa. Se sentía como si fuera dos personas distintas, una que odiaba a Haplo y otra..., otra que no. Y ninguna de las dos le ofrecía mucha confianza.

¿Dónde quedaba ella en todo aquello?, se preguntó, irritada. ¿Qué era lo que ella quería?

Y le pareció oír la voz de Xar que le respondía: «Eso no importa, esposa mía. Lo que tú quieras es irrelevante. Tu deber es traerme a Haplo».

Sí, ella se encargaría de hacerlo. ¡Ella, no Sang-drax!

Con indecisión, Marit rozó el brazo de Haplo con las yemas de los dedos. Sorprendido, el patryn se volvió al notar el contacto.

—Lo que ha dicho el humano es cierto —dijo ella, reprimiendo un titubeo—. ¿No lo entiendes? El Laberinto actúa impulsado por el miedo, y ése nos iguala con él. —Se acercó aún más a Haplo—. He estado pensando en mi hija. A veces, por la noche, lo hago. Cuando estoy sola, me pregunto si ella también lo estará. Me pregunto si pensará en mí alguna vez, como yo pienso en ella. Si se pregunta por qué la dejé... Quiero encontrarla, Haplo. Quiero explicarle...

Los ojos se le llenaron de lágrimas. Marit no había previsto tal cosa y bajó los párpados rápidamente para que él no las viera.

Pero era demasiado tarde. Además, como había dejado de mirarlo, no pudo apartarse de él a tiempo de impedir que sus brazos la rodearan.

—La encontraremos, te lo prometo —lo oyó murmurar con ternura.

Marit alzó la vista hacia él. Haplo se disponía a besarla.

La patryn evocó las palabras de Xar: «Te acostaste con él. Tuviste una hija con él. Haplo aún te ama». Así pues, aquello era perfecto; lo que Xar deseaba, ni más ni menos. Induciría a Haplo a sentirse seguro de ella y, entonces, lo incapacitaría y lo capturaría.

Cerró los ojos. Los labios de Haplo tocaron los suyos.

Marit se estremeció y, de repente, rehuyó el beso y se apartó.

—Será mejor que ayudes a tu amigo sartán a bajar del árbol. —Su tono de voz fue tan cortante como el filo de la daga que empuñaba con mano firme—. Yo vigilaré. Toma, necesitarás esto.

La patryn le entregó la daga y se alejó sin mirar atrás. Seguía temblando de pies a cabeza y la trepidación contraía los músculos de sus brazos y de sus muslos; con paso inseguro, avanzó ciegamente, llena de odio hacia él y hacia sí misma.

Cuando llegó a la cima del risco, se apoyó en un peñasco enorme y esperó a que cesaran los temblores. Desde allí, se permitió una breve mirada a su espalda para observar qué hacía Haplo. El patryn no la había seguido; se había encaminado hacia Alfred para intentar rescatar al sartán de la copa del árbol.

Bien, se dijo Marit. El tembleque ya remitía. Calmó su agitación interna y se obligó a estudiar el terreno con detenimiento, prestando mucha atención, en busca de posibles rastros de un enemigo.

Ya se sentía suficientemente tranquila como para hablar con Xar.

Pero no tuvo ocasión de hacerlo.

CAPÍTULO 35

EL LABERINTO

Alfred colgaba, desvalido, de la copa del árbol; una rama recia ensartada en la espalda de la levita sostenía al sartán como una segunda —y, en el caso de —Alfred, más firme— columna vertebral. Sus brazos y piernas se agitaban débilmente; el desmañado individuo era absolutamente incapaz de liberarse.

El perro deambulaba debajo, con la boca abierta en una sonrisa y la lengua colgando, como si hubiera acorralado a un gato. Cuando llegó al lugar, Haplo levantó la vista.

—¿Cómo has hecho para terminar así?

—Yo... no tengo la menor idea. —Alfred abrió los brazos. Después, volvió la cabeza en un esfuerzo por mirar a su espalda—. Si no resultara demasiado extraño, diría que... que el árbol me ha cogido cuando pasaba volando junto a él. Por desgracia, ahora parece reacio a soltarme.

—Supongo que no habrá riesgo de que se rompa la costura de la espalda de la levita, ¿verdad? —dijo Haplo.

Alfred desplazó el peso de su cuerpo con cautela, hasta balancearse a un lado y a otro. El perro observó la escena fascinado, con la cabeza ladeada.

—Es una prenda muy bien confeccionada —respondió Alfred con una sonrisa de disculpa—. El sastre de su majestad, la reina Ana, me hizo la pieza original y quedé tan satisfecho con ella que... en fin, que desde entonces siempre me las he hecho iguales.

—¿Que tú te haces la ropa?

—Me temo que sí.

—¿Con la magia rúnica?

—¡Soy un sastre bastante competente! —replicó Alfred en tono defensivo.

—Resucitar a los muertos y confeccionar ropa —murmuró Haplo—. Precisamente lo que necesito.

Los tatuajes mágicos de su piel seguían despidiendo su leve fulgor, pero ahora empezaban a escocerle con un hormigueo. El peligro, fuera lo que fuese, estaba más cerca. Miró hacia el risco. No vio a Marit, pero no esperaba que estuviera visible. Imaginó que se había ocultado a la sombra de alguna roca.

—No recuerdo que este maldito árbol fuera tan alto —comentó Hugh
la Mano,
torciendo el cuello para mirar hacia arriba—. Aunque te encarames sobre mis hombros, no lograrás alcanzarlo. Si se desabrochara la levita y sacara los brazos de las mangas, caería a peso.

Alfred reaccionó a la sugerencia con considerable alarma.

—No creo que eso dé resultado, maese Hugh. No soy muy ducho en cosas de este tipo.

—En eso tiene razón —asintió Haplo con aire lúgubre—. Conociendo a Alfred, seguro que termina ahorcándose.

—¿No podrías bajarlo con tu magia? —Hugh dirigió una mirada a la piel iluminada del patryn.

—Usar la magia desgasta mis fuerzas igual que correr o saltar consume las tuyas. Prefiero conservarla para cosas importantes como la supervivencia y no desperdiciarla en minucias como bajar de un árbol a un sartán. —Haplo guardó la daga en el cinto y se acercó hasta el pie del árbol—. Subiré a soltarlo. Tú quédate aquí debajo, preparado para cogerlo.

Hugh
la Mano
movió la cabeza en gesto de negativa pero no se le ocurrió ninguna solución alternativa. Retiró la pipa de sus labios, la guardó en el bolsillo y se situó justo debajo del sartán colgante.

Haplo se encaramó al árbol y probó la resistencia de la rama antes de avanzar por ella. El aspecto de la rama le había hecho temer que no resistiera el peso de los dos, pero resultó ser más fuerte de lo que había calculado. Soportó su peso, y también el de Alfred, sin dificultad.

—Lo ha cogido cuando pasaba volando junto a él —repitió Haplo con aversión. Sin embargo, había visto cosas más extrañas. La mayor parte de ellas, relacionadas con Alfred.

—Es..., es una caída tremenda—protestó el sartán con voz temblorosa—. Puedo utilizar la magia y...

—Utilizar la magia es lo que te ha llevado a esta situación —lo interrumpió Haplo mientras avanzaba con cautela por la rama, aplastándose contra ella para distribuir más el peso.

La madera crujió. Alfred lanzó una exclamación de pánico y agitó pies y manos. La rama emitió otro crujido amenazador.

—¡Quédate quieto! —Ordenó Haplo con irritación—. ¡Harás que caigamos los dos!

Deslizó la daga entre la levita y la rama y empezó a cortar la costura.

—¿Qué..., qué quieres decir con eso de que mi magia me ha llevado a esto? —quiso saber Alfred, que había cerrado los ojos con fuerza.

—El viento no ha cogido a ninguno de los demás para intentar estrellarlo contra la montaña. Sólo a ti. Y la montaña no empezó a derrumbarse hasta que tú te pusiste a cantar esas condenadas runas.

—Pero ¿por qué?

—Repito lo de antes: dímelo tú —replicó Haplo con un gruñido.

Ya estaba a media tarea, cortando despacio con la esperanza de dejar caer a Alfred lo más suavemente posible, cuando escuchó un silbido grave. El sonido lo traspasó, abrasador como un dardo de hierro candente.

—Qué trino tan extraño —dijo Alfred.

—No es ningún pájaro. Es Marit. La señal de peligro.

El patryn dio un tirón de la daga y segó el resto de la costura de un largo corte apresurado. Alfred tuvo tiempo de lanzar un grito de alarma; a continuación, se encontró cayendo. Hugh aguardaba debajo, con los pies firmemente plantados en el suelo y el cuerpo preparado. Cogió a Alfred y amortiguó su caída, pero los dos rodaron juntos por el suelo.

Desde su atalaya en el árbol, Haplo miró hacia el risco. Marit se dejó ver desde su escondite en las peñas lo suficiente como para señalar hacia su izquierda. Emitió otro silbido grave y añadió una serie de tres aullidos gatunos.

Hombres tigres.

Marit levantó las manos, mostró los diez dedos extendidos y repitió el gesto dos veces.

Haplo masculló un juramento. Una partida de caza; veinte, al menos, de aquellas bestias salvajes que no tenían nada de hombres, pero que eran llamadas de aquel modo porque caminaban erguidos sobre dos poderosas patas traseras y empleaban las garras delanteras, que contaban con pulgares oponibles, como manos.
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Por lo tanto, podían utilizar armas y eran especialmente diestros con una conocida como zarpa de gato, cuyo propósito era más incapacitar que matar. La zarpa de gato era una pieza de madera en forma de disco con cinco afiladas «garras» de piedra en el borde, que se arrojaba con la mano o mediante una honda. Su magia era débil, en comparación con la patryn, pero muy efectiva. Allá donde golpeaba el cuerpo cubierto de tatuajes mágicos, la zarpa de gato clavaba las garras en los pequeños resquicios entre los signos, penetraba profundamente en el músculo y se adhería allí tenazmente. El arma solía lanzarse a las piernas de la víctima, y su efecto en los muslos y pantorrillas hacía caer a la presa con mortífera eficacia.

Los hombres tigres prefieren la carne fresca.

Haplo volvió la mirada fugazmente hacia la montaña desmoronada que tenía a su espalda, pero ya antes de hacerlo sabía que era inútil. No podían volver a la caverna. Escrutó el horizonte y advirtió que Marit agitaba la mano, urgiéndolo a darse prisa.

Bajó del árbol. Hugh tiraba de Alfred en un intento de ayudarlo a incorporarse, pero el sartán se desplomaba como un muñeco.

—Parece que, con la caída, se ha lesionado el otro tobillo —dijo
la Mano.

Haplo soltó un nuevo juramento, más audible y más gráfico.

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